Sin embargo nos retuvieron todo el tiempo que pudieron, y yo resistí todo el tiempo que pude, pero supongo que esta la ganaron ellos porque terminé mojándome encima. —Vio los ojos de Andrew parpadear otra vez consternados y quiso detenerse pero no pudo—. Eso es lo que quieren enseñarte, ¿se da cuenta? En parte porque te asustan, supongo, y una persona asustada es posible que no vuelva a su precioso Sur a molestarlos otra vez. Pero creo que la mayoría (incluso los tontos, y de ninguna manera son todos tontos) saben que, hagan lo que hagan, al final el cambio se producirá, así que aprovechan para degradarte mientras pueden. Quieren enseñarte que puedes ser degradado. Puedes jurar ante Dios, Jesucristo y toda la compañía de Santos que no te ensuciarás, no te ensuciarás, no te ensuciarás, pero si te retienen todo el tiempo suficiente, por supuesto te ensucias. La lección es que no eres más que un animal en una jaula, nada más que eso, nada mejor que eso. Solo un animal en una jaula. Así que me mojé encima. Aún puedo oler la orina seca y esa maldita celda de detención. Ellos creen que descendemos de los monos, ya sabe. Y así es exactamente como huelo en este mismo momento.

—Un mono.

Vio los ojos de Andrew por el espejo retrovisor y sintió pena por el aspecto que tenían. En algunas ocasiones la orina no era lo único que uno no podía contener.

—Lo lamento, s'ita Holmes.

—No —dijo ella masajeándose las sienes otra vez—. Soy yo quien lo lamenta. Han sido tres días agotadores, Andrew.

—Se nota —asintió él con una voz escandalizada, como de vieja solterona, que la hizo reír a su pesar. Pero la mayor parte de ella no reía. Pensó que sabía dónde se estaba Metiendo, que había calculado perfectamente hasta qué Punto las cosas podían ponerse mal. Estaba equivocada.

Tres días agotadores. Bueno, era una manera de decirlo. Otra manera podría ser que esos tres días en Oxford, Mississippi, habían sido una corta temporada en el infierno. Pero había cosas que uno no podía decir. Cosas que uno moriría antes de decir… a menos que se lo convocara para testificarlas ante el Trono de Dios Padre Todopoderoso, donde, ella suponía, hasta las verdades que causaban esas tormentas infernales en esa extraña jalea gris que está entre las orejas (los científicos dicen que esa jalea gris no tiene nervios, pero si eso no es un disparate y medio ella no sabía qué era) debían ser admitidas.

—Lo único que quiero es llegar a casa y bañarme, bañarme, bañarme, y dormir, dormir, dormir. Luego supongo que me sentiré perfecta como la lluvia.

—¡Pero claro! ¡Así es como se va a sentir! —Andrew quería disculparse por algún motivo, y esto era lo más que se podía acercar. Y más allá de esto no quiso arriesgarse a seguir conversando. Así que viajaron los dos en un silencio desacostumbrado hasta el Victoriano edificio gris que estaba en la esquina de la Quinta con Central Park Sur, un muy exclusivo y Victoriano edificio de apartamentos color gris, y eso la convertía, suponía ella, en un castigo para el edificio, y sabía que en esos pisos había gente que no le hablaría a menos que tuviera absoluta necesidad de hacerlo, y en realidad no le importaba. Además, ella estaba por encima de ellos, y ellos sabían que ella estaba por encima. En más de una ocasión se le había ocurrido que a algunos debía mortificarles muchísimo saber que vivía una negra en el lujoso ático de este bello y venerable edificio, donde las únicas manos negras que en una época se permitían calzaban guantes blancos o tal vez los finos guantes de cuero negro de un chófer. Tenía la esperanza de que les mortificara muchísimo, y se recriminaba a sí misma por su vileza, por no tener sentimientos cristianos, pero efectivamente lo deseaba, había sido incapaz de detener el pis que se derramaba por la entrepierna de su hermoso calzón de seda importada, y también parecía incapaz de detener esta otra corriente de pis. No era cristiano, era vil y casi tan malo… no, era peor, al menos en lo que concernía al Movimiento, era contraproducente. Iban a ganarse los derechos que necesitaban ganar, y probablemente sería este año: Johnson, atento al legado que le dejó el Presidente asesinado (y esperando tal vez clavar otro clavo en el ataúd de Barry Goldwater) haría algo más que mirar por encima el Acta de los Derechos Humanos; si fuera necesario promulgaría la ley a la fuerza. Así pues, era importante minimizar heridas y cicatrices. Había más trabajo que hacer. El odio no ayudaría a hacer ese trabajo. El odio, en realidad, estorbaría.

Pero a veces uno odiaba de todas maneras.

La ciudad de Oxford le había enseñado eso también.

DOS

Detta Walker no tenía absolutamente ningún interés en el Movimiento y vivía en un lugar mucho más modesto, el desván de un cochambroso edificio de apartamentos de Greenwich Village. Odetta no sabía nada acerca del desván y Detta no sabía nada acerca del ático de lujo, y el único que sospechaba que algo no andaba del todo bien era Andrew Feeny, el chófer. Había comenzado a trabajar para el padre de Odetta cuando Odetta tenía catorce años y Detta Walker Prácticamente no existía en absoluto.

A veces Odetta desaparecía. Estas desapariciones podían ser una cuestión de horas o días. El verano anterior había desaparecido durante tres semanas, y cuando Andrew estaba a punto de llamar a la policía Odetta lo llamó una noche y le pidió que le llevara el coche como a las diez de la mañana siguiente; le dijo que pensaba salir de compras.

Le temblaban los labios al gritarle: «¡S'ita Holmes! ¿Dónde se ha metido?». Pero ya antes le había hecho esa pregunta y solo había recibido en respuesta miradas perplejas, miradas verdaderamente perplejas, estaba seguro.

—Aquí mismo —decía ella—. ¿Qué le pasa, Andrew? Aquí mismo… usted me ha estado llevando a dos o tres lugares por día, ¿no? No estará un poco confundido de la cabeza, ¿verdad, Andrew?

Entonces se echaba a reír, y en el caso de sentirse especialmente bien (como a menudo parecía sentirse después de sus desapariciones) le daba un pellizco en la mejilla.

—Muy bien, s'ita Holmes —había dicho él—. A las diez.

Esa vez espantosa en que ella desapareció durante tres semanas, Andrew colgó el teléfono, cerró los ojos y elevó una rápida plegaria a la Santa Virgen por el regreso a salvo de la s'ita Holmes. Luego llamó a Howard, el portero de su edificio.

—¿A qué hora llegó?

—Hará unos veinte minutos, nada más —dijo Howard.

—¿Quién la trajo?

—No sé. Ya sabes cómo es. Cada vez es un coche diferente. A veces estacionan a la vuelta de la esquina y no los veo para nada, ni siquiera sé que está de vuelta hasta que oigo el timbre y miro y veo que es ella. —Howard hizo una pausa y luego agregó—: Tiene un terrible moretón en una mejilla.

Howard había tenido razón. Seguramente había sido un terrible moretón, y ahora estaba mejorando. A Andrew no le gustaba pensar en el aspecto que habría tenido cuando era reciente. La s'ita Holmes apareció puntualmente a las diez de la mañana siguiente con un vestido de seda veraniego con tirantes tan finos como espaguetis (esto era a finales de julio), y para entonces el moretón comenzaba a amarillear. Apenas había hecho un somero esfuerzo por cubrirlo con maquillaje, como si supiera que un esfuerzo mucho mayor para disimularlo solo conseguiría atraer más la atención sobre él.

—¿Cómo se hizo eso, s'ita Holmes? —le preguntó.

Ella se echó a reír alegremente.

—Usted me conoce, Andrew… más torpe que nunca. Me resbaló la mano del asidero cuando estaba saliendo ayer de la bañera. Tenía prisa porque no quería perderme las noticias nacionales. Me caí y me golpeé el costado de la cara. —Odetta calibró el rostro de él—. Ahora va a comenzar a torturarme con doctores y exámenes, ¿verdad? No se moleste en contestarme: después de todos estos años puedo leerlo como un libro abierto. No pienso ir, así que no se moleste en pedírmelo. Estoy perfectamente bien. ¡En marcha, Andrew! Me propongo comprar medio Saks', todo Gimbels, y entre uno y otro comerme todo en el Four Seasons.

—Sí, s'ita Holmes —contestó él, y sonrió. Fue una sonrisa forzada, y forzarla no había sido fácil. Esa magulladura no tenía un día de antigüedad; tenía una semana, por lo menos… y de todas maneras, él sabía que las cosas no habían sido así. Durante la semana anterior él la había llamado todas las tardes a las siete, porque si había un momento en Rué se podía pescar a la s'ita Holmes en casa era cuando daban el programa de Huntley-Brinkley. Una adicta regular de sus noticias era la s'ita Holmes. Lo había hecho todas las noches, es decir, excepto la noche anterior. Se fue hasta allá y engatusó a Howard para que le diera la llave maestra.

Tenía la convicción creciente de que ella había tenido precisamente el tipo de accidente que describió… solo que en lugar de hacerse un moretón o romperse un hueso pudo haber muerto, muerto sola, y ahora mismo podía yacer muerta ahí. Entró en la casa, el corazón le latía con fuerza, se sentía como un gato en una habitación oscura cruzada por las cuerdas de un piano. Solo que no había nada que justificara los nervios. Sobre la mesa de la cocina había una mantequera y, a pesar de que estaba tapada, había estado ahí el tiempo suficiente como para que le creciera una buena capa de moho. Había llegado ahí a las siete y diez y se fue cinco minutos más tarde. En el curso de su rápida inspección del apartamento había mirado en el baño. La bañera estaba seca, las toallas dispuestas prolija, casi austeramente, las numerosas agarraderas de la habitación lustradas hasta obtener un luminoso brillo acerado sin manchas de agua.

Él sabía que el accidente descrito por ella no había sucedido.

Pero Andrew no creía tampoco que ella estuviera mintiendo. Ella creía lo que le había contado.

Volvió a mirarla por el espejo retrovisor y vio que se masajeaba ligeramente las sienes con las puntas de los dedos. No le gustaba. La había visto hacer eso muchas veces antes de sus desapariciones.

TRES

Andrew dejó el motor en marcha para que ella pudiera seguir disfrutando de la calefacción y fue hasta el maletero. Miró sus dos maletas con otra mueca. Por su aspecto parecía que hombres petulantes de mentes pequeñas y cuerpos grandes las hubieran pateado despiadadamente por todas partes, y las habían dañado de un modo en que no se atrevieron a dañar a la s'ita Holmes en persona… la forma en que lo habrían dañado a él, por ejemplo, de haber estado ahí. No era solo el hecho de que fuera una mujer; era una puerca negra, una presumida negra del norte, que iba a armar follón a donde nadie la había llamado, y los tipos probablemente creyeron que una mujer como aquella simplemente se lo merecía. El asunto era que para el público de Estados Unidos ella era casi tan famosa como Medgar Evers o Martin Luther King. El asunto era que su rica cara negra había salido en la portada de la revista Time y que entonces era un poco más difícil meterse con alguien así y luego decir: «¿Qué? No, señor jefe, claro que no vimos a nadie así por aquí, ¿verdad, muchachos?». El asunto era que era más difícil disponerse a lastimar a una mujer que era la única heredera de las Industrias Dentales Holmes si había doce fábricas Holmes en el soleado Sur, una de ellas justo en el municipio vecino de la ciudad de Oxford.

Así que le hicieron a las maletas lo que no se atrevieron a hacerle a ella.

Miró esos mudos indicios de su estancia en la ciudad de Oxford con vergüenza, furia y amor, emociones tan mudas como las cicatrices del equipaje que había partido con aspecto elegante para regresar pateado y vencido. Miró, temporalmente incapaz de moverse, y lanzó una bocanada de aliento al aire helado. Howard había salido y se acercaba para ayudar, pero Andrew todavía esperó un momento más antes de tomar las asas de las maletas. «¿Quién es usted, s'ita Holmes? ¿Quién es usted en realidad? ¿Adonde va a veces, y qué hace, tan malo como para que deba inventar historias falsas de lo que hace en esas horas o días que falta, incuso para usted misma?». Y un momento antes de que llegara Howard pensó algo más, algo extrañamente apropiado: «¿Dónde está el resto de usted?».

«¿Quieres dejar de pensar así? La única persona aquí que puede pensar en cosas así es la s'ita Holmes, pero no lo hace, así que tú tampoco debes pensar en eso».

Andrew sacó las maletas del maletero y se las tendió a Howard, quien preguntó en voz baja:

—¿Ella está bien?

—Creo que sí —respondió Andrew, en voz baja también—. Solo un poco cansada. Cansada hasta la médula.

Howard asintió, asió las maltratadas maletas y se fue hacia dentro. Solo se detuvo el tiempo suficiente para tocarse la gorra con el dedo en un suave y respetuoso saludo a Odetta Holmes, quien permanecía casi invisible detrás de las ventanillas de cristales ahumados.

Cuando se hubo ido, Andrew sacó el armazón de acero inoxidable que estaba plegado en el fondo del maletero y comenzó a abrirlo. Era una silla de ruedas.

Desde el 19 de agosto de 1959, unos cinco años y medio antes, la parte de Odetta Holmes de rodillas hacia abajo había desaparecido igual que esas horas y días en blanco.

CUATRO

Antes del incidente del metro, Detta Walker solo había estado consciente en pocas ocasiones… que eran como islas de coral que desde arriba a uno le parecen aisladas, pero que, de hecho, son solo nudos en la espina de un largo archipiélago que está sumergido casi por completo en el agua. Odetta no sospechaba en absoluto la existencia de Detta, y Detta no tenía idea de que existiera una persona como Odetta… pero Detta por lo menos comprendía claramente que algo estaba mal, que alguien estaba jodiendo en su vida. La imaginación de Odetta novelaba toda clase de cosas que habían sucedido cuando Detta estaba a cargo de su cuerpo; Detta no era tan inteligente. Ella creía recordar cosas, algunas cosas por lo menos, pero buena parte del tiempo no recordaba nada.

Al menos Detta estaba parcialmente enterada de los vacíos.

Podía recordar el plato de porcelana. Eso podía recordarlo. Podía recordar cómo se lo había deslizado en el bolsillo del vestido, mientras miraba todo el tiempo por encima del hombro para asegurarse de que la Mujer Azul no estuviera ahí, espiando. Tenía que asegurarse, porque el plato de porcelana pertenecía a la Mujer Azul. El plato de porcelana, comprendía Detta vagamente, era algo especial. Detta lo cogió por ese motivo. Detta recordaba haberlo llevado a un lugar que conocía (aunque no sabía cómo lo conocía) como Los Drawers, un agujero en la tierra lleno de humo y cubierto de basura donde una vez había visto arder un bebé con piel de plástico. Recordaba haber colocado cuidadosamente el plato sobre el suelo pedregoso y comenzar a pisarlo y luego detenerse, recordaba haberse quitado las bragas de sencillo algodón blanco y habérselas puesto en el bolsillo donde había estado el plato y luego haber deslizado cuidadosamente el primer dedo de su mano izquierda en el corte donde el Viejo Estúpido de Dios la había unido imperfectamente, a ella y a las demás chicas y mujeres, pero algo en ese lugar debía estar bien porque recordaba el sobresalto, recordaba cómo quería apretar, recordaba no haber apretado, recordaba qué deliciosa le resultaba su vagina desnuda, sin las bragas de algodón entre ella y el mundo, y no apretó, no hasta que presionó su zapato, su zapato de charol negro, no hasta que su zapato apretó el plato, entonces presionó con el dedo en el corte del mismo modo en que apretaba con su pie el plato de porcelana especial de la Mujer Azul; recordaba cómo el zapato negro de charol cubrió la delicada filigrana azul del borde del plato, delicada como una tela de araña, recordaba Impresión, sí, recordaba haber apretado en Los Drawers, apretaba con el dedo y con el pie, recordaba la deliciosa promesa de dedo y corte, recordaba que cuando el plato se partió con un frágil chasquido amargo, un frágil placer similar la había atravesado como una flecha desde el corte hasta las vísceras, recordaba el grito que había brotado de sus labios, un desagradable graznido como el sonido de un cuervo espantado de un trigal, podía recordar haber mirado tontamente los fragmentos del plato, luego haber sacado lentamente del bolsillo de su vestido las bragas de sencillo algodón blanco y habérselas puesto otra vez; ponerse las bragas, meter un pie y después el otro, como le enseñaron en un tiempo inmemorial que navegaba a la deriva como la turba en la marea; ponerse las bragas bien, porque primero una se las sacaba para hacer sus cosas, y luego se las volvía a poner, primero un brillante zapato de charol y luego el otro; bien, las bragas estaban bien, podía recordar claramente cómo se las subía por las piernas, las hacía pasar por las rodillas, una costra en la rodilla izquierda casi a punto de caer para dejar una pielecita nueva de bebé, limpia y rosada, sí, podía recordarlo tan claramente que pudo haber sido no una semana atrás o ayer, pudo haber sido hace solo un momento, podía recordar cómo el elástico de la cintura había llegado al ruedo de su vestido de fiesta, el claro contraste del algodón blanco contra la piel marrón, como la nata, sí, como eso, la nata de una jarra si se la atrapa suspendida sobre el café, la textura, las bragas que desaparecen bajo el ruedo del vestido, solo que entonces el vestido era naranja violento y las bragas no subían sino bajaban aunque seguían siendo blancas pero no de algodón, eran de nailon, bragas baratas de nailon transparente, baratas en más de un sentido, y recordaba habérselas sacado, recordaba cómo brillaban sobre el piso del Dodge DeSoto del 46, sí, qué blancas eran, nada digno como podría ser la ropa interior, sino un par de bragas baratas, la chica era barata y era bueno ser barata, era bueno estar en venta, estar en subasta, ni siquiera como una puta sino como una buena cerda de raza; no recordaba el redondo plato de porcelana sino la redonda cara blanca de un muchacho, algún sorprendido universitario borracho, que no era un plato de porcelana pero su cara era tan redonda como lo había sido el plato de porcelana de la Mujer Azul, y había algo en sus mejillas, algo como una filigrana que parecía tan azul como lo había sido la del plato de porcelana especial de la Mujer Azul, pero eso era solo por el neón rojo, el neón era estridente, en la oscuridad el neón del cartel del motel hacía que pareciera azul la sangre que se derramaba por sus mejillas en los lugares en que ella lo había arañado, y él había dicho por qué lo has hecho por qué por qué, y entonces él bajó la ventanilla para vomitar y ella recordaba haber oído en la máquina de discos a Dodie Stevens que cantaba algo acerca de unos zapatos tostados con cordones rosados y un gran Panamá con una cinta de color púrpura, recordaba que el sonido del vómito de él era como la grava en una mezcladora de cemento, y su pene, que un momento antes fuera un lívido signo de exclamación que se elevaba de la maraña hirsuta de su pubis, se derrumbaba en un débil signo blanco de interrogación, recordaba que el ronco sonido pedregoso de su vómito se había detenido y luego había vuelto a comenzar y ella pensó bueno creo que no echó lo suficiente para poner los cimientos y se echó a reír, y presionó su dedo (que ahora venía equipado con una larga uña limada) contra su vagina, que estaba desnuda pero ya no estaba desnuda porque le había crecido su propia maraña enzarzada, y entonces se produjo el mismo frágil chasquido quebrado dentro de ella, y aún era tanto el dolor como el placer (pero mejor, mucho mejor que nada en absoluto), y luego él estaba aferrándola ciegamente y le decía en un tono quebrado y dolido negra de mierda e hija de puta, y ella seguía riéndose igual, esquivándolo con facilidad mientras se subía las bragas y abría la puerta de su lado del coche; sintió el último manotazo ciego de los dedos de él en la espalda de su blusa mientras salía corriendo a la noche de mayo, que estaba fragante de madreselvas tempranas, la luz de neón rojo rosado tartamudeaba sobre la grava de algún estacionamiento de posguerra, y ella metía las bragas, sus resbaladizas bragas de nailon no en el bolsillo de su vestido sino en una cartera atiborrada con la animada conglomeración adolescente de cosméticos, ella corría, la luz tartamudeaba, y entonces tenía veintitrés años y no era un par de bragas sino un pañuelo de rayón y ella lo deslizaba casualmente dentro de su bolso mientras caminaba a lo largo de un mostrador en la sección de Mercería y Complementos de Macy's… un pañuelo que a la sazón se vendía a dólar con noventa y nueve centavos.

Barata.

Barata como las bragas de nailon blanco.

Barata.

Como ella.

El cuerpo que habitaba era el de una mujer que había heredado millones, pero esto no lo sabía y no importaba: el pañuelo era blanco, con un borde azul, y ahí estaba la misma pequeña sensación de placer que irrumpía cuando se sentó en el asiento trasero del taxi y, sin importarle la presencia del chófer, sostenía el pañuelo en una mano, la miraba fijamente, mientras la otra mano se deslizaba por debajo de su falda de tweed y por debajo de sus bragas blancas, y ese largo dedo oscuro se ocupaba de lo que era preciso ocuparse en un solo toque despiadado.

Así pues, algunas veces se preguntaba, de un modo como distraído, dónde estaba cuando no estaba aquí, pero en general sus necesidades eran demasiado repentinas y exigentes como para cualquier reflexión extendida, y ella simplemente cumplía lo que era necesario cumplir, hacía lo que había que hacer.

Roland habría comprendido.

CINCO

Odetta pudo haber ido en limusina a cualquier parte, aun en 1959, a pesar de que su padre todavía estaba vivo y ella no era tan fabulosamente rica como llegaría a ser cuando él murió en 1962 y el dinero que se guardó para ella en un fideicomiso pasó a su propiedad al cumplir los veinticinco años y ella estaba en condiciones de hacer lo que le diera la gana. Pero aunque a ella le importó muy poco una frase acuñada uno o dos años antes por un columnista conservador —la frase era «liberal de limusina»—, era lo bastante joven como para no querer que la vieran así aunque lo fuera. No lo bastante joven (¡o estúpida!) como para creer que unos tejanos descoloridos o las camisas caqui que solía usar podían cambiar de alguna manera real su estatus esencial, o el hecho de viajar en autobús o en metro cuando pudo haber usado el coche (pero había estado lo suficientemente metida en sí misma como para no ver el dolor y la profunda confusión de Andrew, ella le agradaba y pensó que debía ser algún tipo de rechazo personal), pero lo bastante joven como para seguir creyendo que el gesto puede algunas veces vencer (o al menos alterar) la verdad.

La noche del 19 de agosto de 1959 ella pagó por el gesto con la mitad de sus piernas… y la mitad de su mente.

SEIS

Odetta fue primero atraída, luego arrastrada y por fin atrapada por el oleaje que finalmente se convertiría en un maremoto. En 1957, cuando ella se involucró, lo que con el tiempo se conocería como el Movimiento no tenía nombre. Ella conocía algunos de los antecedentes, sabía que la lucha por la igualdad estaba en marcha no desde la Proclamación de la Emancipación sino casi desde que se llevó la primera carga de esclavos a Estados Unidos (a Georgia, en realidad, la colonia que fundaron los ingleses para librarse de sus criminales y deudores), pero para Odetta siempre parecía comenzar en el mismo lugar, con las mismas tres palabras: No me muevo.

El lugar había sido un autobús urbano en Montgomery, Alabama, y las palabras las había dicho una mujer negra llamada Rosa Lee Parks, y el lugar del que Rosa Lee Parks no pensaba moverse era de la parte delantera del autobús hasta la parte trasera, que era, por supuesto, la parte reservada a los negros. Mucho más tarde, Odetta cantaría No nos moverán con todos los demás, y siempre le hacía pensar en Rosa Lee Parks, y nunca lo cantaba sin un sentimiento de vergüenza. Era tan fácil cantar «nosotros» con los brazos enlazados a los brazos de toda una multitud; era fácil incluso para una mujer sin piernas. Tan fácil cantar nosotros, tan fácil ser nosotros. En ese autobús no había un nosotros, ese autobús que debe haber apestado a cuero antiguo y a años de humo de puros y cigarrillos, ese autobús con las tarjetas curvadas de publicidad que decían cosas como LUCKY STRIKE L.S.M.F.T. y VAYA A LA IGLESIA DE SU ELECCIÓN POR EL AMOR DE DIOS y ¡BEBA OVALTINA! ¡VERÁ QUÉ DELICIA! y CHESTERFIELD, VEINTE MARAVILLOSOS CIGARRILLOS DEL MEJOR TABACO, ningún nosotros bajo las miradas escépticas del conductor, los veinte pasajeros entre los que ella estaba sentada, y las igualmente escépticas miradas de los negros de la parte de atrás.

Ningún nosotros.

Ninguna marcha de miles de personas.

Solo Rosa Lee Parks que comenzaba un maremoto con tres palabras: No me muevo.

Odetta pensaría: «Si yo pudiera hacer algo como eso —si yo pudiera ser así de valiente— creo que podría ser feliz por el resto de mi vida. Pero no tengo dentro de mí esa clase de coraje».

Había leído acerca del incidente Parks, pero al principio con escaso interés. Eso llegó poco a poco. Era difícil decir exactamente cuándo o cómo atrapó y disparó su imaginación ese terremoto racial, casi inaudible al principio, que había comenzado a sacudir el Sur.

Alrededor de un año más tarde, un joven con el que estaba saliendo más o menos regularmente comenzó a llevarla al Village, donde algunos de los jóvenes (y generalmente blancos) cantantes folk que actuaban allí habían agregado a su repertorio ciertas canciones nuevas y sorprendentes. De pronto, junto con todos esos viejos resoplidos acerca de cómo John Henry tomó su percutor y le ganó al nuevo percutor a vapor (matándose en el proceso, la-la-la). Y cómo Bar'bry Allen rechazó cruelmente a su joven pretendiente enfermo de amor (y terminó muerta de vergüenza, la-la-la), había canciones acerca de qué se sentía al estar triste y solo e ignorado en la ciudad, qué se sentía al ser rechazado de un trabajo que uno podía hacer, solo por tener la piel del color equivocado, qué se sentía al ser llevado a una celda y recibir latigazos del señor Charlie porque tenías la piel oscura y te habías atrevido, la-la-la, a sentarte en la sección de los blancos en el comedor del F.W. Woolworth's de Montgomery, Alabama.

Absurdamente o no, fue solo entonces cuando ella comenzó a sentir curiosidad acerca de sus propios padres, y de los padres de sus padres, y los padres de estos también. Nunca llegó a leer Raíces, estaba en otro tiempo y otro mundo anteriores a aquellos en que el libro fue escrito, o siquiera pensado, tal vez, por Alex Haley, pero fue en esta época absurdamente tardía de su vida cuando por primera vez cayó en la cuenta de que no demasiadas generaciones atrás sus progenitores habían sido llevados encadenados por hombres blancos. Seguramente el hecho en sí se le había ocurrido antes, pero solo como una información sin verdadera temperatura, como una ecuación, nunca como algo que afectaba íntimamente su propia vida.

Odetta sumó todo lo que sabía y quedó azorada por la pequeñez del resultado. Sabía que su madre había nacido en Odetta, Arkansas, la ciudad por la cual ella (la única hija) recibió su nombre. Sabía que su padre había sido dentista en una ciudad pequeña; que había inventado y patentado un nuevo sistema de fundas que durante diez años quedo ahí inadvertido y aletargado y que luego, súbitamente, lo convirtió en un hombre moderadamente rico. Sabía que diez años antes y cuatro después de la repentina riqueza, había desarrollado una cantidad de otros procesos dentales, la mayor parte de naturaleza ortodóncica o cosmética, y que, poco después de mudarse a Nueva York con su esposa y su hija (que había nacido cuatro años después de que registrara la patente original), fundó una compañía llamada Industrias Dentales Holmes, que ahora era a los dientes lo que la aspirina a los analgésicos.

Pero cuando ella le preguntaba a su padre cómo había sido la vida durante todos los años intermedios, los años en que ella aún no estaba y los años en que sí estaba, él no se lo contaba. Le decía toda clase de cosas, pero no le contaba nada. Esa parte de sí mismo quedó cerrada para ella. Una vez, su mamá, Alice —él la llamaba mamá, o a veces Allie, cuando había tomado unas copas o se sentía bien—, le dijo: «Cuéntale lo que pasó cuando esos hombres te dispararon, cuando ibas en el Ford por el puente cubierto, Dan», y él le dirigió a la mamá de Odetta una mirada tan gris y censora que su mamá, siempre con algo de gorrión, se encogió en el asiento y no dijo más.

Después de esa noche, Odetta lo intentó una o dos veces con su madre sola, pero fue inútil. Si lo hubiera intentado antes, tal vez habría obtenido algo, pero como él no quería hablar, ella tampoco hablaría. Se dio cuenta de que para él el pasado —esos parientes, esos caminos de tierra roja, esas tiendas, esas cabañas con el suelo de tierra, con ventanas sin vidrios, desprovistas de la pura y simple cortesía de una cortina, esos incidentes de agravio y dolor, esos niños en el barrio vestidos con unos delantales que en su origen habían sido bolsas de harina—, todo eso estaba enterrado para él como los dientes muertos debajo de fundas perfectas y cegadoramente blancas. Él no hablaba, tal vez no podía hablar, tal vez se infligió deliberadamente una amnesia selectiva; las fundas de los dientes eran su vida en los Apartamentos Greymarl de Central Park Sur. Todo lo demás quedaba escondido debajo de esa impenetrable cubierta exterior. Su pasado estaba tan bien protegido que no había grieta alguna por la que uno se pudiera deslizar, no había forma de atravesar esa barrera perfectamente enfundada hacia la garganta de la revelación.

Detta sabía cosas, pero no conocía a Odetta y Odetta no la conocía a ella, así que ahí también los dientes quedaban tan suaves y cerrados como un portón.

Ella tenía algo de la timidez de su madre, así como la dureza inexorable (y callada) de su padre, y la única vez en que se atrevió a insistirle sobre el tema, a sugerirle que le estaba negando lo que ella consideraba un merecido fondo de confianza nunca prometido y que al parecer nunca iba a madurar, fue una noche en su biblioteca. El sacudió cuidadosamente su Wall Street Journal, lo cerró, lo dobló y lo dejó sobre la mesita que estaba al lado de la lámpara de pie. Se quitó las gafas sin armazón y las colocó encima del diario. Luego la miró, un negro delgado, casi escuálido, con el pelo gris de rizos apretados que ahora se retiraba con rapidez de los huecos cada vez más profundos de sus sienes, donde latían de una manera estable unas venas tiernas como los resortes de un reloj. Solo le dijo: «No hablo de esa parte de mi vida, Odetta, ni pienso en ella. Sería inútil. Desde entonces el mundo se ha movido».

Roland habría comprendido.

SIETE

Cuando Roland abrió la puerta que tenía escrita las palabras LA DAMA DE LAS SOMBRAS, vio cosas que no comprendió en absoluto, pero comprendió que esas cosas no importaban.

Era el mundo de Eddie Dean, pero más allá de eso era solo una confusión de luces, personas y objetos, más objetos de los que hubiera visto en toda su vida. Cosas de señoras, por el aspecto que tenían, y que al parecer estaban en venta. Algunas estaban bajo vidrio; otras, dispuestas en tentadoras pilas y mostradores. Ninguna importaba más que el movimiento mientras ese mundo fluía a los costados de la puerta que tenía delante. La puerta eran los ojos de la Dama. El miraba a través de ellos tal como había mirado a través de los ojos de Eddie cuando Eddie avanzó por el pasillo del carruaje celeste.

Eddie, por su parte, quedó atónito. En su mano el revólver tembló y cayó un poco. El pistolero se lo pudo haber sacado con facilidad, pero no lo hizo. Solo se quedó quieto. Era un truco que había aprendido mucho tiempo atrás.

Ahora la visión a través de la puerta hizo uno de esos giros que al pistolero le resultaban tan vertiginosos, pero para Eddie este mismo giro abrupto resultó extrañamente tranquilizador. Roland nunca había visto una película de cine. Eddie había visto miles, y lo que estaba mirando era como una de esas tomas subjetivas de películas como Halloween o El resplandor. Sabía incluso cómo se llamaba el aparato que usaban para hacerlo. Una steadycam. Eso era.

—En La Guerra de las galaxias también —murmuró—. La Estrella de la Muerte. Esa jodida grieta, ¿recuerdas?

Roland miró y no dijo nada.

Unas manos de color marrón oscuro entraron en lo que Roland veía como una puerta y lo que Eddie ya comenzaba a considerar como una especie de mágica pantalla de cine… una pantalla de cine en la que, bajo circunstancias adecuadas, uno podría meterse del mismo modo en que aquel tipo salía de la pantalla para entrar en el mundo real en La rosa púrpura de El Cairo. Maliciosa película.

Hasta este momento Eddie no se había dado cuenta de lo maliciosa que era.

Solo que del otro lado de la puerta por la que estaba mirando todavía no se había hecho esa película. Era Nueva York, muy bien —el mismo sonido de las bocinas de los taxis, por sordas y leves que fueran, de alguna manera lo proclamaban—, y era alguna tienda de Nueva York en la que él había estado alguna vez, pero era… era…

—Es más viejo —murmuró.

—¿Antes de tu cuando? —preguntó el pistolero.

Eddie lo miró y se echó a reír brevemente.

—Sí, si quieres decirlo así, sí.

—Hola, señorita Walker —dijo una voz. La visión de la puerta se alzó tan repentinamente que hasta Eddie se mareó un poco y vio a una dependienta que obviamente conocía a la dueña de las manos negras. La conocía y no le gustaba, o bien le temía. O ambas cosas—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Este. —La dueña de las manos negras levantó una bufanda blanca con un borde azul brillante—. No te molestes en envolverla, nena, solo métela en una bolsa.

—¿En efectivo o con…?

—En efectivo, siempre es en efectivo, ¿no?

—Sí, está bien, señorita Walker.

—Me alegro mucho de que te parezca bien, querida. Se produjo una leve mueca en la cara de la dependienta, Eddie alcanzó a pescarla en el momento en que se volvía. Tal vez era algo tan simple como el hecho de que a uno le hable de ese modo una mujer a quien la dependienta consideraría una «arrogante puerca negra» (otra vez era más su experiencia en salas de cine que algún conocimiento de historia o incluso de la vida en las calles como él la había vivido lo que provocaba este pensamiento, porque esto era como ver una película hecha o ambientada en los años sesenta, algo como esa de Sidney Steiger y Rod Poitier, En el calor de la noche), pero podía ser algo más simple todavía: la Dama de las Sombras de Roland, blanca o negra, era una grosera hija de puta.

Y realmente no importaba, ¿no? Nada de esto tenía la más mínima importancia. El se preocupaba por una sola cosa, una cosa y nada más, y esta era irse, largarse de ahí.

Eso era Nueva York, casi podía oler Nueva York.

Y Nueva York significaba caballo.

Casi podía oler eso también.

Solo que había una dificultad, ¿no?

Una dificultad de la gran puta.

OCHO

Roland observó cuidadosamente a Eddie, y a pesar de que en el momento que quisiera podía haberlo matado seis veces, eligió mantenerse quieto y callado y dejar que Eddie elaborara por sí mismo la situación. Eddie era muchas cosas, y muchas de ellas no eran agradables (como alguien que conscientemente ha dejado que un niño cayera hacia su muerte, el pistolero conocía la diferencia entre agradable y no del todo bien), pero había una cosa que Eddie no era: no era estúpido.

Era un chico listo.

Lo iba a entender.

Lo entendió.

Miró a Roland a su vez, sonrió sin mostrar los dientes, hizo girar una vez en su dedo el revólver del pistolero, torpemente, como la parodia de la coda llena de florituras de un pistolero en un espectáculo circense, y luego se lo alcanzó a Roland, la culata primero.

—Esta cosa bien podría ser una palangana para lo que me iba a servir a mí, ¿verdad?

«Puedes hablar con talento cuando quieres —pensó Roland—. ¿Por qué eliges hablar estúpidamente tan a menudo, Eddie? ¿Es porque crees que así hablan en el lugar adonde fue tu hermano con sus armas?».

—¿Verdad? —repitió Eddie.

Roland asintió.

—Si te hubiera pegado un tiro, ¿qué le habría pasado a esa puerta?

—No lo sé. Supongo que la única forma de averiguarlo sería intentarlo y ver.

—Bueno, ¿qué crees que pasaría?

—Creo que desaparecería.

Eddie asintió. Era lo mismo que creía él. ¡Puf! ¡Desaparecida por pura magia! Ahora está, amigos míos, y ahora ya no está. No era en realidad diferente de lo que pasaría si el dueño de un cine sacara un revólver y le disparara al proyector, ¿no?

Si le disparas al proyector, la película se detiene.

Eddie no quería que la película se detuviera.

Eddie quería lo que le correspondía.

—Puedes pasar solo —dijo Eddie lentamente.

—Sí.

—Algo así.

—Sí.

—Te metes de un soplo en su cabeza. Como te metiste de un soplo en la mía. —Sí.

—Así que haces autoestop para entrar en mi mundo, pero eso es todo.

Roland no contestó. Hacer autoestop era una de las expresiones que Eddie usaba a veces y que él no comprendía con exactitud… pero pescó el sentido.

—Pero podrías pasar en tu propio cuerpo. Como en el bar de Balazar. —Hablaba en voz alta, pero en realidad se hablaba a sí mismo—. Salvo que me necesitarías para hacer eso, ¿verdad? —Sí.

—Entonces llévame contigo.

El pistolero abrió la boca, pero Eddie se apresuró en añadir:

—No ahora, no quiero decir ahora. Sé que podríamos causar un alboroto o algo por el estilo si aparecemos ahí de golpe. —Se echó a reír algo salvajemente—. Como un mago que saca conejos de su sombrero, solo que no hay sombrero, seguro. Lo sé. Vamos a esperar a que esté sola, y entonces…

—No.

—Volveré contigo —dijo Eddie—. Lo juro, Roland. Quiero decir, sé que tienes que hacer un trabajo, y sé que yo soy parte de ese trabajo. Sé que me salvaste el culo en la Aduana, pero creo que yo salvé el tuyo en el bar de Balazar… dime, ¿qué piensas?

—Creo que lo hiciste —contestó Roland. Recordó cómo Eddie se había levantado detrás del escritorio sin fijarse en el riesgo, y tuvo un instante de duda.

Pero solo un instante.

—¿Y entonces? Pedro le paga a Pablo. Una mano lava la otra. Lo único que quiero es volver por unas horas. Comprar un poco de pollo para llevar, tal vez una caja de Donuts. —Eddie asintió hacia la puerta, donde las cosas habían comenzado a moverse otra vez—. Entonces, ¿qué me dices?

—No —respondió el pistolero, pero por un momento apenas pensaba en Eddie.

Ese movimiento a lo largo del pasillo (la Dama, fuera quien fuera, no se movía como una persona común) no era, Por ejemplo, como el de Eddie, cuando Roland miraba a través de sus ojos, o (ahora que se detenía a pensarlo, cosa que nunca había hecho antes, no más de lo que se había detenido a registrar verdaderamente la presencia constante de su propia nariz en la zona inferior de su visión periférica) como su propio movimiento. Cuando uno caminaba, la visión se convertía en un péndulo suave: pierna izquierda, pierna derecha, pierna izquierda, pierna derecha, el mundo se balancea atrás y adelante tan suave y gentilmente que después de un tiempo —poco después de que uno comienza a caminar, suponía él— uno simplemente lo ignoraba. No había nada de ese movimiento pendular en el andar de la Dama: ella solo se movía con suavidad a lo largo del pasillo como si anduviera sobre vías. Irónicamente, Eddie tenía esta misma percepción… solo que para Eddie la cosa parecía una secuencia filmada con una steadycam. Esta percepción le había resultado tranquilizadora porque la conocía.

Para Roland era extraña… pero en ese momento Eddie exclamaba con voz chillona:

—Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no, mierda?

—Porque tú no quieres pollo —dijo el pistolero—. Sé cómo llamas las cosas que quieres, Eddie. Quieres un chute. Quieres picarte.

—¿Y qué? —Eddie gritó—. ¿Qué pasa si quiero un chute? ¡Te dije que volvería contigo! ¡Tienes mi promesa! O sea, ¡tienes mi puta PROMESA! ¿Qué más quieres? ¿Quieres que te lo jure por la memoria de mi madre? ¡Muy bien, te lo juro por la memoria de mi madre! ¿Quieres que te lo jure por la memoria de mi hermano Henry? Muy bien, ¡lo juro! ¡Lo juro! ¡LO JURO!

Enrico Balazar pudo habérselo dicho, pero el pistolero no necesitaba que personas como Balazar le explicaran este hecho de la vida: nunca confíes en un yonqui.

Roland asintió hacia la puerta.

—Hasta después de la Torre, por lo menos, esa parte de tu vida está terminada. Después de eso no me importa. Después de eso eres libre de irte al infierno de la manera que quieras. Hasta entonces te necesito.

—Oh, eres un mentiroso hijo de la gran puta —protestó Eddie en voz baja. En su voz no se notaba una emoción audible, pero el pistolero vio el resplandor de las lágrimas en sus ojos. Roland no dijo nada—. Tú sabes que no habrá después, no para mí, ni para ella, ni para el Cristo que resulte ser el tercer tipo. Probablemente tampoco lo haya para ti. Te ves tan jodidamente devastado como Henry en su peor momento. Si no morimos en el camino a tu Torre, es más seguro que la mierda que moriremos al llegar allá, así que ¿por qué me mientes?

El pistolero sintió una suerte de remota vergüenza, pero solo repitió:

—Al menos por ahora, esa parte de tu vida está terminada.

—¿Ah sí? —dijo Eddie—. Bueno, voy a darte algunas noticias, Roland. Yo sé lo que le va a pasar a tu cuerpo verdadero cuando atravieses la puerta y te metas dentro de ella. Lo sé porque lo he visto antes. No necesito tus pistolas. Te tengo agarrado por ese lugar legendario donde crecen los pelos cortos, amigo mío. Puedes incluso volver la cabeza de ella del mismo modo en que volvías la mía para observar lo que hago con el resto de ti mientras no eres más que tu maldito ka. Me gustaría esperar a la caída de la noche, y arrastrarte hasta el agua. Entonces podrías observar cómo las langostruosidades destrozan lo que queda de ti. Pero es posible que tengas demasiada prisa para eso.

Eddie hizo una pausa. El chirriante romper de las olas y el constante silbido hueco del viento parecían sonar muy alto.

—Así pues creo que simplemente usaré tu cuchillo para cortarte el pescuezo.

—¿Y cerrar esa puerta para siempre?

—Tú dices que esa parte de mi vida está terminada. Tampoco te refieres simplemente al caballo. Te refieres a Nueva York, Estados Unidos, mi época, todo. Si es así como son las cosas, quiero que esta parte de mi vida termine también. El escenario es una mierda y la compañía apesta. A veces, Roland, consigues que Jimmy Swaggart parezca casi un tipo cuerdo.

—Nos esperan grandes maravillas —dijo Roland—. Grandes aventuras. Más que eso, hay una búsqueda cuyo curso hay que seguir, y la oportunidad de redimir tu honor. Y hay algo más. Tú podrías ser un pistolero. No tengo por qué ser el último, después de todo. Está en ti, Eddie. Lo veo. Lo siento.

Eddie se echó a reír a pesar de que ahora las lágrimas le cruzaban las mejillas.

—¡Oh, maravilloso, maravilloso! ¡Justo lo que necesito! Mi hermano Henry. Él era un pistolero. En un lugar llamado Vietnam, eso es. Fue fantástico para él. Debiste haberlo visto cuando tenía un buen cuelgue, Roland. No podía llegar sin ayuda al puto cuarto de baño. Si no había nadie a mano para ayudarlo, se quedaba ahí mirando Los grandes de la lucha y se cagaba en los putos pantalones. Es fantástico ser un pistolero. Lo veo claro. Mi hermano era un drogata y tú estás más loco que un plumero.

—Tal vez tu hermano no tenía una clara idea del honor.

—Tal vez no. No siempre teníamos una imagen clara de eso en los Proyectos. Por lo general estábamos demasiado ocupados fumando un porro o haciendo alguna otra cosa importante como para ocuparnos de eso.

Eddie lloraba ahora con más fuerza, pero también se reía.

—Ahora tus amigos. Ese tipo del que hablas cuando estás dormido, por ejemplo, el colega Cuthbert…

El pistolero se sobresaltó a pesar de sí mismo. Todos sus largos años de entrenamiento no pudieron evitar ese sobresalto.

—¿Acaso ellos consiguieron esas cosas de las que tú hablas como un podrido sargento de reclutamiento de los Marines? ¿Aventura? ¿Búsqueda? ¿Honor?

—Sí, ellos comprendían el honor —dijo Roland lentamente, mientras pensaba en todos los desaparecidos.

—¿Obtuvieron más que mi hermano como pistoleros?

Roland no contestó.

—Te conozco —dijo Eddie—. He visto a un montón de tipos como tú. No eres más que un chiflado del ala que canta «Adelante, soldados de Cristo» con una bandera en una mano y un revólver en la otra. No quiero honor, no lo quiero. Solo quiero cenar pollo y un pico. En ese orden. Así que te lo digo: vete, atraviesa la puerta. Puedes hacerlo. Pero en el momento en que te vayas mataré lo que quede de ti.

El pistolero no dijo nada.

Eddie sonrió torcidamente y con el dorso de sus manos se limpió las lágrimas de las mejillas.

—¿Quieres saber cómo llamamos a esto allá en mi barrio?

—¿Cómo?

—Un pulso mexicano.

Por un momento se quedaron ahí mirándose el uno al otro, y luego Roland miró directamente hacia la puerta. Ambos habían notado en parte —Roland algo más que Eddie, tal vez— que hubo otro de esos virajes, esta vez hacia la izquierda. Aquí había un arreglo de resplandeciente joyería. Algunas piezas estaban bajo un vidrio protector, pero como la mayoría no lo estaba, el pistolero supuso que eran falsas… lo que Eddie hubiera llamado bisutería. Las manos de color marrón oscuro examinaron algunas cosas en lo que parecía solo un modo superficial, y entonces apareció otra dependienta. Se produjo algo de conversación que ninguno de ellos escuchó verdaderamente, y la Dama («Vaya una Dama», pensó Eddie) dijo que quería ver otra cosa. La muchacha se alejó, y fue entonces cuando la mirada de Roland se volvió violentamente.

Reaparecieron las manos marrones, solo que ahora tenían un bolso. El bolso se abrió. Y de pronto las manos estaban juntando cosas —al parecer, casi con seguridad, al azar— y las metían dentro del bolso.

—Bueno, Roland, es toda una tripulación la que estás juntando —dijo Eddie, amargamente divertido—. Primero te consigues tu yonqui blanco, y luego una cleptómana negra…

Pero Roland ya se movía hacia la puerta entre los mundos, se movía con rapidez, sin mirar a Eddie en absoluto.

—¡Lo digo en serio! —gritó Eddie—. Si cruzas, te corto el cuello, te corto el cuello de m…

Antes de que pudiera terminar, el pistolero se había ido. Todo lo que quedó de él fue su cuerpo débil respirando sobre la playa.

Por un momento Eddie simplemente se quedó ahí, incapaz de creer que Roland lo hubiera hecho, que realmente había seguido adelante y hecho esa estupidez a pesar de su promesa —sincera y garantizada, joder— de las consecuencias que podía acarrear.

Se quedó ahí por un momento, girando los ojos como un caballo asustado al estallar una tormenta… salvo que, por supuesto, no había tormenta alguna, aparte de la que tenía en la cabeza.

Muy bien. Muy bien, joder.

Podría ser solo un momento. Es posible que fuera todo lo que el pistolero le diera, y Eddie lo sabía muy bien. Echó una mirada hacia la puerta y vio cómo las manos negras se congelaban con un collar dorado mitad dentro y mitad fuera de su bolso, que ya centelleaba como el baúl del tesoro de un pirata. A pesar de que no podía oírlo, Eddie sintió que Roland estaba hablando con la dueña de las manos negras.

Sacó el cuchillo de la cartera del pistolero y luego se acercó al cuerpo débil que yacía respirando delante de la puerta. Los ojos estaban abiertos pero vacíos, girados hacia arriba hasta quedar en blanco.

—¡Mira, Roland! —gritó Eddie. El viento monótono, idiota, incesante, sopló en sus oídos. Joder, era como para volver loco a cualquiera—. ¡Mira muy atentamente! ¡Quiero que completes tu educación, coño! ¡Quiero que veas lo que sucede cuando te cagas en los hermanos Dean!

Acercó el cuchillo a la garganta del pistolero.