UNO
«Debes mantenerte en guardia», había dicho el pistolero, y Eddie se había mostrado de acuerdo, pero el pistolero sabía que Eddie ignoraba de qué estaba hablando; toda la mitad posterior de la mente de Eddie, donde está o no está la supervivencia, no recibió el mensaje. Esto lo vio el pistolero. Fue bueno para Eddie que lo viera.
DOS
En la mitad de la noche, los ojos de Detta Walker se abrieron de golpe. Estaban llenos de la luz de las estrellas y de clara inteligencia.
Recordaba todo: cómo había luchado, cómo la habían atado a su silla, cómo se habían burlado de ella llamándola «negra hija de puta, negra hija de puta».
Recordó los monstruos que salieron de las olas y recordó cómo uno de los hombres, el mayor, había matado a uno de ellos. El joven había armado un fuego y lo había cocinado, y luego le había ofrecido sonriendo carne de monstruo humeante pinchada en un palo. Recordó haberle escupido a la cara, recordó cómo su sonrisa se había convertido en una mueca de blanco furioso. Le había pegado en la cara y le había dicho: «Bueno, muy bien, ya vendrás, negra hija de puta. Solo es cuestión de esperar». Luego él y el Hombre Malo de Verdad se habían reído y el Hombre Malo de Verdad había sacado un jamón, había escupido en él y lo había cocinado lentamente sobre el fuego en la playa de este extraño lugar al que la habían traído.
El olor de la carne que se cocinaba lentamente era seductor, pero ella se había contenido. Incluso cuando el más joven hizo ondular un trozo cerca de su cara cantando: «Muérdelo, negra hija de puta, vamos, muérdelo», ella se había quedado sentada como una piedra, reprimida.
Luego se había dormido, y ahora estaba despierta, y las cuerdas con que la habían atado habían desaparecido. Ya no estaba en su silla sino tendida sobre una manta y debajo de otra, bastante lejos de la línea de la marea alta, donde esas cosas-langosta aún vagaban y preguntaban y atrapaban en el aire a esa infortunada gaviota solitaria.
Miró a la izquierda y no vio nada.
Miró a la derecha y vio a dos hombres dormidos, envueltos en dos pilas de mantas. El más joven estaba más cerca, y el Hombre Malo de Verdad se había quitado los cintos y los había dejado a su lado.
Las armas aún estaban dentro.
«Cometiste un grave error, mamón», pensó Detta, y giró a su derecha. El crujido pedregoso de su cuerpo sobre la arena resultaba inaudible bajo el viento, las olas, las criaturas preguntonas. Se arrastró lentamente por la arena (ella misma como una langostruosidad), con los ojos brillantes.
Llegó hasta donde estaban los cintos y sacó uno de los revólveres.
Era muy pesado, de culata muy suave y de algún modo mortal por sí mismo en su mano. El peso no le molestaba. Tenía brazos fuertes, Detta Walker los tenía.
Se arrastró un poco más.
El hombre más joven no era más que una piedra que roncaba, pero el Hombre Malo de Verdad se movió un poco en sueños y ella se quedó congelada con una mueca tatuada en su cara hasta que él dejó de moverse.
'sun cabrón hijeputa. Fíjate bien, Detta. Fíjate, tá sigura.
Encontró el pestillo de la recámara, trató de moverlo hacia delante, no lo logró, y entonces lo tiró hacia arriba. La recámara se abrió.
¡Cargado! ¡Ta basura tá cargada! Vassasé camina primero a ete cabronaso y ese Hombre Malo de Verdá se va despertó y tú le darás una gran sonrisa —sonríe tesorito así puedo ver dónde estás— y luego vassa sacudile el reló, já.
Volvió a cerrar la recámara, comenzó a tirar del percutor… y luego esperó.
Cuando el viento levantó una ráfaga fuerte retiró el percutor del todo.
Detta apuntó el revólver de Roland a la sien de Eddie.
TRES
El pistolero observó todo esto con un ojo medio abierto. La fiebre había regresado, pero no muy alta todavía, no tan alta como para que tuviera que desconfiar de sí mismo. Así pues, esperó; ese ojo medio abierto era el dedo en el gatillo de su cuerpo, el cuerpo que siempre había sido su revólver cuando no había un revólver a mano.
Ella tiró del gatillo. Clic.
Por supuesto, clic.
Cuando él y Eddie regresaron con las cantimploras tras su conversación, Odetta Holmes estaba profundamente dormida en su silla, echada a un costado. Le prepararon una cama en la arena lo mejor que pudieron y la cargaron delicadamente desde su silla de ruedas hasta las mantas extendidas. Eddie había estado seguro de que se despertaría, pero Roland sabía que no.
Él mató, Eddie preparó el fuego, y comieron. Guardaron una porción para Odetta.
Luego habían hablado, y Eddie dijo algo que le pegó a Roland como el repentino estallido de un relámpago. Fue demasiado brillante y demasiado breve como para darle una comprensión total, pero vio mucho, del mismo modo en que se puede discernir el trazado de la tierra con el resplandor de un solo y afortunado relámpago.
Pudo habérselo dicho a Eddie entonces, pero no lo hizo. Comprendió que debía ser el Cort de Eddie, y cuando uno de los pupilos de Cort quedaba herido y sangrando por algún golpe inesperado, la respuesta de Cort siempre había sido la misma: «Un niño no comprende un martillo hasta que no se golpea el dedo contra el clavo. ¡Levántate y deja de lloriquear, gusano! ¡Has olvidado el rostro de tu padre!».
Así que Eddie se había quedado dormido, a pesar de que Roland le había dicho que debía mantenerse en guardia, y cuando Roland estuvo seguro de que ambos dormían (había tenido que esperar más tiempo por la Dama, que podía, creía él, ser artera), había vuelto a cargar sus armas con cartuchos usados, que se desató (eso le produjo una punzada de dolor), y las dejó luego al lado de Eddie.
Y esperó.
Una hora; dos; tres.
Al mediar la cuarta hora, cuando su cuerpo cansado y afiebrado pugnaba por dormirse, le pareció observar que la Dama despertaba y él mismo se despertó por completo.
La vio rodar sobre sí misma. Vio cómo convertía sus manos en zarpas y se impulsaba por la arena hasta donde estaban los cintos con las armas. La vio sacar una y acercarse a Eddie, hacer luego una pausa, con la cabeza inclinada, y las fosas nasales que se inflaban y se contraían: hacían algo más que oler el aire, lo degustaban.
Sí. Esta era la mujer que él había traído.
Cuando ella miró hacia el pistolero, él hizo más que fingir que dormía, porque ella hubiera percibido la simulación; se durmió. Cuando sintió que la mirada de ella se movía hacia otro lado se despertó y volvió a abrir ese solo ojo. Vio cómo ella comenzaba a levantar el revólver —lo hizo con menos esfuerzo del que había mostrado Eddie la primera vez que Roland lo vio hacer lo mismo— y apuntarlo hacia la cabeza de Eddie. Luego se detuvo, con la cara llena de inexpresable astucia.
En ese momento ella le recordó a Marten.
Ella jugueteó con el tambor del revólver; lo hizo mal al principio, luego lo abrió. Miró las cabezas de los cartuchos. Roland se puso tenso; primero esperó a ver si ella sabría que ya habían sido usados, después esperó a ver si ella volvería el revólver del revés para mirar el otro extremo del tambor, y ver que ahí solo había vacío en lugar de plomo (en un momento pensó cargar el revólver con cartuchos que hubieran fallado, pero solo fue por un momento; Cort les había enseñado que las armas en última instancia las carga el Viejo Pata Hendida, y un cartucho que falló una vez puede no fallar la segunda). Si ella hiciera eso, él saltaría al instante.
Pero ella volvió a meter el tambor del revólver, comenzó a mover el percutor… y luego volvió a detenerse. Esperaba el momento en que el viento enmascarara ese solo y suave clic.
Pensó: «Aquí hay otra. Dios, esta es mala y no tiene piernas, pero es una pistolera, tan seguro como que Eddie lo es».
Esperó junto con ella.
El viento levantó una ráfaga.
Ella terminó de amartillar el revólver y lo colocó a un centímetro de la sien de Eddie. Con una sonrisa que era en realidad una mueca macabra, apretó el gatillo.
Clic.
El esperó.
Ella disparó otra vez. Y otra vez. Y otra vez.
Clic-Clic-Clic.
—¡Cabrón! —aulló, y le dio la vuelta al revólver con gracia líquida.
Roland se encogió pero no saltó. Un niño no comprende un martillo hasta que no se golpea el dedo contra un clavo.
No importa, respondió inexorable la voz de Cort.
Eddie se removió. Y sus reflejos no eran malos; se movió con suficiente rapidez como para evitar que lo dejaran inconsciente o lo mataran. En lugar de caer sobre la vulnerable sien, la pesada culata del revólver le pegó en la mandíbula.
—Qué… ¡Joder!
—¡CABRÓN! ¡BLANCO CABRÓN! —chilló Detta, y Roland la vio alzar el revólver por segunda vez. Y a pesar de que ella no tenía piernas y Eddie se alejaba rodando, eso era todo lo que se atrevía a hacer. Si Eddie no había aprendido la lección ahora, nunca la aprendería. La próxima vez que el pistolero le dijera a Eddie que se mantuviera en guardia, Eddie lo haría, y además… la tipeja era rápida. No sería sabio en adelante seguir dependiendo de la rapidez de Eddie ni tampoco de las flaquezas de la Dama.
Se desencogió, voló por encima de Eddie y la volteó hacia atrás, terminando encima de ella.
—¿Queres guerra, cabrón? —le chilló ella, y simultáneamente refregó su entrepierna contra la ingle de él, y alzó el revólver que aún tenía en la mano por encima de la cabeza de él—. ¿Queres guerra? ¡Voy a darte lo que queres, siguro!
—¡Eddie! —gritó él otra vez. Ahora no solo gritaba sino que ordenaba. Por un momento Eddie se quedó ahí, acuclillado, con los ojos muy abiertos y la sangre que le manaba del mentón (ya había comenzado a hincharse), miraba fijamente con los ojos muy abiertos. «Muévete, ¿no puedes moverte? —pensó—. ¿O es que no quieres?». Su fuerza comenzaba a diluirse, y la próxima vez que ella le asestara otro de esos pesados culatazos iba a romperle el brazo… eso si lograba levantar el brazo a tiempo. Si no, le rompería la cabeza con él.
Entonces Eddie se movió. Atrapó el revólver en el movimiento hacia abajo y ella dio un chillido, se volvió hacia él, lo mordió como un vampiro, lo maldijo en un dialecto de albañil tan profundamente sureño que ni siquiera Eddie lo pudo comprender; para Roland fue como si la mujer hubiera comenzado inopinadamente a hablar en un idioma extranjero. Pero Eddie fue capaz de arrancarle el revólver de la mano, y una vez desaparecida la amenazante cachiporra, Roland pudo sujetarla.
Ni siquiera entonces ella abandonó; continuó retorciéndose, empujando y maldiciendo, mientras el sudor le cubría por entero el oscuro rostro.
Eddie se quedó mirando, abría y cerraba la boca como un pez. Se tocó tentativamente el mentón, hizo una mueca de dolor, retiró los dedos, los examinó, y también la sangre que había en ellos.
Ella aullaba que los mataría a los dos; ellos podían intentarlo y violarla, pero ella los mataría con el coño, ya verían, era una cueva terriblemente hija de puta toda llena de dientes alrededor de la entrada y si ellos querían intentarlo y explorar verían que era así.
—Qué mierda… —dijo Eddie estúpidamente.
—Un cinto —resopló roncamente hacia él el pistolero—. Tráelo. Voy a rodar con ella para que quede encima de mí, y tú le agarras los brazos y le atas las manos por detrás.
—¡No lo harás! ¡Jamás! —aulló Detta y contorsionó su cuerpo sin piernas con tal fuerza repentina que casi logra derribar a Roland. El sintió cómo ella trataba de subir lo que le quedaba de su muslo derecho una y otra vez, quería darle en las pelotas.
—Yo… yo… ella…
—¡Muévete, Dios maldiga el rostro de tu padre! —rugió Roland, y Eddie por fin se movió.
CUATRO
En el proceso de sujetarla, y atarla, dos veces estuvieron a punto de perder el control sobre ella. Pero por fin Eddie pudo aferrar sus muñecas con un nudo corredizo hecho con el cinto de Roland, cuando este —usando todas sus fuerzas— logró juntarlas detrás de ella mientras se echaba hacia atrás para escapar a sus violentas arremetidas para morderlo, como una mangosta se escapa de una serpiente; pudo evitar los mordiscos, pero antes de que Eddie hubiera terminado el pistolero quedó empapado con saliva), y luego Eddie la arrastró hacia afuera con la parte corta del nudo provisional. No quería lastimar a esta cosa que se revolvía, aullaba y maldecía. Era mucho más fea que las langostruosidades a causa de la mayor inteligencia que le daba forma, pero él sabía que también podía ser hermosa. No quería lastimar a la otra persona que el envase contenía por ahí dentro en alguna parte (como una paloma viva metida muy dentro de uno de los compartimientos secretos de la caja mágica de un mago).
Odetta Holmes estaba en algún lugar dentro de esta cosa chirriante y aullante.
CINCO
A pesar de que su última cabalgadura —una mula— había muerto hacía demasiado tiempo como para recordar, el pistolero aún conservaba un trozo de cuerda ronzal (que, a su vez, había sido antaño una elegante brida de pistolero). Lo usaron para atarla a su silla de ruedas, tal como ella se había imaginado (o falsamente recordado, lo que al final resultaba ser lo mismo, ¿no es verdad?). Luego se alejaron de ella.
De no ser por las rastreras cosas-langosta, Eddie habría ido hasta el agua a lavarse las manos.
—Me siento como si estuviera a punto de vomitar —dijo con un tono de voz que subió y bajó zigzagueando por toda la escala como si fuera la voz de un adolescente.
—¿Por qué no vais y os coméis la POLLA el uno al otro? —chilló la cosa que se revolvía en su silla de ruedas—. ¿Por qué no hacéis eso si le tenéis miedo al coño de una negra? ¡Venga! ¡Dale! ¿Por qué no os la chupáis el uno al otro? ¡Hacedlo ahora que podéis, porque Detta Walker vassalir deta silla y os va a cortá las velitas blancas y chiquititas y se las va a dar de comé a eso buitre rastrero de ahí!
—Esa es la mujer dentro de la que estuve. ¿Me crees ahora?
—Te creí antes —dijo Eddie—. Te lo dije.
—Creías que creías. Creías con la parte de arriba de tu mente. ¿Ahora lo crees con todo? ¿Lo crees hasta el fondo?
Eddie miró a la cosa que chillaba y se convulsionaba en su silla y luego miró hacia otro lado, muy blanco salvo por el tajo en su mentón, que aún sangraba un poco. Ese lado de su cara comenzaba a hincharse como un globo.
—Sí —asintió—. Joder, sí.
—Esa mujer es un monstruo.
Eddie comenzó a llorar.
El pistolero quiso consolarlo; no pudo cometer semejante sacrilegio (recordaba demasiado bien a Jake) y se alejó hacia la oscuridad con la fiebre nueva que le ardía y le dolía por dentro.
SEIS
Esa misma noche, mucho más temprano, mientras Odetta aún dormía, Eddie dijo que creía comprender tal vez lo que andaba mal en ella. Tal vez. El pistolero le preguntó a qué se refería.
—Podría ser una esquizofrénica.
Roland sacudió la cabeza. Eddie le explicó lo que entendía por esquizofrenia, retazos de películas tales como Las tres caras de Eva y diversos programas de televisión (generalmente seriales que él y Henry veían a menudo cuando estaban drogados). Roland había asentido. Sí. La enfermedad que Eddie describía parecía ser la correcta. Una mujer con dos caras: una luminosa, otra oscura. Una cara como la que el hombre de negro le había mostrado en la quinta carta del Tarot.
—¿Y ellos no saben (estos esquizofrénicos) que tienen a otro?
—No —contestó Eddie—. Pero… —Dejó la frase en el aire, mientras observaba a las langostruosidades arrastrarse y preguntar, preguntar y arrastrarse.
—Pero ¿qué?
—Yo no soy un psicoanalista —dijo Eddie—, así que no sé realmente…
—¿Un psicoanalista? ¿Qué es un psicoanalista?
Eddie se dio unos golpecitos en la sien.
—Un médico de la cabeza. Un médico de la mente. En realidad se llaman psiquiatras.
Roland asintió. Le gustaba más psicoanalista, porque la mente de la Dama era demasiado complicada, dos veces más complicada de lo necesario.
—Pero se me ocurre que casi siempre los esquizos saben que hay algo que anda mal —añadió Eddie—. Porque tienen como lagunas. Tal vez me equivoque, pero yo siempre pensé que eran dos personas que creen, cada una, tener amnesia parcial, por los espacios en blanco que aparecen en sus memorias cuando la otra personalidad toma el control. Ella… ella dice que lo recuerda todo. Realmente cree que lo recuerda todo.
—Creí que habías dicho que ella cree que nada de esto está sucediendo.
—Sí —dijo Eddie—, pero olvídate de eso por ahora. Lo que trato de decir es que, no importa lo que ella crea, lo que recuerda va directamente desde la sala de su casa, donde estaba en bata viendo las noticias de la medianoche, hasta aquí, sin ningún resquicio en absoluto. No tiene ninguna idea de que alguna otra persona tomó el control entre ese momento y cuando tú la agarraste en Macy's. Mierda, eso pudo haber sido al día siguiente, incluso semanas más tarde. Sé que aún era invierno porque la mayoría de los clientes en esa tienda andaba con abrigos…
El pistolero asintió. Las percepciones de Eddie comenzaban a agudizarse. Eso era bueno. Había pasado por alto las botas y las bufandas, los guantes que sobresalían de los bolsillos de los abrigos, pero de todas maneras era un comienzo.
—… pero por lo demás es imposible saber cuánto tiempo Odetta fue esa otra mujer porque ella misma no lo sabe. Creo que está en una situación en la que nunca antes estuvo, y su manera de proteger ambos lados es esta historia de que le dieron un golpe en la cabeza.
Roland asintió.
—Y los anillos. Ver esos anillos le produjo una conmoción. Ella intentó que no se notara, pero se notó igual.
—Si estas dos mujeres no saben que conviven en el mismo cuerpo —preguntó Roland—, y si ni siquiera sospechan que algo podría andar mal, si cada una tiene su propia cadena independiente de recuerdos, en parte real y en parte armada para cubrir los lapsos en que está la otra, ¿qué hemos de hacer con ella? ¿Cómo hemos incluso de vivir con ella?
Eddie se había encogido de hombros.
—A mí no me lo preguntes. Ese es tu problema. Tú eres el que dice que la necesitas. Si hasta has arriesgado el cuello para traerla aquí.
Eddie pensó en esto un minuto, recordó haberse arrodillado sobre el cuerpo de Roland con el cuchillo de Roland apenas rozando la garganta del pistolero, y abruptamente se echó a reír sin ningún humor. «Arriesgaste el cuello LITERALMENTE, macho», pensó.
Cayó un silencio entre ellos. En esos momentos Odetta respiraba tranquilamente. Cuando el pistolero estaba por reiterarle a Eddie su advertencia de que se mantuviera en guardia, y por anunciar (fuerte como para que oyera la Dama, por si acaso solo fingía) que se iba a acostar, Eddie dijo la cosa que iluminó la mente de Roland en una sola llamarada repentina, la cosa que le hizo comprender al menos en parte lo que tan desesperadamente necesitaba saber.
Fue al final, cuando franquearon la puerta.
Ella cambió al final.
Y él había visto algo, alguna cosa…
—¿Sabes qué? —dijo Eddie, removiendo malhumorado los restos del fuego con las pinzas partidas de la presa de esa noche—. Cuando cruzaste con ella, me sentí como si yo fuera un esquizo.
—¿Por qué?
Eddie se quedó pensando y luego se encogió de hombros. Era difícil de explicar, o quizá era simplemente que estaba demasiado cansado.
—No tiene importancia —dijo.
Eddie miró a Roland, vio que hacía una pregunta seria por una seria razón —o creía que lo era— y se tomó un minuto para pensar en la respuesta.
—Realmente es difícil de describir, viejo. Fue al mirar esa puerta. Eso fue lo que me alucinó. Cuando ves a alguien moverse en esa puerta, es como si uno se moviera con ellos. Sabes a qué me refiero.
Roland asintió.
—Bueno, yo lo veía como si fuera una película, da igual, no tiene importancia, hasta el mismísimo final. Luego tú la hiciste girar hacia este lado de la puerta y por primera vez me encontré mirándome a mí mismo. Fue como… —Pensó pero no pudo encontrar nada—. No sé. Debió de haber sido como mirarse en un espejo, supongo, pero no era eso, porque… porque era como mirar a otra persona. Era como darse la vuelta de adentro para afuera. Como estar en dos lugares al mismo tiempo. Mierda, no lo sé.
Pero el pistolero se quedó atónito. Eso era lo que había sentido cuando cruzaron; eso era lo que le había ocurrido a ella, no, no solo a ella, a ellos: por un instante Detta y Odetta se miraron la una a la otra, no en la forma en que uno miraría su propia imagen en el espejo, sino como personas separadas; el espejo se convirtió en el cristal de una ventana, y por un instante Odetta había visto a Detta y Detta había visto a Odetta, y ambas se habían sentido igualmente horrorizadas.
«Cada una lo sabe —pensó sombríamente el pistolero—. Tal vez no lo sabían antes, pero ahora lo saben. Pueden tratar de ocultárselo a sí mismas, pero por un momento vieron, supieron, y ese saber aún debe de estar ahí».
—¿Roland?
—¿Qué?
—Solo quería asegurarme de que no te habías quedado dormido con los ojos abiertos. Porque por un momento parecía como si estuvieras, ya sabes, lejos de aquí y en otro tiempo.
—Si es así, ya he vuelto —dijo el pistolero—. Voy a acostarme. Recuerda lo que te he dicho, Eddie: mantente en guardia.
—Voy a vigilar —dijo Eddie, pero Roland sabía que, enfermo o no, sería él quien vigilara esa noche.
Todo lo demás siguió a partir de eso.
SIETE
Después del jaleo, Eddie y Detta por fin se volvieron a dormir (ella no se quedó dormida en realidad, más bien cayó en un exhausto estado de inconsciencia en su silla, colgada hacia un lado contra las cuerdas restrictivas). El pistolero, sin embargo, yacía despierto. «Tendré que enfrentarlas a las dos en una batalla —pensó, pero no necesitaba uno de los analistas de Eddie para saber que esa batalla podía ser a muerte—. Si ganara la batalla la luminosa, Odetta, todo aún podría salir bien. Si la ganara la oscura, Detta, todo seguramente se perdería con ella».
Sentía sin embargo que lo que realmente necesitaba hacer no era matar sino reunir. Ya había reconocido mucho de lo que a él —a ellos— les resultaría valioso de la dureza de las entrañas de Detta Walker, y la quería. Pero la quería bajo control. Tenían un largo camino por delante. Detta creía que él y Eddie eran monstruos de alguna especie a la que ella llamaba blancos cabrones. Esto era solo un peligroso delirio, pero habría monstruos verdaderos a lo largo del camino: las langostruosidades no eran los primeros, y tampoco serían los últimos. La mujer lucho-hasta-caer en la que había entrado y que esta noche había vuelto a salir de su escondite, podría resultar muy útil en una pelea contra monstruos de ese tipo, si pudiera ser templada por la tranquila humanidad de Odetta Holmes…, especialmente ahora que a él le faltaban dos dedos, que casi se había quedado sin balas y cada vez tenía más fiebre.
«Pero ese es un paso adelante. Creo que si pudiera hacer que cada una reconociera a la otra, eso las llevaría a una confrontación. ¿Cómo podría hacerse?».
Pasó la larga noche en vela, pensando, y a pesar de que sentía crecer la fiebre dentro de sí, no encontró respuesta a su pregunta.
OCHO
Eddie se despertó poco antes de que rompiera el alba, vio al pistolero sentado junto a las cenizas del fuego de la noche anterior, envuelto en su manta al estilo indio, y se unió a él.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Eddie en voz baja. La Dama seguía durmiendo en su entramado de cuerdas, aunque de tanto en tanto se sacudía y murmuraba y gemía.
—Muy bien.
Eddie le echó una mirada apreciativa.
—No lo parece.
—Gracias, Eddie —dijo el pistolero secamente.
—Estás temblando.
—Ya pasará.
La Dama se sacudió y murmuró otra vez, ahora una palabra que resultó casi comprensible. Pudo haber sido Oxford.
—Dios, odio verla atada de esa forma —murmuró Eddie—. Como un ternero en un corral.
—Pronto despertará. Tal vez podamos desatarla cuando se despierte.
Fue lo más aproximado que cualquiera de los dos pudo decir en voz alta de cómo esperaban que cuando la Dama de la silla abriera los ojos, la mirada tranquila, tal vez ligeramente desconcertada, de Odetta Holmes pudiera saludarlos. Quince minutos más tarde, cuando los primeros rayos del sol superaron las colinas, esos ojos se abrieron, pero lo que vieron los hombres no fue la mirada tranquila de Odetta Holmes sino el loco fulgor de Detta Walker.
—¿Cuántas veces me violasteis cuando dormía? —preguntó—. Siento el coño resbaladizo y ceroso, como si alguien hubiera estado ahí con un par de velitas blanquitas que los blancos cabrones llamáis pollas.
Roland suspiró.
—Pongámonos en marcha —ordenó, y se puso de pie con una mueca.
—Yo no voa ninguna pate con vosotros, cabrones —escupió Detta.
—Oh, sí que irás —recalcó Eddie—. Lo siento terriblemente, querida mía.
—¿Dónde creéis que voa ir?
—Bueno —dijo Eddie—, lo que había detrás de la Puerta Número Uno no era tan maravilloso, y lo que había detrás de la Puerta Número Dos era aún peor, así que ahora, en lugar de retirarnos como las personas cuerdas, vamos a seguir adelante y comprobar qué hay detrás de la Puerta Número Tres. Tal como se han venido dando las cosas, no me sorprendería que fuera algo como Godzilla, o Hidra, el Monstruo de las Tres Cabezas, pero soy un optimista. Todavía espero la vajilla de cocina de acero inoxidable.
—Yo no voy.
—Claro que vienes —insistió Eddie y se colocó detrás de la silla. Ella comenzó a luchar otra vez, pero los nudos los había hecho el pistolero, y sus movimientos de lucha no hacían más que ajustarlos. Ella se dio cuenta enseguida y se detuvo. Era una mujer llena de veneno pero estaba lejos de ser estúpida. Miró a Eddie por encima de su hombro con una sonrisa que lo hizo retroceder un poco. A él le pareció la expresión más malvada que había visto en su vida en una cara humana.
—Bueno, tal vez voa ir un poco —rectificó ella—, pero tal vez no tan lejos como tú crees, muchacho blanco. Lo juro por Dios que no tan lejos como tú crees.
—¿Qué quieres decir?
Otra vez esa inmunda sonrisa por encima de su hombro.
—Ya verás, muchacho blanco. —Su mirada, loca pero poderosa, voló brevemente al pistolero—. Ya veréis lo dos. Ya lo descubriréis.
Eddie tomó con sus manos los puños de bicicleta de empuñaduras traseras de la silla de ruedas y salieron otra vez hacia el norte; ahora no solo dejaban las marcas de los pies, sino las huellas gemelas de la silla de la Dama mientras avanzaban por esa playa aparentemente interminable.
NUEVE
El día fue una pesadilla.
Era difícil calcular distancias cuando uno se movía por un paisaje que cambiaba tan poco, pero Eddie sabía que su progreso ahora era lento.
Y él sabía quién era responsable.
Oh, sí.
«Ya lo descubriréis lo dos», había dicho Detta, y no habían avanzado más de media hora cuando comenzaron a descubrirlo.
Empujar.
Eso era lo primero. Empujar la silla de ruedas por una playa de arena fina hubiera sido tan imposible como manejar un coche sobre nieve fresca y profunda. Aquella playa pedregosa y adusta hacía que el movimiento de la silla fuera posible pero ni remotamente fácil. Por un rato rodaba con bastante fluidez, traqueteando sobre las caracolas y lanzando guijarros a ambos lados de las ruedas de goma dura… y entonces llegaba a un trecho donde se había juntado arena más fina, y Eddie tenía que empujar con fuerza, rezongando por lo bajo, para atravesarlo con la silla y su poco cooperadora pasajera. La arena se aferraba ávida a las ruedas. Había que empujar y simultáneamente echar el cuerpo hacia abajo contra las empuñaduras de la silla, porque esta, si no, junto con su atada ocupante, se caerían de cara a la arena.
Detta se reía y cacareaba cada vez que él trataba de moverla sin su colaboración.
—¿Qué tal, bomboncito? ¿La etás pasando bien ahí atrás? —le preguntaba cada vez que la silla entraba en uno de esos tramos que eran como ciénagas resecas.
Cuando el pistolero se acercaba para ayudar, Eddie lo apartaba.
—Ya tendrás tu oportunidad —le decía—. Luego nos turnaremos. Pero creo que mis turnos van a ser muchísimo más largos que los suyos, decía una voz en su cabeza. Con el aspecto que tiene, veo que pronto va a tener suficiente con poder llevarse a sí mismo, sin hablar de mover a la mujer en esta silla. No señor, Eddie, me temo que este regalito es para ti. Es la venganza de Dios, ¿sabes? Te pasaste todos estos años como un yonqui y ¿a que no adivinas? ¡Por fin eres el empujador![5]
Lanzó una corta risita sin aliento.
—¿Qué es tan gracioso, blanquito? —preguntó Detta, y a pesar de que Eddie pensó que su risa intentaba parecer sarcástica, sonaba un poquitín enojada.
«Se supone que esto no tiene gracia para mí —pensó—. Ninguna gracia. Por lo menos en lo que a ella concierne».
—No lo entenderías, niña. Déjalo estar.
—A ti voa dejarte estar antes questo termine —comentó ella—. Voa dejarte a ti y a ese compañero culorroto que tienes, voa dejarlos deparramados en pedazos por toda eta puta playa. Siguro. Mientras tanto mejó guarda tu aliento pa'empujá. Me parece que ya te fata un poco laliento.
—Bueno, habla tú por los dos entonces —jadeó Eddie—. A ti nunca parece faltarte el aliento.
—Voa echarte mi aliento, pichagris. ¡O mejor voa echarte un pedo! ¡Voa echátelo sobre tu cara muerta!
—Promesas, promesas. —Eddie tironeó de la silla fuera de la arena y entró a una zona relativamente más transitable… al menos por un trecho. El sol no estaba aún muy alto, pero él ya había comenzado a sudar.
«Este será un día interesante e informativo —pensó—. Ya lo puedo ver».
Detenerse.
Eso era lo siguiente.
Habían llegado a un trecho firme de la playa. Eddie empujó la silla a mayor velocidad; pensaba vagamente que si podía conservar este poco de velocidad extra, tal vez podría atravesar a puro ímpetu la próxima trampa de arena que le fuera a tocar.
De pronto la silla se detuvo. Se detuvo por completo. La barra horizontal del respaldo le pegó un golpe a Eddie en el pecho. Lanzó un gruñido. Roland miró hacia ellos, pero ni siquiera los rápidos reflejos de gato del pistolero pudieron evitar que la silla de la Dama se volcara exactamente como había amenazado hacer en cada una de las trampas de arena. La silla se volcó y Detta cayó junto con ella, atada e indefensa pero riendo y cacareando salvajemente. Aún reía cuando Roland y Eddie lograron por fin enderezar la silla otra vez. Algunas de las cuerdas habían quedado tan apretadas, que estarían cortándole cruelmente la carne, cortándole la circulación a sus extremidades, tenía un tajo en la frente y la sangre le empastaba las cejas. Ella continuó igual, riéndose a carcajadas.
Cuando la silla estuvo otra vez sobre sus ruedas los dos hombres resoplaban sin aliento. El peso combinado de la silla y la mujer debía sumar unos ciento treinta kilos, en su mayor parte silla. A Eddie se le ocurrió que si el pistolero hubiera raptado a Detta de su propio tiempo, 1987, la silla podría haber pesado tal vez treinta kilos menos.
Detta lanzó una risita, resopló, parpadeó para quitarse la sangre de los ojos.
—Mirad, chicos, mirad lo que mabéis hecho —dijo.
—Llama a tu abogado —murmuró Eddie—. Llévanos ajuicio.
—Y os habéis agotado pa ponerme otra vez tiesa. Os ha costado como diez minutos.
El pistolero tomó un pedazo de su camisa —buena parte ya había desaparecido, así que el resto no importaba ahora demasiado— y alargó la mano izquierda para limpiar la sangre de su herida en la frente. Ella le lanzó un mordisco, y por el clic salvaje que hicieron los dientes al juntarse, Eddie pensó que si Roland hubiera sido solo un ápice más lento en retirar la mano, Detta Walker le habría emparejado el número de dedos de sus manos.
Ella lanzó una risotada y lo miró con ojos perversamente regocijados, pero el pistolero vio miedo escondido en el fondo de esos ojos. Ella le tenía miedo. Miedo porque él era el Hombre Malo de Verdad.
¿Por qué era el Hombre Malo de Verdad? Tal vez era porque, en algún nivel más profundo, ella percibía lo que él sabía acerca de ella.
—Casi te agarro, pichagris —dijo ella—. Esta vez casi t'agarro. —Y rió a carcajadas como una bruja.
—Sostenle la cabeza —dijo el pistolero con tono neutro—. Muerde como una comadreja.
Eddie le sostuvo la cabeza mientras el pistolero le limpiaba con cuidado la herida. No era ancha y no parecía profunda, pero el pistolero no se arriesgó; caminó lentamente hasta el agua, empapó el pedazo de camisa en el agua salada y volvió.
Cuando se aproximaba ella comenzó a gritar.
—¡No me toques con esa cosa! ¡No me toques con esa agua de donde vienen esas cosas venenosas! ¡Fuera! ¡Fuera!
—Sostenle la cabeza —dijo Roland con el mismo tono neutro. Ella la sacudía de lado a lado—. No quiero correr ningún riesgo.
Eddie la sostuvo… y cuando ella trató de sacudirse para quedar libre, él se la apretó. Ella vio que él no bromeaba y se quedó quieta de inmediato, y ya no mostró temor alguno al trapo mojado. Había sido pura simulación, después de todo.
Sonrió a Roland mientras él le lavaba la herida, mientras le limpiaba hasta la última partícula aferrada de polvo.
—La vedá, tú pareces algo más c'agotao y nada más —observó Detta—. Tú pareces enfermo, pichagris. No creo que puedassacé un viaje laigo. No creo que puedassacé nada polestilo.
Eddie examinó los rudimentarios controles de la silla. Tenía un freno de mano de emergencia que bloqueaba ambas ruedas. Detta había llevado su mano derecha hasta ahí, había esperado pacientemente hasta considerar que Eddie iba lo bastante rápido, y luego había accionado el freno, cayendo ella misma deliberadamente. ¿Por qué? Para que perdieran tiempo, nada más. No había ninguna razón para hacer una cosa como esa, pero una mujer como Detta, pensó Eddie, no necesitaba razones. Una mujer como Detta se sentiría encantada de hacer cosas así por pura maldad.
Roland aflojó un poco las ataduras para que la sangre pudiera fluir con mayor libertad, y luego ató firmemente su mano lejos del freno.
—Eso etá muy bien, Don Hombre —dijo Detta, y le ofreció una sonrisa brillante con demasiados dientes—. Eso etá muy bien de todas maneras. Y encontraré otras formas de bajaros la velocidá, muchachos. Toda clase de formas.
—Vamos —dijo el pistolero sin tono alguno.
—¿Estás bien? —preguntó Eddie. El pistolero estaba muy pálido.
—Sí. Vámonos.
Comenzaron a andar por la playa otra vez.
DIEZ
El pistolero insistió en empujar durante una hora y Eddie se lo permitió con reticencia. Roland pudo franquear la primera trampa de arena, pero Eddie tuvo que meterse y ayudar a sacar la silla de la segunda. El pistolero jadeaba con fuerza; grandes gotas de sudor le cubrían la frente.
Eddie lo dejó avanzar un poco más, y Roland había ganado habilidad en evitar con un rodeo los lugares donde la arena era lo bastante fina como para frenar las ruedas, pero finalmente la silla quedó atascada otra vez y Eddie apenas pudo soportar unos instantes la visión de Roland luchando para liberarla, jadeando, con el pecho que le subía y le bajaba, mientras la bruja (que así fue como Eddie comenzó a pensar en ella) lanzaba risotadas al aire y en realidad echaba el cuerpo para atrás en la silla para que la tarea resultara tanto más difícil… Entonces con el hombro corrió al pistolero a un lado y sacó la silla de la arena con un solo y enojado tirón. La silla traqueteó y él veía/sentía cómo ella se echaba hacia delante todo lo que le permitían las cuerdas con la misteriosa presciencia que le permitía hacerlo exactamente en el momento apropiado, tratando de precipitarse otra vez.
Roland echó todo el peso de su cuerpo en el respaldo de la silla cerca de Eddie y volvió a estabilizarse.
Detta giró la cabeza y les hizo un guiño de conspiración tan obscena que Eddie sintió que la piel de gallina le trepaba por los brazos.
—Casi me lastimáis otra vez, muchachos —advirtió—. Ahora tenéis que cuidarme. No soy más que una vieja lisiada, así que ahora tenéis que cuidarme.
Se rió… se desternilló de risa.
A pesar de que Eddie se preocupaba por la mujer que era su otra parte —estaba muy cerca de amarla tras el breve rato en que se habían visto y hablado—, sintió que las manos le ardían en deseos de cerrarse en torno de su garganta para cortar esa risa, cortarla para que nunca más pudiera volver a reír.
Ella volvió a mirar hacia atrás, vio lo que él pensaba como si lo hubiese tenido impreso sobre su frente en tinta roja, y se rió mucho más fuerte. Lo desafiaba con los ojos. Vamos, pichagris. Vamos. ¿Quieres hacerlo? Vamos, hazlo.
«En otras palabras, no vuelques solo la silla; vuelca también a la mujer —pensó Eddie—. Vuélcala para siempre. Eso es lo que ella quiere. Para Detta, que la mate un hombre blanco podría ser el único objetivo verdadero de su vida».
—Vamos —dijo, y comenzó a empujar otra vez—. Vamos a dar un paseo por la costa, dulce amorcito, te guste o no.
—Vete a la mierda —escupió ella.
—Jódete, nena —respondió Eddie apaciblemente. El pistolero caminaba a su lado con la cabeza baja.
ONCE
Cuando el sol indicaba que eran como las once llegaron a un considerable promontorio de rocas y allí se detuvieron durante aproximadamente una hora, a la sombra, mientras el sol trepaba al punto más alto del día. Eddie y el pistolero comieron las sobras de la caza de la noche anterior. Eddie le ofreció una porción a Detta, quien volvió a negarse; le dijo que sabía lo que intentaban hacer, y que si querían hacerlo que lo hicieran con sus propias manos, y que dejaran de tratar de envenenarla. Así, dijo, solo lo hacían los cobardes.
«Eddie tiene razón —pensó para sí el pistolero—. Esta mujer elaboró su propia cadena de recuerdos. Sabe todo lo que le pasó anoche, a pesar de que realmente se durmió enseguida».
Ella creía que le habían llevado trozos de carne que olían a muerte y putrefacción, que habían usado eso para burlarse de ella, mientras ellos mismos comían filetes condimentados y bebían algún tipo de cerveza de unos frascos. Creía que de vez en cuando ellos le acercaban trozos de su propia cena no contaminada, y los retiraban en el último momento, cuando ella trataba de pescarlos con los dientes… y que por supuesto se reían al hacerlo. En el mundo (o al menos en la mente) de Detta Walker, los blancos cabrones solo hacían dos cosas a las mujeres morenas: las violaban o se reían de ellas. O ambas cosas al mismo tiempo.
Era casi gracioso. La última vez que Eddie Dean había visto un filete fue durante su viaje en el carruaje celeste, y Roland no lo había visto desde que se hubo terminado su cecina. Solo los dioses sabían cuánto tiempo había pasado desde entonces. En cuanto a la cerveza… mandó su mente hacia atrás.
Tull.
Había habido cerveza en Tull. Cerveza y hamburguesas.
Dios, qué bueno sería tomar una cerveza. Le dolía la garganta, y habría sido tan bueno tener una cerveza para refrescar ese dolor… Aún mejor que la astina del mundo de Eddie.
Se retiraron a cierta distancia de ella.
—¿No soy una compañía buena para chicos blancos? —graznó tras ellos—. ¿O solo queren un tiraíta cada uno de sus velitas blancas de morondanga?
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó tal risotada que las gaviotas volaron asustadas, gritando, y abandonaron las rocas donde estaban reunidas en convención cuatrocientos metros más allá.
El pistolero se sentó a pensar, con las manos oscilando entre las rodillas. Finalmente levantó la cabeza y le dijo a Eddie:
—Solo puedo entender una palabra de cada diez que dice.
—Entonces yo te gano —replicó Eddie—. Entiendo por lo menos dos de cada tres. No importa. La mayor parte se limita a blanco cabrón.
Roland asintió.
—¿Mucha de la gente de piel oscura habla así en el lugar de donde tú vienes? Su otro yo no lo hacía.
Eddie sacudió la cabeza y se rió.
—No, y te diré algo gracioso… bueno, por lo menos a mí me parece gracioso, pero tal vez es solo porque no hay demasiadas cosas por aquí de las que reírse. No es real. No es real, y ella ni siquiera lo sabe.
Roland lo miró y no dijo nada.
—¿Recuerdas cuando le lavaste la frente, cómo simuló tenerle miedo al agua? —Sí.
—¿Sabías que estaba fingiendo?
—Al principio no, pero lo supe bastante pronto.
Eddie asintió.
—Estaba actuando y ella lo sabía. Pero es una actriz bastante buena y nos engañó por un par de segundos. La forma en que habla también es un acto de simulación. Pero no es tan bueno. Es tan estúpido, ¡tan estúpidamente exagerado y obvio!
—¿Crees que finge bien solo cuando sabe que lo está haciendo?
—Sí. Ella habla como un cruce entre los morenitos de un libro que leí una vez llamado Mandingo y Butterfly McQueen en Lo que el viento se llevó. Sé que no conoces esos nombres, pero lo que trato de decirte es que habla como un cliché. ¿Conoces esa palabra?
—Se refiere a lo que siempre dice o cree la gente que piensa poco o no piensa en absoluto.
—Sí. Yo no hubiera podido decirlo ni la mitad de bien.
—¿Todavía no os habéis sacudido las velitas chiquititas, muchachos? —La voz de Detta se volvía cada vez más ronca y quebrada—. O eh que tal vez no las podéis encontrar. ¿Es eso?
—Vamos. —El pistolero se puso de pie lentamente. Se tambaleó por un momento, vio que Eddie lo miraba, y sonrió—. Estaré bien.
—¿Por cuánto tiempo?
—El tiempo que sea necesario —contestó el pistolero, y la serenidad de su voz le congeló el corazón a Eddie.
DOCE
Esa noche, el pistolero usó su último cartucho útil para la caza. A la noche siguiente comenzaría a probar sistemáticamente con los dudosos, pero pensó que las cosas serían mas o menos como había previsto Eddie: iban a terminar matando a las condenadas bestias a pedradas.
Fue igual que las otras noches: el fuego, cocinar, comer, aunque ahora comían de un modo lento y carente de entusiasmo. «Solo estamos sobreviviendo», pensó Eddie. Le ofrecieron comida a Detta, quien gritó, y se rió, y maldijo y preguntó cuánto tiempo iban a tomarla por una tonta, y entonces comenzó a tirar violentamente su cuerpo a un lado y al otro, sin importarle cómo le apretaban las ataduras al hacerlo: solo trataba de volcar su silla para un lado o para el otro para que ellos tuvieran que levantarla antes de sentarse a comer.
Justo antes de que lo lograra, Eddie la aferró y Roland afirmó las ruedas con piedras a cada lado.
—Puedo aflojar un poco las cuerdas si te quedas quieta —le ofreció Roland.
—¡Chúpame la mierda del culo!
—No comprendo si eso significa sí o no.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados porque sospechaba un dejo sarcástico en esa voz tranquila (Eddie también se lo preguntó; si era así o no), y después de un momento ella dijo de mal modo:
—Voa quedarme quieta. Tengo demasiada hambre pa soltar los diablos. ¿Vais a dame aguna comida de verdá o me vais a dejá morir de hambre? ¿Eso queréis, muchachos? Sois demasiado cagones pa matarme, y yo no voa comé nunca, nunca voa comé veneno, así que eso es lo queay. Que me muera de hambre. Bueno, vamoavé, siguro, claro, claro que vamoavé.
Les dedicó otra vez aquella siniestra sonrisa que helaba los huesos.
No mucho después se quedó dormida.
Eddie tocó el costado de la cara de Roland. Roland le echó una mirada pero no se apartó.
—Estoy bien.
—Sí, ya veo, eres Jim el Dandy. Muy bien, Jim, voy a decirte algo; hoy no hemos avanzado mucho.
—Lo sé. —También estaba la cuestión de que habían gastado el último cartucho útil, pero esa era una información de la que Eddie podía prescindir, al menos por esa noche. Eddie no estaba enfermo, pero sí exhausto. Demasiado exhausto para más malas noticias.
No, no está enfermo, todavía no, pero si sigue adelante demasiado tiempo sin descansar, si se cansa lo suficiente, entonces sí se va a enfermar.
En cierto sentido, Eddie ya estaba enfermo; ambos lo estaban. A Eddie le habían salido herpes en las comisuras de los labios y eczemas en la piel. El pistolero podía sentir cómo se le aflojaban los dientes dentro de las encías, y en los pies, la carne entre los dedos comenzaba a resquebrajarse y sangrar, igual que la de los dedos que le quedaban en las manos. Comían, pero comían lo mismo día tras día. Podían seguir así por un tiempo, pero a la larga iban a morir tan seguramente como si murieran de inanición.
«Lo que tenemos es la Enfermedad del Marinero en tierra firme —pensó Roland—. Tan simple como eso. Qué gracioso. Necesitamos fruta. Necesitamos verduras».
Eddie hizo un gesto con la cabeza hacia la Dama.
—Ella va a seguir poniendo las cosas difíciles.
—A menos que vuelva la otra que está dentro.
—Eso sería muy agradable, pero no podemos contar con eso —dijo Eddie. Tomó un pedazo de pinza ennegrecida y comenzó a garrapatear dibujos sin sentido en la tierra—. ¿Tienes alguna idea de la distancia a la que puede estar la próxima puerta?
Roland negó con la cabeza.
—Solo pregunto porque si la distancia entre la Número Dos y la Número Tres es la misma que entre la Número Uno y la Número Dos podemos llegar a estar metidos profundamente en la mierda.
—Estamos metidos en la mierda ahora mismo.
—Hasta el cuello —accedió Eddie malhumorado—. Solo me preguntaba cuánto tiempo más podré seguir remando.
Roland le palmeó el hombro, un gesto de afecto tan raro que hizo parpadear a Eddie.
—Hay una cosa que la Dama ignora —apuntó.
—¿Ah, sí? ¿Qué cosa?
—Que nosotros, los blancos cabrones, podemos remar durante mucho tiempo.
Eddie se rió ante eso, se rió fuerte, amortiguando la risa contra su brazo para no despertar a Detta. Ya había tenido bastante de ella por ese día, por favor y muchas gracias.
El pistolero lo miró sonriendo.
—Voy a retirarme —dijo—. Mantente…
—… en guardia. Sí. Está bien.
TRECE
Aullar fue lo siguiente.
Eddie se había quedado dormido en el mismo momento en que su cabeza tocó el bulto anudado de su camisa, y pareció que solo habían pasado cinco minutos cuando Detta comenzó a aullar.
Se despertó de inmediato, listo para cualquier cosa, ya fuera algún Rey Langosta que se alzaba de las profundidades para vengarse de sus hijas asesinadas o algún horror que bajara de las colinas. En todo caso, pareció que se había despertado al instante, pero el pistolero ya estaba de pie, con un revólver en su mano izquierda.
Cuando vio que ambos estaban despiertos, rápidamente Detta dejó de gritar.
—Quería veos en pie, muchachos —dijo—. Podría habé lobos. Podría sé que hubiera lobos. Quería vé si sois rápidos por si veía algún lobo vení. —Pero en sus ojos no había miedo; más bien resplandecían con vil diversión.
—Cristo —exclamó Eddie agotado. La luna había salido pero no estaba muy alta aún; habían dormido menos de dos horas.
El pistolero guardó el revólver en su funda.
—No vuelvas a hacerlo —le advirtió a la Dama en la silla.
—¿Y qué vassasé si lo hago? ¿Violarme?
—Si tuviéramos intenciones de violarte, a estas alturas ya serías una mujer muy violada —aseveró el pistolero con tono neutro—. No vuelvas a hacerlo.
Se tendió otra vez y se echó la manta encima.
«Cristo, Cristo querido —pensó Eddie—, qué desastre, esto es un jodido…», y fue todo lo lejos que llegó su pensamiento antes de quedar suspendido otra vez en un sueño exhausto y entonces ella volvió a rasgar el aire con nuevos aullidos. Aullaba como una sirena de bomberos, y Eddie se levantaba otra vez, con el cuerpo llameante de adrenalina, las manos crispadas, y entonces ella volvía a reír, con la voz ronca y ajada. Eddie alzó la mirada y vio que la luna había avanzado menos de diez grados desde que ella los despertara por primera vez.
«Pretende seguir haciéndolo —pensó él abatido—. Pretende permanecer despierta y vigilarnos, y cuando se asegure de que hemos descendido al sueño más profundo, ese lugar donde uno se recarga, entonces va a abrir su boca y va a comenzar a vociferar otra vez. Piensa hacerlo y hacerlo y hacerlo hasta que ya no le quede voz para vociferar».
La risa de ella se detuvo abruptamente. Roland avanzaba hacia ella, una forma oscura bajo la luz de la luna.
—Léjate de mí, pichagris —dijo Detta, pero había un temblor nervioso en su voz—. Tú no me vassasé nada.
Roland se quedó parado frente a ella y por un momento Eddie estuvo seguro, completamente seguro, de que el pistolero había llegado al límite de su paciencia y simplemente la aplastaría como a una cucaracha. En cambio, del modo más sorprendente, dejó caer una rodilla frente a ella como un pretendiente a punto de proponer matrimonio.
—Escucha —dijo, y Eddie apenas pudo dar crédito a la calidad sedosa de la voz de Roland. Pudo ver la misma sorpresa profunda en la cara de Detta, solo que iba acompañada por el miedo—. Escúchame, Odetta.
—¿Po qué me llamas O-Detta? Ese noé mi nombre.
—Cállate, bruja —ordenó el pistolero en un gruñido, y luego volvió a la misma voz de seda—. Si me oyes, y si en general puedes controlarla…
—¿Po qué me hablas así? ¿Po qué me hablas como si hablaras con otra? ¡Deja esa mierda blanca! ¡Para ya! ¿Me oyes?
—Mantenía callada. Puedo amordazarla, pero no quiero hacer eso. Una mordaza fuerte es un asunto peligroso. La gente se asfixia.
—¡DEJA ESA BLANCA BASURA VUDÚ, CABRÓN!
—Odetta. —Su voz era un susurro, como la lluvia cuando comienza a caer.
Ella quedó en silencio, mirándolo fijo con ojos enormes. Eddie no había visto nunca semejante combinación de odio y miedo en un par de ojos humanos.
—No creo que a esta bruja le importe nada morir por una fuerte mordaza. Ella quiere morir, pero más todavía, tal vez, quiere que tú mueras. Pero tú no has muerto, no hasta ahora, y no creo que Detta sea algo flamante en tu vida. Ella se siente demasiado cómoda dentro de ti, como en su casa, y tal vez tú puedas mantener cierto control sobre ella aun cuando todavía no puedas salir. No dejes que nos despierte por tercera vez, Odetta. No quiero amordazarla. Pero si tengo que hacerlo, lo haré.
Se levantó, se alejó sin mirar hacia atrás, se enrolló otra vez bajo su manta, y se quedó dormido.
Ella seguía mirándolo fijamente, con los ojos muy abiertos y las fosas nasales ensanchadas.
—Basura blanca vudú —susurró.
Eddie se quedó tendido, pero esta vez pasó mucho tiempo antes de que el sueño lo reclamara, a pesar de su profundo cansancio. Llegaba hasta el borde, anticipaba los aullidos y volvía de un tirón.
Tres horas más tarde, más o menos, cuando la luna ya había pasado al otro lado, se durmió por fin.
Esa noche Detta no aulló más, porque Roland la había asustado, o porque quería conservar la voz para futuros alaridos y excursiones, o —tal vez, solo tal vez— porque Odetta había oído y había ejercido el control que el pistolero le pedía.
Eddie durmió por fin, pero despertó empapado y sin haber descansado. Miró hacia la silla, esperando contra toda esperanza que estuviera Odetta, Dios, por favor, haz que esté Odetta esta mañana…
—Ndía, panblanco —profirió Detta, y le dedicó su sonrisa de tiburón—. Pensé que ibassa domí hata el mediodía. Pero no puedes hacé nada polestilo, ¿vedá? Tenemo que andá unos kilómetros, ¿no es así como es la cosa? ¡Seguro! Y creo que tú serás el que tendrá que hacé todol trabajo, empujá y eso, porque lotro tipo, etipo elos ojos evudú, ese tipo tá cada ve más paliducho ¡declarao que sí! ¡Sí! Ese tipo pronto no va comé nada, ni esa caine rarita y ahumada que gualdáis pa cuando jugáis cada uno con la velita blanca chiquitita del otro, panblanco. ¡Así que vamos, panblanco! Detta no quere ser la que te retiene.
Los párpados y la voz bajaron ambos un poco; sus ojos le echaban astutas miradas de reojo.
—No en la salida, polo menos.
Eté vasé un día que recordarás, panblanco —prometían esos ojos astutos—. Ete vasé un día que recordarás dulante mucho, mucho tiempo. Siguro.
CATORCE
Ese día hicieron cinco kilómetros, tal vez algo menos. La silla de Detta se volcó dos veces. Una vez lo hizo ella misma; deslizó otra vez sus dedos lenta e inadvertidamente hasta el freno de mano y lo accionó. La segunda vez lo hizo Eddie sin ninguna ayuda, al empujar demasiado fuerte en una de esas malditas trampas de arena. Eso fue cerca del final del día, y lo que pasó fue que simplemente sintió pánico porque creyó que esta vez no iba a ser capaz de sacarla, que no iba a poder. Así que con sus brazos temblorosos le dio ese último y titánico tirón, y por supuesto fue demasiado fuerte, y se volcó, y él y Roland tuvieron que esforzarse para enderezarla otra vez. Terminaron la tarea justo a tiempo. La cuerda que le pasaba por debajo del pecho ahora se había corrido y le cruzaba tensa la tráquea. El eficiente nudo corredizo del pistolero la estaba matando por asfixia. Su cara se había puesto de un extraño color azul, estaba a punto de perder el conocimiento, pero aun así siguió resollando su pérfida risa.
«Déjala, ¿por qué no la dejas? —estuvo a punto de decir Eddie cuando Roland se inclinó rápidamente hacia delante para aflojar el nudo—. ¡Deja que se ahogue! No sé si quiere hacérselo a sí misma, como tú dijiste, pero sé lo que quiere hacernos a NOSOTROS… ¡así que déjala ir!».
Entonces recordó a Odetta (aunque su encuentro había sido tan breve y parecía haber ocurrido tanto tiempo atrás que el recuerdo se volvía cada vez más débil) y se adelantó para ayudar.
El pistolero le alejó impaciente con una mano.
—Solo hay lugar para uno.
Cuando la cuerda se aflojó y la Dama jadeaba roncamente en busca de aliento (que expulsaba en ráfagas de violentas carcajadas), Roland se volvió y miró críticamente a Eddie.
—Creo que debemos detenernos a pasar la noche.
—Un poco más lejos. —Casi suplicaba—. Puedo avanzar un poco más.
—¡Siguro! Ete macho fuerte bueno pa cortá ota fila dalgodón y todavía le queda suficiente pa dale una buena chupada a tu velita blanca chiquitita eta noche.
Ella seguía sin querer comer, y su cara se estaba convirtiendo en líneas duras y ángulos rígidos. Sus ojos resplandecían en cuencas cada vez más profundas.
Roland no le prestó la menor atención, solo estudió a Eddie con cuidado.
Por fin asintió con la cabeza.
—Un trecho más. No muy lejos, solo un trecho más.
Veinte minutos más tarde Eddie mismo decidió parar. Sentía los brazos como gelatina.
Se sentaron a la sombra de las rocas; escucharon el canto de las gaviotas, miraron la llegada de la marea, esperaron que el sol bajara y que las langostruosidades salieran y comenzaran sus molestos interrogatorios cruzados.
Roland le dijo a Eddie —en una voz demasiado baja para que Detta pudiera oírlo— que tal vez se habían quedado sin cartuchos útiles. La boca de Eddie se tensó un poco hacia abajo pero eso fue todo. Roland estaba complacido.
—Así que tú mismo tendrás que apedrear a una de ellas —dijo Roland—. Yo estoy demasiado débil como para sostener una piedra suficientemente grande como para hacer el trabajo… y estar seguro.
Ahora fue Eddie el que estudió al otro con cuidado.
No le gustó lo que vio.
Con un gesto el pistolero interrumpió el escrutinio.
—No importa —sentenció—. No importa, Eddie. Lo que es, es.
—Ka —dijo Eddie.
El pistolero asintió y sonrió débilmente.
—Ka.
—Kaka —añadió Eddie, y se miraron el uno al otro y ambos se echaron a reír. Roland se mostró desconcertado e incluso un poco asustado tal vez por el sonido áspero que salió de su boca. Su risa no duró mucho tiempo. Cuando se detuvo parecía distante y melancólico.
—¿Esa risa quedecir que po fin se hicieron corré luno alotro? —les gritó Detta con la voz ronca y debilitada—. ¿Y cuándo se la van a meté? ¡Eso élo que yo quero vé! ¡Cómo se la meten!
QUINCE
Eddie se ocupó de la caza.
Como antes, Detta se negó a comer. Eddie tomó un pedazo y comió la mitad para que ella pudiera ver, y luego le ofreció la otra mitad.
—¡Nosseor! —exclamó, echándole una mirada relampagueante—. ¡Nosseor! Leáj pueto el veleno ala otra punta. La que trata de daime.
Sin decir nada, Eddie tomó el resto del pedazo, se lo puso en la boca, masticó, tragó.
—No quedecí nada —puntualizó Detta malhumorada—. Déjame en paz, pichagris.
Eddie no la dejó en paz.
Le trajo otro pedazo.
—Pártela tú por la mitad. Dame la parte que quieras. Yo me la comeré, y entonces tú te comes el resto.
—No voa caé eniguno de tus trucos blancos, Don Chahlie. Léjate de mí, élo que te dije, y léjate de mí élo que te quise decí.
DIECISÉIS
Esa noche no gritó… pero a la mañana siguiente aún estaba ahí.
DIECISIETE
Ese día solo hicieron tres kilómetros, a pesar de que Detta no hizo esfuerzo alguno para volcar su silla; Eddie pensó que tal vez se volvía demasiado débil como para intentar actos de sabotaje deliberado. O tal vez había comprendido que en verdad no eran necesarios. Había tres factores fatales que se reunían inexorablemente: el agotamiento de Eddie, el terreno, que después de días interminables de monotonía, finalmente comenzaba a cambiar, y la condición de Roland, que se deterioraba visiblemente.
Había menos trampas de arena, pero era escaso el alivio. El terreno se volvía más pedregoso, más y más un suelo pobre e improductivo y menos y menos arena (en algunos lugares crecían unos arbustos y un poco de maleza, que casi parecían avergonzados de estar ahí), y ahora aparecían tantas rocas grandes en esa extraña combinación de tierra y arena que Eddie se encontró haciendo rodeos para evitarlas como antes había tratado de desviar la silla de la Dama en torno de las trampas de arena. Y pronto se dio cuenta de que ya no quedaba playa en absoluto. Las colinas, unas cosas marrones y sin gracia, parecían estar cada vez más cerca. Eddie podía ver los barrancos que ondulaban entre ellas, como tajos abiertos por un gigante torpe empuñando un desafilado machete. Esa noche, antes de quedarse dormido, oyó algo que sonaba como un gato muy grande maullando arriba en las colinas.
La playa había parecido interminable, pero ahora se daba cuenta de que después de todo tenía un final. Más adelante, en algún lugar, esas colinas simplemente iban a suprimir su existencia. Las colinas erosionadas marchaban hacia el mar y luego entraban en él, donde podrían convertirse primero en un cabo o algún tipo de península, y luego en una serie de archipiélagos.
Eso le preocupaba, pero la condición de Roland le preocupaba aún más.
Esta vez el pistolero no parecía arder tanto como desvanecerse, se perdía, se volvía transparente.
Las líneas rojas habían vuelto a aparecer, y avanzaban implacablemente por la parte interior del brazo derecho hacia el codo.
Durante los dos últimos días Eddie había estado siempre mirando hacia delante, escudriñaba la distancia con la esperanza de ver la puerta, la puerta, la puerta mágica.
Durante los dos últimos días había esperado que Odetta volviera a aparecer.
No habían aparecido ni la una ni la otra.
Antes de quedarse dormido esa noche se le cruzaron dos pensamientos terribles, como un mal chiste con final doble:
¿Y si no había puerta?
¿Y si Odetta Holmes estaba muerta?
DIECIOCHO
—¡Levántate y anda, cabrón! —chilló Detta y lo sacó de su inconsciencia—. Creo que ahora solo seremos tú y yo, tesorito. Tu amigo me parece que pol fin se murió. Tu amigo se la debe etar metiendo al mimo diablo en el infielno.
Eddie miró la forma acurrucada y enrollada de Roland y por un terrible momento pensó que la hija de puta tenía razón. Entonces el pistolero se removió, murmuró algo incomprensible y se incorporó hasta quedar sentado.
—¡Eh, mira quién etá aquí! —Detta había gritado tanto que ahora su voz por momentos desaparecía casi completamente, no era más que un extraño susurro, como un viento invernal que pasa por debajo de una puerta—. ¡Creí que habíad muelto, Don Hombre!
Lentamente Roland se ponía de pie. Eddie seguía viéndolo como quien usa, para hacerlo, las barras de una escalera invisible. Eddie sintió una especie de pena iracunda, y esta era una emoción conocida, raramente nostálgica. Después de un momento comprendió. Era como cuando él y Henry veían combates por televisión y un boxeador castigaba al otro, lo castigaba terriblemente, una y otra vez, y la multitud pedía sangre a gritos, y Henry pedía sangre a gritos, pero Eddie solo se quedaba ahí sentado, sintiendo pena y enojo, un sordo disgusto; se quedaba ahí sentado y le mandaba ondas de pensamiento al árbitro: Tienes que detener eso, tío ¿acaso estás ciego, joder? ¡Ese tipo se está muriendo ahí arriba! ¡MURIENDO! ¡Deten esa puta pelea!
No había manera de detener esta.
Roland miró a la mujer desde sus ojos asaltados por la fiebre.
—Hay mucha gente que pensó lo mismo, Detta. —Miró a Eddie—. ¿Estás listo?
—Sí, eso creo. ¿Y tú estás listo? —Sí.
—¿Puedes?
—Sí.
Continuaron.
Alrededor de las diez Detta comenzó a masajearse las sienes con las puntas de los dedos.
—Para —imploró—. Me siento mal. Tengo gana de vomitá.
—Debe de ser toda esa comida que te comiste anoche —arguyó Eddie, y siguió empujando—. Debiste haber dejado el postre. Te dije que la torta cubierta de chocolate era pesada.
—¡Voa vomitá! ¡Voa…!
—Detente, Eddie —exclamó el pistolero.
Eddie se detuvo.
La mujer se sacudió galvánicamente en su silla, como si la hubiera atravesado una corriente eléctrica. Sus ojos se abrieron muy grandes, mirando a la nada.
—¡FUI YO LA QUE TE ROMPIÓ EL PLATO, APESTOSA DAMA AZUL! —chilló—. ¡YO TE LO ROMPÍ Y ETOY MA CONTENTA QUE LA PUTA MADRE DE HABELO HEC…!
Súbitamente se abalanzó hacia delante en la silla. De no haber sido por las cuerdas se habría caído.
«Dios, está muerta, ha tenido un ataque y está muerta», pensó Eddie. Comenzó a dar la vuelta a la silla, recordó lo astuta y tramposa que podía ser, y se detuvo tan repentinamente como había comenzado. Miró a Roland. Roland lo miró a su vez del modo más neutro, sus ojos no transmitían nada en absoluto.
Entonces ella gimió. Sus ojos se abrieron.
Sus ojos.
Los ojos de Odetta.
—Dios santo, he vuelto a desmayarme, ¿verdad? —inquirió—. Siento que hayan tenido que atarme. ¡Mis tontas piernas! Creo que podría incorporarme un poco sí me…
Fue entonces cuando las piernas de Roland se descalabraron lentamente y se desvaneció a unos cincuenta kilómetros al sur del lugar donde finalizaba la playa del Mar del Oeste.