CAPÍTULO II
CAMBIOS ACOTADOS

UNO

Agosto de 1959

Cuando el interno salió media hora más tarde, encontró a Julio recostado contra la ambulancia que aún estaba en el aparcamiento reservado a emergencias del Hospital Hermanas de la Misericordia en la calle 23. Julio tenía el talón de una de sus botas puntiagudas enganchado en el parachoques delantero. Se había cambiado y ahora llevaba pantalones de un rosa resplandeciente y una camisa azul con su nombre bordado en letras doradas sobre el bolsillo izquierdo: el traje de su equipo de bolos. George miró su reloj y vio que el equipo de Julio —Los Espías de la Supremacía— ya estaría jugando.

—Pensé que ya te habías ido —dijo George Shavers. Era un interno en el Hermanas de la Misericordia—. ¿Cómo van a hacer tus muchachos para ganar sin el Gancho Maravilla?

—Tienen a Miguel Basale para que ocupe mi lugar. Es irregular, pero a veces se pone brutal. Se arreglarán. —Julio hizo una pausa—. Tenía curiosidad por saber cómo iba a salir. —Era el chófer, un cubano con un sentido del humor que tal vez él mismo ignoraba tener, George no estaba seguro. Miró a su alrededor. Ninguno de los paramédicos que habían viajado junto con ellos estaba a la vista.

—¿Dónde están? —preguntó George.

—¿Quiénes? ¿Los putos Gemelos Bobbsey? ¿Dónde crees que están? Mamoneando por el Village. ¿Alguna idea de si podrá salir de esta?

—No sé.

Trató de parecer sabio y conocedor acerca de lo desconocido, pero lo cierto era que primero el residente de guardia y luego un par de cirujanos le sacaron a la mujer negra de entre las manos casi más rápido de lo que uno podía decir santa María llena eres de gracia (que era en realidad lo que tenía en la punta de la lengua… la dama negra no parecía realmente que fuera a durar mucho tiempo).

—Perdió una cantidad impresionante de sangre.

—Es algo serio.

George era uno de los dieciséis internos del Hermanas de la Misericordia, y uno de los ocho asignados a un nuevo programa llamado Viaje de Emergencia. La teoría era que si un interno viajaba con un par de paramédicos, en una situación de emergencia esto podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. George sabía que casi todos los conductores de ambulancia y paramédicos pensaban que los internos eran unos mocosos inexpertos que tanto podían matar a un sábana-roja como salvarlo, pero George creía que la idea podía funcionar.

A veces.

En cualquier caso era muy bueno para las relaciones públicas del hospital, y a pesar de que los internos del programa tendían a quejarse de las ocho horas extras (sin paga) que esto significaba por semana, George Shavers más bien tenía la impresión de que la mayoría se sentía como él mismo: orgulloso, duro, capaz de hacerse cargo de cualquier cosa que le echaran encima.

Entonces llegó la noche en que el Tri-Star de la TWA se estrelló en Idlewild. Sesenta y cinco personas a bordo, sesenta de las cuales resultaron lo que Julio llamaba MAM —Muertos Ahí Mismo— y tres de los cinco restantes presentaban el aspecto de lo que uno podría arrancar del fondo de un horno de carbón… solo que lo que uno podía arrancar del fondo de un horno de carbón no gritaba ni gemía ni pedía que alguien le diera morfina o lo matara, ¿verdad? Si puedes soportar esto, pensaba más tarde, cuando recordaba los miembros cortados que yacían entre los restos de bandejas de aluminio y almohadillas de viaje y un trozo arrancado de cola con los números 17 y una gran T roja y parte de una W, cuando recordaba el ojo que vio descansando sobre una maleta Samsonite carbonizada, cuando recordaba un osito de felpa con ojos contemplativos hechos con botones de zapatos junto a una pequeña zapatilla roja que todavía llevaba dentro el pie de un niño. Si puedes soportar esto, niño, puedes soportar cualquier cosa. Y lo llevaba bastante bien. Continuó llevándolo bastante bien durante todo el camino de regreso a casa. Continuó llevándolo bastante bien durante una cena tardía, un pavo Swanson que tomó mientras miraba la televisión. Se fue a dormir sin ningún problema en absoluto, lo cual probaba más allá de cualquier sombra de duda que seguía llevándolo bastante bien. Y entonces, en alguna hora muerta y oscura de la madrugada, despertó de una pesadilla infernal, donde lo que descansaba sobre la maleta Samsonite carbonizada no era el osito de felpa sino la cabeza de su madre, y sus ojos se habían abierto, y estaban carbonizados; eran los contemplativos e inexpresivos ojos de botón del osito de felpa, y su boca se había abierto, y mostraba los colmillos rotos que habían sido sus dientes hasta que un rayo tiró abajo el Tri-Star de la TWA en su aproximación final, y ella le había susurrado: «No pudiste salvarme, George, hemos ahorrado para ti, nos apretamos el cinturón por ti, tu padre arregló ese entuerto en el que te metiste con esa chica pero AUN ASÍ NO PUDISTE SALVARME, MALDITO SEAS», y él se despertó gritando, y supo vagamente que alguien estaba golpeando en la pared, pero para entonces ya había salido disparado hacia el baño, y apenas adoptó la penitente posición de rodillas ante el altar de porcelana antes de que la cena subiera por el ascensor express. Llegó en entrega especial, caliente y humeante y oliendo aún a pavo procesado. Quedó ahí de cuclillas y miró dentro de la taza del váter, vio los trozos de pavo a medio digerir, y las zanahorias que no habían perdido nada de su brillo fluorescente original, y esta palabra cruzó su mente en grandes letras rojas:

SUFICIENTE

Correcto.

Era:

SUFICIENTE

Iba a dejar el negocio de matasanos. Lo iba a dejar porque:

YA ERA SUFICIENTE

Lo iba a dejar porque el lema de Popeye era: Esto es todo lo que puedo soportar y ya no soporto más, y Popeye tenía toda la razón del mundo.

Hizo correr el agua en el baño, volvió a la cama y se quedó dormido casi instantáneamente y, al despertarse, descubrió que aún quería ser médico, y era endiabladamente bueno saber eso y estar seguro, hacía que todo el programa valiera la pena, se llamara Viaje de Emergencia, Balde de Sangre o Dígalo con Mímica. Aún quería ser médico.

Conocía a una señora que bordaba. Le pagó diez dólares que no podía permitirse gastar para que le hiciera un cartelito de aspecto anticuado. Decía:

«SI PUEDES SOPORTAR ESTO, PUEDES SOPORTAR CUALQUIER COSA».

Sí. Correcto.

El sucio asunto del metro ocurrió cuatro semanas más tarde.

DOS

—Esa señora era más rara que la mierda, ¿sabes? —dijo Julio.

George soltó en su interior un suspiro de alivio. Si Julio no hubiera sacado el tema, George suponía que él mismo no se habría atrevido. Él era un interno, y algún día sería un médico hecho y derecho, ahora creía eso de verdad, pero Julio era un veterano, y uno no quiere decir algo estúpido delante de un veterano. Él solo se echaría a reír y diría: «Bah, he visto esa mierda miles de veces, niño. Consíguete una toalla y límpiate los mocos, que te están mojando toda la cara».

Pero aparentemente Julio no había visto algo así miles de veces, y eso estaba bien, porque George quería hablar de eso.

—Era rara, sí que era rara. Era como si fuera dos personas.

Se sorprendió al ver que ahora era Julio el que parecía aliviado, y le atacó una súbita vergüenza. Julio Estévez, quien por el resto de su vida no haría más que conducir una limusina con un par de titilantes luces rojas encima, acababa de mostrar más coraje del que él había sido capaz de mostrar.

—Así es la cosa, doctor. Ciento por ciento. —Sacó un paquete de Chesterfield y se puso un cigarrillo en la comisura de los labios.

—Esas cosas van a matarte, hombre —dijo George.

Julio asintió con la cabeza y le ofreció uno.

Fumaron en silencio durante un rato. Los paramédicos tal vez estuvieran mamoneando por ahí, como había dicho Julio… o tal vez sintieron que ya habían tenido suficiente. George se había asustado, cierto, mejor no bromear con eso. Pero también sabía que a la mujer la había salvado él, no los paramédicos. Y sabía que Julio también lo sabía. Tal vez ese era realmente el motivo por el que Julio lo había esperado. La anciana negra había ayudado, y el crío blanco que telefoneó a la policía mientras todos los demás (salvo la anciana negra) se quedaban ahí plantados mirando como si fuera una película o un programa de televisión o algo, una parte de un episodio de Peter Gunn tal vez, pero al final todo cayó sobre George Shavers, un gato asustado que trataba de cumplir con su deber lo mejor que podía.

La mujer había estado esperando el tren que Duke Ellington tenía en tan alta estima: el legendario tren A. Solo una bonita joven negra en tejanos y camisa caqui que esperaba el legendario tren A para ir a la parte norte de Manhattan, o a cualquier otra parte.

Alguien la había empujado.

George Shavers no tenía la más mínima idea de si la policía había agarrado al cerdo que lo hizo; ese no era asunto suyo. Su asunto era la mujer que había caído gritando en el foso del túnel frente al legendario tren A. Fue un milagro que no hubiera dado en la tercera vía; la legendaria tercera vía que le hubiera hecho lo mismo que el estado de Nueva York le hacía en Sing-Sing a los tipos malos que se ganaban un viaje gratis en ese legendario tren A que los delincuentes llamaban El Viejo Chispas.

Tío, los milagros de la electricidad.

Ella trató de trepar fuera de los raíles, pero no le dio tiempo y el legendario tren A entró en la estación chirriando y chillando y lanzando chispas al aire porque el maquinista la había visto pero ya era tarde, demasiado tarde para él y demasiado tarde para ella. Las ruedas de acero de ese legendario tren A le rebanaron las piernas en vivo justo encima de las rodillas. Y mientras todos los demás (salvo el crío blanco que telefoneó a la policía) se quedaron ahí haciéndose pajas (o tocándose las partes pudendas, supuso George), la anciana negra saltó al foso dislocándose una cadera en el proceso (luego el Alcalde le otorgaría una Medalla al Valor) y usó el turbante que tenía en la cabeza para efectuar un torniquete en uno de los chorreantes muslos de la joven. De un lado de la estación el joven blanco pedía a gritos una ambulancia y la vieja negra pedía a gritos que alguien le echara una mano, algo para atar por el amor de Dios, algo, cualquier cosa, y finalmente un tipo mayor con aspecto de hombre de negocios, entregó su cinturón con cierta reticencia, y la vieja negra alzó los ojos hacia él y dijo las palabras que al día siguiente se convertirían en el titular del Daily News de Nueva York, las palabras que la convirtieron en una auténtica heroína, tan americana como el pastel de manzana: «Gracias, hermano». Luego anudó el cinturón alrededor de la pierna izquierda de la joven, a mitad de camino entre la entrepierna de la joven y el lugar donde debía de tener su rodilla izquierda antes de que llegara ese legendario tren A.

George oyó que alguien le decía a otro que las últimas palabras de la joven antes de desmayarse habían sido «¿QUIÉN HA SIDO EL HIJO DE PUTA? ¡SI LO AGARRO LE VOY A ROMPER EL CULO!».

El cinturón no tenía bastantes agujeros para que la anciana negra pudiera sujetarlo donde correspondía, así que simplemente se quedó ahí y lo sostuvo ella misma, como si fuera la vieja muerte, hasta que llegaron Julio, George y los paramédicos.

George recordaba la línea amarilla, cómo su madre le había dicho que nunca, nunca, nunca debía pasar la línea amarilla del andén cuando estuviera esperando el tren (legendario o no), el hedor a petróleo y electricidad cuando se metió entre las cenizas, recordaba qué caliente estaba todo eso. El calor parecía brotar de él, de la anciana negra, de la joven negra, del tren, del túnel, del cielo invisible por encima y del mismo infierno por debajo. Recordó haber pensado con incoherencia: «Si ahora me tomaran la presión reventaría el medidor», y entonces se calmó y pegó un grito para que le alcanzaran su maletín, y cuando uno de los paramédicos trató de saltar al foso para alcanzárselo él le dijo que se fuera a la mierda y el paramédico lo miró sorprendido, como si realmente viera a George Shavers por primera vez, y efectivamente se fue a la mierda.

George sujetó tantas venas y arterias como pudo y, cuando el corazón de la chica comenzó a bailotear, le inyectó una jeringa llena de Digitalin. Llegó la sangre. La trajeron los policías. «¿Quiere subirla, doctor?», le preguntó uno de ellos, y George le contestó que todavía no, y sacó la aguja y comenzó a pasarle el jugo como si la muchacha fuera una yonqui que necesitara urgentemente una dosis.

Entonces dejó que la subieran.

Entonces la subieron.

En el camino, ella despertó. Entonces comenzó lo raro.

TRES

Cuando los paramédicos la cargaron dentro de la ambulancia George le inyectó una dosis de Demerol; ella había comenzado a moverse y lloraba débilmente. Le dio una dosis lo bastante fuerte como para asegurarse de que se quedaría quieta hasta llegar a las Hermanas de la Misericordia.

El estaba seguro en un noventa por ciento de que ella aún estaría con ellos cuando llegaran allá, y ese era un gol de los buenos.

Cuando aún estaban a seis manzanas del hospital, sin embargo, los ojos de ella comenzaron a parpadear. Lanzó un profundo gemido.

—Podemos inyectarla otra vez, doctor —dijo uno de los paramédicos.

George apenas se dio cuenta de que era la primera vez que un paramédico se dignaba a llamarlo de alguna otra manera que no fuera George, o peor, Georgie.

—¿Estás loco? ¿Quieres que muera de sobredosis?

El paramédico no insistió.

George miró nuevamente a la muchacha negra y vio que sus ojos lo miraban a su vez despiertos y atentos.

—¿Qué me ha pasado? —preguntó.

George recordó al hombre que le dijo a otro hombre lo que presuntamente había dicho la mujer (cómo iba a agarrar al hijo de puta y romperle el culo, etc.). Ese hombre era blanco. En ese momento George decidió que había sido pura invención, inspirada tal vez por esa extraña necesidad humana de volver situaciones naturalmente dramáticas aún más dramáticas, o bien por simple prejuicio racial. Esta era una mujer culta e inteligente.

—Tuvo un accidente —explicó—. Fue…

Ella cerró los ojos y él creyó que iba a dormir otra vez. Bien. Que otro le dijera que había perdido las dos piernas. Alguien que ganara más de 7600 dólares por año. Se había corrido un poco a la izquierda porque quería controlarle otra vez la presión, cuando ella volvió a abrir los ojos. Cuando lo hizo, George Shavers estaba mirando a una mujer diferente.

—Un cabrón hijo de puta me cortó las piernas. Noto como si se hubieran ido. ¿Esta es la ambulancia?

—S-s-sí —contestó George. De pronto tuvo necesidad de beber algo. No necesariamente alcohol. Solo algo líquido. Su voz estaba seca. Esto era como mirar a Spencer Tracy en El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pero de verdad.

—¿Garraron al blanco hijo de puta?

—No —dijo George, y pensaba: «El tipo entendió bien, joder, el tipo realmente entendió bien».

Notó vagamente que los paramédicos, que hasta ese momento habían estado revoloteando (esperando tal vez que se equivocara en algo), ahora se retiraban hacia atrás.

—Bien. Los cabrones blancos igual lo dejarían ir. Yo lo voa garrar. Le voa cortar la polla. ¡Hijeputa! ¡Te digo lo que le voa cer a ese hijeputa! ¡Te digo una cosa, pedazo de blanco hijeputa! ¡Te digo… digo…!

Sus ojos parpadearon y se cerraron otra vez y George pensó: «Sí, duérmete, por favor, duérmete, a mí no me pagan por esto, no entiendo esto, nos hablaron de conmoción pero nadie habló de esquizofrenia como una de las…».

Sus ojos se abrieron. Apareció la primera mujer.

—¿Qué clase de accidente fue? —preguntó—. Solo recuerdo haber salido del Hay…

—¿Del Ay? —dijo él estúpidamente.

Ella sonrió un poco. Era una sonrisa dolorosa.

—El Hay Hambre. Es un bar.

—Oh, sí. Claro.

La otra, herida o no, lo había hecho sentir sucio y algo enfermo. Esta lo hacía sentir como un caballero en un relato del Rey Arturo, un caballero que ha logrado rescatar exitosamente a la Bella Dama de las fauces del dragón.

—Recuerdo haber bajado las escaleras hasta el andén, y después de eso…

—Alguien la empujó. —Sonaba estúpido, pero ¿qué problema había con eso? Era estúpido.

—¿Me empujaron delante del tren? —Sí.

—¿Perdí las piernas?

George trató de tragar saliva y no pudo.

En su garganta no parecía haber nada para engrasar la maquinaria.

—No enteras —dijo con futilidad, y ella cerró los ojos.

«Que sea un desmayo —pensó él entonces—, por favor que sea un d…».

Se abrieron, relampagueando. Una mano se alzó y cinco dedos como cuchillos cortaron el aire a un centímetro de su cara; un poco más cerca y él mismo habría estado en el Viaje de Emergencia para que le curaran la mejilla en lugar de salir a fumar un Chester con Julio Estévez.

—¡NO SON MÁS QUE BLANCOS HIJEPUTAS! —gritó. Su cara era monstruosa, con los ojos llenos de la propia luz del infierno. Ni siquiera era la cara de un ser humano—. ¡VOA MATAR A CADA BLANCO HIJEPUTA QUE VEA! ¡VOA DARLES CON TODO! ¡VOA CORTARLES LOS HUEVOS Y ESCUPILES LA CARA! ¡VOA…!

Era una locura. Hablaba como una negra de chiste,

Butterfly McQueen convertida en un dibujito animado. La mujer —o la cosa— parecía también superhumana.

No era posible que esta cosa que aullaba y se retorcía acabara de pasar media hora antes por una cirugía improvisada a cargo del metro. Mordía. Le pegaba zarpazos una y otra vez. Los mocos le caían de la nariz. Los escupitajos le volaban de los labios. La inmundicia le brotaba de la boca.

—¡Inyéctela, doctor! —gritó uno de los paramédicos. Su rostro estaba pálido—. ¡Por el amor de Dios, inyéctela! —El paramédico trató de alcanzar la caja de medicamentos. George le sacó la mano.

—Vete a la mierda, cagón.

George volvió a mirar a su paciente y vio los ojos cultos y tranquilos de la otra que lo miraban.

—¿Voy a vivir? —preguntó en un tono coloquial de salón de té. Él pensó: «Ella no se da cuenta de los cambios. No se da cuenta en absoluto». Y, después de un momento: «Lo mismo que la otra, para el caso».

—Yo… —Tragó saliva y se masajeó su galopante corazón a través de la bata, y entonces se ordenó a sí mismo tomar el control de la situación. Él le había salvado la vida. Los problemas mentales que ella pudiera tener no le concernían.

—¿Se siente bien? —le preguntó ella, y la genuina preocupación de su voz le hizo sonreír un poco: ella se lo preguntaba a él.

—Sí, señora.

—¿A cuál de las preguntas me responde?

Por un momento él no comprendió, luego sí.

—A las dos —le dijo, y tomó su mano. Ella se la apretó, y él miró sus radiantes ojos iluminados y pensó: «Un hombre podría enamorarse», y fue entonces cuando su mano se convirtió en una zarpa mientras ella le decía que era un blanco hijeputa, y que no solo le iba a garrar las pelotas, se las iba a masticar con los dientes por hijeputa.

Pegó un tirón y se miró la mano a ver si sangraba, mientras pensaba con incoherencia que si sangraba iba a tener que hacer algo al respecto porque ella era venenosa, la mujer era venenosa, y si ella lo mordía sería lo mismo que si lo mordiera una cobra o una cascabel. No había sangre. Y cuando volvió a mirar era la otra mujer, la primera mujer.

—Por favor —decía—, no quiero morir. Por fav… —Entonces se desmayó y quedó inconsciente, lo cual fue lo mejor para todos.

CUATRO

—Entonces, ¿qué te parece? —preguntó Julio.

—¿Acerca de quién va ganar el campeonato? —George aplastó la colilla con el talón de su mocasín—. White Sox. Me juego la cabeza.

—¿Qué te parece lo de la dama?

—Creo que puede ser esquizofrénica —dijo George lentamente.

—Sí, eso ya lo sé. Pregunto qué va a pasarle.

—No lo sé.

—Necesita ayuda, viejo. ¿Quién va a dársela?

—Bueno, algo de ayuda ya le di —dijo George, pero sintió un calor en la cara, como si se hubiera ruborizado.

Julio lo miró.

—Si lo que le diste es toda la ayuda que puedes darle, más vale que la dejes morir, doctor.

George miró a Julio por un momento, pero descubrió que no podía soportar lo que veía en sus ojos: no era una acusación, sino pura tristeza.

Así que se marchó. Tenía cosas que hacer.

CINCO

El Tiempo de la Invocación:

Hacia la época del accidente, la mayor parte del tiempo seguía siendo Odetta Holmes la que estaba a cargo, pero Detta Walker había aparecido cada vez más, y lo que a Detta más le gustaba era robar. No importaba que su botín fuera siempre prácticamente basura o poco más, como tampoco importaba que a menudo ella lo tirara todo después.

Lo que importaba era llevárselo.

Cuando en Macy's el pistolero entró en su cabeza, Detta gritó en una combinación de furia, horror y terror, y sus manos se congelaron sobre la joyería barata que estaba metiendo en su bolso.

Gritó porque cuando Roland entró en su mente al pasar delante, por un momento ella lo sintió, como si dentro de su cabeza se hubiera abierto una puerta de par en par.

Y gritó porque la presencia invasora y violadora era la de un puerco blanco.

No podía verlo, pero de todas maneras podía sentir su blancura.

La gente miró alrededor. Un jefe de sección vio a la mujer que gritaba en la silla de ruedas con la cartera abierta, vio una mano congelada en el acto de meter la bijouterie dentro de un bolso que se notaba (aun a diez metros de distancia) que valía tres veces más que toda la mercancía que estaba robando.

El jefe de sección gritó «¡Eh, Jimmy!», y Jimmy Halvorsen, uno de los detectives de Macy's, miró en torno y vio lo que estaba pasando. Comenzó a correr hacia la mujer que gritaba en la silla de ruedas. No pudo evitar echar a correr —durante dieciocho años había sido un policía de la ciudad y estaba implantado en su interior—, pero ya pensaba que este iba a ser un asunto de mierda. Niños pequeños, lisiados, monjas, esos eran siempre asuntos de mierda. Apresar a esta clase de gente era como darle una paliza a un borracho. Lloraban un poco delante del juez y luego se iban de paseo. Era difícil convencer a los jueces de que los lisiados también podían ser unos canallas.

Pero aun así corrió.

SEIS

Roland se quedó momentáneamente horrorizado por el nido de serpientes lleno de odio y revulsión en el que se encontraba y entonces oyó gritar a la mujer, vio al gran hombre con la panza como una bolsa de patatas que corría hacia ella/él, vio la gente que miraba y tomó el control.

De pronto él fue la mujer de las manos morenas. Sintió una extraña dualidad dentro de ella, pero ahora no podía pensar en eso.

Hizo girar la silla y comenzó a impulsarla hacia adelante. El pasillo rodaba a los costados de él/ella. La gente se apartaba a los lados. El bolso se cayó, derramando en una ancha estela a lo largo del suelo los documentos de Detta y sus tesoros robados. El hombre del vientre pesado patinó sobre falsas cadenas de oro y barras de lápiz de labios, y entonces se cayó de culo.

SIETE

¡Mierda!, pensó furiosamente Halvorsen, y por un instante palpó debajo de su americana, donde había una 38 en una pistolera. Luego recuperó la sensatez. Esto no era una pequeña operación de drogas o un robo a mano armada; era una dama negra lisiada en una silla de ruedas. La hacía rodar como si estuviera en una carrera, pero de todas maneras no era más que una dama negra lisiada. ¿Qué iba a hacer, dispararle? Sería fantástico, ¿no? ¿Y a dónde podía irse? Al final del pasillo no había más que dos probadores.

Se incorporó, se masajeó el trasero dolorido, y salió tras ella otra vez, ahora renqueando un poco.

La silla de ruedas entró en uno de los probadores a toda velocidad. La puerta se cerró con un golpe e hizo saltar el picaporte de la parte de atrás.

«Ya te tengo, hija de puta —pensó Jimmy—. Y voy a darte un susto de órdago. No me importa si tienes cinco huerfanitos y solo te queda un año de vida. No voy a lastimarte pero, oh, nena, cómo te voy a hacer temblar los dientes».

Llegó al probador antes que el jefe de sección, abrió la puerta de par en par, de un golpe con el hombro izquierdo… y estaba vacío.

No había mujer negra.

No había silla de ruedas.

No había nada.

Miró al jefe de sección con los ojos desorbitados.

—¡El otro! —gritó el jefe de sección—. ¡El otro!

Antes de que Jimmy pudiera moverse, el jefe de sección abrió de un golpe la puerta del otro probador. Una mujer con una falda de algodón y un corpiño Playtex Living pego un chillido agudo y cruzó los brazos sobre su pecho. Era muy blanca, y muy definitivamente nada lisiada.

—Perdóneme —dijo el jefe de sección, y sintió que la cara se le inundaba de carmesí ardiente.

—¡Fuera de aquí, pervertido! —gritó la mujer con la falda de algodón y el corpiño.

—Sí, señora —dijo el jefe de sección, y cerró la puerta.

En Macy's el cliente siempre tenía razón.

Miró a Halvorsen.

Halvorsen lo miró a él.

—¿Qué mierda es esto? —preguntó Halvorsen—. ¿Entró ahí o no?

—Sí, entró.

—¿Y entonces dónde está?

Lo único que hizo el jefe de sección fue sacudir la cabeza.

—Volvamos a arreglar un poco ese desastre.

—Tú arregla ese desastre —dijo Jimmy Halvorsen—. Yo me siento como si me hubiera partido el culo en nueve pedazos. —Hizo una pausa—. Para decirte la verdad, mi querido compañero, también me siento extremadamente confundido.

OCHO

En cuanto el pistolero oyó el golpe de la puerta del probador que se cerraba tras de sí, dio media vuelta a la silla, buscando la otra puerta. Si Eddie había hecho lo que prometió, habría desaparecido.

Pero la puerta estaba abierta. Roland la atravesó rodando con la Dama de las Sombras.