UNO
Ahora Jack Mort sabía que el pistolero estaba en él. De haber sido otra persona —un Eddie Dean o una Odetta Holmes, por ejemplo—, Roland habría mantenido una conversación con el hombre, aunque solo fuera para aligerar la natural confusión y el pánico que uno puede sentir si de pronto se lo empuja rudamente al asiento del copiloto en un cuerpo que toda la vida ha manejado el propio cerebro.
Pero como Mort era un monstruo —peor de lo que Detta Walker hubiera sido o pudiera llegar a ser—, no hizo ningún esfuerzo en absoluto por hablar o explicar. Podía oír los clamores del hombre —¿Quién eres? ¿Qué me está pasando?—, pero no les prestó atención. El pistolero se concentró en su corta lista de necesidades, y usó la mente del hombre sin remordimiento alguno. Los clamores se convirtieron en aullidos de terror. El pistolero continuó sin prestarles ninguna atención.
Solo se veía capaz de permanecer en el nido de gusanos que era la mente de aquel hombre si lo consideraba como una combinación de atlas y enciclopedias. Mort tenía toda la información que Roland necesitaba. El plan que preparó era tosco, pero a veces tosco era mejor que pulido. Cuando se trataba de hacer planes, no había en el mundo criaturas más distintas que Roland y Jack Mort.
Cuando se hace un plan tosco, queda espacio para la improvisación. Y la improvisación sobre la marcha siempre había sido uno de los puntos fuertes de Roland.
DOS
Un hombre gordo con lentes sobre los ojos, como el calvo que había asomado la cabeza en la oficina de Mort cinco minutos antes (daba la impresión de que en el mundo de Eddie mucha gente usaba estos adminículos, que su Mortciclopedia identificaba como «gafas»), entró junto con él en el ascensor. Miró el portafolios que llevaba en la mano el hombre a quien él creía Jack Mort, y luego al mismo Mort.
—¿Vas a ver a Dorfman, Jack?
El pistolero no contestó.
—Si crees que puedes convencerlo para que subalquile, pierdes el tiempo, te lo puedo asegurar —dijo el hombre gordo, y parpadeó cuando su colega dio un rápido paso atrás. Las puertas de la pequeña caja se cerraron, y de pronto comenzaron a caer.
Dio un zarpazo a la mente de Mort, indiferente a sus gritos, y descubrió que esto estaba bien. La caída era controlada.
—Si soy inoportuno, lo siento —se disculpó el hombre gordo.
El pistolero pensó: «Este también tiene miedo».
—Creo que tú has manejado a ese tarado mejor que cualquier otra persona de la compañía.
El pistolero no contestó. Solo esperaba poder salir de aquel ataúd en caída.
—Y créeme lo que te digo —continuó animoso el hombre gordo—. Fíjate que ayer mismo estaba almorzando con…
La cabeza de Jack Mort se volvió, y detrás de las gafas de armazón dorado de Jack Mort, unos ojos que parecían tener un tono de azul de algún modo diferente de lo que siempre habían sido antes los ojos de Jack, miraron fijamente al hombre gordo.
—Cállate —dijo el pistolero en tono neutro.
Al hombre se le fue el color de la cara y dio dos rápidos pasos hacia atrás. Sus nalgas fláccidas dieron contra la madera falsa de los paneles posteriores del pequeño cajón en movimiento, que súbitamente se detuvo. Se abrieron las puertas y el pistolero, que usaba el cuerpo de Jack Mort como si fuera ropa que le sentara a la perfección, salió sin mirar atrás. El hombre gordo mantuvo el dedo en el botón de «PUERTA ABIERTA» del ascensor, y esperó dentro hasta que Mort desapareció. «Siempre le ha faltado un tornillo —pensó el gordo—, pero esto podría ser serio. Esto podría ser una crisis nerviosa».
El hombre gordo descubrió que le resultaba muy reconfortante la idea de tener a Jack Mort internado en un sanatorio mental en alguna parte.
Al pistolero no le habría sorprendido.
TRES
En alguna parte entre la sala de los ecos, que su Mortciclopedia identificaba como «vestíbulo», a saber, un lugar de entrada y salida de las oficinas que llenaban aquella torre-hasta-el-cielo, y el sol brillante de la calle (su Mortciclopedia identificaba esta calle como «Sexta Avenida» y también como «Avenida de las Américas») los aullidos del huésped de Roland cesaron. Mort no había muerto de miedo; el pistolero lo sentía con ese instinto profundo, el mismo que le hacía saber que si Mort moría, sus kas serían expulsados para siempre a ese vacío de posibilidades que yace más allá de todos los mundos físicos. No estaba muerto; se había desmayado. Se desmayó ante la sobrecarga de terror y extrañeza, como el mismo Roland se había desmayado al entrar en la mente de este hombre y descubrir sus secretos y el cruce de destinos demasiado grande para ser casual.
Se alegraba de que Mort se hubiese desmayado. Mientras su pérdida de conocimiento no afectara el acceso de Roland a los conocimientos y a la memoria del hombre, se alegraba de habérselo sacado de encima.
Los coches amarillos eran medios de transporte a los que se llamaba «Tac-si». La Mortciclopedia le indicó que las tribus que los conducían eran dos: los Morenos y los Burlones. Para detenerlos, había que levantar la mano como un alumno en una clase.
Roland lo hizo, y vio que varios Tac-sis, que iban obviamente vacíos salvo por sus conductores, pasaban a su lado sin detenerse. Vio que tenían carteles que decían «FUERA DE SERVICIO». Como estos carteles estaban escritos en las Grandes Letras, el pistolero no necesitó la ayuda de Mort. Esperó, y luego levantó la mano otra vez. Esta vez el Tac-si se detuvo. El pistolero subió al asiento de atrás. Olió humo viejo, viejo perfume, viejo sudor. Olía como un carruaje de su propio mundo.
—¿Adonde, mi amigo? —preguntó el conductor. Roland no tenía idea de si pertenecía a la tribu de los Morenos o de los Burlones, y no tenía intención de preguntar. En este mundo podía llegar a ser una descortesía.
—No estoy seguro —dudó Roland.
—Este no es un grupo de encuentro social, mi amigo. El tiempo es oro.
«Dile que baje la bandera», le sugirió la Mortciclopedia.
—Baje la bandera —señaló Roland.
—Eso no hace rodar nada más que tiempo —replicó el conductor.
«Dile que le darás cinco dólares de propina», aconsejó la Mortciclopedia.
—Le daré cinco dólares de propina —dijo Roland.
—Quiero verlos —pidió el taxista—. El dinero habla, las tonterías vuelan.
«Pregúntale si quiere el dinero o si quiere irse a la mierda», aconsejó instantáneamente la Mortciclopedia.
—¿Quiere el dinero o quiere irse a la mierda? —preguntó Roland con voz fría y muerta.
El conductor echó una breve mirada desdeñosa por el retrovisor y no dijo nada más.
Esta vez Roland consultó más de lleno la provisión acumulada de conocimientos de Jack Mort. El taxista volvió a echar una mirada, rápidamente, durante los quince segundos que su pasajero pasó simplemente sentado ahí con la cabeza algo inclinada y la mano izquierda extendida sobre la frente, como si tuviera un dolor de cabeza marca Excedrin. El chófer había decidido decirle al tipo que se bajara o llamaría a gritos a un policía, pero en ese momento el pasajero levantó la mirada y dijo suavemente:
—Me gustaría que me llevara a la intersección de la Séptima Avenida y la calle Cuarenta y Nueve. Por este viaje le pagaré diez dólares más de lo que marque su taxímetro, no importa cuál sea su tribu.
«Un bicho raro —pensó el conductor—. Un WASP[8] de Vermont que trata de entrar en el negocio del espectáculo, pero a lo mejor es un bicho raro rico». Metió la primera.
—Allí vamos, compañero —señaló, e incorporándose al tráfico, agregó mentalmente: «Y cuanto antes mejor».
CUATRO
«Improvisar». Esa era la palabra.
El pistolero vio el coche blanco y azul aparcado en la misma manzana, un poco más allá, al bajar del Tac-si, y leyó Policía como Possía, sin comprobar la provisión de conocimientos de Mort. Dentro había dos pistoleros; bebían algo —café, tal vez— en vasos de papel blanco. Sí, pistoleros, pero parecían gordos y flojos.
Tomó la billetera de Jack Mort (aunque era mucho más pequeña que una billetera de verdad; una billetera de verdad era casi tan grande como una cartera y podía llevar todas las cosas de un hombre si viajaba liviano) y le dio al conductor un billete que tenía impreso el número 20. El chófer se alejó rápidamente. No era, ni mucho menos, la propina más grande que había recibido en el día, pero el tipo era tan raro que sintió haberse ganado cada centavo de buena ley.
El pistolero miró el cartel del negocio.
CLEMENTS: ARMAS Y PRODUCTOS DEPORTIVOS.
MUNICIONES, EQUIPOS DE PESCA, FACSÍMILES OFICIALES
No comprendía todas las palabras, pero una mirada al escaparate le bastó para comprobar que Mort le había llevado al lugar correcto. Había muñequeras, insignias de rangos… y armas de fuego. Principalmente rifles, pero pistolas también. Estaban encadenadas, pero eso no importaba.
Sabría lo que necesitaba cuando lo viera. Si lo veía.
Roland consultó la mente de Mort —una mente que tenía exactamente la astucia necesaria para conseguir sus propósitos— durante más de un minuto.
CINCO
Uno de los policías en el coche azul y blanco le dio un codazo al otro.
—Ahí tienes —le dijo— un comprador que compara en serio.
Su compañero se echó a reír.
—Oh, Dios —exclamó con voz afeminada cuando el hombre trajeado y con gafas de armazón dorado concluyó su estudio de la mercancía expuesta y entró—. Cdeo que acaba de decididse pod las esposas colod lavanda.
El primer policía se atragantó cuando tragaba un sorbo de café caliente, y en un arrebato de risa lo derramó sobre el vaso de papel.
SEIS
Casi de inmediato se acercó un dependiente y le preguntó si podía ayudarlo en algo.
—Me pregunto —replicó el hombre con el traje azul clásico— si tiene usted un diario… —Hizo una pausa, pareció pensar profundamente, y luego volvió a alzar la vista—. Quiero decir un gráfico, que muestre diferentes municiones para revólver.
—¿Quiere decir una tabla de calibres? —preguntó el dependiente.
El cliente hizo una pausa y luego añadió:
—Sí. Mi hermano tiene un revólver. Yo lo he disparado, pero de esto hace muchos años. Creo que puedo reconocer las balas si las veo.
—Bueno, tal vez usted piensa eso —dijo el dependiente—, pero podría ser difícil. ¿Era un 22? ¿Un 38? O tal vez…
—Si tiene un gráfico lo sabré —repuso Roland.
—Un segundo. —El dependiente miró por un momento al hombre de traje azul. Tenía dudas, pero enseguida se encogió de hombros. «El cliente siempre tiene razón, hombre, incluso si se equivoca. Eso… si tiene con qué pagar, claro. El dinero habla, las tonterías vuelan»—. Tengo una Biblia del Tirador. Tal vez es eso lo que debería mirar.
—Sí. —Sonrió. La Biblia del Tirador. Era un noble título para un libro.
El hombre buscó debajo del mostrador y sacó un volumen muy manoseado. Era el libro más grueso que el pistolero había visto en toda su vida, y aun así aquel hombre lo manipulaba como si no tuviera más valor que un puñado de piedras.
Lo abrió sobre el mostrador y lo volvió hacia el otro lado.
—Eche un vistazo. Aun cuando hayan pasado años, es como si estuviera disparando en la oscuridad. —Pareció sorprendido, y luego sonrió—. Perdone la broma.
Roland no lo oyó. Estaba inclinado sobre el libro y estudiaba las imágenes que parecían casi tan reales como las cosas que representaban, maravillosas figuras que la Mortciclopedia identificó como «Fotergrafías».
Volvió lentamente las páginas. No… no… no…
Casi había perdido las esperanzas cuando la vio. Miró al dependiente con tal llamarada de excitación que el dependiente se sintió algo asustado.
—¡Aquí! —señaló—. ¡Aquí! ¡Esta de aquí!
La fotografía que señalaba con el dedo era la de un cartucho de una pistola Winchester 45. No era exactamente igual a sus propios cartuchos porque no habían sido torneados a mano o cargados a mano, pero no tenía que consultar las cifras (que de todas maneras no hubieran significado casi nada para él) para saber que se ajustarían a sus cámaras y dispararían sus revólveres.
—Bueno, muy bien, parece que las ha encontrado —dijo el dependiente—, pero tómeselo con calma, amigo. Quiero decir, no son más que balas.
—¿Las tiene?
—Claro. ¿Cuántas cajas quiere?
—¿Cuántas lleva la caja?
—Cincuenta. —El dependiente comenzó a mirar al pistolero con verdadera suspicacia. Si el tipo pensaba comprar balas, debía saber que tenía que mostrar una licencia de armas con una foto de identificación; sin permiso no había municiones, no para armas de fuego: era la ley en el distrito de Manhattan. Y si este sujeto tenía una licencia, ¿cómo era posible que no supiera cuántos cartuchos había en una caja común de municiones?
—¡Cincuenta! —El tipo ahora se quedó mirándolo con tal sorpresa que se le cayó la mandíbula. Seguro que estaba chiflado.
El dependiente se desplazó un poquito hacia su izquierda, un poquito más cerca de la caja registradora… y, no demasiado casualmente, un poquito más cerca de su propia arma, una Magnum 357 que tenía cargada en su soporte debajo del mostrador.
—¡Cincuenta! —repitió el pistolero. Había esperado cinco, diez, que llegaran incluso a la docena, pero esto… esto…
«¿Cuánto dinero tienes?», le preguntó a la Mortciclopedia. La Mortciclopedia no lo sabía con exactitud, pero creía que habría al menos sesenta dólares en su billetera.
—¿Y cuánto cuesta una caja? —Supuso que serían más de sesenta dólares, pero tal vez podría persuadir al hombre de que le vendiera parte de una caja, o…
—Diecisiete con quince —dijo el dependiente—. Pero, señor…
Jack Mort era un contable, y esta vez no hubo espera; la traducción y la respuesta llegaron simultáneamente.
—Tres —pidió el pistolero—. Tres cajas. —Señaló con el dedo la «fotergrafía» de la bala. ¡Ciento cincuenta cargas! ¡Dioses sagrados! ¡Qué loco almacén de riqueza era este mundo!
El dependiente no se movía.
—No tiene tanta cantidad —dijo el pistolero. No le sorprendía. Demasiado bueno para ser cierto. Un sueño.
—Oh, tengo Winchester 45, tengo Winchester 45 hasta el techo. —El dependiente dio otro paso a la izquierda, un paso más cerca de la caja registradora y de su arma. Si el tipo estaba loco, cosa que el dependiente esperaba averiguar en cualquier momento, pronto iba a ser un loco con un gran agujero en el vientre—. Tengo munición del 45 de sobras. Lo que quiero saber, señor, es si usted tiene la tarjeta.
—¿Tarjeta?
—Un permiso para portar armas con foto. No puedo venderle munición para revólver si no me muestra el permiso. Si quiere comprar municiones sin el permiso, tendrá que irse hasta Wetchester.
El pistolero se quedó frente al hombre con la mirada vacía. Todo eso era cháchara para él. No entendía nada de lo que decía. Su Mortciclopedia tenía alguna vaga noción de lo que el hombre quería decir, pero las ideas de Mort en este caso eran demasiado vagas como para confiar en ellas. Mort no había tenido un arma nunca en su vida. Él tenía otros medios para hacer su trabajo repugnante.
Sin quitar los ojos de la cara de su cliente, el dependiente se deslizó otro paso a la izquierda, y el pistolero pensó: «Tiene un arma. Espera que yo cree problemas… o tal vez quiere que yo cree problemas. Quiere una excusa para dispararme».
Improvisa.
Recordó a los dos pistoleros sentados en su carruaje azul y blanco calle abajo. Pistoleros, sí, guardianes de la paz, hombres encargados de evitar que el mundo se moviera. Pero estos le habían parecido —al menos al pasar— tan blandos y poco observadores como todos los demás en este mundo de comedores de loto; solo dos hombres de uniforme y con gorras, repantigados en los asientos de su carruaje, tomando café. Pudo haberlos subestimado. Por el bien de todos ellos esperaba que no.
—¡Oh! Comprendo —asintió el pistolero, y trazó una sonrisa de disculpa en el rostro de Jack Mort—. Discúlpeme. Supongo que perdí el rastro de lo mucho que el mundo se ha movido. Quiero decir, que ha cambiado desde la última vez que tuve un arma.
—No pasa nada —dijo el dependiente, y se relajó un poco. Tal vez el tipo estaba bien. O tal vez estaba haciendo alguna inocentada.
—Me pregunto si podría ver ese equipo de limpieza. —Roland señaló un estante detrás del dependiente.
—Claro. —El dependiente se volvió para cogerlo y, cuando lo hizo, el pistolero sacó la billetera del bolsillo interior de la chaqueta de Mort. Lo hizo con la centelleante rapidez con que podía desenfundar su arma. El dependiente estuvo de espaldas a él durante menos de cuatro segundos, pero cuando volvió a girarse hacia Mort, la billetera estaba en el suelo.
—Es una belleza —comentó el dependiente, sonriendo; había decidido que después de todo el tipo estaba bien. Mierda, él sabía lo mal que puede llegar a sentirse uno cuando se porta como un tonto. Lo había hecho bastantes veces con los Marines—. Y tampoco necesita ningún tipo de permiso para comprar un equipo de limpieza. ¿No es maravillosa la libertad?
—Sí —contestó seriamente el pistolero, y simuló mirar con todo cuidado el equipo de limpieza, aunque una sola mirada le bastó para comprobar que incluso el estuche era despreciable. Mientras miraba, empujó cuidadosamente con el pie la billetera de Mort debajo del mostrador.
Al cabo de un rato empujó un poco hacia atrás el equipo de limpieza con una verosímil expresión de pesar.
—Temo que voy a tener que pasar.
—Muy bien —asintió el dependiente, y abruptamente perdió el interés. Como el tipo no estaba loco y obviamente no era un comprador sino un mirón, su relación concluía. Las tonterías vuelan—. ¿Algo más? —La boca preguntaba mientras los ojos le decían al traje azul que se largara.
—No, gracias. —El pistolero salió sin mirar atrás. La billetera de Mort estaba bien metida debajo del mostrador. Roland había colocado su propio tarro de miel.
SIETE
Los oficiales Cari Delevan y George O'Mearah habían terminado su café y estaban a punto de ponerse en marcha cuando el hombre del traje azul salió de Clements, sitio que ambos policías consideraban un cuerno de pólvora (que en la jerga policial aludía a una armería legal que a veces vendía armas a atracadores independientes con credenciales comprobadas, y que hacían negocios, a veces importantes, con la Mafia), y se acercó al coche patrulla.
Se inclinó y miró a O'Mearah por la ventanilla del lado del pasajero. O'Mearah esperaba que el tipo hablara de un modo amariconado… probablemente no tan amariconado como había sugerido su chiste de las esposas color lavanda, pero, en cualquier caso, como un marica. Aparte de las armas, Clements tenía un activo comercio de esposas. Las esposas eran legales en Manhattan, y la mayoría de los que las compraban no eran precisamente Houdinis aficionados (a los policías no les gustaba, pero ¿desde cuándo lo que pensaban los policías había cambiado alguna vez las cosas?). Los compradores eran homosexuales con cierto gustito por el sadomasoquismo. Pero el tipo no sonaba en absoluto como un marica. Su voz era llana e inexpresiva, cortés pero en cierto modo muerta.
—El comerciante de ese negocio me ha robado la billetera —informó.
—¿Quién? —O'Mearah se enderezó rápidamente. Desde hacía un año y medio se morían de ganas por agarrar a Justin Clements. Si podían hacerlo, tal vez ambos pudieran zafarse por fin de esos trajes azules y cambiarlos por las placas de detectives. Probablemente un sueño loco (era demasiado bueno para ser cierto) pero de todas maneras…
—El comerciante. El… —Una breve pausa—. El dependiente.
O'Mearah y Cari Delevan intercambiaron una mirada.
—¿Pelo negro? —preguntó Delevan—. ¿Más bien rechoncho?
Otra vez se produjo una brevísima pausa.
—Sí. Tiene los ojos marrones. Una pequeña cicatriz debajo de uno de ellos.
Este tipo tenía algo…
O'Mearah no supo especificar qué era en ese momento, pero lo recordó más tarde, cuando no había demasiadas otras cosas en qué pensar. La principal, desde luego, era el simple hecho de que ya no importaba la dorada placa de detective; tal como resultaron las cosas, sería un milagro del copón si simplemente lograban conservar sus empleos.
Pero años más tarde se produjo un breve momento de epifanía cuando O'Mearah llevó a sus dos hijos al Museo de la Ciencia de Boston. Tenían una máquina, un ordenador que jugaba al tres en raya, y a menos que uno pusiera la X en el cuadro central en la primera jugada, la máquina ganaba siempre. Pero siempre hacía una pausa mientras revisaba en su memoria todas las jugadas posibles. Y sus hijos habían quedado fascinados. Pero había algo espeluznante en esa máquina… y entonces recordó a Traje Azul. Lo recordó porque Traje Azul había tenido el mismo jodido hábito. Hablar con él era como hablar con un robot.
Delevan no tuvo esa sensación, pero nueve años más tarde, cuando llevó una noche al cine a su propio hijo (que entonces tenía dieciocho años y estaba a punto de entrar a la facultad), Delevan se levantó inesperadamente como a la media hora de haber empezado la película y comenzó a gritar: «¡Es él! ¡Es ÉL! ¡Es el tipo con el jodido traje azul! ¡El tipo que estaba en Cle…».
Alguien desde atrás gritó «¡Siéntese!», pero no tenía que molestarse; Delevan, un gran fumador con treinta y cinco kilos de más, cayó de un ataque al corazón que resultó fatal antes de que el protestón llegara a decir la segunda palabra. El tipo del traje azul que ese día se había acercado a su coche patrulla y les había hablado de su billetera robada no se parecía a la estrella de la película, pero esa emisión muerta de palabras había sido la misma; y así había sido también la manera de algún modo implacable sin dejar de ser graciosa en que se movía.
La película, por supuesto, era Terminator.
OCHO
Los policías intercambiaron una mirada. El hombre de quien hablaba Traje Azul no era Clements, pero era casi igual de bueno: «El Gordo Johnny» Holden, el cuñado de Clements. Pero para haber hecho algo tan completamente estúpido como robarle a un tipo la billetera sería…
… sería justo lo que este mamón andaba buscando, completó la mente de O'Mearah, y tuvo que llevarse la mano a la boca para cubrir una momentánea sonrisita.
—¿Por qué no nos dice exactamente lo que sucedió? —preguntó Delevan—. Puede comenzar por su nombre.
Otra vez la respuesta del hombre le dio a O'Mearah la impresión de que algo no estaba del todo bien, un poquito fuera de ritmo.
En esta ciudad, donde a veces parecía que el setenta por ciento de la población creía que «vete a la mierda» era la versión americana de «buenos días», él hubiera esperado que el tipo dijera algo como: «¡Eh, ese hijo de puta me ha robado la billetera! ¿Van a ir a recuperármela o se van a quedar aquí sentados jugando a las Veinte Preguntas?».
Pero estaba aquel traje bien cortado, las uñas manicuradas. Un tipo que tal vez estaba acostumbrado a tratar con el papeleo burocrático. La verdad es que a George O'Mearah no le importaba mucho. La idea de pescar al Gordo Johnny Holden y usarlo como una palanca para llegar a
Arnold Clements provocaba que se le hiciera agua la boca. Por un vertiginoso momento incluso se permitió imaginar que podía usar a Holden para llegar a Clements, y a Clements para llegar a uno de los tipos grandes de verdad, el pez gordo Balazar, por ejemplo, o tal vez Ginelli. Eso no estaría nada mal. Nada mal en absoluto.
—Mi nombre es Jack Mort —dijo el hombre.
Delevan había sacado un bloc de notas doblado de su bolsillo trasero.
—¿Dirección?
Otra vez esa ligera pausa. «Como la máquina», pensó O'Mearah. Un momento de silencio, y luego un casi audible clic.
—Park Avenue Sur, 409.
Delevan lo anotó.
—¿Número de Seguro Social?
Después de otra ligera pausa, Mort lo recitó.
—Comprenda que tengo que hacerle estas preguntas con propósitos de identificación. Si el sujeto efectivamente le ha robado la billetera, tendré que comprobar que usted me ha dado todos los datos correctamente antes de devolvérsela. Usted comprende.
—Sí. —Ahora apareció un ligerísimo dejo de impaciencia en la voz del hombre. Esto logró que de alguna manera O'Mearah se sintiera un poco mejor con respecto a él—. Solo quisiera que no lo alargara más de lo necesario. El tiempo pasa, y…
—Así son las cosas, claro.
—Así son las cosas —accedió el hombre del traje azul—. Sí.
—¿Tiene alguna foto en su billetera que sea fácilmente identificable?
Una pausa.
—Una foto de mi madre tomada frente al Empire State. En el dorso está escrito: «Fue un día maravilloso y una vista maravillosa. Te quiere, mamá».
Delevan anotó furiosamente, y luego cerró de golpe su libreta.
—Muy bien, con esto será suficiente. La única otra cosa va a ser que usted nos haga una firma, así, si conseguimos de vuelta su billetera, la comparamos con las firmas de su permiso de conducir, sus tarjetas de crédito, ese tipo de cosas. ¿Le parece?
Roland asintió con la cabeza, a pesar de que una parte de él comprendía que, aunque pudiera rastrear todo lo que quisiera en la memoria y en los conocimientos que Jack Mort tenía de este mundo, no tenía ni la más mínima oportunidad de duplicar su firma si su conciencia estaba ausente, tal como estaba ahora.
—Díganos qué ha pasado.
—He entrado a comprar cartuchos para mi hermano. Tiene un Winchester del 45. El hombre me ha preguntado si tenía una licencia de armas. Le he dicho que por supuesto. Quería verlo.
Pausa.
—He sacado mi billetera. Se la he mostrado. Solo que al darle la vuelta a la billetera para mostrársela, él debe de haber visto que llevaba unos cuantos… —Leve pausa—. Unos cuantos billetes de veinte. Soy asesor fiscal. Tengo un cliente llamado Dorfman que acaba de conseguir una pequeña devolución de impuestos después de un largo… —Pausa—. Litigio. La suma ascendía a solo ochocientos dólares, pero este hombre, Dorfman, es… —Pausa—. Es nuestro cliente más importante, el que tiene más enchufe. —Pausa—. Si me permite la expresión.
O'Mearah pensó en las últimas palabras del hombre. Su mente abandonó pensamientos acerca de robots y máquinas que jugaban al tres en raya. El tipo era bastante real, solo estaba alterado y trataba de disimularlo actuando con frialdad.
—En todo caso, Dorfman quería efectivo. Insistió en que quería efectivo.
—Cree que el Gordo Johnny alcanzó a ver la pasta de su cliente —dijo Delevan. El y O'Mearah salieron del coche azul y blanco.
—¿Es así como llaman al hombre de la tienda?
—Oh, a veces lo llamamos de maneras peores que esa —dijo Delevan—. ¿Qué ha pasado al mostrarle el permiso, señor Mort?
—Ha dicho que quería mirarlo más de cerca. Le he dado mi billetera, pero él no ha mirado el retrato. La ha tirado al suelo. Le he preguntado para qué había hecho eso. El ha dicho que era una pregunta idiota. Le he pedido que me devolviera la billetera. Estaba furioso.
—Apuesto a que sí. —Sin embargo, al mirar el rostro muerto de este hombre, Delevan pensó que era difícil imaginarse que este hombre pudiera ponerse furioso.
—Se ha reído. He intentado dar la vuelta al mostrador para buscarla. Entonces ha sacado su arma.
Iban caminando hacia la tienda. Ahora se detuvieron. Parecían excitados antes que temerosos.
—¿Arma? —preguntó O'Mearah; quería asegurarse de que había oído bien.
—Estaba debajo del mostrador, al lado de la caja registradora —explicó el hombre del traje azul. Roland recordó el momento en que casi estropeó su plan original para ir en busca del arma del hombre. Ahora les decía a estos pistoleros por qué no lo había hecho. Lo que él quería era usarlos, no hacerlos matar—. Creo que estaba en una agarradera de estiba.
—¿Una qué?
Esta vez una pausa más larga. La frente del hombre se arrugó.
—No sé cómo decirlo exactamente… una cosa dentro de la cual pones la pistola. Nadie la puede coger a menos que sepa cómo apretar…
—¡Un soporte de pestillo! —dijo Delevan—. ¡Joder!
Otro intercambio de miradas entre los socios. Ninguno de ellos quería ser el primero en decirle a este tipo que el Gordo Johnny probablemente ya había recolectado el dinero en efectivo, habría movido el culo hasta la puerta trasera, y habría arrojado la billetera por encima de la pared del callejón de la parte trasera del edificio, pero un arma en un soporte de pestillo… eso era diferente. Lo del robo era posible, pero de pronto una acusación de tenencia de arma oculta, daba la impresión de ser una cosa segura. Tal vez no tan buena, pero era poner un pie en la puerta.
—¿Entonces, qué? —preguntó O'Mearah.
—Entonces me ha dicho que no tenía ninguna billetera. Me ha dicho… —Pausa—. Ha dicho que me habían pistado la casta… O sea, quitado la pasta por la calle y que sería mejor que lo recordara si quería conservar la salud. Yo me he acordado de que había visto un coche de la policía aparcado en esta manzana y he pensado que tal vez estarían aquí todavía. Por eso he venido.
—Muy bien —asintió Delevan—. Yo y mi compañero vamos a entrar primero, y rápido. Denos un minuto más o menos. Un minuto entero, solo por si acaso hay algún problema. Luego entre, pero quédese al lado de la puerta. ¿Comprende?
—Sí.
—Muy bien. Vamos a agarrar a este hijo de puta.
Los dos policías entraron. Roland esperó treinta segundos y luego los siguió.
NUEVE
El Gordo Johnny Holden, más que protestar, rugía.
—¡Ese tipo está loco! Entra aquí, ni siquiera sabe lo que quiere, entonces, cuando lo ve en la Biblia del Tirador, no sabe cuántas vienen en una caja, cuánto cuestan, y eso de que yo quería ver de cerca su licencia es la mentira más grande que he oído en mi vida, porque él ni siquiera tenía licencia… —El Gordo Johnny se interrumpió—. ¡Ahí está! ¡Ahí está el mierdoso! ¡Ahí! ¡Te veo, tío! ¡Te veo la cara! ¡La próxima vez que tú veas la mía lo vas a lamentar! ¡Mierda que lo vas a lamentar! ¡Te lo garantizo! ¡Te garantizo que…!
—¿No tiene la billetera de este hombre? —preguntó O'Mearah.
—¡Usted sabe que no tengo su billetera!
—¿Le importa si echamos un vistazo detrás de esta vitrina? —preguntó Delevan—. Solo para estar seguros.
—¡Joder, me quiero morir! ¡La vitrina es muy delicada! ¿Usted ve alguna billetera por aquí?
—No, ahí no… Yo decía aquí —explicó Delevan acercándose a la caja registradora. Su voz parecía el ronroneo de un gato. En ese lugar una banda reforzada de acero cromado de unos sesenta centímetros de ancho descendía por los estantes del mostrador. Delevan se volvió para mirar al hombre del traje azul, quien asintió.
—Quiero que salgan de aquí ahora mismo —exigió el Gordo Johnny. Había perdido parte de su color—. Si vuelven con una orden es diferente. Pero por ahora quiero que salgan de aquí, mierda. Este sigue siendo un país libre, coño, ustedes sab… ¡Eh! ¡Eh! ¡EH, ESTESE QUIETO!
O'Mearah estaba mirando al otro lado, por encima del mostrador.
—¡Eso es ilegal! —aullaba el Gordo Johnny—. ¡Eso es ilegal, mierda…! La Constitución… mi abogado… mierda… ahora mismo se vuelve al otro lado o…
—Solo quería ver la mercancía más de cerca —repuso suavemente O'Mearah—, dado que el cristal de su mostrador está más sucio que la mierda. Por eso he mirado al otro lado. ¿Verdad, Cari?
—Claro, compañero —dijo Delevan con solemnidad.
—Y mira lo que he encontrado.
Roland oyó un clic, y de pronto el pistolero con el uniforme azul sostenía en su mano un arma extremadamente larga.
El Gordo Johnny quedó taciturno: por fin se dio cuenta de que era la única persona en la habitación que iba a contar una historia diferente del cuento de hadas que acababa de contarle el policía que había cogido su Magnum.
—Tengo permiso —dijo.
—¿Para portar?
—Sí.
—¿Para portar oculto? —Sí.
—¿Este revólver está registrado? —le preguntó O'Mearah—. Lo está, ¿verdad?
—Bueno… es posible que sea robado.
—Es posible que esto sea un asunto pesado, y también se olvidó de eso.
—Váyase a la mierda. Voy a llamar a mi abogado.
El Gordo Johnny comenzó a volverse. Delevan lo aferró.
—Entonces, está la cuestión de si tiene o no un permiso para tener oculta un arma mortal en un soporte de pestillo —profirió con el mismo tono suave y ronroneante—. Esta es una cuestión interesante, porque hasta donde yo sé, la ciudad de Nueva York no extiende ese tipo de permiso.
Los polis miraban al Gordo Johnny; el Gordo Johnny los miraba a su vez. De modo que nadie se dio cuenta de que Roland había dado la vuelta al cartel de la puerta, de «ABIERTO» a «CERRADO».
—Tal vez podríamos comenzar a resolver este asunto si encontráramos la billetera del caballero —propuso O'Mearah. El mismo Satanás no podía haber mentido con tal persuasión—. Tal vez solo se le cayó, ya sabe.
—¡Ya se lo he dicho! ¡Yo no sé nada acerca de la billetera de este tipo! ¡Está chiflado!
Roland se agachó.
—Ahí está —comentó—. Puedo verla perfectamente. Le puso un pie encima.
Era mentira, pero Delevan, cuya mano seguía sobre el hombro del Gordo Johnny, empujó al hombre hacia atrás con tal rapidez que era imposible saber si había tenido el pie encima o no.
Tenía que ser ahora. Cuando los dos pistoleros se inclinaron para mirar debajo del mostrador, Roland se deslizó en silencio hacia allá. Como estaban parados uno al lado del otro, sus cabezas quedaban muy juntas. O'Mearah todavía tenía en su mano derecha el revólver que el dependiente guardaba debajo del mostrador.
—¡Está ahí, joder! —dijo Delevan excitado—. ¡La veo!
Roland echó una rápida mirada al hombre al que llamaban Gordo Johnny, quería asegurarse de que no iba a hacer ningún movimiento inesperado. Pero este se había quedado de pie contra la pared —empujando contra la pared, de hecho, como si quisiera poder meterse dentro—; las manos le colgaban a los costados y sus ojos eran dos grandes y dolientes oes. Tenía el aspecto de un hombre que se pregunta cómo es posible que su horóscopo no le hubiera advertido que ese día debía tener especial cuidado.
Ahí no había problemas.
—¡Sí! —clamó regocijado O'Mearah. Los hombres miraron debajo del mostrador, con las manos sobre las rodillas uniformadas. Ahora la de O'Mearah abandonó la rodilla y se extendió para alcanzar la billetera—. La veo, yo t…
Roland dio un último paso adelante. Con una mano tomó la mejilla derecha de Delevan y con la otra la mejilla izquierda de O'Mearah, y de pronto, el día en que el Gordo Johnny creyó haber tocado fondo, se puso mucho peor. El espectro del traje azul las juntó con tanta fuerza que las cabezas de los policías sonaron como rocas envueltas en fieltro.
Los policías cayeron desplomados. El hombre de las gafas de armazón dorado quedó de pie. Apuntaba la Magnum 357 hacia el Gordo Johnny. El cañón era lo bastante grande como para disparar un cohete a la luna.
—No vamos a tener problemas, ¿verdad que no? —preguntó el espectro con su voz muerta.
—No, señor —contestó el Gordo Johnny de inmediato—, ni uno solo.
—Quédese ahí quieto. Si su culo pierde contacto con esa pared, usted va a perder contacto con la vida tal como la conoció hasta ahora. ¿Comprende?
—Sí, señor —dijo el Gordo Johnny—. Claro que sí.
—Bien.
Roland separó a los dos policías. Ambos estaban aún con vida. Eso era bueno. No importa lo lentos y poco observadores que pudieran ser, eran pistoleros, hombres que habían tratado de ayudar aun extraño en problemas. No tenía ninguna necesidad de matar a los suyos.
Pero lo había hecho antes, ¿no era cierto? Sí. ¿Acaso no había muerto el mismo Alain, uno de sus hermanos conjurados, bajo los propios revólveres humeantes de Roland y Cuthbert?
Sin sacarle los ojos de encima al dependiente, palpó bajo el mostrador con la punta del mocasín Gucci de Jack Mort. Sintió la billetera. Le dio una patada. Salió rodando de debajo del mostrador y quedó del lado del dependiente. El Gordo Johnny saltó y chilló como una chica aterrada que acaba de ver un ratón. De hecho su culo sí perdió contacto con la pared por un momento, pero el pistolero lo pasó por alto. No tenía intención de meterle una bala a este hombre.
Antes que dispararle prefería arrojarle el revólver y desnucarlo con él. Un revólver de un tamaño tan absurdo probablemente atraería a medio vecindario.
—Levántela —ordenó el pistolero—. Lentamente.
El Gordo Johnny se agachó, y cuando tomaba la billetera soltó un sonoro pedo y gritó. El pistolero se dio cuenta, ligeramente divertido, de que el hombre había confundido el sonido de su propio pedo con un disparo y había pensado que le llegaba la hora de morir.
Cuando el Gordo Johnny se incorporó, estaba furiosamente ruborizado. Había una gran mancha húmeda en el frente de sus pantalones.
—Deje la cartera sobre el mostrador. La billetera, quiero decir.
El Gordo Johnny lo hizo.
—Ahora los cartuchos. Winchester 45. Y quiero ver sus manos cada segundo.
—Tengo que meter la mano en el bolsillo. Por las llaves.
Roland asintió.
Mientras el Gordo Johnny destrababa primero y luego abría el exhibidor con las cajas de balas almacenadas dentro, Roland meditó.
—Deme cuatro cajas —dijo por fin. No podía imaginarse que fuera a necesitar tantos cartuchos, pero tampoco podía ignorar la tentación de tenerlos.
El Gordo Johnny puso las balas sobre el mostrador. Roland abrió la tapa de una de ellas, apenas era capaz de creer, todavía, que no era una broma o una falsificación. Pero ciertamente eran balas, limpias, brillantes, sin marcas, nunca disparadas, nunca recargadas. Alzó una y la puso un momento a la luz, luego volvió a ponerla en la caja.
—Ahora saque un par de esas muñequeras.
—¿Muñequeras?
El pistolero consultó la Mortciclopedia.
—Esposas.
—Señor, no sé qué quiere. La caja registradora…
—Haga lo que le digo. Ahora.
«Dios, esto no va a terminar nunca», gimió mentalmente el Gordo Johnny. Abrió otra sección del mostrador y sacó un par de esposas.
—¿La llave? —preguntó Roland.
El Gordo Johnny puso sobre el mostrador las llaves de las esposas, con un pequeño clic. Uno de los policías sin conocimiento lanzó un abrupto ronquido y Johnny emitió un agudo chillido.
—Dese la vuelta —dijo el pistolero.
—No me va a disparar, ¿verdad? ¡Diga que no me va a disparar!
—No lo haré —confirmó Roland con voz neutra—. Siempre que se dé la vuelta ahora mismo. Si no lo hace, dispararé.
El Gordo Johnny se dio la vuelta, comenzó a gimotear. Por supuesto el tipo había dicho que no lo haría, pero el olor de la muerte se volvía demasiado fuerte como para ignorarlo. Pensar que ni siquiera había robado tanto. Su gimoteo se convirtió en un sollozo entrecortado.
—Por favor, señor, por mi madre se lo pido que no me mate. Mi madre es vieja. Es ciega. Ella es…
—Su madre recibió la maldición de tener un hijo cobarde —dijo sombríamente el pistolero—. Las muñecas juntas.
Lloriqueando, con el pantalón mojado que se pegaba a su entrepierna, el Gordo Johnny juntó las muñecas. En un instante, los brazaletes de acero quedaron cerrados. No tenía idea de cómo había hecho el espectro para pasar tan rápidamente por encima o en torno del mostrador. Tampoco quiso saberlo.
—Quédese ahí quieto y mire la pared hasta que yo le diga que puede volverse. Si se vuelve antes de que yo se lo diga, lo mato.
La esperanza iluminó la mente del Gordo Johnny. El tipo tal vez no se proponía matarlo, después de todo. Tal vez el tipo no estaba chalado, solo un poco perturbado.
—No lo haré. Lo juro por Dios. Lo juro ante todos sus santos. Lo juro ante todos sus ángeles. Lo juro ante todos sus are…
—Y yo juro que si no se calla la boca le lleno la garganta de plomo —atajó el espectro.
El Gordo Johnny se calló la boca. Tuvo la impresión de haber estado frente a esa pared durante toda una eternidad. En realidad, fueron unos veinte segundos.
El pistolero se agachó, dejó el revólver del dependiente en el suelo, echó una rápida mirada para asegurarse de que la larva se portaba bien, luego hizo rodar a los otros dos de espaldas. Los dos estaban inconscientes, pero no heridos de gravedad. Ambos respiraban regularmente. Un hilo de sangre brotaba de la oreja del que se llamaba Delevan, pero eso era todo.
Echó otra rápida mirada al dependiente, después desabrochó los cintos de los pistoleros y se los sacó. Luego se quitó la chaqueta del traje azul de Jack Mort, y se abrochó los cintos él mismo. No eran las armas apropiadas, pero aun así era bueno ir armado otra vez. Magnífico. Mejor de lo que hubiera creído.
Dos pistolas. Una para Eddie, y otra para Odetta… si acaso Odetta estaba lista para usar un arma. Volvió a ponerse la chaqueta de Mort, metió dos cajas de balas en el bolsillo derecho y dos en el izquierdo. La chaqueta, antes impecable, ahora estaba deformada por los bultos. Cogió la Magnum 357 del dependiente y puso los cartuchos en el bolsillo de su pantalón. Luego arrojó el revólver a través de la habitación. Cuando pegó en el suelo el Gordo Johnny saltó, profirió un débil grito, y vertió otro poco de agua tibia en sus pantalones.
El pistolero se incorporó y le dijo al Gordo Johnny que se volviera.
DIEZ
Cuando el Gordo Johnny volvió a mirar al depravado de traje azul y gafas de armazón dorado, se quedó con la boca abierta. Por un momento tuvo la avasalladora certeza de que el hombre que había entrado allí se había convertido en un fantasma mientras él estaba de espaldas. Al Gordo Johnny le parecía que a través de ese hombre podía ver una figura mucho más real, uno de esos tiradores legendarios sobre los que solían hacer películas y programas de televisión cuando él era un niño: Wyatt Earp, Doc Holliday, Butch Cassidy, uno de esos tipos.
Luego su visión se aclaró y se dio cuenta de lo que había hecho el terrible chiflado: había tomado las armas de los policías y se las había atado en torno a su cintura. Con el traje y la corbata, el efecto debería haber sido ridículo, pero por alguna razón no lo era…
—La llave de las muñequeras está sobre el mostrador. Cuando los possías se despierten ya le soltarán.
Tomó la billetera, la abrió y, por increíble que pudiera resultar, dejó sobre el vidrio cuatro billetes de veinte dólares antes de volver a guardarse la billetera en el bolsillo.
—Por la munición —dijo Roland—. He quitado las balas de su propio revólver. Me propongo tirarlas en cuanto abandone su tienda. Creo que, con un revólver descargado y sin la billetera, les va a resultar difícil acusarlo de algún crimen.
El Gordo Johnny tragó saliva. Fue una de las pocas veces en su vida que se quedó sin habla.
—Ahora, ¿dónde está…?, ¿dónde está la farmacia más cercana?
El Gordo Johnny súbitamente lo entendió. O creyó entenderlo.
El tipo era un adicto, por supuesto. Esa era la explicación. Con razón era tan raro. Probablemente iba drogado hasta las cejas.
—Hay una a la vuelta de la esquina. A media manzana por la Cuarenta y Nueve.
—Si miente, volveré y le meteré una bala en el cerebro.
—¡No le miento! —exclamó el Gordo Johnny—. ¡Lo juro ante Dios Padre! ¡Lo juro ante todos los santos! ¡Lo juro por mi mad…!
Pero ya la puerta se cerraba de un golpe. El Gordo Johnny se quedó un momento en un silencio absoluto, incapaz de creer que el chiflado se había ido.
Entonces caminó lo más rápidamente posible en torno del mostrador y hacia la puerta. Se volvió de espaldas y tanteó un poco hasta que encontró la cerradura. Siguió tanteando hasta que alcanzó el cerrojo.
Solo entonces se permitió deslizarse lentamente hasta quedar sentado; jadeaba y gemía y juraba a Dios y a todos sus santos y ángeles que esa misma tarde iría a la iglesia de San Antonio, en cuanto uno de esos cerdos se despertara y le sacara las esposas. Iba a confesarse, iba a hacer un acto de contrición, y también iba a tomar la comunión.
El Gordo Johnny Holden quería saldar cuentas con Dios.
Esta vez se había librado por un pelo, joder.
ONCE
El sol poniente se convertía en un arco sobre el Mar del Oeste. Se estrechó hasta arrojar una sola línea brillante que lastimaba los ojos de Eddie. Mirar una luz como esa mucho tiempo podía producir una quemadura permanente en las retinas. Este no era más que uno de los hechos interesantes que se aprenden en la escuela, hechos que sirven para que uno pueda conseguir un empleo satisfactorio, como por ejemplo el de camarero a media jornada, y un hobby interesante, como la búsqueda, a jornada completa, del caballo, y de la pasta para comprarlo. Eddie no dejó de mirar. No creía que fuera a importar por mucho más tiempo si se quemaba las retinas o no.
No le suplicó a la bruja que tenía detrás de sí. Primero, no serviría de nada. Segundo, suplicar lo degradaría. Él había llevado una vida degradante; descubrió que no quería degradarse más en sus últimos minutos. Ahora solo le quedaban minutos. Era todo lo que habría antes de que esa delgada línea brillante desapareciera y llegara la hora de las langostruosidades.
Había suprimido la esperanza de que un cambio milagroso trajera a Odetta de vuelta en el último momento. Del mismo modo suprimió la esperanza de que Detta reconociera que su muerte casi seguramente la dejaría a ella anclada en este mundo para siempre. Hasta quince minutos antes, pensaba que estaba fanfarroneando; ahora sabía que no.
«Bueno, será mejor que estrangularse centímetro a centímetro», pensó, pero después de haber visto noche tras noche a esas repugnantes cosas-langosta, no creía realmente que esto fuera verdad. Solo rogaba ser capaz de morir sin gritar. No lo creía posible, pero se proponía intentarlo.
—¡Van a vení por ti, blanquito! —chillaba Detta—. ¡Van a vení en cualquier momento! ¡Vassé la mejó cena que etos bichos han tenío en su vida!
No era una fanfarronada, Odetta no volvía… y el pistolero tampoco. Por algún motivo esto último era lo que más le dolía. Había creído que él y el pistolero se habían convertido al menos en socios, si no en hermanos, durante su travesía por la playa, y creyó que Roland haría el esfuerzo de defenderlo.
Pero Roland no volvía.
Tal vez no sea que no quiere venir. Tal vez no pueda. Tal vez esté muerto, asesinado por un guardia de seguridad en una farmacia —mierda, eso sí que sería una risa, el último pistolero del mundo asesinado por un poli de alquiler— o tal vez atropellado por un taxi. Tal vez esté muerto y la puerta haya desaparecido. Tal vez por eso ella no está fanfarroneando. Tal vez no queda nada por qué fanfarronear.
—¡Ora venen en cualquier momento! —gritaba Detta, y entonces Eddie no tuvo que preocuparse más por sus retinas porque la última rebanada brillante de luz desapareció, y solo quedó un resplandor.
Miró fijamente hacia las olas, mientras la luz se desvanecía lentamente de sus ojos, y esperó a que la primera de las langostruosidades saliera de las olas rodando y tropezando.
DOCE
Eddie trató de girar la cabeza para evitar la primera, pero fue demasiado lento. Con una pinza le desgarró una lonja de su cara; esparciendo el ojo izquierdo como gelatina y revelando el claro resplandor del hueso a la luz del crepúsculo mientras formulaba sus preguntas y la Mujer Mala de Verdad se reía…
«Basta —se ordenó a sí mismo Roland—. Pensar estas cosas es peor que inútil; es una distracción. Y no tiene que ser así. Es posible que quede tiempo».
Y aún había tiempo… entonces. Cuando Roland caminaba a grandes zancadas por la calle Cuarenta y Nueve en el cuerpo de Jack Mort, con los brazos oscilantes y los ojos de águila fijados con firmeza sobre el cartel que ponía FARMACIA, indiferente a las miradas que recibía y a la forma en que la gente se hacía a un lado para evitarlo, el sol aún estaba alto en el mundo de Roland. Pasarían unos quince minutos antes de que su arco inferior tocara el punto donde el mar se encontraba con el cielo. Si la hora de la agonía de Eddie tenía que llegar, faltaba un poco todavía.
El pistolero no estaba completamente seguro de esto, sin embargo; solo sabía que allá era más tarde que aquí, y que mientras el sol allá aún debía estar alto, el supuesto de que el tiempo en este mundo y en el suyo propio corrieran a la misma velocidad podía ser un supuesto fatal… especialmente para Eddie, que podía sufrir una muerte de un horror inimaginable, que su mente, sin embargo, insistía en imaginar.
La urgencia de mirar hacia atrás, de ver, era casi insoslayable. Sin embargo no se atrevía. No debía.
La voz de Cort interrumpió severa el flujo de sus pensamientos: Controla las cosas que puedes controlar, gusano. Deja que todo lo demás te importe una mierda, y si tienes que caer, hazlo con tus revólveres ardiendo. Sí.
Pero era difícil.
Muy difícil, a veces.
Hubiera podido ver y comprender por qué la gente lo miraba de esa forma y lo evitaba al pasar, de no haber estado tan salvajemente concentrado en terminar tan rápido como pudiera su trabajo en este mundo y largarse, pero eso no habría cambiado nada. Caminaba tan rápido hacia el cartel azul, donde según la Mortciclopedia podía conseguir el Keflex que su cuerpo necesitaba, que la americana de Mort volaba y flameaba hacia atrás a pesar del gran peso que cargaba en cada bolsillo. Los cintos que llevaba alrededor de la cintura se veían claramente. Los llevaba no como los habían usado sus dueños, en forma recta y prolija, sino como llevaba los suyos propios, atravesados y cruzados muy bajos sobre las caderas.
Para los tenderos, pregoneros y el resto de la fauna de la Cuarenta y Nueve, tenía casi el mismo aspecto que había tenido para el Gordo Johnny: el de un desesperado.
Roland llegó a la Farmacia y Droguería Katz y entró.
TRECE
En sus tiempos, el pistolero había conocido magos, encantadores y alquimistas. Algunos habían sido charlatanes inteligentes, otros eran estúpidos impostores en quienes solo podían creer personas más estúpidas que ellos mismos (pero en el mundo nunca hubo escasez de tontos, de manera que hasta los estúpidos impostores sobrevivían; en realidad, muchos de ellos prosperaban), y había unos pocos que podían verdaderamente hacer esas cosas negras sobre las que los hombres murmuran en voz baja. Esos pocos podían convocar a los demonios y a los muertos, podían matar con una maldición o curar con pociones extrañas. Uno de esos hombres había sido una criatura que para el pistolero era el mismo demonio, una criatura que fingía ser un hombre y se llamaba a sí mismo Flagg. El lo había visto solo brevemente, y eso había sido cerca del fin, cuando se aproximaban a su tierra el caos y la destrucción final. Pisándole los talones habían llegado dos hombres jóvenes, que parecían desesperados y, sin embargo, austeros, hombres llamados Dennis y Thomas. Los tres habían atravesado solo una parte diminuta de lo que había sido un tiempo confuso y perturbador en la vida del pistolero, pero nunca olvidaría cómo Flagg convirtió a un hombre que lo había irritado en un perro ululante. Él personalmente lo vio y lo recordaba con toda claridad.
Luego había estado el hombre de negro.
Y Marten.
Marten, que sedujo a su madre mientras su padre estaba lejos; Marten, que había tratado de provocar la muerte de Roland, y que en cambio provocó su hombría temprana; Marten, a quien, sospechaba, podría volver a encontrar camino de la Torre… o en ella.
Esto es solo para decir que su experiencia con la magia y con los magos lo había llevado a esperar algo bastante diferente de lo que de hecho encontró en la Farmacia y Droguería Katz.
El se había imaginado una habitación oscura iluminada con velas, inundada de vapores amargos y vasijas llenas de polvos, líquidos y filtros desconocidos, muchas de ellas cubiertas por una gruesa capa de polvo o vestidas de telarañas centenarias. Había esperado encontrar a un hombre envuelto en una túnica, un hombre que podía ser peligroso. A través de las vidrieras transparentes vio que dentro la gente actuaba de un modo perfectamente casual, como podía haberlo hecho en cualquier otro negocio, y creyó que era una ilusión.
No lo era.
Así que por un momento el pistolero sencillamente se quedó de pie junto a la puerta, asombrado al principio, luego irónicamente divertido. Helo aquí en un mundo que lo dejaba alelado al mostrarle a cada paso nuevas maravillas, un mundo donde los carruajes volaban por el aire y el papel parecía barato como la arena. Y la maravilla más reciente simplemente era que para estas personas la maravilla se había terminado: aquí, en un sitio de milagros, solo veía rostros aburridos y cuerpos lentos y pesados.
Había miles de frascos, había pociones, había filtros, pero la Mortciclopedia los identificó en su mayoría como remedios de curandero. Aquí había un ungüento que presuntamente hacía crecer el pelo, pero no era así; allá, una crema que prometía borrar antiestéticas manchas de las manos y los brazos, pero mentía; más allá, remedios para cosas que no necesitaban curación; cosas para hacer mover las tripas o para detenerlas, para hacer los dientes más blancos y el pelo más negro, cosas que servían para mejorar el aliento, como si uno no pudiera mejorar el aliento mascando corteza de aliso. Aquí no había magia, solo trivialidades… aunque había astina, y unos pocos remedios más que daban la impresión de poder ser útiles. Pero en términos generales, Roland estaba perplejo por el lugar. En un lugar que prometía alquimia pero comerciaba más con perfumes que con pociones, ¿quién podía maravillarse al saber que la maravilla se había terminado?
Pero cuando volvió a consultar la Mortciclopedia, descubrió que la verdad de aquel lugar no estaba solo en las cosas que veía. Las pociones que funcionaban estaban muy bien guardadas, en un lugar seguro y fuera de la vista. Uno solo podía obtenerlas si tenía una autorización del hechicero. En este mundo, tales hechiceros se llamaban MÉDIKOS, y escribían sus fórmulas mágicas en hojas de papel que la Mortciclopedia llamaba REXETAS. El pistolero no conocía la palabra. Supuso que podía consultar un poco más acerca del tema, pero no se molestó. Sabía lo que le hacía falta, una rápida mirada a la Mortciclopedia le indicó en qué lugar de la tienda lo podía conseguir.
Caminó por uno de los pasillos hacia un mostrador alto que tenía escrita las palabras «MEDICAMENTOS CON PRESCRIPCIÓN».
CATORCE
El Katz que en 1927 había abierto la Farmacia y Fuente de Soda Katz (Artículos Diversos para Damas y Caballeros), en la calle Cuarenta y Nueve, estaba en su tumba desde hacía tiempo, y su único hijo parecía estar listo para seguirle. Aunque solo tenía cuarenta y seis años, parecía tener veinte más. Estaba perdiendo el pelo, se le veía amarillo y frágil.
Sabía que la gente decía de él que parecía la muerte a horcajadas, pero ninguno de ellos comprendía por qué.
Tomemos a esta arpía que está ahora al teléfono, la señora Rathbun. Vociferaba que le iba a demandar si no le extendía su receta de Valium, y ya mismo, EN ESTE MISMÍSIMO INSTANTE.
«¿Qué quiere, señora, que eche una corriente de píldoras azules a través del teléfono?». Si lo hacía, al menos ella le haría un favor y se callaría. Solo pondría el receptor para arriba y abriría al máximo su boca.
El pensamiento le provocó una sonrisa fantasmal que reveló sus dientes cetrinos.
—Usted no comprende, señora Rathbun —la interrumpió él después de haber escuchado durante un minuto, un minuto completo, controlado con el barrido de la segunda aguja de su reloj, su colérico delirio.
Le hubiera gustado decirle, solamente una vez: «¡Deje de gritarme, estúpida arpía! ¡Grítele a su MEDICO! ¡El es el que la enganchó con esa mierda!». Cierto. Eran un hatajo de curanderos que lo recetaban como si fuera chicle, y cuando decidían cortar el suministro, ¿quién recibía la mierda? ¿Los matasanos? ¡Oh, no! ¡La recibía él!
—¿Qué quiere decir con eso de que yo no comprendo? —La voz que sonaba en su oído parecía una avispa zumbando furiosa dentro de una jarra—. Lo que comprendo es que hago muchas compras en esa farmacia de segunda que tiene usted, comprendo que todos estos años fui una cliente leal, comprendo que…
—Tendrá que hablar con… —Volvió a mirar la tarjeta Rolodex de la arpía a través de sus pequeños lentes—. Con el doctor Brumhall, señora Rathbun. Su receta está vencida. Es un crimen federal venderle Valium sin receta.
«Y debería ser un crimen recetarlo en primer lugar… a no ser que también le des al paciente tu número de teléfono, claro está», pensó.
—¡Fue un descuido! —aulló la mujer. Ahora la voz bordeaba el pánico. Eddie habría reconocido ese tono de inmediato: era el grito del pájaro de la adicción en estado salvaje.
—Entonces llámelo y pídale que lo rectifique —argüyó Katz—. El tiene mi número. —Sí. Todos tenían su número. Ese era precisamente el problema. Parecía un hombre que agonizaba a los cuarenta y seis años a causa de esos médicos irresponsables.
Y lo único que tengo que hacer para garantizar que se diluya el último y mínimo margen de ganancia con el que de alguna manera consigo mantener este lugar es decirle a unas cuantas de estas brujas yonquies que se vayan a la mierda. Nada más.
—¡NO PUEDO LLAMARLO! —aulló la señora Rathbun. La estridencia de su voz le causó dolor de oído—. ¡ÉL Y SU NOVIO MARICA SE FUERON DE VACACIONES A ALGUNA PARTE Y NADIE QUIERE DECIRME DÓNDE!
Katz sintió el ácido que le rezumaba en el estómago. Tenía dos úlceras. Una estaba curada y la otra le sangraba en la actualidad y el motivo eran las mujeres como esta bruja. Cerró los ojos. En consecuencia no vio cómo miraba su ayudante al hombre de traje azul y gafas de armazón dorado que se aproximaba al mostrador de las recetas, así como tampoco vio que Ralph, el viejo y gordo guardia de seguridad (Katz le pagaba una miseria, pero aun así sufría amargamente por el gasto; su padre nunca había necesitado un guardia de seguridad, pero su padre, Dios lo pudra, vivió en un tiempo en que Nueva York era una ciudad y no una letrina), salía súbitamente de su tenue aturdimiento remoto y llevaba su mano al revólver que tenía en la cadera.
Oyó que una mujer gritaba, pero pensó que solo era porque había descubierto que todo lo de Revlon estaba en rebajas (se había visto forzado a ponerlo en rebajas porque ese potz de Dollentz, en la otra manzana, le ponía precios más bajos que los suyos).
No pensaba en nada más que en Dollentz y en esa bruja del teléfono mientras el pistolero se aproximaba como una condena del destino, pensaba en lo maravilloso que sería tenerlos a ambos desnudos y solo cubiertos por una capa de miel, estaqueados sobre hormigueros y atacados por hormigas salvajes bajo el sol ardiente del desierto. Un hormiguero para ELLA y otro hormiguero para ÉL, maravilloso. Pensaba que había llegado al fondo, que las cosas no podían estar peor. Su padre había estado tan decidido a que su único hijo siguiera sus pasos que se había negado a pagar cualquier otra cosa que no fuera una carrera de farmacología, de manera que hubo de seguir los pasos de su padre, y Dios pudra a su padre, porque este era seguramente el momento más bajo de una vida llena de momentos bajos, una vida que lo había hecho envejecer antes de tiempo.
Era el nadir absoluto.
O eso pensaba él, con los ojos cerrados.
—Si viene por aquí, señora Rathbun, voy a darle una docena de Valium de cinco miligramos. ¿Bastará con eso?
—¡El hombre entra en razón! ¡Gracias a Dios, el hombre entra en razón! —Y colgó. Así. Ni una palabra de agradecimiento. Pero cuando volviera a ver al recto con patas que se llamaba a sí mismo médico, simplemente caería a sus pies y le limpiaría las puntas de sus mocasines Gucci con la nariz, le chuparía la polla, le…
—Señor Katz —le llamó su ayudante en una voz que sonaba extrañamente jadeante—. Creo que tenemos un prob…
Hubo otro grito. Fue seguido por el estampido de un revólver, que lo sobresaltó de tal manera que por un momento pensó que su corazón simplemente iba a emitir un monstruoso golpe en su pecho y luego se detendría para siempre.
Abrió los ojos y se quedó mirando los del pistolero. Katz bajó la mirada y vio la pistola que el hombre tenía en el puño. Miró a la izquierda y vio que Ralph se acariciaba una mano y miraba al ladrón con ojos que parecían salírsele de las órbitas. La pistola de Ralph, la 38 que había llevado obedientemente durante dieciocho años como oficial de policía (y que solo había disparado en el campo de tiro del subsuelo de la comisaría 23, aunque decía que la había desenfundado dos veces en cumplimiento del deber… pero ¿quién podía saberlo?) era ahora un escombro en el rincón.
—Quiero Keflex —pidió inexpresivamente el hombre de los ojos enardecidos—. Quiero un montón. Ahora. Y olvídese de la rexeta.
Por un momento Katz no pudo hacer más que mirarlo con la boca abierta; el corazón batallaba en su pecho y su estómago era una olla enferma en la que hervía el ácido.
¿Y creía haber tocado fondo?
¿Realmente lo creía?
QUINCE
—Usted no comprende —se las arregló para decir Katz por fin. Su voz le sonaba extraña incluso a sí mismo, y eso no tenía en realidad nada de particular, ya que sentía la boca como una camisa de franela y la lengua como una tira de algodón—. Aquí no hay cocaína. Es una droga que no se expende bajo ninguna circ…
—No he pedido cocaína —corrigió el hombre del traje azul con las gafas de armazón dorado—. He pedido Keflex.
«Eso me ha parecido», estuvo a punto de decirle Katz al monstruo chiflado, y luego decidió que eso podría provocarlo. Había oído de farmacias asaltadas por anfetas, benzedrinas, por media docena de otras cosas, (incluyendo el precioso Valium de la señora Rathbun), pero pensó que este podría ser el primer robo de penicilina de la historia.
La voz de su padre (Dios pudra al viejo cabrón) le dijo que dejara de temblar y balbucear y que hiciera algo.
Pero no se le ocurría qué podía hacer.
El hombre de la pistola le propuso algo.
—Muévase —ordenó el hombre de la pistola—. Tengo prisa.
—¿C-Cuánto quiere? —preguntó Katz. Sus ojos echaron una rápida mirada por encima del hombro del ladrón y vio algo que apenas pudo creer. No en esta ciudad. Sin embargo parecía que de todas maneras estaba ocurriendo. ¿Buena suerte? ¿Era posible que Katz tuviera un poco de buena suerte? ¡Eso sí que podría figurar en El Libro Guinnes de los Récords!
—No lo sé —respondió el hombre de la pistola—. Todo lo que quepa en una bolsa. Una bolsa grande.
Sin ningún tipo de advertencia, giró sobre sí mismo y la pistola retumbó otra vez. Un hombre aulló. Un panel de vidrio estalló y la acera quedó regada de cascos y astillas. Algunos peatones que pasaban recibieron cortes, pero ninguno de gravedad. Dentro de la farmacia de Katz las mujeres (y no pocos hombres) chillaban. La alarma contra robos comenzó su propio aullido estridente. Los clientes fueron presa del pánico y salieron hacia la puerta en estampida. El hombre de la pistola volvió a girar hacia Katz y su expresión no había cambiado en absoluto: su cara mostraba la misma paciencia temible (aunque no inagotable) que había mostrado desde el principio.
—Haga lo que le digo y rápido. Tengo prisa.
Katz tragó saliva.
—Sí, señor —asintió.
DIECISÉIS
El pistolero había visto y admirado el espejo curvo de la esquina superior izquierda del negocio cuando aún estaba a mitad de camino hacia el mostrador detrás del cual guardaban las pociones auténticas. Tal como estaban las cosas ahora, la creación de un espejo curvo como ese estaba más allá de la habilidad de cualquier artesano de su propio mundo, a pesar de que hubo un tiempo en que ese tipo de cosas —y muchas de las otras que había visto en el mundo de Eddie y Odetta— pudieron haberse hecho. Había visto los restos de algunas en el túnel que pasaba por debajo de las montañas, y también las había visto en otros lugares… reliquias tan antiguas y misteriosas como las piedras Druitas que aparecían a veces en los lugares a los que iban los demonios.
También comprendió el propósito del espejo.
Había sido un poco lento para ver el movimiento del guardia —aún estaba descubriendo de qué desastrosa manera las gafas que Mort llevaba sobre los ojos le restringían la visión periférica—, pero de todos modos tuvo tiempo para girar y de un tiro sacarle la pistola de la mano. Era un tiro que Roland consideraba de pura rutina, a pesar de que había tenido que hacerlo deprisa. El guardia, sin embargo, tenía una opinión diferente. Ralph Lennox iba a jurar hasta el fin de sus días que el tipo había hecho un disparo imposible… excepto, tal vez, en esos viejos espectáculos infantiles del Oeste, como el de Annie Oakley.
Gracias al espejo, que obviamente había sido colocado allí para detectar ladrones, Roland fue más rápido en reaccionar ante el otro.
Había visto que los ojos del alquimista volaban por un momento encima de su hombro, y los ojos del pistolero fueron de inmediato al espejo. Ahí vio que un hombre con una cazadora de cuero avanzaba por el centro del pasillo que quedaba detrás de él. Había una larga navaja en su mano, y sin duda, visiones de gloria en su cabeza.
El pistolero giró y disparó un solo tiro; luego bajó el arma a la cadera porque sabía que podía fallar el primer disparo, ya que no estaba familiarizado con esta arma, pero tampoco quería herir a ninguno de los clientes que estaban congelados detrás del aspirante a héroe. Era mejor disparar dos veces desde la cadera, disparar hierros que harían el trabajo en un ángulo ascendente que protegería a la gente de alrededor, que tal vez matar a alguna dama cuyo único crimen hubiera sido elegir el día equivocado para comprar perfume.
La pistola había estado bien cuidada. Su puntería era fina. Al recordar el aspecto gordinflón y decadente de los pistoleros a los que había quitado estas armas, le pareció que cuidaban mejor sus armas que a sí mismos. Le pareció una extraña manera de comportarse, pero por supuesto este era un mundo extraño y Roland no podía juzgar; no tenía tiempo para juzgar, llegado el caso.
Había sido un buen tiro; rebanó la navaja del hombre por la base, y lo dejó con solo el mango en la mano.
Roland miró inexpresivamente al hombre de la cazadora de cuero, y algo en su mirada debió recordarle al aspirante a héroe que tenía una cita urgente en alguna otra parte, puesto que giró sobre sí mismo, dejó caer los restos de su navaja, y se unió al éxodo general.
Roland volvió a girar y le dio sus órdenes al alquimista. Otra tontería más y correría sangre. Cuando el alquimista comenzó a alejarse Roland le tocó el hombro huesudo con el cañón de la pistola. El hombre lanzó un sonido estrangulado, ¡Eeeek!, y se volvió de inmediato.
—Usted no. Usted se queda aquí. Que vaya su aprendiz.
—¿Q-Quién?
—El. —El pistolero hizo un gesto impaciente hacia su ayudante.
—¿Qué debo hacer, señor Katz? —Los restos del acné juvenil del ayudante sobresalían brillantes sobre su cara blanca.
—¡Haz lo que él dice, potz! ¡Entrega la orden! ¡Keflex!
El ayudante fue hasta uno de los estantes que había detrás del mostrador y tomó un frasco.
—Gíralo, para que pueda ver las palabras que tiene escritas —dijo el pistolero.
El ayudante hizo lo que le decían. Roland no pudo leerlo; muchas de las letras, demasiadas, no estaban en su alfabeto. Consultó la Mortciclopedia. Keflex, confirmó, y Roland se dio cuenta de que incluso revisar había sido una estúpida pérdida de tiempo. Él sabía que no podía leer todo en este mundo, pero estos hombres no.
—¿Cuántas píldoras tiene ese frasco?
—Bueno, en realidad son cartuchos —aclaró el ayudante nerviosamente—. Si quiere la droga en forma de píldoras…
—No me importa todo eso. ¿Cuántas dosis?
—Oh. Ehhh… —El nervioso ayudante se fijó en el frasco y casi lo dejó caer—. Doscientas.
Roland sintió algo parecido al momento en que descubriera cuántas municiones podían comprarse en este mundo a cambio de una suma trivial. Balazar llevaba envases de muestra de Keflex en su botiquín de medicinas, treinta y seis dosis en total, y había vuelto a sentirse bien. Si no podía matar la infección con doscientas dosis, era imposible matarla.
—Démelo —dijo el hombre del traje azul.
El ayudante se lo alcanzó.
El pistolero echó hacia atrás la manga de su chaqueta y mostró el Rolex de Jack Mort.
—No tengo dinero, pero esto puede servir como una compensación adecuada. Eso espero, en todo caso.
Se volvió, hizo una inclinación de cabeza al guardia, que seguía sentado en el suelo al lado de su banco volcado y miraba al pistolero con los ojos muy abiertos, y luego se fue.
Tan simple como eso.
Durante cinco segundos no hubo en la farmacia otro sonido que el bramido de la alarma, que era lo bastante fuerte como para cubrir incluso el cotilleo de la gente en la calle.
—Dios del cielo, señor Katz, ¿y ahora qué vamos a hacer? —susurro el ayudante.
Katz levantó el reloj y lo sopesó.
Oro. Oro puro.
No podía creerlo.
Tenía que creerlo.
Un loco cualquiera entra al negocio, de un tiro le saca el revólver de la mano a su guardia, y un cuchillo a otro, todo para conseguir la droga más improbable que se le pudiera ocurrir.
Keflex.
Keflex por valor de sesenta dólares, tal vez.
Por el que pagaba con un Rolex de 6500 dólares.
—¿Hacer? —preguntó Katz—. ¿Hacer? Lo primero que vas a hacer es poner este reloj bajo el mostrador. Nunca lo has visto. —Miró a Ralph—. Y usted tampoco.
—No, señor —accedió Ralph inmediatamente—. Si recibo mi parte cuando lo venda, nunca en mi vida habré visto ese reloj.
—Lo van a matar como a un perro en la calle —pronosticó Katz con inequívoca satisfacción.
—¡Keflex! —dijo el ayudante admirado—. Y el tipo ni siquiera parecía estar resfriado.