Despojado de la jerga, lo que Adler dijo fue esto: el esquizofrénico perfecto —si es que tal persona existe— sería el hombre o la mujer que no solo ignora su(s) otra(s) personalidades), sino que ignora por completo que algo anda mal en su vida.
Adler debió haber conocido a Detta Walker y a Odetta Holmes.
UNO
—… Último pistolero —dijo Andrew.
Había estado hablando durante un rato bastante largo, pero Andrew siempre hablaba y por lo general Odetta solo lo dejaba fluir sobre su mente del mismo modo en que uno deja fluir el agua tibia sobre la cara y el pelo cuando se da una ducha… Pero esto hizo más que despertar su atención: ta atrapó, como si se hubiera enganchado en una zarza.
—¿Perdón?
—Oh, solo era una columna en el diario —aclaró Andrew—. No sé quién la escribió. No me fijé. Alguno de esos Políticos. Probablemente usted lo conoce, s'ita Holmes. Yo quería, y lloré la noche en que lo eligieron…
Ella sonrió, conmovida a su pesar. Andrew decía que su charloteo incesante era algo que no podía contener; algo de lo que no era responsable, era su parte irlandesa que le salía, y por lo general no era nada —solo parloteos y chisporroteos acerca de parientes y amigos a los que ella nunca conocería, opiniones políticas a medio cocinar, extraños comentarios científicos cosechados de extrañas fuentes (entre otras cosas, Andrew era un firme creyente en los platillos volantes, a los que llamaba omnis)—, pero esto la conmovió porque también ella lloró la noche en que lo eligieron.
—Pero no lloré el día en que ese hijo de puta —perdone mi lenguaje, s'ita Holmes—, cuando ese hijo de puta de Oswald le pegó un tiro, y desde entonces no he llorado, y ya ha pasado… ¿cuánto, dos meses?
«Tres meses y dos días», pensó ella.
—Algo por el estilo, supongo.
Andrew asintió.
—Entonces leí esta columna (pudo ser en The Daily News), ayer, acerca de cómo es probable que Johnson haga las cosas bastante bien, pero que no va a ser lo mismo. El tipo decía que Estados Unidos había presenciado el paso del último pistolero del mundo.
—No creo que John Kennedy fuera eso en absoluto —dijo Odetta, y si su voz sonó algo más afilada de lo que Andrew estaba acostumbrado a oír (que debió de ser así, porque a través del espejo retrovisor ella lo vio hacer un guiño perplejo, un guiño que más parecía una mueca), fue porque ella también se sintió conmovida por esto. Era absurdo, pero también era un hecho. Había algo en esa base (Estados Unidos había presenciado el paso del último pistolero del mundo) que tocó un punto profundo de su mente. Era feo, era falso (John Kennedy había sido un pacificador, no un villano de látigo tipo Billy el Niño, que era más el estilo de Goldwater), pero por alguna razón le había puesto la carne de gallina.
—Bueno, el tipo decía que no iba a haber escasez de matones en el mundo —continuó Andrew, mirándola nerviosamente por el espejo retrovisor—. Mencionó a Jack Ruby, por ejemplo, y a Castro, y al tipo ese de Haití…
—Duvalier —dijo ella—. Papa Doc.
—Sí, ese, y Diem…
—Los hermanos Diem están muertos.
—Bueno, él decía que Jack Kennedy era diferente, eso es todo. Aseguró que sacaría el arma, pero solo si alguien más débil necesitaba que lo hiciera, y solo si no se podía hacer otra cosa. Decía que Kennedy era bastante sabio como para saber que a veces hablar no hacía ningún bien. Que Kennedy sabía que si salía espuma por la boca había que matar.
Sus ojos seguían mirándola con aprensión.
—Además, solo era una columna que leí.
Ahora la limusina se deslizaba por la Quinta Avenida; se dirigía hacia Central Park Oeste, con el emblema de Cadillac al final del capó cortando el aire helado de febrero.
—Sí —dijo Odetta suavemente, y los ojos de Andrew se tranquilizaron un poco—. Lo comprendo. No estoy de acuerdo, pero lo comprendo.
«Eres una mentirosa», dijo una voz dentro de su mente. Era una voz que oía con bastante frecuencia. Incluso le había puesto un nombre. Era la voz del Aguijón. «Lo comprendes perfectamente y estás completamente de acuerdo. Miéntele a Andrew, si te parece necesario, pero por el amor de Dios, mujer, no te mientas a ti misma».
Parte de ella, sin embargo, protestaba horrorizada. En un mundo que se había convertido en un polvorín nuclear, sobre el que ahora estaban sentadas cerca de mil millones de personas, era un error —tal vez un error de proporciones suicidas— creer que existía una diferencia entre buenos tiradores y malos tiradores. Había demasiadas manos temblorosas que sostenían encendedores cerca de demasiadas mechas. Este no era un mundo para pistoleros. Si alguna vez hubo un tiempo para ellos, ya había pasado.
¿O no?
Ella cerró un momento los ojos y se masajeó las sienes. Sentía que estaba por tener uno de sus dolores de cabeza. A veces solo amenazaban, como una ominosa concentración de cúmulonimbos en una calurosa tarde de verano, y luego volaban… como esas feas tormentas que se ciernen en el verano, que a veces simplemente se deslizan en una u otra dirección para arrojar sus truenos y relámpagos en alguna otra parte.
Creía, sin embargo, que esta vez la tormenta iba a ocurrir. Llegaría completa, con truenos, relámpagos y granizo del tamaño de pelotas de golf.
Por la Quinta Avenida, las luces de la calle se veían muy brillantes.
—¿Y cómo estuvo Oxford, s'ita Holmes? —preguntó Andrew tentativamente.
—Húmedo. Por mucho que estemos en febrero, había mucha humedad. —Hizo una pausa; se decía a sí misma que no diría las palabras que le trepaban por la garganta como la bilis: se las tragaría para que volvieran a bajar. Decir esas palabras sería de una brutalidad innecesaria. Lo que había dicho Andrew acerca del último pistolero del mundo solo había sido un poco más del parloteo incesante del hombre. Pero encima de todo lo demás resultó un poquitín demasiado, y de todas maneras salió lo que se había propuesto no decir. Su voz sonó tan calma y decidida como siempre, supuso, pero no se engañó: podía reconocer un exabrupto donde lo oía—. El esclavo liberado vino muy rápidamente, por supuesto; le habían avisado con antelación.