UNO
Detta yacía en una grieta profunda y muy sombreada, formada por rocas que se reunían como viejos que se hubieran vuelto de piedra mientras compartían algún extraño secreto. Observó a Eddie subir y bajar las cuestas cubiertas de maleza de las colinas y gritar hasta quedarse ronco. La pelusa de pato de sus mejillas se había convertido por fin en barba, y se lo hubiera podido tomar por un hombre crecido, salvo las tres o cuatro veces que pasó cerca de ella (una vez llegó tan cerca que ella pudo haber deslizado una mano y aferrarle el tobillo). Cuando él se acercaba, se podía ver que todavía no era más que un muchacho, un muchacho cansado como un perro, hasta la médula.
Odetta habría sentido lástima; Detta solo sentía el callado instinto agazapado del predador por naturaleza.
Al principio, al arrastrarse ahí dentro, había sentido cosas que crujían bajo sus manos como viejas hojas de otoño en un claro del bosque. Cuando sus ojos se acomodaron vio que no eran hojas sino los diminutos huesos de animales pequeños. Algún predador, desaparecido mucho tiempo atrás, si es que estos antiguos huesos amarillos decían la verdad, había tenido allí su guarida, algo como un hurón o una comadreja. Seguramente salía por la noche, seguía su olfato más allá, hacia Los Drawers, donde la maleza subterránea y los árboles eran más espesos, y seguía su olfato para cazar. Seguramente había matado, comido, y llevado los restos de vuelta para comer algo al día siguiente, esperando que con la noche volviera el tiempo de cazar de nuevo.
Ahora había un predador más grande, y al principio Detta pensó que haría más o menos lo mismo que había hecho el inquilino anterior: esperar hasta que Eddie se quedara dormido, como casi ciertamente haría, luego matarlo y arrastrar su cuerpo hasta allí. Después, con ambos revólveres en su poder, podría arrastrarse de vuelta hacia la puerta y esperar que volviera el Hombre Malo de Verdad. Su primera idea había sido matar el cuerpo del Hombre Malo de Verdad en cuanto se hubiera ocupado ele Eddie, pero no había sido una buena idea, ¿verdad? Si el Hombre Malo de Verdad no tenía cuerpo para volver, no habría forma de que Detta pudiera salir de aquí y regresar a su propio mundo.
¿Podría hacer que el Hombre Malo de Verdad la llevara de vuelta?
Tal vez no.
Pero tal vez sí.
Si sabía que Eddie seguía con vida, tal vez sí.
Y eso la llevó a una idea mucho mejor.
DOS
Era profundamente astuta. Se habría reído roncamente en la cara del que hubiera osado sugerirlo, pero también era profundamente insegura. A causa de lo segundo, ella atribuía lo primero a cualquiera cuyo intelecto pareciera aproximarse al suyo propio. Así se sentía con respecto al pistolero. Había oído un disparo, y cuando miró vio humo que salía del cañón del otro revólver, el que quedaba. El había vuelto a cargar el revólver y se lo había entregado a Eddie justo antes de atravesar la puerta.
Sabía lo que eso debía significar para Eddie: que no todos los cartuchos estaban mojados; el revólver iba a protegerlo. También sabía lo que eso debía significar para ella (porque desde luego el pistolero sabía que ella estaba observando; aun cuando hubiera estado dormida cuando ellos dos comenzaron su charloteo, el disparo la habría despertado): Mantente alejada de él. Está armado.
Pero los demonios pueden ser sutiles.
Si ese pequeño espectáculo se había montado en su beneficio, ¿no era posible que el Hombre Malo de Verdad tuviera también en mente algún otro propósito que ni ella ni Eddie debían ver? ¿No era posible que el Hombre Malo de Verdad hubiera pensado: «Si ella ve que este dispara buenos cartuchos, creerá que el que le dio Eddie también?».
Pero supongamos que él hubiera adivinado que Eddie se iba a quedar dormido. ¿Acaso no sabría que ella se quedaría esperando precisamente eso, que esperaría para escamotearle el revólver y alejarse trepando lentamente hacia arriba por la cuesta hasta un lugar seguro? Sí, ese Hombre Malo de Verdad debía de haber previsto todo eso. Era bastante listo para ser un blanco de mierda. Al menos, lo bastante para saber que Detta estaba determinada a conseguir todo lo posible de ese muchachito blanco.
Así que era posible que el Hombre Malo de Verdad hubiera cargado deliberadamente el revólver con cartuchos malos. Ya una vez la había burlado, ¿por qué no iba hacerlo de nuevo? Esta vez ella había tenido el cuidado de comprobar que las cámaras estuvieran cargadas con algo más que cartuchos vacíos, y sí, parecían ser balas verdaderas, pero eso no significaba que lo fueran. Ni siquiera tenía que correr el riesgo de que una de ellas estuviera lo bastante seca como para dispararse, ¿o ahora sí? Él pudo haberlas dispuesto de alguna forma. Al fin y al cabo, las armas eran el negocio del Hombre Malo de Verdad. ¿Por qué haría él una cosa así? ¡Pues para engañarla y obligarla a exponerse, por supuesto! Eddie entonces podría encañonarla con el revólver que realmente funcionaba, y no cometería dos veces el mismo error, estuviera cansado o no. De hecho, se ocuparía especialmente de no cometer el mismo error por segunda vez, porque estaba cansado.
«Buen intento, blanco —pensó Detta en su umbría guarida, ese oscuro lugar apretado pero en cierto modo confortable, con el suelo alfombrado con los huesos blandos y podridos de pequeños animalitos—. Muy astuto, pero no me vas a pillar».
No le hacía falta disparar a Eddie, después de todo; solo tenía que esperar.
TRES
Su único miedo era que el pistolero volviera antes de que Eddie se quedara dormido, pero aún estaba fuera.
El cuerpo desfallecido en la base de la puerta no se movía. Tal vez tenía problemas para conseguir la medicina que necesitaba; o algún otro tipo ele problemas, por lo que a ella concernía. Los hombres como él parecían encontrar problemas con tanta facilidad como una perra en celo encuentra un perro cachondo.
Pasaron dos horas mientras Eddie buscaba enloquecidamente a la mujer a la que llamaba Odetta (¡oh, cómo odiaba el sonido de ese nombre!), recorriendo arriba y abajo las colinas bajas y gritando hasta quedarse sin voz.
Por fin Eddie hizo lo que ella esperaba que hiciera: volvió a bajar al pequeño ángulo de playa y se sentó junto a la silla de ruedas sin dejar de mirar con desconsuelo a su alrededor. Tocó una de las ruedas de la silla, y el toque fue casi una caricia. Luego su mano cayó y él exhaló un profundo suspiro.
Esta imagen produjo un dolor acerado en la garganta de Detta; el dolor le atravesó la cabeza de lado a lado como un relámpago de verano, y le pareció oír una voz que la llamaba… que la llamaba o reclamaba.
«No quiero, no lo harás —pensó sin saber a quién hablaba o a quién dirigía sus pensamientos—. No quiero, esta vez no, ahora no. Ahora no, tal vez nunca más». El rayo de dolor le desgarró la cabeza otra vez y le hizo apretar los puños. La misma cara se convirtió en un puño, se retorció en una mueca de concentración, una expresión notable y llamativa en su mezcla de fealdad y casi beatífica determinación.
El rayo de dolor no volvió. Como tampoco volvió la voz que a veces parecía hablar a través de sus accesos de dolor.
Esperó.
Eddie apuntaló el mentón sobre los puños, apuntaló la cabeza de manera que quedara levantada. Pronto comenzó a caer, sin embargo, mientras los puños se deslizaban hacia arriba por las mejillas. Detta esperaba, con los ojos negros resplandecientes.
Eddie levantó la cabeza de una sacudida. Luchó para ponerse de pie, caminó hacia el agua y se salpicó la cara.
Tá mu bien, muchacho blanco. Látima que en ete mundo no haiga timulantes, sino tanas tomado eso también.
Esta vez Eddie se sentó en la silla de ruedas, pero era evidente que la encontraba un poquitín demasiado cómoda. Así que después de una larga mirada a través de la puerta abierta (¿quetá mirando ahí, muchacho blanco? Detta daría un billete de veinte pavos po sabelo), dejó caer el culo sobre la arena otra vez.
Apuntaló otra vez la cabeza sobre las manos.
Pronto la cabeza comenzó otra vez a deslizarse hacia abajo. Esta vez nada la detuvo. El mentón quedó apoyado sobre el pecho, y aún por encima del oleaje ella podía oírlo roncar. Muy pronto, él cayó sobre un costado y se enroscó.
Ella se sorprendió, se disgustó y se asustó al sentir una repentina puñalada de compasión por aquel muchacho blanco. No parecía más que un mocoso que tratara de quedarse levantado hasta la medianoche de Nochevieja y no lo consiguiera. Entonces recordó cómo él y el Hombre Malo de Verdad habían intentado envenenarla, y cómo la provocaban con la comida, cómo se la tendían y se la retiraban en el último momento… por lo menos hasta que tuvieron miedo de que muriera.
Si tenían miedo de que te murieras, ¿por qué tratarían de darte comida envenenada en primer lugar?
La pregunta la asustó de la misma manera en que la asustaba esa furtiva sensación de lástima. No estaba acostumbrada a cuestionarse a sí misma, y más aún, esa voz que interrogaba en su mente no parecía en absoluto su propia voz.
La comida venenosa no era pa matarme. Solo querían enfermame. Sentarse ahí a reí mientra yo gomitaba y me quejaba, supongo.
Esperó veinte minutos y luego comenzó a bajar hacia la playa, impulsándose con sus manos y sus fuertes brazos; ondulaba como una serpiente, sus ojos nunca abandonaban a Eddie. Hubiera preferido esperar otra hora, y aun media más; habría sido mejor tener al cabroncete dormido diez kilómetros en lugar de uno o dos. Pero esperar era un lujo que simplemente no podía permitirse. El Hombre Malo de Verdad podía volver en cualquier momento.
Cuando se hubo acercado a cierta distancia del lugar donde estaba Eddie (que seguía roncando y sonaba como una sierra eléctrica en un aserradero a punto de desmoronarse), tomó un trozo de roca que le pareció satisfactoriamente lisa de un lado y satisfactoriamente dentada del otro.
Cerró la palma sobre el lado liso y continuó su arrastre sinuoso de serpiente hacia donde estaba él, con el franco brillo de la muerte en sus ojos.
CUATRO
El plan de Detta era brutalmente simple: pegarle a Eddie en la cabeza con el lado dentado de la roca hasta que estuviera tan muerto como la misma roca. Luego tomaría el revólver y esperaría a que volviera Roland.
Cuando su cuerpo se incorporara, ella le daría a elegir: llevarla de vuelta a su mundo, o negarse y morir. Vassa quedá en paz conmigo de cualquié manera, nene, le diría, y con tu amigo mueto ya no podrás hace nada más de lo que dijites que querías hacé.
Si el revólver que el Hombre Malo de Verdad le había dado a Eddie no funcionaba (era posible; ella nunca había conocido a un hombre tan odioso y temible como Roland, y no había astucia de él que pudiera sorprenderla) se lo cargaría de todas maneras. Se lo cargaría con la piedra o con sus manos desnudas. Estaba enfermo y le faltaban dos dedos. Podría con él.
Pero a medida que se acercaba a Eddie le sobrevino un pensamiento inquietante. Era otra pregunta, y otra vez parecía ser otra voz la que preguntaba.
¿Y si lo sabe? ¿Qué pasará si en el momento en que matas a Eddie él lo sabe?
Él no va a sobé naa. Tará demasiado ocupado en conseguí lo remedios. Y en acotarse, polo que yo sé.
La voz extraña no respondió, pero ya había plantado la semilla de la duda. Ella los había oído hablar cuando la creían dormida. El Hombre Malo de Verdad necesitaba hacer algo. Ella no sabía qué era. Lo único, que Detta sabía era que tenía que ver con una torre. Podía ser que el Hombre Malo de Verdad creyera que su torre estaba llena de oro o joyas o cosas por el estilo. Había dicho que para llegar ahí la necesitaba a ella y a Eddie y a otro tipo más, y Detta pensaba que tal vez fuera cierto. ¿Por qué, si no, estaban ahí esas puertas?
Si se trataba de magia y ella mataba a Eddie, él podía saberlo. Si ella mataba su manera de llegar a la torre, pensó que podía estar matando la única cosa por la que vivía el cabrón pichagris. Y si sabía que no tenía nada por qué vivir, el cabrón podía hacer cualquier cosa, porque al cabrón ya nada le importaría un bledo.
La idea de lo que podría ocurrir si el Hombre Malo de Verdad volvía en esas condiciones hizo temblar a Detta.
Pero si no podía matar a Eddie, ¿qué iba a hacer? Podía tomar el revólver mientras Eddie dormía pero cuando volviera el Hombre Malo de Verdad, ¿podría manejar los dos?
Simplemente no lo sabía.
Sus ojos se posaron sobre la silla de ruedas, comenzaron a alejarse, y luego volvieron, rápido. En el respaldo de cuero había un bolsillo profundo. De ese bolsillo sobresalía un trozo de la cuerda con la que la habían atado a la silla.
Cuando vio la cuerda, comprendió cómo podía hacerlo todo.
Detta cambió de dirección y comenzó a arrastrarse hacia el cuerpo inerte del pistolero. Pretendía sacar lo necesario de ese morral que él llamaba «cartera», luego tomar la cuerda, tan rápido como pudiera… pero por un momento se quedó congelada junto a la puerta.
Al igual que Eddie, ella interpretaba lo que veía en términos cinematográficos… solo que esto más parecía una serie policíaca de televisión. El escenario era en una farmacia. Ella veía a un farmacéutico que parecía atontado de miedo, y Detta no lo culpaba. Había un revólver que apuntaba directamente a la cara del farmacéutico. El farmacéutico estaba diciendo algo, pero su voz sonaba distante, distorsionada, como si lo oyera a través de altavoces. No podía darse cuenta de qué era. Tampoco podía ver quién sostenía el revólver, pero en realidad no le hacía falta ver quién era el tipo del atraco, ¿verdad?, ya sabía quién era.
Era el Hombre Malo de Verdad.
Es posible que allá no tenga la misma pinta, puede llegar a parecer una bolsita rechoncha llena de mierda incluso podría tener pinta de negro, pero sigue siendo élpodentro, siguro. No le tomó mucho tiempo conseguir otro revólver, ¿eh? Apuesto a que nunca le toma mucho tiempo. Muévete, Detta Walker.
Abrió la cartera de Roland y brotó el leve y nostálgico aroma del tabaco atesorado durante mucho tiempo, pero ya desaparecido. En cierto sentido era muy parecido al bolso de una mujer, lleno de lo que a primera vista parecía un revoltijo amontonado de cosas, pero si se miraba con detalle, contenía el equipo de viaje de un hombre preparado prácticamente para cualquier contingencia.
Tuvo la idea de que el Hombre Malo de Verdad llevaba una buena cantidad de tiempo en pos de su torre. Si esto era así, las cosas que aún le quedaban, por pobres que fueran, eran de por sí motivo de asombro.
Muévete, Detta Walker.
Tomó lo que necesitaba y comenzó a serpentear en un silencioso regreso hacia la silla de ruedas. Al llegar, se apuntaló sobre un brazo y tiró de la cuerda hasta sacarla del bolsillo como una pescadora que enrollara el sedal. De vez en cuando le echaba una mirada a Eddie, solo para asegurarse de que seguía dormido.
No se movió en ningún momento hasta que Detta arrojó el lazo alrededor de su cuello y lo ajustó bien.
CINCO
Lo arrastraban hacia atrás. Al principio pensó que aún estaba dormido y que se trataba de una horrible pesadilla en la que lo enterraban vivo, o tal vez lo asfixiaban.
Luego sintió el dolor del lazo que se hundía en su garganta y la saliva tibia que corría por su mentón al boquear. Esto no era un sueño. Palpó la cuerda y trató de alcanzar los cabos.
Ella tironeó con sus fuertes brazos. Eddie se dio un topetazo al caer de espaldas. Su cara estaba poniéndose púrpura.
—¡Estate quieto! —silbó Detta detrás de él—. No voa matarte si testás quieto, pero si no dejas de moverte te voa ahogar.
Eddie bajó las manos y trató de quedarse quieto. El nudo corredizo que Detta le había enroscado alrededor del cuello se aflojó lo suficiente como para permitir la entrada de un delgado y ardiente hilo de aire. Solo podía decirse que era mejor que no respirar del todo.
Cuando se calmó un poco el aterrorizado latido de su corazón, trató de mirar hacia atrás. Inmediatamente el lazo se ajustó otra vez.
—N'importa. Sigue y difuta la vista del ucéano, pichagris. Es todo lo que queres mirá en este momento.
Eddie volvió a mirar hacia el océano y el nudo se aflojó lo suficiente como para permitirle otra vez esa miserable y ardiente respiración. Su mano izquierda se deslizó subrepticiamente hacia la cintura de su pantalón (pero ella vio el movimiento y aunque él no lo veía, ella sonrió). No había nada. Ella le había quitado el revólver.
—Ella se acercó a ti sigilosamente mientras dormías, Eddie. —Era la voz del pistolero, por supuesto—. Ahora no sirve para nada decir te lo advertí, pero… te lo advertí. Ahí es donde te lleva el romance: a tener un lazo en el cuello y una loca con dos revólveres en alguna parte detrás de ti.
—Pero si ella fuera a matarme, ya lo habría hecho. Lo habría hecho mientras yo dormía.
—¿Y qué crees que se propone hacer, Eddie? ¿Invitarte a un viaje para dos a Disneylandia con gastos pagados?
—Escucha —dijo—, Odetta…
Aún la palabra no había salido de su boca cuando el lazo se ajustó salvajemente otra vez.
—No me llames así. La próxima vez que me llames así será la última. ¡Mi nombre es Detta Walker, y si queres seguí metiendo aire a los pulmones, má vale que lo recuerdes!
Eddie produjo unos ruidos ahogados, boqueantes y echó mano al lazo. Frente a sus ojos comenzaron a explotar grandes puntos negros de nada, como flores del mal.
Por fin la banda que le estaba estrangulando la garganta se aflojó otra vez.
—¿Dacuerdo, blanco de mierda?
—Sí —respondió, pero solo fue un ronco sonido estrangulado.
—Tonces dilo. Di mi nombre.
—Detta.
—¡Di mi nombre ntero! —En su voz ondulaba una peligrosa histeria, y en ese momento Eddie se alegró de no poder verla.
—Detta Walker.
—Bien. —El lazo se aflojó un poco más—. Ahora, cucha, panblanco y cúchame bien si queres viví ta la noche. No vassa tratá de hacerte el listo, como te vi ahora tratá de buscá el rególver que ti quitao cuando dormías. No vassa tratá de provocá a Detta. Te veo. Piensa lo que vassa hacé. Siguro.
»No trates tampoco de hacete el vivo porque no tengo pielnas. Yo aprendí a hacé un montón de cosas dede que las perdí, y ahora tengo lo dos rególveres del blanco cabrón, y eso es algo, ¿no te parece?
—Sí —graznó Eddie—. No me siento muy vivo.
—Bien, mu bien. Esotá pero que mu bien —cacareó—. Mentras dormías, eta hijeputa sa movió mucho. Pleparé todo ete asunto. Eto es lo que quiero que hagas, panblanco: vassa poné la manos atrás y vassa palpá hasta encontrar un lazo igual quel que tenes al cuello. Hay tres. Mientlas tú dormías, yo trenzaba las cuerdas, no las tejía, ¡vago! —Soltó otra carcajada—. Cando encuentres el lazo, vassa poné la muñecas una contra lotra y las vassa pasá por ahí.
»Tonce vassa sentí mi mano que tira del nudo coledizo hata que quede bien apretado, y cando sientas eso, vassa decí: Eta mi oportunidá dagarrá a esta negra hijeputas. Ora mismo, cando tuavía no teñe bien agarrado el nudo deta soga. Pero… —La voz de Detta se quebró y pareció más que la caricatura de una negrita del sur—. Mejó mira pa trás ante de hacé una locura.
Eddie miró. Detta parecía más que nunca una bruja. Una cosa sucia y enmarañada que hubiera asustado a corazones mucho más fuertes que el suyo. El vestido que llevaba cuando el pistolero la sacó de Macy's ahora estaba roñoso y desgarrado. Había usado el cuchillo robado de la cartera del pistolero —el mismo que él y Roland habían usado para cortar la cinta adhesiva— para cortar su vestido en otras dos partes, con lo que creó dos improvisadas fundas justo encima de la curvatura de sus caderas. De ahí sobresalían las gastadas culatas de los revólveres del pistolero.
Su voz salía ahogada porque sostenía el final de la cuerda con los dientes. De un lado de su sonrisa sobresalía un extremo recién cortado; el resto de la línea, la parte que llevaba al lazo que tenía alrededor de su cuello, sobresalía por el otro lado. Había algo tan bárbaro y predador en esta imagen —la soga atrapada en la sonrisa— que se quedó helado, mirándola con tal horror que solo hizo que se le ampliara la sonrisa.
—Trata de hacete el vivo cando mencargue de tus manos —amenazó ella con su voz ahogada—, y te coito la tráquea con los dientes, pichagris. Y eta vez no la suelto. ¿Entendite?
Él no se animó a hablar. Solo asintió con la cabeza.
—Bien. A lo mejó vives un poquito má, despué de todo.
—Si no —graznó Eddie—, nunca volverás a tener el placer de robar en Macy's, Detta. Porque él lo sabría, y no dejaría ni una piedra en su lugar.
—Cállate —dijo Detta… casi canturreó—. Cállate. Deja que piense la gente que sabe. Lúnico que tú puedes hacé es buscá ese lazo, ¿dacueldo?
SEIS
«Mientlas tú dormías, yo trenzaba», había dicho ella, y con disgusto y alarma crecientes, Eddie descubrió que significaba exactamente lo que parecía. La cuerda se había convertido en una serie de tres nudos corredizos. El primero se lo había deslizado alrededor del cuello mientras dormía. El segundo aseguraba sus manos detrás de su espalda. Luego ella lo empujó rudamente sobre el costado y le dijo que levantara los pies hasta que los talones tocaran el trasero. Él entendió a dónde llevaba esto y se resistió. Ella sacó uno de los revólveres de Roland del tajo de su vestido, lo amartilló, y apretó el cañón contra la sien de Eddie.
—Lo haces tú o lo hago yo, pichagris —exigió con su voz ronca—. Solo que si lo hago yo, te vassa morir. Voa pisoteá larena sobre los seso que salgan del cerebro, lagartija con pelo. Él creerá que etás dolmido. —De nuevo acotó la amenaza con una risa.
Eddie levantó los pies y rápidamente ella aseguró el tercer nudo corredizo alrededor de sus tobillos.
—Aitá. Atado y fajado como un ternero en un rodeo.
Esto lo describía mejor que nada, pensó Eddie. Si trataba de bajar los pies para aliviar una posición que ya se volvía cada vez más incómoda, él mismo apretaría aún más el nudo corredizo que sostenía sus tobillos.
Eso acortaría el largo de la cuerda entre los tobillos y las muñecas, lo que a su vez apretaría ese nudo corredizo, y de paso la cuerda entre las muñecas y el nudo corredizo del cuello, y…
Ella lo iba arrastrando hacia la playa.
—¡Eh! ¿Qué…?
Trató de tirarse hacia atrás y sintió que todo se apretaba, incluso su capacidad de inhalar aire. Se dejó llevar lo más suelto posible («y mantén alzados esos pies, no te olvides de eso, mamón, porque si bajas mucho los pies te vas a estrangular») y dejó que ella lo arrastrara a través del suelo áspero.
Una piedra puntiaguda le arrancó un trozo de piel de la mejilla, y sintió la sangre caliente que comenzaba a brotar.
Ella jadeaba roncamente. El sonido de las olas y la explosión de la que horadaba el túnel en la roca eran más fuertes.
¿Me va a ahogar? Joder, ¿es eso lo que pretende?
No, por supuesto que no. Creyó saber lo que ella pensaba hacer aun antes de que su cara surcara las algas retorcidas que marcaban la línea de la marea alta, esas cosas que apestaban a sal muerta, frías como los dedos de los marineros ahogados.
Recordó lo que Henry le contó una vez: «A veces disparaban a uno de los nuestros. Un americano, quiero decir… sabían que un vietnamita no servía porque no sería ninguno de nosotros el que fuera a buscar a un amarillo al bosque. No a menos que fuera un pez recién llegado de Estados Unidos. Le hacían un agujero en el estómago, lo dejaban ahí gritando, y luego atrapaban a todos los tipos que iban a tratar de salvarlo. Seguían haciendo eso hasta que el tipo se moría. ¿Sabes cómo llamaban a un tipo como ese, Eddie?».
Eddie había negado con la cabeza, helado con esa visión.
«Lo llamaban un tarro de miel —había dicho Henry—. Algo dulce. Algo que atrae a las moscas. O incluso a un oso, tal vez».
Eso es exactamente lo que hacía Detta: estaba usándolo como un tarro de miel.
Lo dejó a unos dos metros por debajo de la línea de la marea alta, lo dejó frente al océano, sin decir una sola palabra.
Lo que esperaba que viera el pistolero a través de la puerta no era la subida de la marea que lo ahogaría, porque la marea estaba baja y no volvería a llegar a esta altura antes de por lo menos seis horas.
Y mucho antes que eso…
Eddie alzó un poco los ojos y vio que el sol tendía un largo sendero dorado a través del océano. ¿Qué hora sería? ¿Las cuatro? Más o menos. El sol se pondría alrededor de las siete.
Oscurecería mucho antes de que tuviera que preocuparse por la marea.
Y cuando llegara la oscuridad, las langostruosidades saldrían rodando de las olas; se abrirían un camino lleno de preguntas por la playa hasta donde él yacía atado e indefenso, y entonces lo partirían en pedazos.
SIETE
Ese tiempo se extendió en forma interminable para Eddie Dean. La misma idea del tiempo se convirtió en una broma. Aun el horror de lo que le iba a suceder cuando oscureciera se desvaneció a medida que sus piernas comenzaron a hincharse: la molestia recorrió una escala creciente desde la sensación de dolor hasta llegar finalmente a una aullante agonía. Relajaba los músculos y todos los nudos comenzaban a apretar, y cuando estaba al borde del estrangulamiento, de alguna manera lograba volver a levantar los tobillos, con lo que aligeraba la presión y conseguía recuperar un poco de aliento. Ya no estaba muy seguro de poder aguantar hasta la noche. Llegaría un momento en que simplemente sería incapaz de volver a levantar las piernas.