y por favor te pido, Eddie, que me escuches: mantente en guardia.

Entonces Roland hizo algo que avergonzó a Eddie de todas sus dudas (aunque no modificó un ápice su sólida decisión): con un movimiento experimentado de su muñeca abrió el tambor de su revólver, dejó caer todas las cargas, y las reemplazó con cargas nuevas de las fundas más cercanas a las hebillas de sus cintos. Con otro rápido movimiento de su muñeca volvió a colocar el tambor en su lugar.

—Ahora no hay tiempo de limpiar la máquina —dijo—, pero calculo que no importará demasiado. Ahora atrápala, y hazlo limpiamente; no ensucies la máquina más de lo que está. En mi mundo ya no quedan muchas máquinas que funcionen.

Le arrojó el arma a través del espacio que había entre ellos. En su ansiedad, Eddie casi la dejó caer. Luego la aseguró en la cintura de su pantalón.

El pistolero salió de la silla cíe ruedas, estuvo a punto de caerse cuando esta rodó hacia atrás bajo sus manos, y luego avanzó con dificultad hacia la puerta. Aferró el picaporte; en su mano se movió fácilmente. Eddie no pudo ver la escena sobre la cual se abrió, pero oyó un sonido remoto de tráfico.

Roland se volvió a mirar a Eddie, y sus ojos azules de águila resplandecían en el rostro espectralmente pálido.

DIECISÉIS

Detta observaba todo esto desde su escondite con resplandecientes ojos hambrientos.

DIECISIETE

—Recuerda, Eddie —dijo con voz ronca, y luego dio un paso adelante. Su cuerpo se derrumbó junto a la puerta, como si en lugar del espacio abierto se hubiera dado contra una piedra.

Eddie sintió una urgencia casi insaciable de acercarse a la puerta para ver adonde y a qué cuándo conducía.

En cambio se volvió y comenzó a recorrer otra vez con la mirada las colinas, su mano sobre la culata del revólver.

«Voy a decírtelo por última vez».

De pronto, cuando escudriñaba las vacías colinas marrones, Eddie sintió miedo.

«Mantente en guardia».

Ahí arriba nada se movía.

Al menos nada que él pudiera ver.

De todas maneras la sentía.

No a Odetta; en eso el pistolero tenía razón.

Era a Detta a quien sentía.

Tragó saliva y oyó un clic en su garganta.

En guardia.

Sí.

Pero nunca en su vida había sentido tal necesidad de dormir.

Era una necesidad mortal.

Muy pronto lo tomaría; si él no cedía voluntariamente, el sueño lo violaría.

Y mientras él durmiera, Detta vendría.

Detta.

Eddie luchó contra el agotamiento, contempló las colinas inmóviles con los ojos hinchados y enrojecidos, y se preguntó cuánto tiempo tardaría Roland en volver con el tercero. El que empujaba, quienquiera que fuese, ella o él.

—¿Odetta? —llamó sin mayor esperanza. Solo el silencio le respondió, y para Eddie comenzó el tiempo de la espera.