CAPÍTULO I
OTRA BARAJA

UNO

Para Eddie Dean, él y la Dama ya no parecían avanzar con dificultad, ni siquiera andar por lo que quedaba de playa. Parecían volar.

A Odetta Holmes aún no le gustaba Roland ni confiaba en él; eso estaba claro. Pero había reconocido lo desesperado de su condición, y respondió a eso. Ahora, en vez de empujar un conglomerado muerto de acero y goma al que resultaba estar atado un cuerpo humano, Eddie casi sentía que impulsaba un columpio.

Ve con ella. Antes, yo te cuidaba, y eso era importante. Ahora solo te obligaría a ir más despacio.

Casi de inmediato llegó a darse cuenta de cuánta razón tenía el pistolero. Eddie empujaba la silla; Odetta la impulsaba.

Uno de los revólveres del pistolero estaba metido en la cintura de los pantalones de Eddie.

¿Recuerdas cuando te dije que te mantuvieras en guardia y tú no lo hiciste?

.

Te lo digo otra vez: Mantente en guardia. En todo momento. Si su otra regresa, no esperes ni un segundo. Dale un golpe.

¿Y si la mato?

Entonces será el final. Pero si ella te mata a ti, ese también será el final. Y si ella vuelve lo va a intentar. Lo va a intentar.

Eddie no había querido dejarlo. No solamente por ese aullido de gato en la noche (aunque seguía pensando en eso); era simplemente que Roland se había convertido en su única piedra de toque en este mundo. El y Odetta no pertenecían aquí. Sin embargo, se daba cuenta de que el pistolero tenía razón.

—¿Quieres descansar? —le preguntó a Odetta—. Hay más comida. Un poco.

—Todavía no —contestó ella, aunque su voz sonaba cansada—. Pronto.

—Muy bien. Pero al menos deja de impulsar. Estás débil. Tú… tu estómago, ya sabes.

—Muy bien. —Se volvió, con el rostro brillante de sudor y le dedicó una sonrisa que al mismo tiempo le debilitó y lo fortificó. Él podía llegar a morir por una sonrisa como esa… y pensó que lo haría si las circunstancias lo exigían.

Le rogaba al cielo que las circunstancias no lo exigieran, pero seguramente eso no era impensable. El tiempo se había convertido en algo tan crucial que gritaba.

Ella puso las manos sobre su regazo y él siguió empujando. Las huellas que la silla dejaba tras de sí ahora eran más finas; la playa se había vuelto cada vez más firme, pero también estaba llena de cascotes y escombros desparramados que podían provocar un accidente. A la velocidad a la que iban no haría falta ningún tipo de ayuda para sufrir uno. Un accidente realmente grave podía lastimar a Odetta y eso sería malo; un accidente así podía también dañar la silla, y eso sería malo para ellos y probablemente peor para el pistolero, que casi seguramente moriría solo. Y si Roland moría, quedarían atrapados en este mundo para siempre.

Con Roland demasiado débil y enfermo para caminar, Eddie se vio forzado a enfrentarse a un hecho simple: aquí había tres personas, y dos de ellas eran lisiadas.

Entonces, ¿qué esperanza, qué oportunidad tenían? La silla.

La silla era la esperanza, toda la esperanza, y nada más que la esperanza.

Entonces que Dios los ayudara.

DOS

El pistolero había recobrado el conocimiento poco después de que Eddie lo arrastrara hasta dejarlo a la sombra de una de las rocas que brotaban del suelo. Su cara, donde no estaba cenicienta, tenía un rojo febril. Su pecho subía y bajaba con rapidez. En su brazo derecho había una red de líneas rojas retorcidas.

—Dale de comer —le graznó a Eddie.

—Tú…

—Yo no importo. Yo me arreglaré. Dale de comer a ella. Creo que ahora va a comer. Y tú vas a necesitar su fuerza.

—Roland, ¿y si ella solo estuviera fingiendo ser…?

El pistolero hizo un gesto de impaciencia.

—Ella no finge nada, salvo estar sola en su cuerpo. Yo lo sé y tú también lo sabes. Se le ve en la cara. Aliméntala, por la gloria de tu padre, y mientras ella come, vuelve a mí. Ahora cuenta cada minuto. Cada segundo.

Eddie se levantó, y el pistolero volvió a traerlo de un tirón con la mano izquierda. Enfermo o no, su fuerza seguía ahí.

—Y no le digas nada acerca de la otra. No importa lo que te diga, cualquier cosa que te explique, no la contradigas.

—¿Por qué?

—No lo sé. Solo sé que sería un error. ¡Ahora haz lo que te digo y no pierdas más tiempo!

Odetta había estado sentada en su silla y miraba hacia el mar con una expresión de dulce y absorta perplejidad. Cuando Eddie le ofreció los trozos de langosta que quedaron de la noche anterior, ella sonrió reticente.

—Lo tomaría si pudiera —dijo—, pero ya sabes lo que sucede.

Eddie, que no tenía idea de lo que ella estaba hablando, solo pudo encogerse de hombros y decir:

—No te hará ningún daño probar otra vez, Odetta. Necesitas comer, lo sabes. Debemos ir lo más rápido que sea posible.

Ella rió y tocó su mano. Él sintió algo como una carga eléctrica que saltaba de ella a él. Y era ella, Odetta.

Él lo sabía al igual que Roland.

—Te amo, Eddie. Lo has intentado con tanta fuerza. Fuiste tan paciente. Lo mismo que él… —Hizo un gesto con la cabeza hacia donde estaba el pistolero tendido contra las rocas, observando—. Pero él es un hombre difícil de amar.

—Sí. Como si yo no lo supiera.

—Voy a intentarlo una vez más. Por ti.

Ella sonrió y él sintió que todo el mundo se movía por ella, a causa de ella, y pensó: «Dios, por favor, yo nunca he tenido mucho, así que por favor no vuelvas a llevártela lejos de mí. Por favor».

Ella tomó los trozos de carne de langosta, frunció la nariz en una cómica expresión de reticencia, y levantó la mirada hacia él.

—¿Debo hacerlo?

—Dale un mordisco y nada más —aconsejó él.

—Nunca volví a comer vieiras —indicó ella.

—¿Perdón?

—Pensé que te lo había dicho.

—Tal vez me lo dijiste —corrigió él, y lanzó una risita nerviosa. Lo que el pistolero le había dicho acerca de no hablarle de la otra en ese mismo momento dominaba por completo sus pensamientos.

—Una noche las sirvieron en la cena, cuando yo tenía diez u once años. Odié el gusto que tenían, como pelotitas de goma, y las vomité. Nunca volví a comerlas. Pero… —suspiró—. Como tú dices, voy a «darles un mordisco».

Se puso un pedazo en la boca como un niño que toma una cucharada de una medicina que sabe horrible. Masticó lentamente al principio, luego un poco más rápido. Tragó. Tomó otro pedazo. Masticó, tragó. Otro. Ahora estaba prácticamente devorándolo.

—¡Eh, más despacio! —le dijo Eddie.

—¡Deben de ser de otra clase! Eso es, ¡por supuesto, es eso! —Miró a Eddie resplandeciente—. ¡Hemos avanzado por la playa y las especies han cambiado! ¡Parece que ya no soy alérgica! No me sabe horrible, como antes… y traté de retenerlo, ¿verdad que sí? —Lo miró indefensa—. Traté con todas mis fuerzas.

—Sí. —Se oía a sí mismo como una radio que transmitía una señal distante. «Cree que estuvo comiendo todos los días y que luego vomitaba todo y que por eso está tan débil. Cristo milagroso»—. Sí, trataste como una loca.

—Sabe a… —Fue difícil entender estas palabras porque tenía la boca llena—. ¡Sabe tan bien! —Se echó a reír. El sonido era delicado y encantador—. ¡Esto se va a quedar! ¡Voy a poder tomar alimento! ¡Lo sé! ¡Lo siento!

—Es mejor que no exageres —le advirtió él, y le alcanzó una de las cantimploras—. No estás acostumbrada. De tanto… —Tragó y se produjo un audible (por lo menos audible para él) clic en su garganta—. De tanto vomitar.

—Sí. Sí.

—Debo hablar con Roland unos minutos.

—Muy bien.

Pero antes de que se fuera ella le tomó la mano otra vez.

—Gracias, Eddie. Gracias por ser tan paciente. Y dale las gracias a él. —Hizo una pausa grave—. Y no le digas que me da miedo

—No se lo diré. —Y volvió hasta donde estaba el pistolero.

TRES

Aun cuando no empujaba, Odetta era una ayuda. Navegaba con la presciencia de una mujer que ha pasado mucho tiempo manejando una silla de ruedas a través de un mundo que en los años por venir no iba a reconocer a la gente disminuida como ella.

—Izquierda —avisaba, y Eddie se desviaba hacia la izquierda evitando una roca que sobresalía enmarañada de la pastosa arenisca como un colmillo cariado. El podría haberla visto… o tal vez no.

—Derecha —avisaba, y Eddie se desviaba hacia la derecha, y a duras penas evitaba una de las cada vez más raras trampas de arena.

Por fin se detuvieron y Eddie se tendió en el suelo, respirando fuerte.

—Duerme —dijo Odetta—. Una hora. Yo te despierto.

Eddie la miró.

—No te miento. Observé el estado de tu amigo, Eddie.

—Él no es exactamente mi amigo…

—Y sé lo importante que es el tiempo. No voy a dejarte dormir más de una hora por un sentido mal entendido de la compasión. Puedo leer el sol bastante bien. No le harías ningún bien a ese hombre si te agotas del todo, ¿verdad?

—No —dijo, mientras pensaba: «Pero tú no comprendes. Si yo me duermo y vuelve Detta Walker…».

—Duerme, Eddie —insistió ella, y como Eddie estaba demasiado agotado (y demasiado enamorado) para no confiar en ella, se durmió. El durmió, ella lo despertó tal como había dicho, y seguía siendo Odetta, y siguieron el camino, y ahora ella impulsaba otra vez, y ayudaba. Avanzaron a toda velocidad por la playa, cada vez más pequeña, hacia la puerta que Eddie seguía buscando frenéticamente y seguía sin ver.

CUATRO

Cuando dejó a Odetta comiendo su primera comida en días y volvió junto al pistolero, Roland parecía estar un poco mejor.

—Agáchate —le dijo a Eddie.

Eddie se agachó.

—Déjame la cantimplora que está medio llena. Es lo único que necesito. Llévala hacia la puerta.

—¿Qué hago si no…?

—¿Si no la encuentras? La encontrarás. Las primeras dos estuvieron ahí; esta también va a estar. Si llegas ahí hoy, antes de que se ponga el sol, espera la oscuridad y caza doble. Tienes que dejarle comida a ella y asegurarte de que esté todo lo protegida que pueda estar. Si no llegas esta noche, caza triple. Ten.

Le alcanzó uno de los revólveres. Eddie lo tomó con respeto, sorprendido igual que antes por su peso.

—Pensé que los cartuchos eran todos inservibles.

—Probablemente lo sean. Pero lo cargué con los que me pareció que estaban menos mojados: tres del lado de la hebilla del cinto de la izquierda, tres del lado de la hebilla de la derecha. Alguno puede disparar. Dos, si tienes suerte. No los pruebes con los bichos. —Sus ojos consideraron brevemente a Eddie—. Puede haber otras cosas por ahí.

—Tú también lo oíste, ¿verdad?

—Si te refieres a algo que maullaba en las colinas, sí. Si te refieres al Hombre del Saco, como indican tus ojos, no. Oí un gato salvaje en los matorrales, eso es todo, tal vez con una voz cuatro veces más grande que el tamaño de su cuerpo. Podría no ser nada que no pudieras espantar con un palo. Pero hay que pensar en ella. Si llegara a volver su otra, tal vez tengas que…

—¡No voy a matarla, si es eso en lo que estás pensando!

—Tal vez tengas que herirla un poco. ¿Entiendes?

Eddie asintió con reticencia. De todas maneras los malditos cartuchos probablemente no iban a disparar, así que no tenía sentido preocuparse por eso ahora.

—Cuando llegues a la puerta, déjala. Déjala protegida lo mejor que puedas, y vuelve a mí con la silla.

—¿Y el revólver?

Los ojos del pistolero centellearon con tal fuerza que Eddie echó su cabeza hacia atrás, como si Roland le hubiera puesto en la cara una antorcha encendida.

—¡Dioses, sí! ¿Dejarla con un arma cargada, cuando su otra puede volver en cualquier momento? ¿Estás loco?

—Las balas…

—¡A la mierda las balas! —gritó el pistolero, y un inesperado amaine del viento se llevó sus palabras. Odetta volvió su cabeza, los miró durante un largo momento, y luego volvió a mirar hacia el mar—. ¡Con ella no lo dejarás!

Eddie mantuvo un tono de voz bajo por si el viento volvía a amainar.

—¿Y si algo bajara de los matorrales mientras yo estoy volviendo hacia aquí? ¿Algún Upo de gato cuatro veces más grande que su voz, en lugar de ser al revés? ¿Algo que no puedas espantar con un palo?

—Dale una pila de piedras —repuso el pistolero.

—¡Piedras! ¡Santo Dios! ¡Tío, eres un jodido de mierda!

—Estoy pensando —dijo el pistolero—. Algo que tú pareces incapaz de hacer. Te di el revólver para que pudieras protegerla de ese tipo de peligros en la mitad del viaje que debes hacer. ¿Te complacería que cogiera de nuevo el revólver? Tal vez así podrías morir por ella. ¿Eso te complacería? Muy romántico… solo que en ese caso, en lugar de ser solo ella, los tres caeríamos.

—Muy lógico. Sigues siendo un jodido de mierda, sin embargo.

—Ve o quédate. Deja de insultarme.

—Te olvidaste de algo —advirtió Eddie furioso.

—¿De qué?

—Te olvidaste de decirme que creciera. Es lo que Henry siempre me decía: «Oh, crece de una vez, niño».

El pistolero exhibió una sonrisa muy cansada y extrañamente hermosa.

—Yo creo que has crecido. ¿Te vas o te quedas?

—Me voy —dijo Eddie—. ¿Qué vas a comer? Ella devoró las sobras.

—El jodido de mierda ya encontrará la manera. El jodido de mierda ha encontrado la manera durante años.

Eddie miró hacia otro lado.

—Supongo… supongo que siento haberte dicho eso, Roland. Es que… —De pronto se echó a reír de un modo estridente—. Ha sido un día muy agotador.

Roland volvió a sonreír.

—Sí —asintió—. Sí lo ha sido.

CINCO

Ese día lograron el mayor avance de todo el trayecto, pero aún no había puerta a la vista cuando el sol comenzó a derramar sus trazos dorados a través del océano. Aunque ella le dijo que se sentía perfectamente capaz de seguir por otra media hora, él decidió parar y la ayudó a salir de la silla. La cargó hasta un trozo de terreno liso que parecía bastante blando, tomó los almohadones del respaldo de la silla y del asiento y los deslizó debajo de ella.

—Dios, qué bueno es estirarse un poco —suspiró—. Pero… —Su frente se nubló—. Sigo pensando en ese hombre de ahí atrás, Roland, completamente solo, y realmente no puedo disfrutar. Eddie, ¿quién es él? ¿Qué es él? —Y casi como una ocurrencia tardía, añadió—: ¿Y por qué grita tanto?

—Es solo su naturaleza, supongo —opinó Eddie, y abruptamente se alejó a juntar piedras. Roland solo gritaba de vez en cuando. Y ese día le había tocado: «¡A la mierda las balas!». Pero el resto obedecía a la falsa memoria: el tiempo en que ella creía haber sido Odetta.

Cazó triple, según las instrucciones del pistolero. Estaba tan concentrado en la última bestia, que escapó por un pelo de una cuarta, que se había acercado por su derecha. Vio cómo sus pinzas caían en el lugar que un momento antes había ocupado su pierna y su pie, y pensó en los dedos que le faltaban al pistolero.

Cocinó sobre un fuego de madera seca —al menos las colinas intrusivas y la vegetación creciente hacían más rápida y más fácil la búsqueda de buen combustible—, mientras la última luz del día se desvanecía en el cielo del oeste.

—¡Mira, Eddie! —gritó ella, y señaló arriba.

Él miró, y vio una sola estrella que resplandecía en el seno de la noche.

—¿No es hermoso?

—Sí —asintió él, y de pronto, sin razón alguna, sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Dónde había estado toda su puta vida? ¿Dónde había estado, qué había hecho, quién había estado con él mientras lo hacía, y por qué se sentía de pronto tan triste, tan lleno de mierda en grado abismal?

Ella tenía el rostro levantado y era terrible en su belleza, irrefutable en esta luz, pero la belleza era desconocida para su poseedora, quien solo miraba la estrella con los ojos muy abiertos y maravillados, y se reía suavemente.

—Estrella de la luz y de la claridad —dijo, y se detuvo. Lo miró a él—. ¿Lo sabes, Eddie?

—Sí. —Eddie mantenía la cabeza baja. Su voz sonaba bastante limpia, pero si levantaba la mirada, ella vería que estaba llorando.

—Entonces ayúdame. Pero tienes que mirar.

—Está bien.

Se limpió las lágrimas con la palma de una mano y levanto la mirada hacia la estrella junto con ella.

—Estrella, estrellita… —Ella lo miró, y él se sumó a su letanía.

La mano de ella se extendió, titubeante, y él se la aferró, el delicioso marrón del chocolate liviano la una, y el delicioso blanco del pecho de una paloma la otra.

—La primera que veo esta noche. —Hablaban al unísono con solemnidad, ahora, con esto, un muchacho y una chica, no el hombre y la mujer que serían más tarde, cuando la oscuridad fue completa y ella lo llamó para preguntarle si estaba dormido y él dijo que no y ella le preguntó si no la abrazaría porque hacía frío—. Concede un deseo, concédelo, te lo ruego…

Se miraron el uno al otro, y él vio que también a ella las lágrimas le corrían por las mejillas. Volvieron las suyas, y él las dejó caer ante la mirada de ella. No era una vergüenza, sino un alivio indecible.

Se sonrieron el uno al otro.

—Y ese deseo se hará realidad —dijo Eddie, y pensó: «Por favor, siempre tú».

—Y ese deseo se hará realidad —repitió ella, y pensó: «Si debo morir en este extraño lugar, por favor, que no sea muy duro, y que este buen muchacho esté conmigo».

—Lamento haber llorado —se disculpó ella, secándose los ojos—. No lo hago habitualmente, pero ha sido…

—Un día muy agotador —terminó él.

—Sí. Y tú necesitas comer, Eddie.

—Y tú también.

—Solo espero que no me haga enfermar otra vez.

El le sonrió.

—No creo.

SEIS

Más tarde, con extrañas galaxias que giraban sobre sus cabezas en lentas espirales ninguno creyó que el acto de amor hubiera sido alguna vez tan dulce, tan lleno.

SIETE

Al amanecer ya estaban en marcha y a toda velocidad, y hacia las nueve Eddie lamentó no haberle preguntado a Roland qué debía hacer si llegaban al lugar donde las colinas cortaban la playa y aún no había puerta a la vista.

Parecía una pregunta de cierta importancia, porque el final de la playa se acercaba efectivamente, de eso no había duda. Las colinas avanzaban cada vez más cerca y corrían en diagonal hacia el agua.

La playa misma ya no era en absoluto una playa, no realmente; ahora el suelo era firme y bastante suave. Algo —el uso, supuso él, o una inundación en alguna estación de lluvias (no había llovido desde que él estaba en este mundo, ni una gota; un par de veces el cielo se había nublado, pero luego las nubes habían volado)— había gastado las rocas que brotaban por el camino hasta hacerlas desaparecer.

A las nueve y media Odetta gritó:

—¡Para, Eddie! ¡Detente!

Él se detuvo tan abruptamente que ella tuvo que aferrarse a los brazos de la silla para no caer. En un instante él rodeó la silla y estuvo frente a ella.

—Perdona —se excusó—. ¿Estás bien?

—Bien. —Vio que había confundido angustia con excitación. Ella señaló—. ¡Allá! ¿Ves algo?

Entrecerró los ojos y no vio nada. Escudriñó. Por un instante pensó… no, seguramente era solo vapor caliente que brotaba del suelo.

—Creo que no —contestó, y sonrió—. Salvo, tal vez, tu deseo.

—¡Yo creo ver algo! —Volvió hacia él su cara excitada y sonriente—. ¡Ahí, de pie! Cerca de donde termina la playa.

Él volvió a mirar; escudriñó con tal intensidad que sus ojos lagrimearon. Otra vez creyó por un solo momento que había visto algo. «Lo hiciste —pensó, y sonrió—. Has visto su deseo».

—Tal vez —dijo, no porque él lo creyera, sino porque lo creía ella.

—¡Vamos!

Eddie volvió a colocarse detrás de la silla y se tomó un momento para masajearse la parte baja de la espalda, donde se había instalado un dolor constante. Ella miró hacia atrás.

—¿Qué estás esperando?

—Realmente crees haberla visto, ¿verdad?

—¡Sí!

—Bueno, ¡entonces vamos!

Eddie comenzó a empujar otra vez.

OCHO

Media hora más tarde él también la vio. «Dios —pensó—, tiene una vista tan buena como la de Roland. Tal vez mejor».

Ninguno de los dos deseaba detenerse para almorzar, pero tenían que comer. Hicieron una comida rápida y luego se pusieron en marcha otra vez. La marea comenzaba a subir, y Eddie miró hacia la derecha —el oeste— con preocupación creciente. Aún estaban muy por encima de la línea ondulada de algas y malezas marinas que marcaba la marea alta, pero pensó que para cuando llegaran a la puerta se encontrarían en un incómodo ángulo estrecho limitado por el mar aun lado y las colinas en declinación por el otro. Ahora podía ver esas colinas con toda claridad. Era una visión que no tenía nada de placentero. Eran rocosas y salpicadas por unos árboles bajos que enroscaban sus raíces en la tierra como si fueran nudillos artríticos, y unos arbustos de aspecto espinoso. No eran verdaderamente escarpadas, pero demasiado escarpadas para una silla de ruedas. Tal vez pudiera cargarla en brazos durante un trecho; de hecho se vería forzado a hacerlo, pero no le gustaba la idea de dejarla ahí.

Por primera vez oía insectos. El sonido era parecido al que podrían hacer unos grillos pequeños, pero en un tono más agudo y sin sentido del ritmo, solo un monótono y constante riiiiiiiiii, como si fueran líneas de energía. Por primera vez veía otros pájaros además de las gaviotas. Algunos eran bastante grandes, y volaban en círculo con las alas rígidas, tierra adentro. «Halcones», pensó. De cuando en cuando los veía recoger las alas y precipitarse como piedras. Cazan. ¿Qué cazan? Bueno, pequeños animales. Eso estaba muy bien.

Sin embargo, él seguía pensando en ese maullido que había oído por la noche.

Hacia media tarde podían ver la tercera puerta con toda claridad. Igual que las otras dos, era algo imposible que se erguía rígido como un poste.

—Notable —oyó que ella decía suavemente—. Notable en grado sumo.

Estaba exactamente en el lugar en el que había comenzado a sospechar que estaría, en el ángulo que marcaba el final de cualquier avance sencillo hacia el norte. Se levantaba apenas por encima de la línea de la marea alta y a menos de nueve metros del lugar donde las colinas brotaban de la tierra como una mano gigante que, en lugar de pelo, estuviera cubierta de maleza verdegrisácea.

Cuando el sol comenzaba a desmayarse sobre el agua, la marea alcanzó su máxima altura; y cerca de las cuatro de la tarde (eso dijo Odetta, y como ella había dicho que era buena para leer el sol, y además era su amada, Eddie le creyó) llegaron a la puerta.

NUEVE

Simplemente la miraron, Odetta en su silla con las manos sobre su regazo, Eddie del lado del mar. En un sentido la miraban como habían mirado la estrella del crepúsculo la noche anterior —es decir, como miran las cosas los niños—, pero en otro la miraban de una manera diferente. Cuando habían pedido sus deseos a la estrella, habían sido niños llenos de alegría. Ahora parecían solemnes, llenos de preguntas, como niños que miran una rígida encarnación de algo que solo pertenecía a los cuentos de hadas.

Esta puerta tenía tres palabras escritas.

—¿Qué significa? —preguntó Odetta por fin.

—No lo sé —contestó Eddie, pero esas palabras le produjeron un escalofrío desesperanzado; sintió que un eclipse le cruzaba el corazón.

—¿No lo sabes? —le preguntó ella mirándolo más de cerca.

—No. Yo… —Tragó saliva—. No. —Ella lo miró un momento más.

—Empújame del otro lado, por favor. Quiero ver eso. Sé que quieres regresar a él, pero ¿harías eso por mí?

Lo haría.

Comenzaron a rodear la puerta por el lado de arriba.

—¡Espera! —gritó ella—. ¿Has visto eso?

—¿Qué?

—¡Vuelve! ¡Mira! ¡Observa!

Esta vez él miró la puerta en lugar de mirar adelante para guiar el camino. A medida que la iban rodeando, vio cómo se estrechaba en perspectiva, vio sus goznes, que parecían estar encajados en la nada absoluta, vio su espesor…

Y entonces desapareció.

El espesor de la puerta había desaparecido.

Su visión del agua debería haber estado interrumpida por ocho, tal vez incluso diez centímetros de madera sólida (la puerta parecía extraordinariamente voluminosa), pero no existía interrupción alguna.

La puerta había desaparecido.

Su sombra estaba ahí, pero la puerta había desaparecido.

Hizo rodar la silla medio metro hacia atrás, como para quedar justo al sur del lugar donde estaba la puerta, y ahí estaba el espesor.

—¿La ves? —preguntó ella con voz áspera.

—¡Sí! ¡Ahí está otra vez!

Hizo rodar la silla treinta centímetros hacia delante. La puerta aún estaba ahí. Otros quince centímetros. Aún ahí. Otros cinco centímetros. Aún ahí. Otros dos centímetros… y desapareció. Desapareció sólidamente.

—Jesús —susurró él—. Jesús del cielo.

—¿Se abrirá para ti? —preguntó ella—. ¿O para mí?

Eddie avanzó lentamente hacia delante y tomó el picaporte de la puerta que tenía las tres palabras escritas en la parte superior.

Probó en el sentido de las agujas del reloj; probó en el sentido contrario a las agujas del reloj.

El picaporte no se movió un ápice.

—Muy bien. —La voz de ella era tranquila, resignada—. Entonces es para él. Creo que ambos lo sabíamos. Ve a buscarlo, Eddie. Ahora.

—Antes tengo que ocuparme de ti.

—Yo voy a estar bien.

—No, no lo creo. Estás muy cerca de la línea de la marea alta. Si te dejo aquí, las langostas van a salir cuando caiga la noche y te van a com…

Arriba en las colinas, el gruñido ronco de un gato cortó repentinamente lo que estaba diciendo como un cuchillo que corta una cuerda fina. Se oyó a lo lejos, pero más cerca que el anterior.

Ella echó una mirada al revólver del pistolero metido en la cintura del pantalón de él, y luego otra vez a su cara. Él sintió que se sonrojaba y que empezaban a arderle las mejillas.

—Él te dijo que no me lo dieras, ¿verdad? —inquirió ella suavemente—. No quiere que yo lo tenga. Por alguna razón no quiere que yo lo tenga.

—Los cartuchos se mojaron —musitó él muy incómodo—. De todas maneras lo más probable es que no disparen.

—Comprendo. Súbeme un poco por la cuesta, ¿quieres, Eddie? Sé lo cansada que debe estar tu espalda; Andrew llama a eso el Achaque de la Silla de Ruedas, pero si me llevas un poco más arriba estaré a salvo de las langostas. Dudo que alguna otra cosa se acerque a donde están ellas.

Eddie pensó: «Cuando la marea está alta, es probable que tenga razón… pero ¿qué pasará cuando comience a bajar otra vez?».

—Dame algo de comer y algunas piedras —pidió ella, y su ignorado eco del pistolero hizo que Eddie se ruborizara otra vez.

Sentía las mejillas y la frente como los ladrillos de un horno.

Ella lo miró, sonrió débilmente, y sacudió la cabeza como si él hubiese hablado en voz alta.

—No tenemos tiempo de discutir acerca de esto. Vi cómo están las cosas con él. Tiene muy, muy poco tiempo. No hay tiempo para discusiones. Llévame un poco más arriba, dame algo de comida y unas piedras, luego vete con la silla.

DIEZ

La acomodó lo más rápido que pudo, luego sacó el revólver del pistolero y se lo tendió, con la culata hacia adelante. Pero ella negó con la cabeza.

—Él se pondrá furioso con los dos. Furioso contigo por dármelo, más furioso conmigo por cogerlo.

—¡Tonterías! —gritó Eddie—. ¿Qué te dio esa idea?

—Lo sé —afirmó ella, con voz impenetrable.

—Bueno, supongamos que es cierto. Solo supongámoslo. Yo voy a estar furioso contigo si no lo coges.

—Quédatelo. No me gustan las armas. No sé usarlas. Si algo se me acerca en la oscuridad, lo primero que voy a hacer es mojarme los calzones. La segunda cosa que haría es apuntar del lado equivocado y pegarme un tiro. —Hizo una pausa y miró a Eddie con solemnidad—. Y hay algo más, y no me importa decírtelo. No quiero tocar nada que le pertenezca. Nada. Yo creo que sus cosas podrían tener lo que mi madre llamaba mal de ojo. Me gusta pensar que soy una mujer moderna… pero no quiero conmigo ningún mal de ojo cuando tú te hayas ido y la oscuridad caiga sobre mí.

Él pasó la mirada del revólver a Odetta, y sus ojos aún cuestionaban.

—Quédatelo —insistió ella, terca como una maestra de escuela. Eddie lanzó una carcajada y obedeció.

—¿De qué te ríes?

—Porque al decir eso me has recordado a miss Hathaway. Era mi maestra de tercer curso.

Ella sonrió un poco y sus ojos luminosos nunca se despegaban de los suyos. Ella cantó suave, dulcemente: «Heavenly shades of night are falling… It's twilight time…».[6] Dejó la canción en el aire y ambos miraron hacia el oeste, pero la estrella a la que formularon sus deseos la noche anterior aún no había aparecido, aunque ya era muy largo el trazo de sombras.

—¿Hay algo más, Odetta? —Él sentía la necesidad de postergar y postergar. Pensó que esto pasaría en cuanto se pusiera efectivamente en marcha, pero ahora parecía muy fuerte la necesidad de echar mano a cualquier excusa para poder quedarse.

—Un beso. No me vendría mal, si no te importa.

La besó largamente y, cuando sus labios ya no se tocaban, ella tomó su muñeca y lo miró con intensidad.

—Nunca antes había hecho el amor con un hombre blanco. No sé si esto es importante para ti o no. Ni siquiera sé si es importante para mí. Pero creí que debías saberlo.

Él lo consideró.

—No para mí —dijo—. En la oscuridad, creo que ambos éramos grises. Te amo, Odetta.

Ella puso una mano encima de la de él.

—Eres un hombre dulce y tal vez yo también te ame, aunque es muy pronto para que cualquiera de los dos…

En ese momento, como si le hubieran dado una señal, un gato salvaje gruñó en lo que el pistolero había llamado los matorrales. Aún se le oía a siete u ocho kilómetros de distancia, pero seguían siendo siete u ocho kilómetros más cerca que la última vez que lo habían oído, y se le oía grande.

Los dos giraron sus cabezas hacia el sonido. Eddie sintió cómo trataban de erizarse los pelos sobre su nuca. No terminaron de lograrlo. «Lo siento, pelos —pensó estúpidamente—. Creo que ahora tengo el cabello un poco largo».

El gruñido se elevó hasta convertirse en un chillido atormentado que sonó como el grito de algún ser que sufriera una muerte horrible (aunque tal vez no indicara más que un acoplamiento satisfactorio). Se mantuvo por un momento, casi insoportable, y luego comenzó a bajar, deslizándose a través de registros más y más bajos hasta que desapareció, o quedó enterrado bajo el grito incesante del viento. Esperaron que volviera, pero el grito no se repitió. Por lo que a Eddie concernía, eso no tenía importancia. Volvió a sacar el revólver de la cintura de su pantalón y se lo tendió.

—Tómalo y no discutas. Si tuvieras que usarlo, no va a servir para nada. Así funcionan siempre estas cosas, pero tómalo de todas maneras.

—¿Quieres que discutamos?

—Oh, puedes discutir. Puedes discutir todo lo que quieras.

Después de una mirada de consideración a los ojos avellanados de Eddie, ella sonrió algo cansadamente.

—No voy a discutir, creo. —Tomó el revólver—. Por favor vuelve cuanto antes.

—Eso haré. —La volvió a besar, rápidamente esta vez, y estuvo a punto de decirle que tuviera cuidado… pero ¿cuánto cuidado podía llegar a tener en la situación en la que estaba?

Se puso en marcha y bajó por la cuesta entre las sombras cada vez más profundas (las langostruosidades aún no habían salido, pero pronto aportarían su nocturna presencia), y volvió a mirar las palabras escritas sobre la puerta. El mismo escalofrío le trepó por la carne. Eran apropiadas esas palabras. Dios, eran muy apropiadas. Luego volvió a mirar hacia la cuesta. Por un momento no pudo verla, y luego vio algo que se movía. El marrón más liviano de una palma. Lo estaba saludando.

El la saludó a su vez, luego giró la silla de ruedas y comenzó a correr llevándola inclinada hacia sí, de manera que las ruedas delanteras, más pequeñas y delicadas, no tocaran el suelo. Corrió hacia el sur, de vuelta por el mismo camino que le había llevado hasta allí. Durante la primera media hora su sombra corrió junto con él, la sombra improbable de un gigante larguirucho pegado a las suelas de sus zapatillas y extendido largamente hacia el este. Entonces bajó el sol, su sombra desapareció, y las langostruosidades comenzaron a salir de las olas, dando tumbos.

Más o menos diez minutos después de haber oído el primero de sus gritos zumbones, levantó la mirada y vio la estrella del crepúsculo titilando tranquilamente contra el terciopelo azul oscuro del cielo.

«Heavenly shades of night are falling… It's twilight time…».

Que esté a salvo. Las piernas ya le dolían, sentía el aliento muy caliente y pesado en los pulmones, y aún quedaba un tercer viaje por hacer, esta vez con el pistolero como pasajero, y aunque calculaba que Roland debía pesar no menos de cincuenta kilos más que Odetta, y sabía que debía conservar sus fuerzas, de todas maneras Eddie siguió corriendo. Que esté a salvo, ese es mi deseo. Que mi amada esté a salvo.

Y, como un mal augurio, un gato salvaje aulló en algún lugar de los torturados barrancos que atravesaban las colinas… solo que este gato salvaje sonó grande como un león que ruge en una jungla africana.

Eddie corrió más rápido, empujando la silla desocupada frente a sí. Pronto el viento comenzó a producir un fino silbido fantasmal a través de los rayos de las ruedas delanteras, que, levantadas, giraban libremente.

ONCE

El pistolero oyó un agudo silbido ululante que se le aproximaba y se tensó por un momento. Luego oyó una respiración agitada y se relajó. Era Eddie. Lo supo aun sin abrir los ojos.

Cuando el sonido ululante se desvaneció y disminuyó la velocidad de los pasos, Roland abrió los ojos. Eddie estaba de pie junto a él, jadeando, mientras la transpiración le corría por los costados de su cara. Tenía la camisa pegada al pecho en una sola mancha oscura. No le quedaba ni un solo vestigio del aspecto de universitario sobre el que había insistido Jack Andolini. El pelo le colgaba sobre la frente. Se le habían abierto los pantalones en la entrepierna. Las medialunas púrpura azuladas debajo de sus ojos completaban el cuadro. Eddie Dean era un desastre.

—Lo logré —exclamó—. Aquí estoy. —Miró a su alrededor, y luego de nuevo al pistolero, como si no pudiera creerlo—. Dios Santo, realmente estoy aquí.

—Le has dado el revólver.

Eddie pensó que el pistolero tenía mal aspecto, tan malo como el que tenía antes de la primera ronda abreviada de Keflex, tal vez algo peor. El calor de la fiebre parecía emanar de él en ondas, y sabía que debería haber sentido lástima por él, pero por el momento todo lo que podía sentir era una furia loca.

—Me rompo el culo para volver aquí en tiempo récord y todo lo que puedes decir es «Le has dado el revólver». Gracias, tío. Quiero decir: yo esperaba alguna expresión de gratitud, pero esto es demasiado, la puta madre.

—Creo haber dicho la única cosa que importa.

—Bueno, ya que lo mencionas, se lo he dado —repuso Eddie. Se puso las manos en las caderas y miró malhumorado y con agresividad al pistolero—. Ahora puedes elegir. Puedes subirte a esta silla o yo puedo plegarla y metértela en el culo. ¿Cuál de las dos cosas prefieres, amo?

—Ninguna. —Roland sonreía un poco, la sonrisa de un hombre que no quiere sonreír, pero no puede evitarlo—. Primero vas a dormir un poco, Eddie. Veremos lo que hay que ver cuando llegue el momento de ver, pero por ahora necesitas dormir. Estás agotado.

—Quiero volver junto a ella.

—Yo también. Pero si no descansas te caerás de bruces en las huellas. Así de simple. Malo para ti, peor para mí, y lo peor de todo para ella.

Eddie se quedó parado un momento, indeciso.

—Hiciste un buen tiempo —concedió el pistolero. Escudriñó el sol—. Son las cuatro, tal vez las cuatro y cuarto. Duerme cinco, tal vez siete horas, y estará completamente oscuro…

—Cuatro. Cuatro horas.

—Muy bien. Hasta después de que anochezca; creo que eso es lo importante. Luego comes y después nos vamos.

—Tú también comes.

Esa débil sonrisa otra vez.

—Voy a intentarlo. —Miró a Eddie tranquilamente—. Ahora tu vida está en mis manos; supongo que lo sabes. —Sí.

—Te secuestré.

—Sí.

—¿Quieres matarme? Si es así, mátame ahora, antes de someter a cualquiera de los dos a… —Su aliento lanzó un silbido suave. Eddie oyó el traqueteo de su pecho y el sonido le importó muy poco—… mayores incomodidades —concluyó.

—No quiero matarte.

—Entonces… —Lo interrumpió un repentino acceso de tos ronca—… acuéstate —finalizó.

Eddie se acostó. El sueño no se dejó caer sobre él como hacía a veces, sino que lo aferró con las manos rudas de un amante torpe por la ansiedad. Oyó (o tal vez era solo un sueño) que Roland decía: «Pero no debiste haberle dado el revólver», y luego simplemente estuvo en la oscuridad durante un tiempo desconocido, y más tarde Roland lo sacudía para despertarlo; y cuando por fin logró incorporarse hasta quedar sentado, lo único que parecía haber en su cuerpo era dolor: dolor y peso. Sus músculos se habían convertido en cadenas y tornos oxidados en un edificio desierto. El primer esfuerzo que hizo para ponerse de pie no prosperó. Volvió a caer pesadamente sobre la arena. Lo logró al segundo intento, pero sintió como si fuera a tomarle no menos de veinte minutos realizar un acto tan simple como volverse. Y que además le dolería.

Tenía sobre sí los ojos de Roland, interrogantes.

—¿Estás listo?

Eddie asintió.

—Sí. ¿Y tú? —Sí.

—¿Puedes? —Sí.

Entonces comieron… y luego Eddie comenzó su tercer y último viaje por ese condenado tramo de playa.

DOCE

Esa noche avanzaron un buen tramo, pero de todas maneras Eddie se sintió algo decepcionado cuando el pistolero decidió parar. No se mostró en desacuerdo porque simplemente estaba demasiado agotado como para seguir adelante sin descansar, pero había tenido la esperanza de avanzar un poco más. El peso. Ese era el gran problema. Comparado con Odetta, empujar a Roland era como empujar una carga de barras de acero. Eddie durmió cuatro horas más antes del amanecer, se despertó cuando el sol salía sobre las colinas erosionadas que eran todo lo que quedaba de las montañas, y oyó que el pistolero tosía. Era una tos débil, llena de flemas, la tos de un viejo que puede estar a punto de pescar una neumonía. Sus ojos se encontraron. Los espasmos de tos de Roland se convirtieron en risa.

—Todavía no estoy acabado, Eddie, por muy mal que suene. ¿Y tú?

Eddie pensó en los ojos de Odetta y negó con la cabeza.

—No estoy acabado, pero me vendría bien una hamburguesa con queso y una Bud.

¿Bud?[7] —dijo el pistolero, pensativo, y recordó los manzanos y las flores de la primavera en los Jardines Reales de la Corte.

—No importa. Sube, colega. No tiene cuatro velocidades con palanca, ni freno hidráulico, pero andaremos unos cuantos kilómetros.

Y eso hicieron, aunque el sol se puso al segundo día después de haber dejado a Odetta, y solo seguían cerca del lugar donde estaba la tercera puerta. Eddie se tendió, con intenciones de hacer una pausa por otras cuatro horas, pero el aullido de uno de esos gatos lo sacó sobresaltado del sueño después de solo dos horas, con el corazón golpeándole en el pecho con fuerza. Dios, la cosa sonaba enorme, joder.

Vio al pistolero incorporado sobre un codo, con los ojos resplandeciendo en la oscuridad.

—¿Estás listo? —preguntó Eddie. Lentamente se puso de pie, con una sonrisa de dolor.

—¿Y tú? —preguntó Roland, muy suavemente.

Eddie torció su espalda y produjo una serie de crujidos, como una tira de pequeños petardos.

—Sí. Pero de veras daría cualquier cosa por esa hamburguesa con queso.

—Pensé que lo que querías era pollo.

Eddie lanzó un gemido.

—Dame un respiro, tío.

Para cuando el sol salió detrás de las colinas, la tercera puerta se veía con toda claridad. Dos horas más tarde, llegaron.

«Todos juntos otra vez», pensó Eddie, listo para dejarse caer en la arena.

Pero aparentemente no era así. No había señales de Odetta Holmes. Ninguna señal en absoluto.

TRECE

—¡Odetta! —gritó Eddie, y ahora su voz estaba ronca y quebrada como había estado la voz de la otra Odetta.

Ni siquiera un eco le respondió, algo que al menos hubiera podido confundirse con la voz de Odetta. En esas colinas bajas y erosionadas no rebotaba el sonido. Solo se oía el estallido de las olas, mucho más fuerte en este trozo de tierra en forma de flecha, la explosión rítmica y hueca de la espuma que estallaba al final de algún túnel abierto en la roca, y el silbido permanente del viento.

—¡Odetta!

Esta vez gritó tan fuerte que su voz se quebró y algo agudo, como una espina de pescado, le rasgó por un momento las cuerdas vocales. Sus ojos recorrieron las colinas frenéticamente; buscaba el retazo de marrón más claro que sería su mano, buscaba el movimiento que haría ella al levantarse… buscaba (Dios lo perdone) manchas claras de sangre sobre las rocas de color marrón rojizo.

Se encontró preguntándose qué haría de hallar esto último, o si encontrara el revólver con profundas marcas de dientes en la lina madera de sándalo de su empuñadura. La visión de algo como eso podía llevarlo a la histeria, podía incluso volverlo loco, pero de todas formas lo siguió buscando, eso o cualquier otra cosa.

Sus ojos no veían nada; sus oídos no le traían ni el más leve grito de retorno.

El pistolero, mientras tanto, había estado estudiando la tercera puerta. El había esperado una sola palabra, la palabra que usó el Hombre de Negro cuando volvió la sexta carta del Tarot en ese gólgota polvoriento donde mantuvieron consejo. Muerte —había dicho Walter—, pero no para ti, pistolero.

Sobre esa puerta no había una sola palabra sino tres… y ninguna de las tres era MUERTE.

Las leyó otra vez, moviendo silenciosamente los labios: EL QUE EMPUJA.

«Sin embargo, significa muerte», pensó Roland, y sabía que era así.

Lo que le hizo mirar alrededor fue el sonido de la voz de Eddie, que se alejaba. Eddie había comenzado a trepar por la primera elevación, aún gritando el nombre de Odetta.

Por un momento, Roland consideró la posibilidad de dejarlo ir.

Podría encontrarla, incluso podría encontrarla con vida, no demasiado malherida, y aún ella misma. Supuso incluso que los dos podrían hacer algún tipo de vida juntos aquí, y que el amor de Eddie por Odetta y el de ella por él tal vez podría suavizar la sombra de la noche que se hacía llamar Detta Walker. Sí, entre los dos supuso que podrían estrujar a Detta hasta la muerte. A su áspera manera, él era un romántico… y aún era bastante realista como para saber que algunas veces el amor efectivamente podía conquistarlo todo. ¿Y en cuanto a él? Aun cuando pudiera conseguir del mundo de Eddie las drogas que casi lo habían curado la vez anterior, ¿podrían curarlo esta vez, o al menos comenzar a curarlo? Ahora estaba muy enfermo, y empezó a preguntarse si las cosas no habrían ido demasiado lejos. Le dolían los brazos y las piernas, la cabeza le latía con fuerza, su pecho estaba pesado y lleno de flemas. Cuando tosía sentía un doloroso chirrido en el costado izquierdo como si tuviera alguna costilla rota ahí. Su oreja izquierda le ardía. «Quizá —pensó—, había llegado el tiempo de terminar; simplemente abandonar».

Ante esto, todo en él se levantó en protesta.

—¡Eddie! —gritó, y no hubo toses ahora. Su voz sonó profunda y poderosa.

Eddie se volvió, con un pie sobre la tierra fresca, y el otro apoyado sobre un pedazo de roca sobresaliente.

—Vete —dijo, e hizo un curioso ademán giratorio con la mano, un ademán que indicaba que quería librarse del pistolero para poder ocuparse del verdadero asunto, el asunto importante, el asunto de encontrar a Odetta y rescatarla, si un rescate fuera necesario—. Está todo bien. Ve y cruza y consigue lo que necesitas. Cuando vuelvas, los dos estaremos aquí.

—Eso lo dudo.

—Tengo que encontrarla. —Eddie miró a Roland y su mirada era muy joven y completamente indefensa—. Quiero decir: realmente tengo que encontrarla.

—Comprendo tu amor y tu necesidad —repuso el pistolero—, pero esta vez quiero que vengas conmigo, Eddie.

Eddie se quedó mirándolo durante un rato largo, como si tratara de dar crédito a lo que oía.

—Que vaya contigo —dijo por fin, perplejo—. ¡Que vaya contigo! Dios Santo, creo que ahora realmente lo he oído todo. Pero lo que se dice absolutamente todo. La última vez estuviste tan decidido a que yo me quedara que te arriesgaste a que te cortara el cuello. Esta vez quieres arriesgarte a que algo le rasgue el cuello a ella.

—Eso puede haber sucedido ya —opinó Roland, aunque sabía que no era así. La Dama podía estar herida, pero él sabía que no estaba muerta.

Desgraciadamente, Eddie también lo sabía. Una semana o diez días sin su droga le había agudizado notablemente la mente. Señaló hacia la puerta.

—Sabes que no está muerta. Si lo estuviera, esa cosa habría desaparecido. A menos que mintieras cuando dijiste que no serviría para nada si no estuviéramos los tres.

Eddie trató de volver hacia la pendiente, pero los ojos de Roland lo mantenían sujeto.

—Muy bien —concedió el pistolero. Su voz era casi tan suave como cuando hablaba a través de la cara odiosa y la voz aullante de Detta a la mujer atrapada detrás en alguna parte. —Está viva. Si es así, ¿por qué no responde a tus llamadas?

—Bueno… uno de esos gatos pudo habérsela llevado. —Pero la voz de Eddie sonaba débil.

—Un gato la habría matado, habría comido lo que quería y dejado el resto. A lo sumo, pudo haber arrastrado su cuerpo a la sombra para volver esta noche y comer la carne que tal vez el sol no hubiera echado a perder todavía. Pero si ese fuera el caso la puerta habría desaparecido. Los gatos no son como ciertos insectos, que paralizan a su presa y se la llevan para comérsela luego, y tú lo sabes.

—Eso no es necesariamente cierto —discrepó Eddie. Por un momento oyó a Odetta cuando decía: «Debiste haber estado en el equipo de debates, Eddie», e hizo a un lado el pensamiento—. Es posible que un gato viniera por ella y ella tratara de dispararle, pero el primer par de balas no funcionaran. Mierda, las primeras cuatro o cinco, tal vez. El gato se le acerca, la hiere bastante, y un minuto antes de que pueda matarla… ¡BANG! —Eddie pegó un puño contra su palma, lo veía todo con tal claridad que parecía haberlo presenciado—. La bala mata al gato, o tal vez solo lo hiere, o tal vez solo lo espanta. ¿Qué te parece eso?

—Habríamos oído un disparo —apuntó suavemente Roland.

Por un momento Eddie solo pudo quedarse ahí parado, mudo, incapaz de pensar en alguna réplica. Por supuesto lo habrían oído. La primera vez que habían oído maullar a uno de esos gatos había sido a veinticinco, tal vez treinta kilómetros de distancia. Un disparo de revólver…

Miró a Roland con súbita astucia.

—Tal vez tú lo oíste —argüyó—. Tal vez tú oíste el disparo mientras yo dormía.

—Te habría despertado.

—No con lo cansado que estoy, hombre. Me quedo dormido y es como…

—Como estar muerto —concluyó el pistolero con el mismo tono suave—. Conozco la sensación.

—Entonces comprendes…

—Pero no es estar muerto. Anoche estabas dormido de esa forma, pero cuando uno de esos gatos chilló te despertaste y te pusiste en pie en cuestión de segundos. A causa de tu preocupación por ella. No hubo disparo alguno, Eddie, y lo sabes. Lo habrías oído. A causa de tu preocupación por ella.

—¡Entonces tal vez ella le dio con una roca! —gritó Eddie—. ¿Cómo coño voy a saberlo si estoy aquí discutiendo contigo en lugar de ir a verificar las posibilidades? Quiero decir: ¡ella podría estar herida, tendida por ahí en alguna parte, tío! ¡Herida o desangrándose hasta morir! ¿Qué te parecería si yo franqueara esa puerta contigo y ella muriera mientras estamos del otro lado? ¿Qué te parecería mirar una vez hacia atrás y ver la puerta ahí, y luego mirar hacia atrás por segunda vez y ver que ya no está, tal como si nunca hubiera estado porque ella ya no está? ¡Entonces estarías atrapado en mi mundo en lugar de ser al revés! —Se quedó ahí, jadeando y mirando fijamente al pistolero, con los puños apretados.

Roland sintió una cansada exasperación. Alguien —pudo haber sido Cort, pero más bien creía que era su padre— tenía un dicho: «Es más fácil beberse el océano con una cuchara que discutir con un enamorado». Si acaso fuera necesaria alguna prueba para ese dicho, ahí estaba de pie frente a él, en una postura que era todo desafío y defensa. «Vamos —parecía decir la actitud de su cuerpo—. Vamos, puedo responder cualquier pregunta que me arrojes a la cara».

—Pudo no haber sido un gato lo que la encontró —decía ahora—. Este podrá ser tu mundo, pero tú no crees haber estado en esta parte más de lo que yo estuve alguna vez en Borneo. Tú no sabes las cosas que pueden bajar de esas colinas, ¿verdad? Pudo haberla agarrado un mono, o algo por el estilo.

—Algo la agarró, estoy de acuerdo —concedió el pistolero.

—Bueno agradezco al cielo que la enfermedad no te haya dejado completamente fuera de tus…

—Y ambos sabemos lo que fue. Detta Walker. Eso es lo que la agarró. Detta Walker.

Eddie abrió la boca, pero por un corto tiempo —segundos, nada más, pero los suficientes como para que ambos reconocieran la verdad—; la inexorable cara del pistolero silenció todos sus argumentos.

CATORCE

—No tiene por qué ser eso.

—Acércate un poco. Si vamos a hablar, hablemos. Cada vez que tengo que gritarte por encima de las olas se me desgarra la garganta un poco más. En todo caso así es como se siente.

—Qué ojos tan grandes tienes, abuelita —dijo Eddie, sin moverse.

—¿De qué estás hablando?

—Es un cuento infantil. —Eddie descendió sin embargo un corto trecho por la cuesta… cuatro metros, no más—. Y un cuento de hadas es lo que tú piensas, si crees que puedes engatusarme para que me acerque lo suficiente a esa silla de ruedas.

—¿Qué te acerques lo suficiente para qué? No comprendo —inquirió Roland, a pesar de que comprendía perfectamente.

Como a unos ciento cincuenta metros por encima de ellos y tal vez a un buen medio kilómetro hacia el este, un par de ojos oscuros —ojos tan llenos de inteligencia como carentes de caridad humana— observaban atentamente este cuadro. Era imposible saber lo que estaban diciendo; el viento, las olas y el estallido hueco de la espuma cavando su túnel subterráneo se ocupaban de eso, pero Detta no necesitaba oír lo que decían para saber de qué hablaban. No necesitaba un telescopio para ver que el Hombre Malo de Verdad ahora era también el Hombre Enfermo de Verdad, y es posible que el Hombre Malo de Verdad quisiera pasar algunos días o incluso algunas semanas torturando a una mujer Negra sin piernas (tal como estaban las cosas allí, no era fácil encontrar con qué entretenerse), pero ella creía que el Hombre Enfermo de Verdad solo quería una cosa, que era sacar su culo de pan blanco cuanto antes de allí. Simplemente usar esa puerta mágica para largarse de allí. Pero antes, él no había sacado ningún culo de ninguna parte. Antes, él no había sacado nada de ninguna parte. Antes, el Hombre Malo de Verdad no estuvo en ninguna parte más que en la propia cabeza de ella. Ella todavía no quería pensar cómo había sido eso, cómo lo había sentido, con qué facilidad él había pasado por encima de todos sus esfuerzos para sacárselo de encima, para sacarlo fuera, para volver a tomar el control sobre sí misma. Eso fue terrible. Espantoso. Y lo que lo hacía peor era su falta de entendimiento. ¿Cuál era, exactamente, la verdadera fuente de su terror? Ya le atemorizaba bastante el hecho de que no fuera la invasión en sí misma. Sabía que podía llegar a comprenderlo si lo analizaba con el debido cuidado, pero no quería hacer eso. Un examen como ese podía llevarla a un lugar como el que los marineros temían en los días de la antigüedad, un lugar que era ni más ni menos que el borde del mundo, un lugar que los cartógrafos habían marcado con la leyenda AQUÍ HAY SERPIENTES. La cosa escondida con respecto a la invasión del Hombre Malo de Verdad era la sensación de familiaridad que traía consigo, como si esa cosa asombrosa hubiera sucedido antes, no una sino muchas veces. Pero, asustada o no, ella había negado el pánico. Incluso en su pelea había observado, y recordaba haber mirado por esa puerta mientras el pistolero usaba las manos de ella para hacer girar la silla en esa dirección. Recordaba haber visto el cuerpo del Hombre Malo de Verdad tendido sobre la arena y Eddie de rodillas sobre él, con un cuchillo en la mano.

¡Si Eddie hubiese clavado ese cuchillo en la garganta del Hombre Malo de Verdad! ¡Mejor que la matanza de un cerdo! ¡Muchísimo mejor!

No lo hizo, pero ella había visto el cuerpo del Hombre Malo de Verdad. Respiraba, pero era solo un cuerpo, casi un cadáver; era solo una cosa sin valor, como un viejo saco de estopa que algún idiota hubiera rellenado de cáscaras y malezas.

La mente de Detta podía ser más fea que el culo de una rata, pero era aún más rápida y aguda que la de Eddie. Ese Hombre Malo de Verdá era ante un tipo con hormigas en el culo. Ya basta. El sabe quetoy acá arriba y no quiere nada más que lalgarse ante que yo baje abajo y me lo cague a tiros. El amiguito, en cambio, él tuavía etá balante fuerte, y tuavía no sa cansau de latimarme. Quere vení acá arriba y cazarme po muy muí questé e Hombre Malo de Verdá. Siguro. Él piensa que una puta negra sin pielnas no basta para una gran polla como la mía. No quero corré. No quero cazá a esa negra tullida. Le do un palazo o dos, tonce podemosir como tú queres. Eso piensa él, etá bien. Etá muy bien, pichagris. Te crees que puedes tomar a Detta Walker, ven acarriba, a etos Drawers a probá. ¡Vassavé que cuando etá follando conmigo etá follando con la mejó, bolsa de miel! Vassavé

Pero algo la sacó de golpe de la carrera de ratas de sus pensamientos. Un sonido que le llegó con toda claridad por encima del viento y la espuma: el pesado chasquido de un disparo de pistola.

QUINCE

—Creo que comprendes más de lo que dejas traslucir —dijo Eddie—. Mucho más, la tira. Te gustaría que yo me acercara a una distancia en la que pudieras agarrarme, eso es lo que creo. —Sacudió la cabeza en dirección a la puerta sin quitar los ojos de la cara de Roland. Sin saber que no muy lejos de ahí alguien estaba pensando exactamente lo mismo, agregó—: Sé que estás enfermo, muy bien, pero podría ser que estuvieras simulando estar mucho más débil de lo que realmente estás. Podría ser que estuvieras exagerando, solo un poquito.

—Podría ser —asintió Roland, sin sonreír, y agregó—: Pero no es así.

Sin embargo estaba haciéndolo… un poquito.

—Unos pasos más no te harían ningún daño, ¿no es cierto? No voy a poder gritar mucho tiempo más. —La última sílaba pareció el croar de una rana, como para probar su argumento—. Y necesito hacerte reflexionar sobre lo que estás haciendo… o lo que planeas hacer. Si pudiera persuadirte de que vengas conmigo, tal vez pueda por lo menos ponerte en guardia… otra vez.

—Por tu preciosa Torre —se burló Eddie, pero aun así se deslizó la mitad del camino que había trepado antes por la cuesta, mientras sus zapatillas andrajosas levantaban tontas nubecitas de polvo marrón.

—Por mi preciosa Torre y por tu preciosa salud —jaleó el pistolero—. Para no hablar de tu preciosa vida.

Sacó el revólver que le quedaba del estuche izquierdo y lo miró con una expresión al mismo tiempo triste y extraña.

—Si crees que puedes asustarme con eso…

—No. Sabes que no puedo dispararte, Eddie. Pero sí creo que necesitas una lección objetiva acerca de cómo han cambiado las cosas. De hasta qué punto las cosas han cambiado.

Roland levantó el revólver, apuntándolo no hacia Eddie sino hacia el rumoroso océano vacío, y accionó el percutor. Eddie se hizo de acero contra el pesado estampido del revólver.

Nada de eso. Solo un sordo clic.

Roland volvió el percutor a su lugar. El tambor giró. Apretó el gatillo, y otra vez no hubo nada más que un sordo clic.

—No importa —dijo Eddie—. De donde yo vengo, el Departamento de Defensa te habría contratado después del primer tiro en falso. Ya podrías dej…

Pero el pesado KA-BOOM del revólver cortó el final de la palabra con la misma nitidez con la que Roland cortaba ramitas de los árboles como un ejercicio de tiro en sus tiempos de aprendiz. Eddie saltó. El disparo silenció momentáneamente el constante riiiii de los insectos en las colinas. Solo después de que Roland dejara el revólver sobre su regazo comenzaron lenta, cautelosamente, a levantar su tonada otra vez.

—¿Y eso qué mierda prueba?

—Supongo que todo depende de aquello que escuchas, y aquello que te niegas a oír —explicó Roland con un dejo ligeramente afilado—. Lo que se supone que prueba es que no todos los cartuchos son inútiles. Además, sugiere que algunos, tal vez incluso todos los cartuchos del revólver que le diste a Odetta pueden servir.

—¡Tonterías! —Eddie hizo una pausa—. ¿Por qué?

—Porque las balas con que cargué el revólver que acabo de disparar son las que estaban en la parte de atrás de los cintos. En otras palabras, las balas que se llevaron la peor parte en cuanto a la mojadura. Lo hice solo para pasar el tiempo cuando tú te fuiste. No es que lleve tanto tiempo cargar un revólver, ni siquiera cuando solo se tiene un par de dedos, ¿comprendes? —Roland se rió un poco, y la risa se convirtió en un acceso de tos que él amortiguó con un puño. Cuando la tos se hubo apaciguado continuó—: Pero después de disparar con cartuchos mojados hay que abrir la máquina y limpiar la máquina. «Hay que abrir la máquina y limpiar la máquina, larva», fue lo primero que Cort, nuestro instructor, nos hizo aprender a fuerza de repetirlo una y otra vez. Yo no sabía cuánto tiempo me tomaría abrir mi revólver, limpiarlo y volver a ensamblarlo con solo una mano y media, pero pensé que si pretendía seguir viviendo, y eso es lo que pretendo, Eddie, te lo aseguro, era mejor que lo averiguara. Tenía que averiguarlo y luego aprender a hacerlo más rápido, ¿no te parece? ¡Acércate un poco, Eddie! ¡Acércate un poco por la gloria de tu padre!

—Para verte mejor, criatura —añadió Eddie. Pero se acercó un par de pasos a Roland. Solo un par.

—Cuando sonó el primer tiro al apretar el gatillo casi me cago encima —explicó el pistolero. Volvió a reírse. Con cierta conmoción, Eddie se dio cuenta de que el pistolero había llegado al borde del delirio—. Era la primera bala, pero créeme si te digo que era lo último que yo esperaba.

Eddie trató de determinar si el pistolero mentía, si mentía acerca del arma, y si mentía también acerca de su condición. El tipo estaba enfermo, eso sí. Pero ¿estaba tan enfermo, realmente? Eddie no lo sabía. Si Roland estaba fingiendo, lo hacía muy bien; en cuanto a las armas, Eddie no tenía manera de saberlo porque no tenía experiencia en la materia. Había disparado una pistola tal vez tres veces en toda su vida antes de encontrarse súbitamente en medio de un tiroteo en la oficina de Balazar. Henry podría haberlo sabido, pero Henry estaba muerto, hecho que todavía le dolía sorprendentemente cada vez que lo recordaba.

—Ninguna de las otras se disparó —dijo el pistolero—, así que limpié la máquina, volví a cargarla y disparé otra vez hasta vaciar la cámara. Esta vez usé balas que estaban un poco más lejos, más cerca de la hebilla. Balas que debieron mojarse menos. Las cargas que usamos para matar nuestra comida, las cargas secas, eran las que estaban al lado de las hebillas.

Hizo una pausa para toser en su mano, y continuó:

—En la segunda ronda di con dos balas útiles. Volví a abrir el revólver, volví a limpiarlo, y luego lo cargué por tercera vez. Acabas de verme accionar el gatillo sobre las tres primeras cámaras de esa tercera vuelta. —Sonrió débilmente—. Ya sabes, después de los dos primeros clics pensé que sería mi mala suerte, la de haber llenado el tambor únicamente con balas mojadas. Eso no hubiera sido muy convincente, ¿verdad? ¿Puedes venir un poco más cerca, Eddie?

—No muy convincente en absoluto —opinó Eddie—, y creo que estoy todo lo cerca que pienso llegar, gracias. ¿Cuál es el aprendizaje que se supone debo sacar de todo esto, Roland?

Roland lo miró como uno podría mirar a un imbécil.

—Yo no te traje aquí para morir, ¿te das cuenta? No traje a ninguno de los dos aquí para morir. Grandes dioses, Eddie, ¿dónde tienes el cerebro? ¡Ella carga hierro vivo! —Sus ojos miraron a Eddie con cuidado—. Ella está en esas colinas en alguna parte. Tal vez tú crees que puedes rastrearla, pero no tendrás mucha suerte si el terreno es tan rocoso como se ve desde aquí. Ella está por ahí arriba, Eddie, no Odetta sino Detta, está por ahí con hierro vivo en la mano. Si yo te dejo y vas tras ella, te va a reventar las entrañas hasta dejártelas desparramadas sobre la tierra.

Tuvo otro espasmo de tos.

Eddie se quedó mirando al hombre que tosía en la silla de ruedas mientras las olas golpeaban y el viento soplaba, su idiota nota constante.

Por fin oyó su propia voz que decía:

—Pudiste haber reservado un cartucho que sabías que servía. No me hubiera extrañado de tu parte. —Y una vez dicho esto supo que era verdad: no le hubiera extrañado eso ni ninguna otra cosa por parte de Roland.

Su Torre.

Su maldita Torre.

¡Y la astucia de poner el cartucho seguro en el tercer tambor! Eso proporciona el debido toque de realidad. Era difícil no creerlo.

—En mi mundo tenemos un dicho —señaló Eddie—: «Ese tipo podría venderle una nevera a los esquimales». Ese es el dicho.

—¿Qué significa?

—Significa «vete a moler arena».

El pistolero lo miró durante un largo rato y luego asintió.

—Entonces quieres quedarte. Muy bien. Detta está más a salvo de… de cualquier forma de vida salvaje que pudiera haber por aquí… más a salvo de lo que habría estado como Odetta, y tú estarías más seguro si te mantuvieras alejado de ella, al menos por el momento, pero ya veo cómo son las cosas. No me gusta, pero no tengo tiempo de discutir con un tonto.

—¿Eso significa —preguntó Eddie amablemente— que nunca nadie trató de discutir contigo el tema de esa Torre Oscura que estás determinado a alcanzar?

Roland sonrió cansadamente.

—Para serte franco muchos lo intentaron. Supongo que por eso puedo reconocer que no te moverás. Un tonto reconoce a otro. En todo caso, estoy demasiado débil para poder atraparte, tú estás obviamente demasiado asustado como para que yo pueda engatusarte para que te acerques lo suficiente y pueda aferrarte. Ya no me queda tiempo para discutir. Lo único que puedo hacer es ir y rogar que todo salga bien. Antes de irme voy a decírtelo una última vez,