UNO
No mucho después, Roland pensaría: «Cualquier otra mujer, lisiada o no, empujada súbitamente por el pasillo hasta el final del comercio donde cometía sus negocios, sus travesuras podríamos decir, por un extraño que se hubiera metido dentro de su cabeza, un extraño que la empujara a un cuarto pequeño mientras cierto hombre detrás de ella le gritaba que se detuviera, un extraño que súbitamente la hiciera girar, luego la empujara otra vez por donde por lógica no había lugar para empujar, para encontrarse de repente en un mundo por completo diferente… creo que cualquier otra mujer, bajo estas circunstancias, casi con certeza habría preguntado antes que nada: «¿Dónde estoy?».
Odetta Holmes, en cambio, preguntó casi plácidamente:
—¿Qué es exactamente lo que se propone hacer con ese cuchillo, joven?
DOS
Roland alzó la mirada hacia Eddie, que estaba agachado y sostenía el cuchillo a menos de un centímetro sobre la piel. Aun con su extraña velocidad, no había forma en que el pistolero pudiera moverse lo bastante rápido para evitar la hoja si Eddie se decidía a usarla.
—Sí —dijo Roland—. ¿Qué te propones hacer?
—No lo sé —contestó Eddie; parecía completamente disgustado consigo mismo—. Cortar carnada, supongo. No parece que haya venido aquí a pescar, ¿verdad?
Arrojó el cuchillo hacia la silla de la Dama, pero muy a la derecha. Se clavó vibrando en la arena hasta el mango.
La Dama entonces volvió la cabeza y comenzó:
—Me pregunto si podrían ustedes por favor explicarme dónde me han tra…
Se detuvo. Había dicho «me pregunto si podrían ustedes» antes de que su cabeza hubiera girado lo suficiente como para ver que no había nadie detrás de ella, pero el pistolero observó con verdadero interés que de todas maneras ella siguió hablando un momento más, porque su condición hacía que ciertas cosas fueran verdades elementales de su vida: si ella se había movido, por ejemplo, alguien debió haberla movido. Pero detrás de ella no había nadie.
Nadie en absoluto.
Volvió a mirar a Eddie y al pistolero, con sus ojos oscuros preocupados, confundidos, alarmados, y ahora preguntaba. ¿Dónde estoy? ¿Quién me empujó? ¿Cómo es que estoy aquí? ¿Cómo es posible, para el caso, que esté vestida, cuando estaba en mi casa, en bata, a punto de ver las noticias de las doce? ¿Quién soy yo? ¿Dónde queda esto? ¿Quiénes son ustedes?
«Ha preguntado quién es —pensó el pistolero—. El dique se ha quebrado y se desbordan las preguntas; eso era de esperar. Pero hay una pregunta («¿Quién soy yo?») que aún ahora creo que ella ignora haber preguntado».
O cuándo.
Porque lo había preguntado antes.
Antes incluso de preguntar quiénes eran ellos, preguntó quién era ella.
TRES
Eddie pasó la mirada del hermoso rostro joven/viejo de la mujer negra en la silla de ruedas a la cara de Roland.
—¿Cómo es que no lo sabe?
—No sabría decirlo. La conmoción, supongo.
—¿La conmoción la llevó de vuelta hasta la sala de su casa, antes de que saliera hacia Macy's? ¿Tratas de decirme que lo último que recuerda es estar sentada en bata escuchando a algún pavo sin aliento hablar sobre cómo encontraron en los Cayos de Florida a ese chalado que tenía la mano izquierda de Christa McAuliff colgada en la pared de su estudio junto a su pez aguja premiado?
Roland no contestó.
Más aturdida que nunca, la Dama dijo:
—¿Quién es Christa McAuliff? ¿Es una de las desaparecidas de los Viajeros de la Libertad?
Ahora fue Eddie el que no contestó. ¿Viajeros de la Libertad? ¿Qué demonios eran?
El pistolero le echó una mirada que Eddie fue capaz de leer con bastante facilidad: ¿No puedes ver la conmoción?
Sé lo que quieres decir, Roland, muchacho, pero solo tiene sentido hasta cierto punto. Yo mismo me sentí un poco conmocionado cuando te metiste a lo loco en mi cabeza, pero eso no me borró la memoria.
Hablando de conmociones, él mismo había tenido otro buen sobresalto cuando ella atravesó la puerta. Él estaba de rodillas sobre el cuerpo inerte de Roland, con el cuchillo justo encima de la piel vulnerable de su garganta… pero lo cierto era que de ninguna manera Eddie pudo haber usado el cuchillo. No en ese momento, en todo caso. Él miraba por la puerta, hipnotizado, cómo avanzaba a toda velocidad por un pasillo de Macy's, y otra vez se acordó de El resplandor, donde uno veía lo que veía el niñito cuando andaba en su triciclo por los pasillos de ese hotel encantado. Recordó que el niño había visto en uno de los pasillos a ese espeluznante par de mellizas muertas. El final de este pasillo era mucho más mundano: una puerta blanca. Tenía un cartelito con letras discretas que decía SOLO DOS PRENDAS A LA VEZ, POR FAVOR. Sí, era Macy's, sin ninguna duda. Claro que sí.
Una mano negra apareció y abrió de golpe la puerta mientras una voz masculina (voz de policía, si Eddie alguna vez oyó una, y oyó muchas en su tiempo) le gritaba detrás que dejara eso, que 110 había salida, que así solo empeoraba las cosas para ella, las empeoraba mucho, y por el espejo que estaba a la izquierda, Eddie tuvo una rápida visión de la mujer negra en la silla de ruedas, y recordó haber pensado: «Dios, ya la tiene, muy bien, pero se nota que esto a ella no la hace muy feliz».
Entonces la visión giró y Eddie se estaba mirando a sí mismo. La visión se precipitó hacia el que veía, y él quiso protegerse los ojos con la mano que sostenía el cuchillo, porque de pronto la sensación de mirar a través de dos pares de ojos le pareció demasiado, demasiado loco, iba a volverse loco si no lo podía parar, pero todo sucedió demasiado rápido como para que tuviera tiempo.
La silla de ruedas atravesó la puerta. Entró justo; Eddie oyó cómo rezongaban los ejes a los costados. Al mismo tiempo oyó otro sonido: un sonido sordo de desgarro que le hizo pensar en cierta palabra
(placentario)
en la que no podía pensar del todo porque ignoraba que la conocía. Entonces la mujer rodó hacia él sobre la arena pesada, y ya no parecía una loca furiosa, en realidad casi no parecía en absoluto la mujer que Eddie había vislumbrado por el espejo, pero supuso que eso no era sorprendente; cuando uno pasaba de pronto de un probador de Macy's a la costa marina de un mundo dejado de la mano de Dios, donde había langostas del tamaño de un perro Collie pequeño, en cierto modo te quitaba el aliento. Acerca de esto, el propio Eddie se sentía capaz de dar testimonio.
La mujer rodó algo más de un metro antes de detenerse, y eso fue todo lo que avanzó a causa de la cuesta y la textura pedregosa de la arena. Sus manos ya no empujaban las ruedas como debían haber hecho («Cuando mañana te despiertes con los hombros doloridos, señora, puedes culpar de eso a Sir Roland», pensó Eddie amargamente), sino que aferraban los brazos de la silla mientras contemplaba a los dos hombres.
Detrás de ella, la puerta ya había desaparecido. ¿Desaparecido? Esto no era exactamente así. Pareció envolverse en sí misma, como un pedazo de película que corre hacia atrás. Esto comenzó a suceder justo cuando el poli de la tienda entró violentamente por la otra puerta, la más mundana, la que estaba entre la tienda y el probador. Llegaba en tromba, seguro de que la ladrona de tiendas había trabado la puerta, y Eddie pensó que se iba a pegar un porrazo contra la pared opuesta, pero Eddie nunca alcanzó a ver si esto sucedía o no. Antes de que desapareciera por completo el encogido espacio de la puerta entre este mundo y aquel, Eddie vio que del otro lado todo quedaba congelado.
La película se había convertido en una fotografía fija.
Ahora lo único que quedaba era la huella de la silla de ruedas, que comenzaba en una nada arenosa y corría poco más de un metro hasta donde se asentaba ahora la silla y su ocupante.
—¿Alguien tendría la amabilidad de explicarme dónde estoy y cómo llegué aquí? —preguntó, casi suplicó la mujer en la silla de ruedas.
—Bueno, hay algo que puedo decirte, Dorothy —le contestó Eddie—. Ya no estás en Kansas.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Eddie pudo ver cómo ella trataba de contenerlas, pero no lo logró. Comenzó a sollozar.
Furioso (y también disgustado consigo mismo) Eddie se volvió hacia el pistolero, quien se había puesto de pie tambaleándose. Roland se movió, pero no hacia la llorosa Dama. Fue en cambio a recoger su cuchillo.
—¡Díselo! —le gritó Eddie—. Tú la trajiste, así que vamos, amigo, ¡díselo! —Y después de un momento agregó en voz más baja—: Y luego dime cómo es que no se recuerda a sí misma.
CUATRO
Roland no respondió. No de inmediato. Se agachó, encajó el mango del cuchillo entre los dos dedos que le quedaban de la mano derecha, lo transfirió con cuidado a la izquierda, y lo deslizó en su vaina al costado de uno de los cintos. Aún trataba de dilucidar lo que había sentido dentro de la mente de la Dama. A diferencia de Eddie, ella lo había combatido, lo combatió como una gata desde el momento en que él pasó adelante hasta que atravesaron la puerta rodando. El combate comenzó en el momento en que ella lo percibió. No hubo lapso alguno porque tampoco hubo sorpresa. Él lo había experimentado, pero no había comprendido un ápice. Ninguna sorpresa ante la invasión de un extraño en su mente, solo la furia inmediata, el terror, y el comienzo de una batalla para sacudírselo y quedar libre de él. Ella ni remotamente ganó la batalla —él sospechaba que no podía ganarla—, pero eso no impidió que lo intentara con todas sus fuerzas. Él había sentido a una mujer enferma de miedo, de ira y de odio.
Dentro de ella solo había percibido oscuridad; era una mente enterrada en una caverna.
Solo que…
Solo que en el momento en que pasaron por la puerta y se separaron, él deseó desesperadamente rezagarse un momento más. En un solo momento le habría dicho tantas cosas. Porque la mujer que ahora estaba frente a ellos no era la mujer en cuya mente él había estado. Cuando estuvo dentro de la mente de Eddie sintió como si estuviera en un cuarto cuyas paredes temblaban y sudaban de miedo. Estar en la mente de la Dama era como tenderse desnudo en la oscuridad mientras las serpientes venenosas le trepaban a uno por encima.
Hasta el final.
Ella había cambiado al final.
Y ahí apareció algo diferente, algo que le parecía de una importancia vital, pero que no podía comprender o no podía recordar. Algo como
(una mirada)
la puerta misma, solo que en la mente de ella. Algo acerca de
(tú rompiste el plato para especiales fuiste tú)
un repentino brote de entendimiento. Como en los estudios, cuando uno por fin veía…
—Oh, vete a la mierda —dijo Eddie disgustado—. No eres más que una máquina.
Pasó delante de Roland, fue hasta donde estaba la mujer, se arrodilló a su lado, y cuando ella lo rodeó con sus brazos y lo apretó con pánico, como los brazos de un nadador que se ahoga, él no se retiró sino que puso sus propios brazos alrededor de ella y la abrazó a su vez.
—No pasa nada —dijo él—. Quiero decir, no es gran cosa, pero está bien.
—¿Dónde estamos? —lloró ella—. Yo estaba en mi casa mirando la televisión para ver si mis amigos pudieron salir de Oxford con vida y ahora estoy aquí. ¡Y NI SIQUIERA SÉ DÓNDE ES!
—Bueno, yo tampoco —le dijo Eddie, abrazándola más fuerte; comenzaba a acunarla un poco—, pero supongo que estamos juntos en esto. Yo soy del mismo lugar que tú, nuestra querida ciudad de Nueva York, y yo pasé por lo mismo, bueno, algo diferente, pero podríamos decir que era el mismo principio, y ya verás que todo irá bien. —Luego agregó, como si lo hubiera pensado después—: Siempre que te guste la langosta.
Ella lo abrazó y lloró y Eddie la acunó un poco entre sus brazos y Roland pensó: «Ahora Eddie se pondrá bien. Su hermano ha muerto, pero ahora tiene a otra persona que cuidar, así que se pondrá bien».
Pero sintió una punzada: un dolor profundo que le recriminaba en su corazón. Era capaz de disparar —con la mano izquierda, en todo caso—, de matar, de seguir y seguir, de avanzar, despiadado y brutal, a través de kilómetros y años, incluso dimensiones, al parecer, en busca de la Torre. Era capaz de sobrevivir, a veces incluso de proteger —había salvado al chico, Jake, de una muerte lenta en la Estación de Paso, y de consunción sexual por el Oráculo al pie de las montañas—, pero al final había dejado morir a Jake. Y esto tampoco había sido un accidente; había cometido un acto consciente de condenación. Los contempló a los dos, vio cómo Eddie la abrazaba y le aseguraba que todo iba a salir bien. El no hubiera podido hacer eso, y al pesar de su corazón ahora se sumó un miedo furtivo.
Si renunciaste a tu corazón por la Torre, Roland, ya has perdido. Una criatura sin corazón es una criatura sin amor, y una criatura sin amor es una bestia. Ser una bestia tal vez sea tolerable, a pesar de que el hombre que ha llegado a serlo seguramente pagará al final el precio propio del infierno, pero ¿y si consiguieras tu objetivo? ¿Y si realmente tomaras por asalto, sin corazón, la Torre Oscura y la ganaras? Si nada hay más que oscuridad en tu corazón, ¿qué puedes hacer más que degenerar de bestia en monstruo? Ganar las propias metas como una bestia solo resultaría amargamente cómico, como darle una lupa a un ele fantasma. Pero ganar las propias metas como un monstruo…
Pagar con el infierno es una cosa. Pero ¿quieres poseerlo?
Pensó en Allie, y en la muchacha que una vez lo esperaba en la ventana, pensó en las lágrimas que derramó sobre el cuerpo sin vida de Cuthbert. Oh, entonces él había amado. Sí. Entonces.
«¡Yo quiero amar!», gritó, pero a pesar de que ahora Eddie también lloraba un poco con la mujer en la silla de ruedas, los ojos del pistolero permanecieron tan secos como el desierto que había cruzado para llegar a este océano sin sol.
CINCO
Más tarde respondería a la pregunta de Eddie. Iba a hacer eso porque creía que era bueno para Eddie permanecer en guardia. La razón por la que ella no recordaba era simple. No era una mujer sino dos.
Y una de ellas era peligrosa.
SEIS
Eddie le contó lo que pudo; saltó el tiroteo pero fue sincero en todo lo demás.
Cuando hubo terminado, ella se quedó en perfecto silencio durante un rato con las manos juntas sobre el regazo.
Pequeños riachuelos fluían desde las montañas cada vez más bajas perdiéndose a unos kilómetros hacia el este. Era de estos de donde Roland y Eddie habían tomado el agua mientras avanzaban hacia el norte. Al principio había ido Eddie a buscarla porque Roland estaba demasiado débil. Más tarde se habían turnado los dos, y cada vez tenían que llegar más lejos y buscar un poco más antes de encontrar un arroyo. A medida que las montañas perdían altura, iban languideciendo gradualmente, pero el agua no los había enfermado.
Hasta el momento.
Ayer había ido Roland, y aunque eso implicaba que hoy le tocaba a Eddie, fue el pistolero otra vez; se echó al hombro las cantimploras de piel curtida y se alejó sin decir una palabra. A Eddie esto le pareció raramente discreto. No quería que el gesto lo conmoviera —nada que viniera de Roland, al menos—, pero descubrió que de todas maneras se había conmovido un poco.
Ella escuchaba atentamente a Eddie, sin decir nada y con los ojos fijos en él. En un momento Eddie pensaba que ella le llevaba cinco años, en seguida le parecía que eran quince. Había una cosa que no tenía que adivinar: estaba enamorándose de ella.
Cuando él terminó, ella se quedó callada un momento, ahora sin mirarlo a él sino más allá de él; miraba las olas que al anochecer traerían a las langostas, y con ellas sus extrañas preguntas de abogado. Se había ocupado especialmente de describirlas con todo cuidado. Era mejor que ella se asustara un poquito ahora y no que se asustara muchísimo cuando ellas salieran a jugar. Suponía que ella no querría comerlas, no después de haber oído lo que le hicieron a la mano y al pie de Roland, no después de haberles echado una buena mirada de cerca. Pero al final el hambre sería más fuerte que el pica chica y el toma choma.
Sus ojos estaban lejos, distantes.
—¿Odetta? —preguntó él cuando hubieron pasado tal vez cinco minutos. Ella le había dicho su nombre. Odetta Holmes. El pensó que era un nombre bellísimo.
Ella lo miró a su vez, algo sobresaltada al salir de su ensueño. Sonrió un poquito. Dijo una palabra.
—No.
El la miró, incapaz de pensar en alguna réplica apropiada. Pensó que hasta ese momento nunca había comprendido lo infinita que podía llegar a ser una simple negativa.
—No comprendo —dijo por fin—. ¿A qué me estás diciendo que no?
—A todo esto.
Odetta hizo un gesto abarcador con el brazo —él notó que tenía brazos muy fuertes; suaves, pero muy fuertes— que incluía el mar, el cielo, la playa, las desaliñadas colinas donde presumiblemente el pistolero ahora buscaba agua (o se hacía comer por algún interesante monstruo nuevo, algo en lo que Eddie prefería realmente no pensar). Abarcaba, en suma, este mundo por completo.
—Entiendo cómo te sientes. Al principio yo también tuve bastantes problemas con las irrealidades.
Pero ¿los había tenido? Si miraba hacia atrás, le parecía que simplemente había aceptado todo, tal vez porque estaba enfermo, sacudiéndose como un descosido en su necesidad de droga.
—Se supera.
—No —volvió a decir ella—. Creo que ha pasado una de dos cosas, y no me importa cuál es de las dos, todavía estoy en Oxford, Mississippi. Nada de esto es real.
Ella continuó. Si hubiera hablado en voz más alta (o tal vez si él no se estuviera enamorando) casi habría sido una conferencia. Tal como era, sonaba más lírico que discursivo.
«Solo que —tenía que seguir recordándose a sí mismo— todo esto no son más que tonterías, y tú tienes que convencerla de eso. Por su bien».
—Es posible que haya recibido una herida en la cabeza —dijo ella—. Tienen notables expertos en el manejo de hachas y garrotes en la ciudad de Oxford.
La ciudad de Oxford.
Eso tocó una débil fibra de reconocimiento en algún punto remoto de la mente de Eddie. Ella había dicho esas palabras en una suerte de ritmo que por alguna razón él asoció con Henry… Henry y pañales mojados ¿Por qué? ¿Qué era? Ahora no importaba.
—¿Tratas de decirme que crees que todo esto es una especie de sueño que tienes mientras estás inconsciente?
—O en coma —dijo ella—. Y no hace falta que me mires como si pensaras que es una idea ridícula, porque no lo es. Mira esto.
Apartó cuidadosamente su cabello del lado izquierdo, y Eddie vio que lo llevaba peinado a un lado no solo porque le gustara el estilo. La vieja herida por debajo del nacimiento del pelo tenía una fea cicatriz, no marrón sino de un color gris blancuzco.
—Supongo que has pasado muchos malos ratos en tu tiempo —le dijo.
Ella se encogió de hombros con impaciencia.
—Muchos malos ratos y mucha vida fácil —puntualizó—. Es posible que todo se compense. Te lo he enseñado solo porque estuve en coma tres semanas cuando tenía cinco años. En esa época soñaba muchísimo. No puedo recordar lo que soñaba, pero recuerdo que mi madre decía que mientras siguiera hablando no me iba a morir, y parece que hablaba todo el tiempo, aunque mi madre decía que no podían entender más que una palabra de cada doce. Recuerdo que los sueños eran muy vividos.
Hizo una pausa y miró a su alrededor.
—Tan vivido como parece ser este lugar. Y también tú, Eddie.
Cuando ella pronunció su nombre a él le hormiguearon los brazos. Oh, le había pegado, claro que sí. Le había pegado fuerte.
—Y él —agregó ella y se estremeció—. El parece lo más vivido de todo.
—Debemos parecerlo. Quiero decir, somos reales, pienses tú lo que pienses.
Ella le dedicó una sonrisa amable. Absolutamente descreída.
—¿Cómo sucedió? —preguntó él—. ¿Esa cosa en tu cabeza?
—No tiene importancia. Solo quería decir que lo que sucedió una vez muy bien podría volver a suceder.
—No, pero tengo curiosidad.
—Me golpeó un ladrillo. Era nuestro primer viaje al norte. Veníamos de la ciudad de Elizabeth, New Jersey. Vinimos en el coche Jim Crow.
—¿Qué es eso?
Ella lo miró incrédula, casi burlona.
—¿Dónde has estado metido, Eddie? ¿En un refugio antiaéreo?
—Soy de un tiempo diferente —dijo—. ¿Puedo preguntarte qué edad tienes, Odetta?
—Tengo edad suficiente para votar, pero no para cobrar la pensión de jubilación.
—Bueno, supongo que eso me pone en mi lugar.
—Pero con gentileza, espero. —Y le sonrió con esa sonrisa radiante que le hacía hormiguear los brazos.
—Yo tengo veintitrés años —dijo él—, pero nací en 1964… el año en el que tú vivías cuando Roland te cogió.
—Qué disparate.
—No. Yo vivía en 1987 cuando me cogió.
—Bueno —musitó ella después de un momento—. Ciertamente eso agrega mucho a tu tesis de que todo esto es realidad, Eddie.
—El coche Jim Crow… ¿era donde tenía que quedarse la gente black?
—Los negros —corrigió ella—. Llamar black a un negro es algo rudo, ¿no te parece?
—Hacia 1980, más o menos, vosotros mismos os llamaréis así —dijo Eddie—. Cuando yo era pequeño, llamarle negro a un chico black podía meterte en una pelea. Era casi como llamarlo «carbonilla».
Por un momento ella lo miró con alguna incertidumbre, y luego volvió a sacudir la cabeza.
—Cuéntame lo del ladrillo, entonces.
—La hermana menor de mi madre se iba a casar —explicó Odetta—. Se llamaba Sofía, pero mi madre siempre la llamaba Hermana Azul porque era el color que más le gustaba. «O por lo menos le gustaba creer que le gustaba», que era lo que decía mi madre. Así que yo siempre la llamaba Tía Azul, aun antes de conocerla. Fue una boda muy hermosa. Luego hubo una recepción. Recuerdo todos los regalos.
Se echó a reír.
—A los niños los regalos siempre les parecen maravillosos, ¿verdad, Eddie?
El sonrió.
—Sí, tienes razón. Nunca olvidas los regalos. Ni los que recibes, ni tampoco los que reciben los demás.
—En esa época mi padre había comenzado a ganar dinero, pero lo único que yo sabía era que íbamos tirando. Eso es lo que siempre decía mi madre y una vez, cuando le dije que una niña con la que yo jugaba me había preguntado si mi padre era rico, mi madre me explicó que eso era lo que yo debía decir si alguna de mis compañeras me hacía esa pregunta. Que íbamos tirando. Así que estaban en condiciones de regalarle a Tía Azul un juego divino de porcelana, y recuerdo…
Su voz falló. Alzó una mano hasta la sien y se la masajeó con aire ausente, como si en ese lugar estuviera comenzándole un dolor de cabeza.
—¿Recuerdas qué, Odetta?
—Recuerdo que mi madre le dio uno especial.
—¿Qué cosa?
—Perdona. Me duele la cabeza. Y se me traba la lengua. Y de todas maneras no sé por qué me molesto en contarte todo esto.
—¿Te importa?
—No, no me importa. Quería decir que mi madre le dio un plato especial. Era blanco, con un delicado grabado azul entrelazado a lo largo del borde.
Odetta sonrió brevemente. Eddie pensó que no era una sonrisa del todo cómoda. Algo referido a ese recuerdo la perturbaba, y la forma, la urgencia con la que había dado prioridad a este recuerdo sobre la situación extremadamente extraña en la que ella se encontraba ahora, una situación que debería estar requiriendo toda o buena parte de su atención, lo perturbaba a él.
—Puedo ver ese plato tan claramente como te veo ahora a ti, Eddie. Mi madre se lo dio a Tía Azul y ella lloró y lloró cuando lo recibió. Creo que había visto un plato como ese una vez cuando ella y mi madre eran niñas, solo que por supuesto sus padres nunca hubieran podido permitirse algo como eso. Ninguno de ellos tuvo algo especial cuando eran pequeños. Después de la recepción, Tía Azul y su marido se fueron de luna de miel a las Great Smokies. Se fueron en tren. —Miró a Eddie.
—En el coche Jim Crow —afirmó él.
—¡Cierto! ¡En el coche Jim Crow! En esa época los negros viajaban y comían ahí. Eso es lo que tratamos de cambiar en la ciudad de Oxford.
Ella lo miró, esperando seguramente que él insistiera en que ella estaba ahí, pero él quedó atrapado otra vez en la telaraña de su propia memoria: pañales mojados y esas palabras: ciudad de Oxford. Solo que de pronto aparecieron otras palabras, una sola frase, pero podía recordar que Henry la cantaba una y otra vez hasta que su madre le pedía que por favor se callara para poder escuchar a Walter Cronkite.
Será mejor que alguien lo investigue pronto. Esas eran las palabras. Henry lo cantaba una y otra vez en un tono monocorde y nasal. Trató de acordarse más pero no lo logró, y en realidad no se sorprendió. En esa época él no podía tener más de tres años. Será mejor que alguien lo investigue pronto. Las palabras le dieron escalofríos.
—Eddie, ¿estás bien?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque temblabas.
Él sonrió.
—El Pato Donald debe de haber caminado sobre mi tumba.
Ella se echó a reír.
—En cualquier caso, al menos no arruiné la fiesta. Ocurrió cuando caminábamos de vuelta a la estación de tren. Pasamos la noche en casa de un amigo de Tía Azul, y a la mañana siguiente mi padre llamó a un taxi. El taxi llegó casi enseguida, pero cuando el chófer vio que éramos de color se marchó a toda velocidad como si se le estuviera incendiando la cabeza y el fuego le llegara al trasero. El amigo de Tía Azul había partido antes hacia la estación con nuestro equipaje. Teníamos mucho equipaje porque pensábamos pasar una semana en Nueva York. Recuerdo que mi padre había dicho que no podía esperar para ver cómo se me iluminaba la cara cuando diera la hora en el reloj de Central Park y todos los animales comenzaran a bailar.
»Mi padre dijo que bien podríamos ir caminando hacia la estación. Mi madre se mostró de acuerdo más rápida que la luz: dijo que era una buena idea, no había más que un kilómetro y medio de distancia y sería bueno estirar las piernas después de haber dejado atrás tres días en un tren y de tener por delante medio día más en otro. Mi padre dijo que sí, y que además hacía un tiempo hermoso, pero creo que incluso a los cinco años yo sabía que él estaba furioso y ella se sentía turbada y los dos tenían miedo de llamar a otro taxi porque podía pasar lo mismo otra vez.
»Así que nos fuimos caminando por la calle. Yo iba por la parte interior porque mi madre tenía miedo de que anduviera muy cerca del tráfico. Recuerdo que yo me preguntaba si mi padre había querido decir que mi cara se iba a poner a brillar de verdad o algo así cuando viera ese reloj en Central Park, y si eso no dolería, y fue entonces cuando el ladrillo cayó sobre mi cabeza.
»Por un rato todo fue oscuridad. Luego comenzaron los sueños. Sueños vividos.
Sonrió.
—Como este sueño, Eddie.
—¿El ladrillo se cayó, o te lo tiró alguien?
—Nunca encontraron a nadie. La policía (esto me lo contó mi madre mucho después, cuando yo tenía dieciséis años, más o menos) encontró el lugar donde pensaron que había estado el ladrillo, pero también faltaban otros y había algunos que estaban sueltos. Estaba en la parte exterior ele la ventana de una habitación de un cuarto piso en un edificio de apartamentos evacuado y clausurado. Pero por supuesto había un montón de gente que de todas maneras se quedaba ahí. Especialmente de noche.
—Claro —dijo Eddie.
—Nadie vio a ninguna persona dejar el edificio, así que quedó como un accidente. Mi madre dijo que ella creía que efectivamente había sido un accidente, pero creo que mentía. Ni siquiera se molestó en tratar de decirme lo que creía mi padre. Aún les dolía a los dos la forma en que el taxista nos había echado una mirada y se había largado. Fue eso más que ninguna otra cosa lo que les hizo creer que había habido alguien ahí arriba, mirando por la ventana, y que, al vernos llegar, decidió dejar caer un ladrillo sobre los negros. ¿Saldrán pronto tus criaturas-langosta?
—No —contestó Eddie—. No salen hasta el anochecer. Así que una de tus ideas es que todo esto es un sueño comatoso como los que tenías cuando te golpeó el ladrillo. Solo que esta vez habría sido con un garrote o algo así.
—Sí.
—¿Cuál es la otra?
Odetta tenía la cara y la voz bastante tranquilas, pero su cabeza estaba llena de una fea maraña de imágenes que iban a parar todas a la ciudad de Oxford. ¿Cómo era esa canción? Dos hombres muertos a la luz de la luna, / será mejor que alguien lo investigue pronto. No era exactamente así, pero estaba cerca. Cerca.
—Es posible que me haya vuelto loca —dijo.
SIETE
Las primeras palabras que se le cruzaron a Eddie por la mente fueron: Si crees que te has vuelto loca, estás chiflada.
Después de una breve consideración, sin embargo, le pareció que seguir esa línea de razonamiento sería infructuoso.
En cambio se quedó un momento en silencio, sentado junto a la silla de ruedas, con las rodillas flexionadas y sujetándose las muñecas con las manos.
—¿Realmente eras un adicto a la heroína?
—Lo soy —confirmó él—. Esto es como ser un alcohólico o consumir crack. No es algo de lo que uno se pueda curar. Recuerdo que solía escuchar eso y mentalmente me decía: «Sí, sí, claro, seguro», ya sabes, pero ahora lo comprendo. Todavía quiero, supongo que una parte de mí va a querer siempre, pero la parte física pasó.
—¿Qué es crack? —preguntó ella.
—Es algo que todavía no se había inventado en tu tiempo. Es algo que se hace con la cocaína, solo que es como convertir dinamita en una bomba atómica.
—¿Tú lo tomabas?
—Joder, no. Lo mío era la heroína. Ya te lo he dicho.
—No pareces un adicto —dijo ella.
En realidad Eddie tenía un aspecto estupendo… es decir, si uno ignoraba el olor salaz que desprendía su cuerpo y su ropa (podía enjuagarse y lo hacía, podía enjuagar su ropa y lo hacía, pero al carecer de jabón no podía realmente lavarse ni lavarlas). Había tenido el pelo corto cuando Roland puso el pie en su vida (es lo mejor para cruzar la Aduana, querida, y fíjate qué gran chiste resultó ser eso), y aún tenía un largo decente. Todas las mañanas se afeitaba con el borde afilado del cuchillo de Roland, al principio con cautela, pero cada vez más confiadamente. Cuando Henry se fue a Nam él era demasiado joven como para que el afeitarse fuera parte de su vida, y en esa época tampoco era gran cosa para Henry; nunca se dejó la barba, pero a veces pasaban tres o cuatro días antes de que mamá lo regañara para que «segara los rastrojos». Cuando volvió, sin embargo, Henry se había convertido en un maniático del afeitado (y también de otras cosas: talco para los pies después de la ducha; tres o cuatro veces por día cepillado de dientes seguido de un buche de elixir bucal; la ropa siempre colgada) y también convirtió a Eddie en un fanático. El rastrojo se segaba cada mañana y cada tarde. Ahora tenía ese hábito metido hasta el hueso, lo mismo que los otros que Henry le había enseñado. Incluyendo, naturalmente, el que se hacía con una aguja.
—¿Estoy demasiado limpito? —le preguntó, sonriendo.
—Demasiado blanco —corroboró ella brevemente, y se quedó callada por un momento, mirando hacia el mar con gesto sombrío. Eddie también se quedó callado. Si existía una réplica para algo como eso, él lo ignoraba.
—Discúlpame —dijo ella—. Eso ha sido muy descortés y muy injusto. No suelo decir cosas así.
—Está bien.
—No está bien. Es como si una persona blanca dijera algo como «Vaya, nunca habría adivinado que eras un Negro» a alguien con la piel muy clara.
—Te gusta considerarte a ti misma más ecuánime —indicó Eddie.
—Yo diría que lo que nos consideramos a nosotros mismos y lo que realmente somos rara vez tiene mucho en común, pero sí, me gusta considerarme a mí misma como ecuánime, así que por favor acepta mis disculpas, Eddie.
—Con una condición.
—¿Cuál? —Ella sonreía un poco otra vez. Eso era bueno. Le gustaba hacerla sonreír.
—Dale también a esto una oportunidad justa. Es la condición.
—¿Darle una oportunidad justa a qué? —Ella sonaba ligeramente divertida. En cualquier otra persona ese tono de voz le habría erizado; habría creído que le tomaban el pelo, pero con ella era diferente. Con ella estaba perfectamente bien. Con ella casi cualquier cosa estaría perfectamente bien.
—A que exista una tercera posibilidad: que esto esté ocurriendo realmente. Quiero decir… —Eddie se aclaró la garganta—. Yo no soy muy bueno en este tipo de mierda filosófica, ya sabes, la metamorfosis o como coño se llame…
—¿Te refieres a la metafísica?
—Quizá. No lo sé. Me parece. Pero sé que uno no puede andar por ahí negando lo que le dicen sus sentidos. Porque, fíjate, si es cierta tu idea de que todo esto es un sueño…
—Yo no dije sueño…
—Lo que hayas dicho, es más o menos a donde va a parar, ¿no? ¿Una realidad falsa?
Si un momento atrás hubo algo ligeramente condescendiente en su voz, ahora había desaparecido.
—La filosofía y la metafísica podrán no ser tu fuerte, Eddie, pero debes de haber sido un disertante fantástico en la escuela.
—Nunca estuve en los debates. Eso era para gays, para brujas y enclenques. Lo mismo que el club de ajedrez. ¿A qué te refieres con «mi fuerte»? ¿Qué quieres decir?
—Solo algo que te gusta. ¿Y tú qué quieres decir con gays? ¿Qué son los gays?
El se quedó mirándola por un momento y luego se encogió de hombros.
—Homosexuales. Maricas. No importa. Podríamos pasarnos todo el día intercambiándonos jergas. Pero no nos llevaría a ninguna parte. Lo que trato de decir es que si todo esto es un sueño, podría ser mío y no tuyo. Tú podrías ser un producto de mi imaginación.
La sonrisa de ella vaciló un poco.
—Tú… a ti nadie te golpeó.
—Nadie te golpeó a ti, tampoco.
Ahora su sonrisa desapareció por completo.
—Nadie que yo pueda recordar —corrigió con un tono afilado en la voz.
—¡Ni yo tampoco! —dijo él—. Tú me dijiste que en Oxford son duros. Bueno, esos tipos de la Aduana no fueron precisamente un encanto cuando no pudieron encontrar la droga que buscaban. Uno de ellos pudo darme un golpe en la cabeza con la culata de su pistola. En este mismo momento yo podría estar en la sala de guardia de Bellevue, soñándote a ti y a Roland mientras ellos escriben sus informes, en los que explicarían cómo, mientras estaban interrogándome, me puse violento y tuvieron que abatirme.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no? ¿Solo porque tú eres esta inteligente y social mente activa black lady sin piernas, y yo no soy más que un reventado de Co-Op City? —Lo dijo con una sonrisa, como broma amigable, pero ella lo miró con furia.
—¡Me gustaría que dejaras de llamarme black!
El suspiró.
—Está bien, pero me costará acostumbrarme.
—Debiste haber estado en el club de debates de todas maneras.
—Y una mierda —dijo él, y al ver el giro de los ojos de ella volvió a darse cuenta que la diferencia entre ellos era mucho más amplia que el color; se hablaban el uno al otro desde islas separadas. El agua que corría en medio era el tiempo. No importaba. La palabra había atrapado su atención—. No quiero discutir contigo. Quiero que seas consciente de que estás despierta, eso es todo.
—Yo podría estar en condiciones de actuar, al menos de forma provisional, conforme a los dictados de tu tercera posibilidad en tanto esta… esta situación continuara, salvo por una cosa: hay una diferencia fundamental entre lo que te ha pasado a ti, y lo que me ha pasado a mí. Tan fundamental y tan grande que no la has visto.
—Entonces muéstramela.
—No hay discontinuidad en tu estado consciente. Hay una muy grande en el mío.
—No comprendo.
—Quiero decir que tú puedes dar cuenta de todo tu tiempo —dijo Odetta—. Tu relato se continúa de punto a punto: el avión, la incursión de ese… ese… la incursión de él…
Hizo un gesto con la cabeza hacia las colinas con clara expresión de disgusto.
—El escondite de la droga, los oficiales que te tomaron en custodia, todo el resto. Es un cuento perfecto, no le faltan enlaces.
»En cuanto a mí, volví de Oxford, me fue a buscar Andrew, mi chófer, y me llevó de vuelta a mi edificio. Me bañé y quería dormir… tenía un terrible dolor de cabeza, y el sueño es la única medicina que me ayuda en algo cuando los dolores son realmente fuertes. Pero era casi medianoche y pensé que antes vería las noticias. Algunos de nosotros hemos sido liberados, pero una buena cantidad seguía detenida cuando nos fuimos. Quería enterarme de lo que había pasado, si sus casos se habían resuelto.
»Me sequé, me puse la bata y me fui a la sala. Puse el noticiero de la televisión. El locutor comenzó a hablar de un discurso que había pronunciado Kruschev acerca de los consejeros estadounidenses en Vietnam. Dijo: "Tenemos un informe filmado de…" y entonces desapareció y yo estaba rodando por esta playa. Tú dices que me has visto en una suerte de puerta mágica que ahora ha desaparecido, y que yo estaba en Macy's, y que estaba robando. Todo esto ya es bastante absurdo, pero aun cuando fuera así, podría encontrar algo mejor para robar que bisutería. Yo no llevo joyas.
—Más vale que vuelvas a mirar tus manos, Odetta —dijo Eddie suavemente.
Durante un tiempo muy largo ella pasó la mirada del «diamante» de su pulgar izquierdo, demasiado grande y vulgar como para ser cualquier cosa menos una gema artificial, al gran ópalo del dedo medio de su mano derecha, demasiado grande y vulgar como para ser cualquier cosa menos verdadero.
—Nada de esto está sucediendo —repitió ella con firmeza.
—¡Pareces un disco rayado! —Por primera vez él estaba genuinamente enojado—. Cada vez que alguien abre un agujero en tu cuidada historia tú simplemente te retiras a esa mierda de «nada de esto está sucediendo». Debes espabilar, Detta.
—¡No me llames así! ¡Odio ese nombre! —estalló ella de un modo tan estridente que Eddie retrocedió.
—Disculpa. ¡Joder! No lo sabía.
—Pasé de la noche al día, de estar desnuda a estar vestida, de la sala de mi casa a esta playa desierta. Y lo que verdaderamente sucedió es que algún cuellorrojo[4] tripudo me pegó un garrotazo en la cabeza ¡y eso es todo!
—Pero tus recuerdos no se quedan en Oxford —dijo él suavemente.
—¿Qué? —Incierta otra vez. O tal vez veía sin querer ver. Igual que con los anillos.
—Si fue en Oxford donde te pegaron, ¿cómo es que tus recuerdos no se detienen ahí?
—No siempre tienen mucha lógica estas cosas. —Ella se masajeaba otra vez las sienes—. Y ahora, Eddie, si no te importa, francamente me gustaría terminar esta conversación. Mi dolor de cabeza ha regresado. Es bastante fuerte.
—Supongo que si las cosas tienen lógica o no depende de lo que uno quiera creer. Yo te vi en Macy's, Odetta. Te vi robando. Tú dices que no haces esas cosas, pero también me dijiste que no llevas joyas. Me has dicho eso a pesar de que miraste tus manos varias veces mientras hablábamos. Esos anillos estaban ahí entonces, pero fue como si no pudieras verlos hasta que yo te llamé la atención sobre ellos.
—¡No quiero hablar de eso! ¡Me duele la cabeza!
—Muy bien. Pero sabes dónde perdiste la huella del tiempo, y no fue en Oxford.
—Déjame en paz —dijo ella con tono aburrido.
Eddie vio al pistolero avanzar penosamente en su camino de regreso con dos cantimploras llenas, una atada a su cintura y la otra echada sobre sus hombros.
—Me gustaría poder ayudarte —dijo Eddie—, pero, para eso, supongo que debería ser real.
Se quedó un momento parado a su lado, pero ella tenía la cabeza inclinada y se masajeaba constantemente las sienes con las puntas de los dedos.
Eddie fue al encuentro de Roland.
OCHO
—Siéntate. —Eddie tomó las cantimploras—. Pareces deshecho.
—Sí. Estoy enfermando otra vez.
Eddie miró la frente y las mejillas encendidas del pistolero, sus labios agrietados, y asintió.
—Esperaba que no sucediera, pero no me sorprende, amigo. No cumpliste todo el ciclo. Balazar no tenía suficiente Keflex.
—No te comprendo.
—Si no tomas una droga con penicilina durante el tiempo suficiente, no matas la infección. Solo la mandas al subsuelo. Pasan unos días y la infección vuelve. Vamos a necesitar más, pero al menos hay una puerta para ir a buscar. Mientras tanto solo tienes que tomártelo con calma. —Pero Eddie se sentía infeliz pensando en las piernas que Odetta no tenía, y en los trechos cada vez más largos que era preciso recorrer para encontrar agua. Se preguntó si Roland pudo haber elegido un momento peor para tener una recaída. Supuso que era posible; pero simplemente no se le ocurría cómo.
—Debo decirte algo acerca de Odetta.
—¿Ese es su nombre?
—Ajá.
—Es un nombre encantador —afirmó el pistolero.
—Sí. Yo pensé lo mismo. Lo que no es muy encantador es el modo en que se siente con respecto a este lugar. No cree estar aquí.
—Lo sé. Y yo no le gusto mucho, ¿verdad?
«No —pensó Eddie—, pero eso no impide que te considere como el guía de una alucinación». No lo dijo, solo asintió.
—Las razones son casi las mismas —dijo el pistolero—. Te das cuenta de que ella no es la mujer que yo traje. No lo es en absoluto.
Eddie se quedó mirándolo y luego de pronto asintió, excitado. Esa imagen borrosa en el espejo… esa cara malhumorada… el hombre tenía razón. ¡Dios, por supuesto que tenía razón! Esa no había sido Odetta en absoluto.
Entonces recordó las manos que revolvían descuidadamente entre los pañuelos, y de la misma manera descuidada se habían dedicado a la tarea de meter esas baratijas en su gran bolso… daba la impresión de que casi quería que la atraparan.
Los anillos habían estado ahí.
Los mismos anillos.
«Pero eso no significa necesariamente que hayan sido las mismas manos», pensó salvajemente, aunque no pudo creerlo más de un segundo. Él había estudiado esas manos. Eran las mismas, delicadas y de dedos largos.
—No —continuó el pistolero—. No lo es. —Sus ojos azules observaron a Eddie con cuidado.
—Sus manos…
—Escucha —advirtió el pistolero—, y escúchame con atención. Nuestras vidas pueden depender de eso. La mía porque estoy enfermando otra vez, y la tuya porque te has enamorado de ella.
Eddie no dijo nada.
—Ella es dos mujeres en el mismo cuerpo. Era una mujer cuando entré en ella, y otra cuando regresé aquí.
Ahora Eddie no pudo decir nada.
—Había algo más, algo extraño, pero yo no lo comprendí o se me escapó. Parecía importante.
Roland miró más allá de Eddie, miró hacia la silla de ruedas en la arena, desolada al final de su corta huella desde ninguna parte. Luego volvió a mirar a Eddie.
—Es muy poco lo que comprendo de esto, o de cómo pueden suceder estas cosas, pero debes mantenerte en guardia. ¿Entiendes eso? —Sí.
A los pulmones de Eddie parecía faltarles aire. Entendía —o tenía por lo menos la comprensión de un tipo que va al cine y ha visto el tipo de cosas de las que le estaba hablando el pistolero—, pero no le alcanzaba el aliento para explicarlo. Todavía no. Sentía como si Roland le hubiera quitado el aliento de una patada.
—Bien. Porque la mujer en la que entré del otro lado de la puerta era tan mortal como esas cosas-langosta que salen por la noche.