CAPÍTULO I
AMARGA MEDICINA

UNO

Cuando el pistolero entró en Eddie, este experimentó un momento de náusea y tuvo también la sensación de ser observado (esto Roland no lo sintió; Eddie se lo contó más tarde). Tuvo, en otras palabras, una vaga sensación de la presencia del pistolero. Con Detta, Roland se vio forzado a pasar adelante de inmediato, le gustara o no. Ella no solo lo percibió, de una extraña manera parecía que lo estaba esperando, a él o a otro visitante más frecuente. En cualquier caso, ella notó su presencia desde el momento mismo en que él estuvo en ella.

Jack Mort no sintió nada.

Estaba demasiado concentrado en el chico.

Había estado observando al chico durante las últimas dos semanas.

Hoy iba a empujarlo.

DOS

Aun de espaldas a los ojos por los que ahora miraba el pistolero, Roland reconoció al chico. Era el que había encontrado en la Estación de Paso del desierto, el chico al que había rescatado del Oráculo de las Montañas, el chico cuya vida había sacrificado cuando llegó el momento de elegir entre salvarlo o toparse por fin con el hombre de negro; el chico que le había dicho «Váyase pues… hay otros mundos además de este» antes de hundirse en el abismo. Y por cierto que el chico había tenido razón.

El chico era Jake.

En una mano llevaba un envoltorio de papel marrón liso, y en la otra sujetaba una bolsa de lona azul por el cordón de la parte superior. Por los ángulos que sobresalían en los bordes de la lona, el pistolero pensó que debía de contener libros.

El chico esperaba para cruzar una calle inundada de tráfico; una calle, se dio cuenta, de la misma ciudad de la que había tomado al Prisionero y a la Dama, pero por el momento nada de eso importaba. Nada importaba más allá de lo que estaba por ocurrir o no en los próximos segundos.

Jake no había aparecido en el mundo del pistolero a través de puerta mágica alguna; había atravesado un portal más crudo y comprensible: había nacido en el mundo de Roland por haber muerto en el suyo.

Lo habían asesinado.

Más específicamente, lo habían empujado.

Lo habían empujado en la calle; lo atropello un coche cuando iba a la escuela, con su bolsa del almuerzo en una mano y sus libros en la otra.

Lo había empujado el hombre de negro.

¡Va a hacerlo! ¡Va a hacerlo ahora mismo! Este ha de ser mi castigo por haberlo asesinado en mi propio mundo: ¡ver cómo lo asesinan en este antes de que yo pueda evitarlo!

Pero el rechazo de un destino brutal había sido para el pistolero la tarea de toda su vida —había sido su ka, si así lo prefieres—, de modo que dio el paso adelante y, antes de pensarlo siquiera, actuó conforme a reflejos tan profundos que casi se habían convertido en instintos.

Un pensamiento horrible e irónico al mismo tiempo le cruzó por la mente mientras lo hacía: «¿Y si el cuerpo en el que había entrado era el del hombre de negro en persona? ¿Y si corría adelante para salvar al chico solo para ver que sus propias manos se extendían y lo empujaban? ¿Y si esta sensación de control era una mera ilusión, y resultaba que la regocijada broma final de Walter era que Roland mismo asesinara al chico?».

TRES

Por un solo momento Jack Mort perdió la flecha delgada y fuerte de su concentración. Cuando estaba a punto de saltar adelante y empujar al chico hacia el tráfico, sintió algo que su mente tradujo mal, tal como el cuerpo puede equivocarse al remitir el dolor de una zona a otra.

Cuando el pistolero dio el paso adelante, Jack pensó que algún tipo de bicho le había aterrizado en la nuca. No una avispa ni una abeja, nada con un aguijón en realidad, pero algo que mordía y picaba. Un mosquito, tal vez. A esto atribuyó su caída de concentración en el momento crucial. Le pegó un manotazo y volvió al chico.

Pensó que todo esto había sucedido apenas en un guiño; en realidad pasaron siete segundos. No sintió el veloz avance del pistolero como tampoco sintió su igualmente veloz retroceso, y ninguna de las personas que lo rodeaban (gente que iba a trabajar, la mayoría proveniente de la estación de metro de la otra manzana, con la cara aún hinchada de sueño, vueltos hacia adentro los ojos a medio soñar) se dio cuenta de que los ojos de Jack cambiaban de su habitual azul profundo a un azul más claro, detrás de sus recatadas gafas de armazón dorado. Nadie notó tampoco que esos ojos volvían a oscurecerse a su color cobalto normal, pero cuando esto sucedió y volvió a enfocar al chico, vio con afilada y frustrada furia que había perdido su oportunidad: la luz había cambiado.

Vio que el chico cruzaba con el resto del rebaño, y luego el mismo Jack se volvió por el camino por el que había venido y comenzó a abrirse paso contra la corriente de peatones que inundaba la calle como una marea.

—¡Oiga, señor! ¡Fíjese por d…!

Alguna adolescente de rostro coagulado que él apenas vio. Jack la empujó a un costado, con fuerza, ignorando su estallido de ira cuando sus propios libros de estudio que llevaba en el brazo salieron volando. Siguió caminando por la Quinta Avenida, alejándose de la calle Cuarenta y Tres, donde había decidido que el chico muriera ese día. Iba con la cabeza inclinada y los labios apretados con tal fuerza que no parecía tener boca en realidad, sino la cicatriz sobre el mentón de una herida curada hace tiempo. Una vez lejos del atasco de la esquina no aminoró la velocidad sino que caminó aún más rápidamente, cruzó la Cuarenta y Dos, la Cuarenta y Uno, la Cuarenta. Hacia la mitad de la manzana siguiente, pasó por el edificio donde vivía el chico. Le echó apenas una mirada, a pesar de que durante las últimas tres semanas había seguido al chico desde ahí cada mañana de clase, lo había seguido desde el edificio hasta una esquina a tres manzanas y media de la Quinta, la esquina que él llamaba simplemente Lugar del Empujón.

Detrás de él gritaba la chica a la que había empujado, pero Jack Mort no se dio cuenta. Un entomólogo aficionado no le habría prestado más atención a una mariposa vulgar.

A su manera, Jack Mort era muy parecido a un entomólogo.

De profesión, era un exitoso auditor de cuentas.

Su único hobby era empujar.

CUATRO

El pistolero regresó a la parte posterior de la mente del hombre y allí se desmayó. Si tenía algún alivio, era simplemente que este no era el hombre de negro, no era Walter.

Todo el resto era horror extremo… y extremo entendimiento.

Divorciada de su cuerpo, su mente —su ka— seguía tan saludable y aguda como siempre, pero este repentino saber le pegó en las sienes como un golpe de cincel.

El saber no llegó cuando dio el paso adelante sino cuando estuvo seguro de que el chico estaba a salvo y se deslizó hacia atrás.

Vio la conexión entre este hombre y Odetta: demasiado fantástica, y al mismo tiempo demasiado apropiada en un sentido oculto como para ser una coincidencia, y comprendió cuál podría ser verdaderamente la invocación de los tres, y quiénes podrían ser.

El tercero no era este hombre, este Empujador; el tercero que había nombrado Walter era la Muerte.

Muerte… pero no para ti, pistolero. Eso es lo que había dicho Walter, astuto como Satanás aun al final. Una respuesta de abogado… tan cerca de la verdad que la verdad podía ocultarse bajo su sombra. El no era el destinatario de la muerte; él se había convertido en la muerte.

El Prisionero, la Dama.

El tercero era la Muerte.

Súbitamente lo inundó la certeza de que el tercero era él.

CINCO

Roland pasó adelante como un proyectil más que cualquier otra cosa, un descerebrado misil programado para arrojar el cuerpo que habitaba contra el hombre de negro en cuanto lo viera.

No fue hasta más tarde cuando le cruzó por la mente la idea de lo que podría suceder si evitaba que el hombre de negro asesinara a Jake; la posible paradoja, una fístula en el tiempo y en el espacio que podría cancelar todo lo sucedido después de haber llegado a la Estación de Paso… porque si salvaba a Jake en este mundo, seguramente no habría un Jake para que él conociera allí, y todo lo que sucedería a partir de ese momento habría cambiado.

¿Qué cambios?

Acerca de eso era imposible siquiera especular. Que uno de esos cambios pudiera haber sido el final de su búsqueda nunca cruzó por la mente del pistolero. Y seguramente eran discutibles esas especulaciones a posteriori; de haber visto al hombre de negro, no habría consecuencia, paradoja o curso ordenado del destino que hubiera podido evitar que simplemente bajara la cabeza de este cuerpo que habitaba y golpeara con ella directamente en el pecho de Walter. Roland habría sido tan incapaz de actuar de otra manera como un arma es incapaz de rehusar el dedo que aprieta su gatillo y lanza la bala a su vuelo.

Si esto lo mandaba todo al infierno, al infierno con todo, pues.

Recorrió rápidamente con la mirada a toda la gente agrupada en la esquina y miró cada cara (miró con el mismo cuidado a hombres y mujeres, se aseguró de que no fuera alguien que solo simulara ser una mujer).

Walter no estaba ahí.

Poco a poco se fue relajando, como puede relajarse en el último momento un dedo curvado sobre un gatillo.

No, Walter no andaba en torno del chico por ninguna parte, y el pistolero de alguna manera tuvo la certeza de que no era el cuándo correcto. Todavía no. Ese cuándo estaba cerca —faltaban dos semanas, una semana, tal vez un solo día—, pero todavía no era el momento.

Así que regresó.

En el camino vio…

SEIS

… y perdió el sentido por la conmoción: este hombre, a cuya mente se abrió la tercera puerta, una vez se había sentado a esperar junto a la ventana de una desierta habitación de alquiler de un edificio lleno de habitaciones abandonadas. Es decir, abandonadas salvo por los borrachos y los locos que pasaban las noches ahí. Se podía reconocer a los borrachos por el olor de su desesperado sudor y furioso pis. Se podía reconocer a los locos por el hedor de sus trastornados pensamientos. En esta habitación los únicos muebles eran dos sillas. Jack Mort usaba las dos: una para sentarse y la otra como un puntal para mantener cerrada la puerta que daba al pasillo. No esperaba súbitas interrupciones, pero era mejor no correr riesgos. Estaba lo bastante cerca de la ventana como para poder mirar hacia afuera, pero bastante lejos detrás de la línea inclinada de sombra como para que nadie pudiera verlo por casualidad.

Tenía en la mano un agrietado ladrillo rojo.

Lo había desencajado de la parte exterior de la ventana, donde había una buena cantidad de ladrillos sueltos. Era un ladrillo viejo, gastado en las esquinas, pero pesado. Tenía aferrados como pequeños crustáceos trozos de argamasa vieja.

El hombre se proponía tirarle el ladrillo a alguien.

No le importaba a quién; cuando se trataba de asesinar, Jack Mort era uno de esos que le dan las mismas oportunidades a todo el mundo.

Después de un rato, un grupo de tres personas llegó caminando por la acera, abajo: hombre, mujer, niñita. La niña iba caminando por el lado interior, presumiblemente para que se mantuviera a salvo, lejos del tráfico, que era abundante por ahí, cerca de la estación de tren, pero a Jack Mort no le importaba el tráfico. Lo que le importaba era que no hubiera edificios justo frente a él; esos ya habían sido demolidos, dejando una tierra baldía en la que se confundían maderas quebradas, ladrillos rotos, vidrios destrozados.

Solo iba a inclinarse hacia adelante un par de segundos, y llevaba gafas de sol sobre sus ojos y una gorra tejida, fuera de temporada, que le cubría el pelo rubio. Era como la silla bajo el picaporte de la puerta. Incluso cuando estabas a salvo de los riesgos previstos, no hacía ningún daño reducir los restantes riesgos inesperados.

También llevaba puesta una sudadera demasiado grande para él, que le llegaba casi hasta la mitad del muslo. Esta prenda abolsada ayudaba a confundir el verdadero tamaño y la forma de su cuerpo (era bastante delgado) si acaso alguien lo observaba. También servía a otro propósito: cada vez que asestaba contra alguien esta «carga de profundidad» (pues así era como denominaba a esto: como una «carga de profundidad»), se corría. La sudadera abolsada también servía para cubrir la mancha húmeda que invariablemente se formaba en sus tejanos.

Ahora estaban más cerca.

No arrojes el proyectil, espera, espera un poco

Un temblor lo recorrió en el borde de la ventana, adelantó el ladrillo, lo retiró hasta su estómago, lo adelantó otra vez, lo retiró otra vez (pero esta vez solo a medio camino), luego se inclinó hacia adelante, ahora perfectamente tranquilo. Siempre lo estaba en el penúltimo momento.

Soltó el ladrillo y lo vio caer.

Cayó con un giro que cambió un extremo por el otro. Jack vio los crustáceos de argamasa claramente al sol. En ese momento, más que en cualquier otro, todo era claro, todo se ponía de relieve con una sustancia exacta y geométricamente perfecta; he aquí algo que él había empujado hacia la realidad, como el escultor que acciona el martillo contra el cincel para cambiar la piedra y crear una nueva sustancia de la materia bruta; he aquí la cosa más notable del mundo: lógica que era éxtasis a la vez.

A veces erraba, o pegaba en forma oblicua, como el escultor que puede tallar mal o en vano, pero este había sido un tiro perfecto. El ladrillo le dio claramente en la cabeza a la niña del vestidito. Vio cómo saltaba la sangre, más clara que el ladrillo, pero que al final se secaría adquiriendo el mismo color marrón. Oyó el comienzo del grito de la madre. Entonces se puso en movimiento.

Jack atravesó la habitación y tiró a un rincón lejano la silla que había estado debajo del picaporte (había desplazado de una patada la otra, la que usaba para sentarse mientras esperaba, en el momento de cruzar la habitación). Recogió la sudadera y sacó de su bolsillo trasero un pañuelo. Lo usó para girar el picaporte.

Nada de huellas digitales.

Solo Los Mediocres dejaban huellas digitales.

Antes de que la puerta terminara de abrirse, volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo trasero de su pantalón.

Cuando caminaba por el pasillo adoptó un andar ligeramente ebrio. No miró hacia atrás.

Mirar hacia atrás también era solo para Los Mediocres.

Los Metódicos sabían que tratar de ver si alguien había reparado en uno era una manera segura de lograr precisamente eso. Mirar hacia atrás era la clase de gesto que un testigo podría recordar después de un accidente. Entonces algún poli que se pasa de listo podría decidir que era un accidente sospechoso, y habría una investigación. Todo a causa de una nerviosa mirada hacia atrás. Jack no creía posible que alguien lo relacionara con el crimen, aun si se decidiera que el «accidente» era sospechoso y se hiciera una investigación, pero…

Corre solo los riesgos aceptables. Minimiza los restantes. En otras palabras, coloca siempre una silla debajo del picaporte de la puerta.

Así que caminó por el polvoriento pasillo, donde se veían trozos de listones a través de las paredes desconchadas; caminó con la cabeza baja, murmurando para sí mismo como los vagos que uno ve por la calle. Aún podía oír a una mujer que gritaba —la madre de la niña, supuso—, pero ese sonido venía del trente del edificio; era leve y sin importancia. Todo lo que sucedía después —los llantos, la confusión, los lamentos de los heridos (si los heridos eran capaces aún de lamentarse)—, a Jack no le importaba. Lo que sí importaba era todo aquello que empujara a un cambio en el curso ordinario de las cosas y esculpiera nuevas líneas en el fluir de las vidas… y, tal vez, no solo los destinos de los golpeados, sino los de un círculo que se ensancha a su alrededor, como las ondas alrededor de una piedra arrojada a un estanque de aguas tranquilas.

¿Quién podía decir que él no había esculpido hoy el cosmos, o que no pudiera hacerlo en algún tiempo futuro?

¡Dios, no era sorprendente que se manchara los tejanos!

No se topó con nadie al bajar los dos pisos de escaleras, pero siguió fingiendo, oscilando un poco al caminar pero sin llegar a hacer eses. No se recordaría a alguien que oscilara. Alguien que ostentosamente hiciera eses sí. Murmuraba pero no decía en realidad nada concreto e inteligible. No actuar en absoluto sería mejor que sobreactuar.

Salió por la destartalada puerta trasera a un callejón lleno de botellas rotas y rechazadas que centelleaban galaxias de estrellas.

Había planeado su huida por anticipado, como lo planeaba todo (corre solo los riesgos aceptables, minimiza los restantes, sé un Metódico en todo); esa manera de planificar era el motivo por el que sus colegas lo habían señalado como alguien que iba a llegar lejos (y él en efecto intentaba llegar lejos, pero uno de los lugares a los que no tenía intención de llegar era la cárcel, o la silla eléctrica).

Algunas personas corrían por la calle a la que daba el callejón, pero solo se dirigían a ver de dónde provenían los gritos, y ninguno de ellos miró a Jack Mort, quien se había quitado la gorra pero no las gafas de sol (que en una mañana tan luminosa como esa no parecían fuera de lugar).

Se metió en otro callejón.

Salió a otra calle.

Ahora entraba por un callejón no tan mugriento como los dos primeros; de hecho, era casi una calle. Iba a parar a otra calle, y una manzana más allá había una parada de autobuses. Menos de un minuto después de alcanzar la parada llegó uno, lo cual era también parte del programa. Jack subió cuando las puertas se abrieron en acordeón, y dejó caer sus quince centavos en la ranura del recipiente para las monedas. El conductor ni siquiera llegó a echarle una mirada. Esto era bueno, pero aunque lo hubiera hecho, no habría visto más que un hombre indescriptible en tejanos, un hombre que podía estar sin trabajo: la sudadera que llevaba parecía de esas que regalan en el Ejército de Salvación.

Prepárate, estáte listo, sé mi Metódico.

El secreto del éxito de Jack Mort, tanto para el trabajo como para el juego.

Nueve manzanas más allá había un aparcamiento. Jack se bajó del autobús, entró en el aparcamiento, abrió la puerta de su coche (un vulgar Chevrolet de mediados de los cincuenta, aún en buen estado), y condujo de vuelta a la ciudad de Nueva York.

Se sentía libre y despejado.

SIETE

En un solo momento el pistolero vio todo esto. Antes de que su conmocionada mente pudiera dejar fuera otras imágenes con un gesto simple como el de bajar una cortina, vio más. No todo, pero suficiente. Suficiente.

OCHO

Vio a Mort cortar un trozo de la página cuatro de The New York Daily Mirror con un cúter, asegurándose quisquillosamente de respetar con exactitud las líneas de la columna, NIÑA NEGRA EN COMA DESPUÉS DE TRÁGICO ACCIDENTE, decía el titular. Vio a Mort aplicar pegamento en la parte de atrás del recorte con un pincel adosado a la tapa de su bote de cola. Vio a Mort colocarlo en el centro de una página en blanco de un álbum, el cual, por el aspecto inflado y mullido de las páginas anteriores, contenía seguramente otros muchos recortes. Vio las primeras líneas de la nota: «Odetta Holmes, de cinco años de edad, llegada de Elizabethtown, N. J., para una celebración festiva, es ahora la víctima de un cruel y monstruoso accidente. Dos días después de la boda de una tía, la niña y su familia caminaban hacia la estación de ferrocarril cuando un ladrillo cayó…».

Pero esa no había sido la única ocasión en que él había tenido tratos con ella, ¿verdad? No. Dioses, no.

En los años que pasaron entre esa mañana y la noche en que Odetta perdió las piernas, Jack Mort había dejado caer una gran cantidad de cosas y había empujado a una gran cantidad de gente.

Entonces fue Odetta otra vez.

La primera vez él había empujado algo encima de ella.

La segunda vez la empujó a ella debajo de algo.

¿Qué clase de hombre es este que debo usar? ¿Qué clase de hombre…?

Pero entonces pensó en Jake, pensó en el empujón que había enviado a Jake a este mundo, y creyó oír la carcajada del hombre de negro, y eso terminó con él.

Roland se desmayó.

NUEVE

Cuando volvió en sí, se encontró mirando prolijas hileras de cifras que descendían por una hoja de papel verde. El papel era cuadriculado, de manera que cada cifra parecía prisionera en una celda. Pensó: «Algo diferente». No solo la risa de Walter. Algo… ¿un plan? No, dioses, no… nada tan completo o esperanzado como eso.

Pero una idea, por lo menos. Un cosquilleo.

«¿Cuánto tiempo he estado desmayado? —pensó, súbitamente alarmado—. Debían de ser como las nueve de la mañana cuando crucé la puerta, tal vez un poco más temprano. ¿Cuánto tiempo…?».

Pasó adelante.

Jack Mort —quien ahora no era más que un muñeco humano controlado por el pistolero— levantó un poco la mirada y vio que las agujas del lujoso reloj de cuarzo de su escritorio marcaban la una y cuarto.

Dioses, ¿tan tarde? ¿Tan tarde? Pero Eddie… estaba tan cansado, nunca habría podido permanecer despierto tanto t

El pistolero giró la cabeza de Jack. La puerta seguía ahí, pero lo que vio a través de ella era mucho peor de lo que hubiera imaginado.

A un lado de la puerta había dos sombras: una era de la silla de ruedas; la otra, la de un ser humano… pero el ser humano estaba incompleto y se sostenía sobre sus brazos porque la parte inferior de sus piernas le habían sido arrancadas con la misma rápida brutalidad que los dedos de la mano y del pie de Roland.

La sombra se movió.

De inmediato Roland volvió a girar la cabeza de Jack Mort, la movió con la violenta velocidad de una serpiente a punto de atacar.

Ella no debe mirar acá. No hasta que yo esté listo. Hasta entonces, ella no ve nada más que la parte posterior de la cabeza de este hombre.

Detta Walker en ningún caso podía ver a Jack Mort, porque quien mirara a través de la puerta abierta solo vería lo que veía el huésped. Ella solo podría ver la cara de Mort si se miraba a un espejo (aunque eso podía llevar a sus propias terribles consecuencias de paradoja y repetición), pero aun así nada significaría para ninguna de las dos Damas; y para el caso, el rostro de la Dama tampoco significaría nada para Jack Mort. A pesar de que en dos ocasiones habían tenido tratos de letal intimidad, jamás se habían visto el uno al otro.

Lo que el pistolero no quería era que la Dama viera a la Dama.

No todavía, por lo menos.

La chispa de intuición comenzó a tomar forma de plan.

Pero allá era tarde; la luz le sugirió que debían de ser las tres de la tarde, tal vez incluso las cuatro.

¿Cuánto tiempo quedaría hasta que la puesta del sol convocara a las langostruosidades y, con ellas, llegara el fin de la vida de Eddie?

¿Tres horas?

¿Dos?

Podía volver y tratar de salvar a Eddie… pero eso era exactamente lo que Detta quería. Ella había colocado una trampa, tal como los habitantes de un poblado que temen a un lobo mortal atarían a un cordero de sacrificio para atraerlo a tiro de arco. Él volvería a su cuerpo enfermo… pero no por mucho tiempo. La razón por la que solo había visto la sombra de ella era que estaba tendida junto a la puerta y apretaba en su puño uno de sus revólveres. En el momento en que su cuerpo-Roland se moviera, ella dispararía y terminaría con su vida.

Como ella le tenía miedo, su final por lo menos sería misericordioso.

El de Eddie sería un horror aullante.

Le parecía oír la repugnante voz de Detta Walker, sus risitas: ¿Queres meterte conmigo, pichagris? ¡Siguro queres venir a mí! Tu no le teñe miedo a una pobe negrita lisiada, ¿verdá?

—Solo una forma —murmuró la boca de Jack—. Solo una.

Se abrió la puerta de la oficina, y un hombre calvo con gafas lo miró.

—¿Qué tal te va con la cuenta de Dorfman? —preguntó el calvo.

—Me encuentro mal. Debe de haber sido el almuerzo. Creo que debería irme.

El calvo se mostró preocupado.

—Será un virus, probablemente. He oído que anda uno por ahí bastante molesto.

—Probablemente.

—Bueno… mientras puedas tener terminado el asunto de Dorfman para mañana a las cinco de la tarde… —Sí.

—Porque ya sabes lo palizas que puede ser… —Sí.

El calvo, que ahora parecía un poco turbado, asintió.

—Sí, vete a casa. No pareces tú mismo.

—No lo soy.

El calvo salió de la puerta rápidamente.

«Me sienten —pensó el pistolero—. En parte ha sido eso. En parte, pero no todo. Le tienen miedo. No saben por qué pero le tienen miedo. Y hacen bien».

El cuerpo de Jack Mort se levantó, encontró el portafolios que llevaba cuando el pistolero entró en él, y metió dentro todos los papeles que estaban en la superficie del escritorio.

Sintió una especie de urgencia de deslizar una nueva mirada atrás, hacia la puerta, pero la resistió. No volvería a mirar hasta que estuviera listo a arriesgarlo todo y volver.

Mientras tanto, el tiempo era breve y había cosas que hacer.