UNO
Con la melodía de un blues de los años veinte, Billie Holiday, que un día descubriría la verdad por sí misma, cantaba: «Doctor told me daughter you got to quit it fast / Because one more rocket gonna be your last».[2] El último cohete de Henry Dean despegó cinco minutos antes de que la camioneta se detuviera ante la puerta de La Torre Inclinada y de que a su hermano se lo llevasen hacia adentro como si fuese una res.
Como estaba a su derecha, George Biondi —«Big George» para los amigos; «George el narigudo» para los enemigos— le formulaba las preguntas a Henry. Ahora que Henry asentía y hacía guiños con toda seriedad sobre el tablero, Tricks Postino puso el dado en una mano que ya había adquirido el color polvoriento que la larga adicción a la heroína produce en las extremidades, el color polvoriento que precede a la gangrena.
—Te toca, Henry —advirtió Tricks, y Henry dejó caer el dado.
Como siguió mirando al espacio sin mostrar intención alguna de mover su ficha, Jimmy Haspio la movió por él.
—Mira esto, Henry —indicó—. Tienes la oportunidad de ganar un trozo del queso.
—Un trozo del queso —dijo Henry en tono soñador.
—Va a llegar muy pronto —lo calmó Tricks—. Te toca jugar.
—Quiero darme un pico.
—Juega, Henry.
—Está bien, está bien, deja de empujarme.
—No le empujes —le advirtió Kevin Blake a Jimmy.
—Está bien, no le empujaré —repuso Jimmy.
—¿Estás listo? —preguntó George Biondi. Dirigió a los otros un enorme guiño cuando el mentón de Henry bajó flotando hasta apoyarse en su esternón, y luego volvió a subir lentamente una vez más; era como ver un tronco empapado que no terminaba de darse por vencido y hundirse para siempre.
—Sí —contestó Henry—. Venga.
—¡Venga! —gritó Jimmy Haspio regocijadamente.
—¡Venga, joder! —añadió Tricks, y todos rugieron de risa (en la otra habitación, el edificio de Balazar, que ahora tenía ya tres pisos, tembló otra vez pero no se cayó).
—Muy bien, escucha con cuidado —comenzó George, y volvió a guiñar el ojo. A pesar de que Henry estaba en la categoría de Deportes, George anunció que la categoría era Arte y Entretenimiento—. ¿Qué popular cantante folk produjo éxitos como Un muchacho llamado Sue, Bines de la Prisión Folsom y otras muchas canciones de puta madre?
Kevin Blake, que en realidad sabía sumar siete más nueve (si le daban fichas de póquer para hacerlo), se doblo de risa, abrazándose las rodillas, y por poco no desbarato el tablero.
Siempre simulando leer la tarjeta que tenía en su mano, George continuó:
—A este popular cantante se lo conoce también como el
Hombre de Negro. Su nombre significa lo mismo que el lugar donde uno va a hacer pis, y el apellido significa lo que uno tiene en la billetera a menos que sea un jodido drogata.[3]
Se produjo un largo silencio expectante.
—Walter Brennan —contestó Henry por fin.
Bramaron las carcajadas. Jimmy Haspio abrazó a Kevin Blake. Kevin le pegaba a Jimmy en el hombro. En la oficina de Balazar, la casa de naipes que se estaba convirtiendo en una torre de naipes volvió a temblar.
—¡Callaos! —gritó Cimi—. El Jefe está construyendo.
Se callaron de inmediato.
—Correcto —asintió George—. Esta la has contestado bien, Henry. Era difícil, pero lo lograste.
—Siempre lo hago —ratificó Henry—. Siempre lo logro cuando me concentro. Quiero darme un pico.
—¡Buena idea! —dijo George, y cogió una caja de puros Roi-Tan que estaba detrás de él. Sacó de la caja una jeringa. Se la clavó a Henry en la vena llena de cicatrices, un poco más arriba del codo, y el último cohete de Henry levantó el vuelo.
DOS
El exterior de la furgoneta de pizza era destartalado pero por debajo de la mugre del camino y de la pintura de aerosol había una maravilla de alta tecnología que los tipos de la DEA o la Drug Enforcement Administration habrían envidiado. Tal como Balazar había dicho más de una vez, «no puedes vencer a esos cabrones a menos que seas capaz de competir con ellos, a menos que puedas tener equipos del mismo nivel». Era un material muy caro, pero el bando de Balazar tenía una ventaja: robaban lo que en la DEA tenían que comprar a precios exagerados. A lo largo de toda la costa Este había empleados de compañías electrónicas perfectamente dispuestos a vender material secreto de alta seguridad a precios de liquidación. Aquellos catzzaroni (Jack Andolini los llamaba cocainocabezudos de Silicon Valley) prácticamente se le tiraban a uno encima.
Debajo del tablero había un detector de policías, un aparato para interferir los radares policiales de UHF, un detector de transmisiones de radio de alta frecuencia y onda larga, un aparato para interferirías; un transmisor/amplificador que a cualquiera que tratara de localizar la furgoneta mediante métodos corrientes de triangulación, le indicaría que el vehículo estaba al mismo tiempo en Connecticut, Harlem y Montauk Sound, un radio teléfono… y un botoncito rojo que Andolini apretó en cuanto Eddie Dean salió de la camioneta.
En la oficina de Balazar, el intercomunicador emitió un único zumbido corto.
—Son ellos —dijo él—. Claudio, déjalos entrar. Cimi, di a todos que se esfumen. Para Eddie Dean, conmigo no hay nadie más que tú y Claudio. Cimi, vete al almacén con los otros caballeros.
Ambos salieron, Cimi dobló a la izquierda, Claudio Andolini a la derecha.
Con toda calma, Balazar inició un nuevo nivel en su edificio.
TRES
—Deja que me encargue de todo —indicó nuevamente Eddie cuando Claudio abrió la puerta.
—Sí —contestó el pistolero. Pero permaneció alerta, listo para dar el paso adelante en el instante en que pareciera necesario.
Sonaron las llaves. El pistolero estaba muy atento a los olores: el viejo sudor de Col Vincent a su derecha; el olor agudo, casi ácido, del after shave de Jack Andolini, a su izquierda y, en cuanto pisaron la penumbra, el olor agrio de la cerveza.
El olor a cerveza fue el único que reconoció. Este no era un salón cochambroso con serrín en el suelo y una barra formada con tablones colocados sobre caballetes; el pistolero calculó que era completamente diferente de un lugar como el bar de Sheb en Tull. Por todas partes se veía el suave resplandor del cristal. En aquel salón había más cristal del que había visto en todos los años pasados desde la infancia, cuando las líneas de abastecimiento comenzaron a quebrarse, en parte por culpa de los ataques que realizaban las fuerzas rebeldes de Farson, el Hombre Bueno, pero principalmente, creía él, porque el mundo se movía y por nada más. Farson había sido un síntoma de ese gran movimiento, no la causa.
Veía sus reflejos por todas partes: en las paredes, en la barra recubierta de vidrio y en el largo espejo que tenía detrás; incluso veía sus reflejos como miniaturas curvas en las graciosas copas de vino en forma de campana que colgaban vueltas hacia abajo por encima de la barra… copas tan frágiles y bellas como las orlas de un festival.
En una esquina había una creación esculpida de luces que subía y cambiaba, subía y cambiaba, subía y cambiaba.
Del oro al verde, del verde al amarillo, del amarillo al rojo, del rojo al oro otra vez. La cruzaba una palabra escrita con Grandes Letras, que podía leer pero que para él no significaba nada: ROCKOLA.
Daba igual. Había negocios que realizar. El no era un turista; no podía permitirse el lujo de actuar como si lo fuera, a pesar de lo extraño y maravilloso que todo pudiera ser.
El hombre que los había dejado entrar era claramente el hermano del hombre que conducía lo que Eddie llamaba la camioneta, aunque era mucho más alto y tenía tal vez cinco años menos. Llevaba un revólver en una funda sujeta al hombro.
—¿Dónde está Henry? —preguntó Eddie—. Quiero ver a Henry. —Levantó la voz—. ¡Henry! ¡Eh, Henry!
No hubo respuesta; solo un silencio en que las copas colgadas sobre el bar parecieron temblar con una delicadeza que sobrepasaba ligeramente el alcance del oído humano.
—Al señor Balazar le gustaría hablar contigo primero.
—Lo tienen atado y amordazado en alguna parte, ¿verdad? —preguntó Eddie, y antes de que Claudio pudiera hacer algo más que abrir la boca para contestar, Eddie se echó a reír—. No, lo que pienso es que debe de estar chutado, eso es todo. ¿Para qué ibais a molestaros con sogas y mordazas, si para mantener a Henry quieto todo lo que tenéis que hacer es darle un pico? Muy bien. Llévame ante Balazar. Vamos a terminar con esto.
CUATRO
El pistolero miró la torre de naipes sobre el escritorio de Balazar y pensó: «Otra señal».
Balazar no miró hacia arriba —la torre de cartas ya era demasiado alta para eso— sino más bien por encima. Su expresión era cálida y placentera.
—Eddie —dijo—, me alegro de verte, hijo. Oí que tuviste algún problema en Kennedy.
—Yo no soy su hijo —repuso Eddie llanamente.
Balazar hizo un gesto que al mismo tiempo era cómico, triste y poco digno de confianza.
«Me lastimas, Eddie —indicaba aquel gesto—. Cuando dices algo así me lastimas».
—Vamos al grano —cortó Eddie—. Usted sabe que solo puede ser una de dos: o los federales me están utilizando, o tuvieron que soltarme. Sabe que no pudieron hacerme cantar en dos horas solamente. Y sabe que si lo hubieran hecho, yo estaría ahora en la calle 43 contestando preguntas, con alguna que otra interrupción para ir a vomitar al baño.
—¿Te están utilizando, Eddie? —preguntó suavemente Balazar.
—No. Tuvieron que soltarme. Me están siguiendo, pero eso no significa que yo los esté guiando.
—Así que te deshiciste de la coca —inquirió Balazar—. Es fascinante. Tienes que contarme cómo se hace para deshacerse de un kilo de coca cuando uno está subido a un avión. Sería una información muy útil. Es como una historia de misterio con una habitación cerrada.
—No me deshice de la coca —dijo Eddie—, pero tampoco la tengo ya.
—Entonces, ¿quién la tiene? —preguntó Claudio, y enseguida se ruborizó cuando su hermano lo miró con ferocidad contenida.
—La tiene él —contestó Eddie sonriendo, y señaló a Enrico Balazar por encima de la torre de cartas—. Ya ha sido entregada.
Por primera vez desde que escoltaron a Eddie dentro de la habitación, una expresión genuina iluminó el rostro de Balazar: sorpresa. Luego desapareció. Sonrió amablemente.
—Sí —concedió—. En un lugar que más tarde se revelará, después de que tu hermano y tú os hayáis ido con lo vuestro. A Islandia, tal vez. ¿Es eso lo que se supone que va a pasar?
—No —negó Eddie—. Usted no entiende. Está aquí. Entrega directa en la puerta de su casa. Tal como acordamos. Porque aun en los tiempos que corren, hay personas que todavía creen en concluir un trato tal como se hizo de entrada. Sorprendente, lo sé, pero cierto.
Todos lo estaban mirando.
—¿Qué tal voy, Roland? —preguntó Eddie.
—Creo que lo estás haciendo muy bien. Pero no dejes que este hombre recupere el equilibrio, Eddie. Creo que es peligroso.
—Eso crees, ¿eh? Muy bien, ahí te llevo ventaja, amigo mío. Yo sé que es peligroso. Más peligroso que la madre que lo parió.
Volvió a mirar a Balazar y le dirigió un ligero guiño.
—Por eso, el que ahora tiene que preocuparse por los federales es usted, y no yo. Si llegaran a presentarse con una orden de registro, de pronto podría descubrir que lo están jodiendo sin siquiera haber tenido tiempo de abrirse de piernas, señor Balazar.
Balazar había cogido dos cartas. Súbitamente sacudió las manos y dejó las cartas a un costado. Fue un instante, pero Roland lo vio, y Eddie también lo vio. Una expresión de incertidumbre —incluso un miedo momentáneo, quizá— apareció y luego desapareció en su rostro.
—Cuida tu lenguaje conmigo, Eddie. Cuida tu manera de expresarte y, por favor, recuerda que tengo poco tiempo y poca tolerancia para las tonterías.
Jack Andolini parecía alarmado.
—¡Hizo un arreglo con ellos, señor Balazar! Esta mierdita les entregó la coca y nos han tendido una trampa mientras simulaban interrogarlo.
—Aquí no ha venido nadie —aseveró Balazar—. Nadie pudo acercarse, Jack, y tú lo sabes. Los detectores funcionan hasta cuando una paloma se tira un pedo en el techo.
—Pero…
—Aunque se las hubieran arreglado para entramparnos de alguna manera, tenemos tanta gente en su organización que en tres días podríamos abrir quince agujeros en su acusación. Sabríamos quién, cuándo y cómo.
Balazar miró a Eddie otra vez.
—Eddie —le advirtió—, tienes quince segundos para dejar de decir sandeces. Después haré que venga Cimi Dretto y te hará daño. Luego, pasado un rato, se irá, y desde un cuarto cercano podrás oír cómo le hace daño a tu hermano.
Eddie se puso rígido.
—Calma —murmuró el pistolero y pensó: «Lo único que hay que hacer para lastimarlo es pronunciar el nombre de su hermano. Es como hurgar en una herida abierta».
—Voy a entrar en el lavabo —comenzó Eddie. Señaló una puerta en el rincón izquierdo más lejano de la habitación, una puerta tan discreta que pudo haber pasado por uno de los paneles de la pared, y añadió—: Voy a entrar solo. Saldré con medio kilo de su cocaína. La mitad del envío. Usted la prueba. Luego trae aquí a Henry para que yo pueda verlo. Cuando yo lo vea, cuando vea que está bien, le dará a él lo nuestro y uno de sus caballeros lo llevará a casa. Mientras él va a casa, yo y… —«Roland», estuvo a punto de decir— yo y el resto de los tipos que ambos sabemos que están por aquí miraremos cómo usted construye sus casitas. Cuando Henry esté en casa y a salvo (es decir que no haya nadie ahí apuntándole con un revólver en la oreja) me llamará y me dirá cierta palabra. Es algo que elaboramos antes de que yo me fuera. Por si acaso.
El pistolero revisó la mente de Eddie para ver si esto era cierto o si era un farol. Era cierto, o al menos es lo que pensaba Eddie. Roland vio que Eddie estaba realmente convencido de que su hermano moriría antes de decir esa palabra en falso. El pistolero no estaba tan seguro.
—Debes de pensar que yo aún creo en Santa Claus —manifestó Balazar.
—Ya sé que no.
—Claudio, regístralo. Jack, tú entra en el lavabo y revísalo todo.
—¿Hay algún lugar del lavabo que yo no conozca? —preguntó Andolini.
Balazar se quedó callado por un rato, mientras estudiaba cuidadosamente a Andolini con sus ojos marrones oscuros.
—En la pared trasera del botiquín hay un pequeño panel —explicó—. Ahí guardo algunos efectos personales. No alcanza para esconder medio kilo de droga pero, por si las moscas, regístralo.
Jack salió, y cuando entraba al pequeño lavabo el pistolero vio una ráfaga de la misma gélida luz blanca que había iluminado el retrete del carruaje aéreo. Luego, la puerta se cerró.
Los ojos de Balazar saltaron a Eddie.
—¿Por qué insistes en decir unas mentiras tan estúpidas? —preguntó, casi con pesar—. Pensé que eras inteligente.
—Míreme a la cara —le pidió Eddie con calma—, y dígame que le estoy mintiendo.
Balazar hizo lo que Eddie le pedía. Lo miró durante unos minutos. Luego se volvió hacia otro lado, con las manos metidas en los bolsillos tan profundamente que se vio un poquito el nacimiento de su culo campesino. Su postura era de pesar —pesar por un hijo descarriado—, pero, antes de que Balazar se volviera, Roland había visto en su cara una expresión que no era de pesar. Lo que Balazar había visto en la cara de Eddie no lo había dejado afligido sino profundamente perturbado.
—Desvístete —le ordenó Claudio a Eddie. Y ahora le apuntaba con un arma.
Eddie comenzó a sacarse la ropa.
CINCO
«Esto no me gusta», pensó Balazar, mientras esperaba que Jack Andolini saliera del baño. Estaba asustado. Repentinamente sudaba pero no solo debajo de los brazos o en la entrepierna, que le sudaban aun en lo peor del invierno, cuando el tiempo estaba más frío que la hebilla del cinturón de un minero, sino por todo el cuerpo. Al marcharse, Eddie tenía aspecto de yonqui —de yonqui inteligente, pero de yonqui al fin, de alguien a quien uno podía llevarse a cualquier parte cogiéndolo por las pelotas con el anzuelo del caballo— y ahora que había vuelto parecía… ¿qué parecía? Parecía haber crecido, de alguna manera había cambiado.
«Es como si alguien le hubiera metido por la garganta dos litros de agallas frescas».
Sí. Era eso. Y la droga. La droga de mierda… Jack iba a dejar el lavabo patas arriba y Claudio revisaba a Eddie con la minuciosa ferocidad de un carcelero sádico.
Eddie estaba de pie con una estolidez que Balazar previamente no hubiera creído posible ni en él ni en ningún otro drogata, mientras Claudio se escupía cuatro veces en la palma izquierda, desparramaba la saliva moteada de mocos por toda la mano derecha y se la metía luego a Eddie por el culo hasta la muñeca e incluso cuatro o cinco centímetros más allá.
No había droga en el lavabo, y Eddie no llevaba droga encima ni dentro. No había droga ni en la ropa de Eddie ni en la chaqueta ni en la bolsa de viaje. Así que todo era un engaño.
«Míreme a la cara y dígame que estoy mintiendo».
Así lo hizo. Lo que vio era inquietante. Vio a un Eddie Dean perfectamente confiado; con la intención de entrar al lavabo y salir luego con la mitad de la mercancía de Balazar.
El mismo Balazar estaba a punto de creerlo.
Claudio Andolini retiró el brazo. Sacó los dedos del culo de Eddie con un plop. La boca de Claudio se torció como un sedal lleno de nudos.
—De prisa, Jack, tengo la mano llena de mierda de este yonqui —gritó Claudio, enojado.
—Si hubiera sabido que ibas a hacer una exploración por ahí, Claudio, me habría limpiado el culo con la pata de una silla —dijo Eddie suavemente—. Tu mano habría salido más limpia, y yo no estaría aquí sintiéndome como si me hubiera violado el toro Ferdinando.
—¡Jack!
—Ve a limpiarte a la cocina —dijo tranquilamente Balazar—. Eddie y yo no tenemos motivo para lastimarnos mutuamente, ¿verdad, Eddie?
—No —contestó Eddie.
—De todas maneras, está limpio —insistió Claudio—. Bueno, limpio no es la palabra. Lo que quiero decir es que no lleva droga. De eso puede estar más que seguro. —Salió de la habitación con la mano sucia por delante, como si fuera un pescado muerto.
Eddie miró con calma a Balazar, que otra vez pensaba en Harry Houdini y Blackstone, y Doug Henning, y David Copperfield. Se repetía una y otra vez que los actos de magia estaban tan muertos como el vodevil, pero Henning era una superestrella, y el crío Copperfield tuvo un gran éxito ante una multitud el día en que Balazar dio con su espectáculo en Atlantic City. Balazar amaba a los magos desde la primera vez que vio a uno en una esquina que hacía trucos de naipes por calderilla. ¿Y qué era lo que siempre hacían antes de hacer aparecer algo… algo que dejaría al público boquiabierto para luego aplaudir a rabiar? Invitaban a alguien del público para que subiera a asegurarse de que el lugar del que tenía que salir el conejo, la paloma, o la belleza con los pechos al aire, o lo que fuera a aparecer, estaba perfectamente vacío. Más que eso, para asegurarse de que dentro no había forma de meter nada.
«Se me ocurre que tal vez lo haya hecho. No sé cómo, ni me importa. Lo único que sé con seguridad es que esto no me gusta nada, no me gusta una mierda».
SEIS
A George Biondi también había algo que le gustaba. Se Preguntaba si Eddie Dean se pondría furioso al respecto.
George estaba bastante seguro de que Henry había muerto en algún momento después de que Cimi entrara Para apagar la luz de la oficina del contable. Había muerto calladamente, sin alborotos ni aspavientos. Simplemente había salido flotando como un diente de león que vuela con la más leve brisa. George pensaba que tal vez hubiera subido en el momento en que Claudio salió para lavarse la mano llena de mierda en la cocina.
—¿Henry? —le murmuró George al oído. Acercó tanto la boca que era casi como besar la oreja de una chica en el cine, y era bastante jodido, especialmente si se consideraba que el tipo tal vez ya estaba muerto. Era como narco-fobia, o como carajo lo llamaran, pero debía saberlo. El muro entre aquella habitación y la de Balazar era muy delgado.
—¿Qué pasa, George? —preguntó Tricks Postino.
—Cállate —espetó Cimi. Su voz sonaba como el ronquido sordo de un camión detenido.
Se callaron.
George deslizó una mano por debajo de la camisa de Henry. Oh, aquello se ponía cada vez peor. La imagen de estar en el cine con una chica no lo abandonaba. Allí estaba él, metiéndole mano, solo que no era una mujer sino un hombre. Ya no era simplemente narcofobia, era narcofobia marica, mierda, y el pecho esmirriado de Henry, como el de todos los yonquis, ni subía ni bajaba, y allí dentro no había nada que hiciera pum pum, pum pum. Para Henry Dean todo había terminado; para Henry Dean se había suspendido el partido por lluvia en el segundo tiempo. Lo único suyo que latía era el reloj.
Entró en la pesada atmósfera de ajo y aceite de oliva de la madre patria que rodeaba a Cimi Dretto.
—Es posible que tengamos un problema —susurro George.
SIETE
Jack salió del baño.
—Ahí dentro no hay droga —confirmó, y estudio a Eddie con sus ojos mates—. Y si pensabas en la ventana, olvídate. Tiene una malla de acero de casi un centímetro de grosor.
—No estaba pensando en la ventana, y está ahí —dijo tranquilamente Eddie—. Pero no sabes dónde buscar.
—Disculpe, señor Balazar —profirió Andolini—, pero este cántaro está empezando a llenarse demasiado para mi gusto.
Balazar estudiaba a Eddie como si ni siquiera hubiera escuchado a Andolini.
Pensaba a gran profundidad. Pensaba en magos que sacan conejos de una chistera.
Uno llama a un tipo de la platea para certificar que la chistera está vacía. ¿Qué otra cosa nunca cambia? Que nadie ve dentro del sombrero más que el mago, por supuesto. ¿Y qué había dicho el chico?
«Voy a entrar en el cuarto de baño. Voy a entrar solo».
Por norma general, no le interesaba conocer el funcionamiento de los trucos de magia: se perdía toda la gracia.
Por norma general. Sin embargo, aquel truco tenía de por sí muy poca gracia.
—Bien —propuso—. Si está ahí, ve a buscarla. Tal como estás. Con el culo al aire.
—Está bien —asintió Eddie, y se dirigió hacia la puerta del baño.
Pero no irás solo —dijo Balazar. Eddie se detuvo al Estante y su cuerpo se puso rígido como si Balazar le hubiera disparado un arpón invisible, lo cual a Balazar le fue muy bien. Por primera vez, algo no iba según los planes del chico. Y añadió—: Jack va contigo.
—No —contestó Eddie de inmediato—. No es lo que yo…
Eddie —dijo gentilmente Balazar—, no me digas que no. Nunca lo has hecho.
OCHO
—Está bien —asintió el pistolero—. Déjalo que venga.
—Pero… pero…
Eddie comenzaba a farfullar y apenas podía mantenerse bajo control. No era simplemente el repentino pelotazo con efecto que Balazar acababa de lanzarle; la preocupación por Henry le carcomía y también, cada vez más fuerte, la necesidad de una dosis crecía por encima de todo lo demás.
—Déjalo venir. Todo irá bien. Escucha.
Eddie escuchó.
NUEVE
Balazar lo observaba, un delgado hombre desnudo, con el primer atisbo del pecho hundido típico de los yonquis y la cabeza inclinada a un costado. Al observarlo, Balazar sintió que se evaporaba algo de su confianza. Era como si el chico escuchara una voz que solo él pudiera oír.
El mismo pensamiento pasó por la mente de Andolini, pero de un modo diferente: «¿Qué es esto? ¡Si parece el perro de aquellos viejos discos de la RCA Victor y La voz de su amo!».
Col había tratado de decirle algo acerca de los ojos de Eddie. De pronto Jack Andolini deseó haberlo escuchado.
«En una mano deseo, mierda en la otra», pensó.
Si Eddie escuchaba voces dentro de su cabeza, o bien las voces dejaron de hablar, o bien él dejó de prestarles atención.
—Muy bien —dijo—. Ven conmigo, Jack. Te mostrare la Octava Maravilla del Mundo. —Lanzó una rápida sonrisa que ni a Jack Andolini ni a Enrico Balazar les importó lo más mínimo.
—No me digas. —Andolini sacó un revólver de la funda que llevaba sujeta al cinturón en la espalda—. ¿Voy a quedarme sorprendido?
La sonrisa de Eddie se hizo más amplia.
—Oh, sí. Creo que vas a quedarte mudo.
DIEZ
Andolini entró en el cuarto de baño detrás de Eddie. Llevaba el revólver levantado porque sus ánimos estaban también levantados.
—Cierra la puerta —inquirió Eddie.
—Vete a la mierda —contestó Jack.
—Cierra la puerta o no hay droga —advirtió Eddie.
—Vete a la mierda —volvió a decir. Ahora a Andolini, ligeramente asustado y con la sensación de que estaba sucediendo algo que él no comprendía, se le veía más despierto que en la camioneta.
—No quiere cerrar la puerta —le gritó Eddie a Balazar—. Me parece que voy a darme por vencido, señor Balazar. Usted tiene probablemente seis tipejos en este lugar, cada uno de ellos con no menos de cuatro revólveres, y los dos se cagan de miedo por un tío en un retrete. Un yonqui, además.
—¡Joder, Jack, cierra esa puerta! —gritó Balazar.
—Eso es —dijo Eddie cuando Jack Andolini cerró la puerta de una patada detrás de sí—. Eres un hombre o no eres un h…
—Oh, Dios, ya he tenido bastante de esta mierda —dijo Andolini a nadie en particular. Levantó el revólver, con la culata hacia adelante, con intención de cruzarle la cara a Eddie de un culatazo.
En ese momento se quedó congelado con el arma en la mano, y la mueca que desnudaba sus dientes se aflojó en una expresión de sorpresa que le soltó la mandíbula porque vio lo que Col Vincent había visto en la camioneta.
Los ojos de Eddie cambiaron del marrón al azul.
—¡Ahora agárralo! —ordenó una voz baja y autoritaria. Y aunque la voz venía de la boca de Eddie, no era la suya.
«Esquizo —pensó Jack Andolini—. Se ha vuelto esquizo la puta madre, se ha vuelto esqui…».
Pero el pensamiento se le quebró cuando las manos de Eddie lo aferraron por los hombros, porque cuando sucedió eso, Andolini vio aparecer repentinamente un agujero en la realidad como a un metro de distancia detrás de Eddie.
No, no era un agujero. Sus dimensiones eran demasiado perfectas para ser un agujero. Era una puerta.
—Santa María, llena eres de gracia —rezó Jack en un gemido velado. A través de la puerta que colgaba en el espacio, a unos treinta centímetros del suelo frente a la ducha privada de Balazar, vio una playa oscura que descendía hacia las olas rompientes. En esa playa había cosas que se movían. Cosas.
Bajó el revólver, pero el golpe con el que pensaba romperle a Eddie todos los dientes delanteros no hizo más que aplastarle los labios y hacerlo sangrar un poquito. Se le escurría toda la fuerza. Jack sentía que pasaba eso.
—Te he dicho que te quedarías mudo, Jack —advirtió Eddie y luego le dio un tirón. En el último momento, Jack se dio cuenta de lo que Eddie se proponía hacer, y lucho como un gato salvaje, pero era demasiado tarde: estaban lanzándole hacia atrás por la puerta, y el murmullo que ronroneaba por la noche en la ciudad de Nueva York, tan constante y familiar que uno nunca lo oye a menos que de pronto desaparezca, fue reemplazado por el sonido chirriante de las olas y las voces ásperas e inquisitivas de unos horrores que se veían borrosamente y que se arrastraban por la playa en todas direcciones.
ONCE
—Vamos a tener que actuar muy rápidamente o nos vamos a encontrar apaleados en un potrero —dijo Roland. Y Eddie estaba bastante seguro de que lo que el tipo quería decir era que si no movían el culo prácticamente a la velocidad de la luz se iban a ver en serios problemas. El también lo creía.
Cuando se trataba de tipos pesados, Jack Andolini era como Dwight Gooden: uno podía zarandearlo, sí, uno podía lastimarlo, tal vez, pero si uno lo dejaba escapar al principio, después no había quien pudiera con él.
—¡Mano izquierda! —se gritó Roland a sí mismo cuando cruzaron y él se separó de Eddie—. ¡Recuerda! ¡Mano izquierda! ¡Mano izquierda!
Vio que Eddie y Jack tropezaban hacia atrás, caían y luego rodaban por el terreno rocoso que bordeaba la playa luchando por el revólver que Andolini tenía en la mano.
Roland apenas tuvo tiempo para pensar en el chiste cósmico que hubiera sido volver a su propio mundo solo Para descubrir que su cuerpo físico había muerto en su ausencia… y entonces ya era tarde. Demasiado tarde para cuestionarse, demasiado tarde para volver.
DOCE
Jack Andolini no sabía qué había sucedido. Una parte de él estaba segura de que se había vuelto loco, otra parte estaba segura de que Eddie lo había drogado con un gas o algo por el estilo, y otra parte creía que el Dios vengativo de su infancia, finalmente cansado de sus maldades, lo había sacado del mundo que él conocía y se lo había llevado a aquel extraño y tétrico purgatorio.
Luego vio la puerta, que permanecía abierta, y derramaba un chorro de luz blanca —la luz del retrete de Balazar— sobre el terreno lleno de rocas, y comprendió que era posible volver. Andolini era un hombre práctico por encima de todo lo demás. Más tarde se preocuparía por el significado de todo aquello. En ese momento se proponía matar a aquel cerdo y volver a través de la puerta.
La fuerza que se le había escurrido en su violenta sorpresa comenzaba a fluir de nuevo. Se dio cuenta de que Eddie trataba de arrancarle de la mano la pequeña pero muy eficiente Colt Cobra y de que casi lo había logrado.
Jack se la arrancó de un tirón con una maldición, trató de apuntar, pero rápidamente Eddie volvió a aferrarle el brazo.
Andolini le clavó la rodilla a Eddie en el músculo del muslo derecho (la costosa gabardina de los pantalones de Andolini ahora llevaba incrustada la sucia arena gris de la playa) y, cuando comenzó a tener calambres, Eddie aulló.
—¡Roland! —gritó—. ¡Ayúdame! ¡Por el amor de Dios, ayúdame!
Andolini giró rápidamente la cabeza y lo que vio le hizo perder el equilibrio otra vez.
Había un tipo ahí de pie… pero más parecía un fantasma que una persona. Y no era exactamente Casper, el fantasma amistoso.
La cara blanca y ojerosa de la tambaleante figura estaba áspera y tenía una sombra de barba.
La camisa era un harapo que volaba al viento en tiras enroscadas mostrando un conjunto de costillas famélicas.
Un trapo mugriento le envolvía la mano derecha. Parecía enfermo, enfermo y agonizante, pero aun así parecía tan duro que Andolini se sintió como un huevo pasado por agua.
Y el sujeto llevaba un par de revólveres.
Parecían más viejos que las colinas, viejos como para provenir de un museo del Salvaje Oeste… pero de todas maneras eran revólveres, e incluso era posible que funcionaran.
Y Andolini de pronto se dio cuenta de que iba a tener que ocuparse inmediatamente del tipo de la cara blanca… a menos que realmente fuera un espectro y, si ese era el caso, nada importaría tres cominos, así que no tenía sentido preocuparse por el asunto.
Andolini soltó a Eddie y giró rápidamente hacia la derecha. Casi no sintió el borde de la roca que le rasgó la chaqueta deportiva de quinientos dólares. En el mismo instante Roland desenfundó con la mano izquierda, y este gesto fue igual que siempre, estuviera sano o enfermo, completamente despierto o aún medio dormido: más rápido que un relámpago de verano.
«Estoy perdido —pensó Andolini, enfermo y con gran asombro—. ¡Dios, nunca vi a nadie tan rápido! Estoy perdido, santa María Madre de Dios, me va a reventar, me va…».
El hombre de la camisa harapienta apretó el gatillo del revólver que tenía en la mano izquierda y Jack Andolini se dio por muerto, y realmente creyó que lo estaba, antes de darse cuenta que en lugar de un disparo solo había sido un sordo clic.
No disparó.
Sonriendo, Andolini se incorporó hasta quedar de rodillas y alzó su propio revólver.
—No sé quién eres, pero puedes despedirte de tu propio culo, fantasma de mierda —le amenazó.
TRECE
Eddie se sentó, tembloroso. La piel de gallina le cubría todo el cuerpo desnudo. Vio que Roland sacaba el arma, oyó el chasquido seco que debió de haber sido un disparo, vio a Andolini ponerse de rodillas, oyó que decía algo y, antes de que realmente supiera lo que estaba haciendo su mano había encontrado un trozo de roca mellada.
La arrancó de la tierra pedregosa y la arrojó con toda la fuerza que pudo.
Golpeó a Andolini en la parte posterior de la cabeza, arriba, y luego rebotó hacia otro lado. Un trozo del cuero cabelludo de Jack Andolini quedó colgando, y la sangre le manaba a borbotones. Andolini disparó, pero la bala que seguramente hubiera matado al pistolero se perdió en el aire.
CATORCE
—No se perdió en el aire realmente —pudo haberle dicho a Eddie el pistolero—. Cuando uno siente en la mejilla el viento de la bala, no puede decir realmente que se pierda en el aire.
Mientras retrocedía ante el disparo de Andolini, movió con el pulgar el percutor de su revólver y volvió a tirar del gatillo. Esta vez la bala de la cámara se disparó; el sonido seco y autoritario hizo eco por toda la playa. Las gaviota que dormían sobre las rocas muy por encima de las langostruosidades se despertaron y salieron volando en grupos perplejos y aullantes.
La bala del pistolero habría detenido para siempre a Andolini a pesar de su propio retroceso involuntario, pero para entonces Andolini ya estaba en movimiento otra vez y se caía hacia un lado, atontado por el golpe en la cabeza. El disparo del revólver del pistolero pareció distante, pero el punzón ardiente que se le hundió en el brazo y le destrozó el codo era perfectamente real. Aquello le sacó de su mareo, y se incorporó hasta ponerse de pie; un brazo le colgaba roto e inútil, y en la otra mano oscilaba salvajemente el revólver en busca de un blanco.
Fue a Eddie a quien vio primero, a Eddie el yonqui, al Eddie que de alguna manera lo había llevado a aquel sitio demencial. Eddie estaba ahí de pie, desnudo como el día en que nació, temblando por el viento helado y abrazado a sí mismo con los dos brazos. Muy bien, tal vez él moriría, pero al menos tendría el placer de llevarse consigo al cabrón de Eddie Dean.
Andolini levantó el revólver. Ahora la pequeña Cobra parecía pesar diez kilos, pero se las arregló.
QUINCE
«Más vale que esta bala se dispare», pensó Roland ferozmente, y acomodó otra vez el percutor. Por debajo del canto de las gaviotas oyó el suave y aceitoso clic de la recámara al girar.
DIECISÉIS
La bala se disparó.
DIECISIETE
El pistolero no había apuntado a la cabeza de Andolini sino al revólver en su mano. Ignoraba si aún necesitaban a aquel hombre, pero era posible que así fuera; era importante para Balazar, y como Balazar había demostrado ser tan peligroso como Roland había pensado que sería, el mejor camino era el más seguro.
Dio en el blanco, pero eso no era ninguna sorpresa. Lo que le sucedió al revólver de Andolini y, en consecuencia, al propio gángster, sí lo fue. Roland había visto antes algo así, pero solo dos veces en los muchos años que llevaba entre hombres aficionados a las armas de fuego.
«Mala suerte para ti, compañero», pensó el pistolero cuando Andolini salió vagando hacia la playa entre aullidos. La sangre le bañaba la camisa y los pantalones. La mano que había sostenido el Colt Cobra estaba cortada por debajo de la mitad de la palma. El revólver era un pedazo de metal sin sentido retorcido sobre la arena.
Eddie lo miró, azorado. Nadie volvería a subestimar la cara de Jack Andolini y a confundirla con la de un hombre de las cavernas, porque ahora ya no tenía cara; donde había estado su cara ahora no había nada más que una porquería revuelta de carne cruda y el negro agujero ululante de su boca.
—Dios mío, ¿qué ha pasado?
—Mi tiro debe de haber dado en el tambor de su revólver en el instante en el que él apretaba el gatillo —explico el pistolero. Hablaba secamente, como un profesor que da una conferencia sobre balística en la academia de policía. El resultado ha sido una explosión que ha arrancado la parte posterior del revólver. Creo que también deben de haber explotado uno o dos cartuchos más.
—Dispárale —dijo Eddie. Temblaba más que nunca, y ahora no solamente a causa de la combinación del aire nocturno, la brisa del mar y el cuerpo desnudo—. Mátalo. Sácalo de esa miseria, por el amor de D…
—Demasiado tarde —dijo el pistolero con una fría indiferencia que a Eddie le heló la carne hasta los mismos huesos.
Eddie se volvió hacia otro lado, pero era demasiado tarde para evitar la visión de las langostruosidades lanzándose sobre los pies de Andolini, arrancándole los mocasines Gucci… con los pies dentro todavía, por supuesto. Andolini aullaba, sacudía los brazos espasmódicamente frente a él y, por fin, cayó hacia delante. Las langostruosidades le cubrieron ávidamente y le interrogaron con ansiedad mientras se lo comían vivo: «¿Papa daca? ¿Pica chica? ¿Toma choma? ¿Deca checa?».
—Dios —gimió Eddie—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Ahora buscas la cantidad exacta de («hierba del diablo» dijo el pistolero, «cocaína» oyó Eddie) que le prometiste a Balazar —contestó Roland—. Ni más ni menos. Y volvemos. —Miró llanamente a Eddie—. Solo que esta vez tengo que volver contigo. Como yo mismo.
—Dios del Cielo —exclamó Eddie—. ¿Puedes hacerlo? —Y de inmediato contestó su propia pregunta—: Claro que puedes. Pero ¿por qué?
—Porque solo no puedes encargarte de todo —repuso Roland—. Ven aquí.
Eddie miró otra vez el retorcido montón de criaturas con pinzas allá en la playa. Jack Andolini nunca le había gustado, Pero de todas maneras tenía el estómago revuelto.
—Ven aquí —ordenó Roland con impaciencia—. Tenemos poco tiempo, y no puedo decir que me guste mucho lo que debo hacer ahora. Es algo que nunca antes había hecho. Y nunca pensé que lo haría. —Retorció los labios con amargura—. Comienzo a acostumbrarme a hacer cosas así.
Eddie se aproximó lentamente a la tétrica figura, y cada vez más sentía las piernas como si fueran de goma. Su piel desnuda se veía blanca y resplandeciente en la ajena oscuridad.
«¿Quién eres, Roland? —pensó—. ¿Qué eres? Y ese calor que te siento exhalar… ¿es solo fiebre? ¿O algún tipo de locura? Creo que podrían ser ambas cosas».
Dios, necesitaba darse un pico. Es más: se lo merecía.
—¿Qué es lo que nunca has hecho antes? —preguntó—. ¿De qué hablas?
—Toma esto —dijo Roland. E hizo un gesto hacia el antiguo revólver que le colgaba bajo la cadera derecha. No señaló. No tenía dedo con qué señalar, solo un montoncito que sobresalía envuelto en un trapo—. A mí ya no me sirve. Ahora no, tal vez nunca más.
—Yo… —Eddie tragó saliva—. No quiero tocarlo.
—Yo tampoco quiero que lo toques —dijo el pistolero con curiosa gentileza—, pero me temo que ninguno de los dos tiene otra alternativa. Va a haber un tiroteo. —¿Sí?
—Sí. —El pistolero miró a Eddie serenamente—. Un tiroteo bastante fuerte, diría yo.
DIECIOCHO
Balazar se sentía cada vez más inquieto. Demasiado tiempo. Llevaban ahí dentro demasiado tiempo y todo estaba demasiado tranquilo. A cierta distancia, tal vez en la manzana de al lado, oía a varias personas gritándose y luego un par de detonaciones que retumbaron con fuerza. Probablemente eran petardos… pero cuando se está en el tipo de negocio en el que estaba Balazar, lo primero en lo que uno pensaba no era en petardos.
Un grito. ¿Había sido un grito?
«No importa. Lo que pase en la otra manzana, sea lo que sea, no tiene nada que ver contigo. Te estás convirtiendo en una vieja».
Con todo, las señales eran malas. Muy malas.
—¿Jack? —gritó hacia la puerta cerrada del baño.
No hubo respuesta.
Balazar abrió el cajón izquierdo de su escritorio y sacó un revólver.
Este no era un Colt Cobra, lo bastante cómodo y pequeñín como para caber en una pistolera; era un Magnum 357.
—¡Cimi! —gritó—. ¡Ven!
Cerró el cajón de golpe. La torre de cartas cayó con un suave suspiro.
Balazar ni siquiera se dio cuenta.
Cimi Dretto cubrió la puerta con sus ciento veinticinco kilos.
Vio que el Jefe había sacado su revólver del cajón y de inmediato sacó el suyo de debajo de una chaqueta de cuadros tan llamativa que provocaba quemaduras instantáneas a cualquiera que cometiera el error de mirarla durante demasiado tiempo.
—Quiero a Claudio y a Tricks —ordenó—. Que vengan rápido. El tipo está tramando algo.
—Tenemos un problema —dijo Cimi.
Los ojos de Balazar saltaron de la puerta del lavabo a Cimi.
—Oh; yo tengo cantidad —aclaró—. ¿Cuál es el nuevo, Cimi?
Cimi se humedeció los labios. No le gustaba darle malas noticias al Jefe ni siquiera en las mejores circunstancias; cuando tenía ese aspecto…
—Bueno —musitó, y se humedeció los labios otra vez—. Resulta que…
—¿Quieres darte prisa, joder?
DIECINUEVE
La madera de sándalo de la empuñadura del revólver era tan suave que en el momento de recibirlo la primera reacción de Eddie fue dejarlo caer casi sobre los dedos de sus pies. Era tan grande que parecía prehistórico, tan pesado que supo que tendría que usar las dos manos para levantarlo.
«El retroceso —pensó— será capaz de hacerme atravesar la pared más cercana. Eso si de verdad dispara». Sin embargo, una parte de él quería sostener aquel revólver, percibía su historia remota y sangrienta y quería formar parte de ella. «Solo el mejor ha tenido este bebé en sus manos —pensó Eddie—. Por lo menos hasta ahora».
—¿Estás listo? —preguntó Roland.
—No, pero hagámoslo.
Agarró la muñeca izquierda de Roland con su mano izquierda. Roland pasó su caliente brazo derecho en torno de los hombros desnudos de Eddie.
Juntos regresaron a través de la puerta, desde la oscuridad expuesta al viento de la playa en el mundo agonizante de Roland, al frío resplandor fluorescente del lavabo privado de Balazar en La Torre Inclinada.
Eddie parpadeó para adaptar sus ojos a la luz y oyó a Cimi Dretto en la otra habitación.
—Tenemos un problema —decía Cimi.
«¿Acaso no los tenemos todos?», pensó Eddie. Entonces su mirada topó con el botiquín donde Balazar guardaba las medicinas. Estaba abierto. Oyó en su mente a Balazar cuando le decía a Jack que registrara el lavabo, y oyó que Andolini preguntaba si había algún lugar que él no conociera. Antes de responder, Balazar había hecho una pausa.
—En la pared trasera del botiquín hay un pequeño panel —había dicho—. Ahí guardo algunos efectos personales.
Andolini había abierto el panel de metal, pero se había olvidado de cerrarlo.
—¡Roland! —susurró.
Roland alzó su revólver y se apretó el cañón contra los labios en un gesto de silencio.
Sin hacer ruido, Eddie cruzó hacia el botiquín de las medicinas.
Algunos efectos personales: había un frasco de supositorios, un ejemplar de una revista borrosamente impresa llamada Juegos de Niños (en la tapa había dos niñas desnudas de unos ocho años dándose un morreo)… y ocho o diez paquetes de muestra de Keflex.
Eddie sabía lo que era Keflex.
Los yonquis, como son proclives a las infecciones, tanto locales como generales, por lo general lo saben.
Keflex era un antibiótico.
—Oh, yo tengo cantidad —decía Balazar. Sonaba hostil—. ¿Cuál es el nuevo, Cimi?
«Si esto no le cura lo que tiene, no lo cura nada», pensó Eddie. Empezó a coger los paquetes y fue a metérselos en los bolsillos. Se dio cuenta de que no tenía bolsillos, y emitió un ronco ladrido que ni siquiera se parecía a la risa.
Empezó a ponerlos en el lavabo. Ya se los llevaría más tarde… si es que había un más tarde.
—Bueno —decía Cimi—. Resulta que…
—¿Quieres darte prisa, joder? —gritó Balazar.
—Es el hermano mayor del chico —refirió Cimi, y Eddie se quedó helado, con los dos últimos paquetes de Keflex todavía en la mano y la cabeza inclinada. En ese momento se parecía más que nunca al perro de los discos de la RCA Víctor y La voz de su amo.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Balazar con impaciencia.
—Está muerto —respondió Cimi.
Eddie dejó caer el Keflex en el lavabo y se volvió hacia Roland.
—Han matado a mi hermano —dijo.
VEINTE
Balazar abrió la boca para decirle a Cimi que no lo molestara con aquella mierda cuando tenía cosas importantes de las que preocuparse, como la sensación, que no podía sacarse de encima, de que el chico iba a joderlo, con o sin Andolini, cuando le oyó tan claramente como sin duda el chico les había oído a él y a Cimi. «Han matado a mi hermano», había dicho.
Súbitamente, Balazar se desinteresó por su mercancía, por las preguntas sin respuesta y por cualquier otra cosa que no fuera poner un freno chirriante a aquella situación antes de que se volviera aún más extraña.
—¡Mátalo, Jack! —gritó.
No hubo respuesta. Entonces oyó que el chico lo decía otra vez:
—Han matado a mi hermano. Han matado a Henry.
De pronto Balazar supo que el chico no hablaba con Andolini.
—Trae a todos los caballeros —le ordenó a Cimi—. A todos. Vamos a quemarle el culo y cuando esté muerto lo llevaremos a la cocina y yo, personalmente, le cortaré la cabeza.
VEINTIUNO
—Han matado a mi hermano —dijo el Prisionero.
El pistolero no respondió. Solo observó y pensó: «Los frascos. En el lavabo. Es lo que necesito o lo que él cree que necesito. Los paquetes. No te olvides. No te olvides».
—¡Mátalo, Jack! —se oyó desde la otra habitación.
Ni Eddie ni el pistolero le prestaron ninguna atención.
—Han matado a mi hermano. Han matado a Henry.
En la otra habitación Balazar hablaba ahora de llevarse la cabeza de Eddie como trofeo. El pistolero encontró en esto un raro alivio. Al parecer, no todas las cosas de aquel mundo eran tan diferentes de las del suyo propio.
El que se llamaba Cimi comenzó a llamar a los otros con voz ronca. Se produjo un tronar muy poco caballeresco de pies que corrían.
—¿Quieres hacer algo, o prefieres quedarte aquí parado? —preguntó Roland.
—Oh, quiero hacer algo —asintió Eddie. Levantó el revólver del pistolero y a pesar de que apenas un momento antes había creído que necesitaría ambas manos para levantarlo, vio que podía hacerlo con facilidad.
—¿Y qué quieres hacer? —preguntó Roland, y a él mismo su voz le sonó distante. Estaba enfermo, lleno de fiebre, Pero ahora aparecía una fiebre diferente, una que le resulta perfectamente familiar. Era la fiebre que le había dado en Tull. Era una batalla de fuego, que confundía todo pensamiento, solo restaba la necesidad de dejar de pensar y comenzar a disparar.
—Quiero ir a la guerra —contestó Eddie Dean con calma.
—No sabes de qué estás hablando, pero ya lo vas a descubrir. Cuando atravesemos la puerta, tú ve hacia la derecha. Yo debo ir hacia la izquierda. Mi mano.
Eddie asintió. Se fueron a su guerra.
VEINTIDÓS
Balazar esperaba a Eddie, o a Andolini, o a ambos. No esperaba a Eddie y a un perfecto extraño, un hombre alto con el pelo sucio de color gris negro y un rostro que parecía haber sido cincelado en piedra inexorable por algún dios salvaje. Por un momento, no supo hacia dónde debía disparar.
Cimi, sin embargo, no tenía ese problema. El Jefe estaba furioso con Eddie. En consecuencia, se cargaría primero a Eddie y luego se preocuparía por el otro catzarro. Cimi se volvió pesadamente hacia Eddie y apretó tres veces el gatillo de su automática. Los cartuchos saltaron y centellearon en el aire. Eddie vio que el tipo enorme se volvía hacia él y empezó a arrastrarse como un loco por el suelo, zumbando al pasar como un muchacho en una discoteca, un muchacho tan absorto en el baile que no se daba cuenta de que había perdido entero el traje de John Travolta, ropa interior incluida; y de que iba con la cosa colgando y las rodillas, desnudas, primero irritadas y luego rascadas, a medida que aumentaba la fricción. Las balas perforaron los paneles de plástico imitación de pino que estaban por encima de él, y las astillas le llovían en el pelo y sobre los hombros.
«Dios, no me dejes morir desnudo y necesitando un pico —rezó. Aunque sabía que una plegaria como esa era más que blasfema: era un absurdo. Sin embargo, no pudo detenerse—. Voy a morir, pero, por favor, solo una vez más quisiera…».
El revólver que el pistolero tenía en la mano izquierda detonó. En la playa abierta había sonado fuerte. Aquí fue ensordecedor.
—¡Mierda! —gritó Cimi Dretto con una voz jadeante y estrangulada. De hecho, era un milagro que pudiera gritar. De pronto su pecho se hundió, como si alguien hubiera asestado un mazazo a un barril. Su camisa blanca comenzó a volverse roja en algunas partes, como si le florecieran amapolas—. ¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda! ¡Oh, m…!
Claudio Andolini lo empujó a un costado. Cimi cayó haciendo un ruido sordo. Dos de los cuadros enmarcados que colgaban de la pared de Balazar se desplomaron. El que mostraba al Jefe presentando el trofeo de Deportista del Año a un muchacho sonriente en el banquete de la Liga Atlética de la Policía fue a aterrizar sobre la cabeza de Cimi. El vidrio destrozado le cayó sobre los hombros.
—Mierda —susurró con una vocecita desmayada, y la sangre comenzó a salirle a borbotones por los labios.
Detrás de Claudio llegaban Tricks y uno de los hombres que habían esperado en el almacén. Claudio tenía una automática en cada mano; el tipo del almacén llevaba una escopeta Remington, con el cañón tan recortado que parecía una Derringer con paperas; Tricks Postino llevaba lo que daba en llamar «la Maravillosa Máquina Rambo», un rifle de asalto M-16 de tiro rápido.
—¿Dónde está mi hermano, drogata de mierda? ¡Hijo-puta! —aulló Claudio—. ¿Qué le has hecho a Jack?
No debía ele estar terriblemente interesado en la respuesta, ya que comenzó a disparar con las dos pistolas mientras aún gritaba.
«Estoy muerto», pensó Eddie. Y entonces Roland volvió a disparar. Claudio Andolini salió despedido hacia atrás, envuelto en una nube de su propia sangre. Las automáticas le volaron de la mano y patinaron a través del escritorio de Balazar. Cayeron a la alfombra en medio de un revoltijo de naipes. Buena parte de las entrañas de Claudio pegó contra la pared un segundo antes de que este pudiera alcanzarlas.
—¡A él! —gritaba Balazar—. ¡Disparad al espectro! ¡El chico no es peligroso! ¡No es más que un yonqui en pelotas! ¡Tirad al aparecido! ¡Cargáoslo!
Apretó dos veces el gatillo de la 357. La Magnum era casi tan sonora como el revólver de Roland. No hizo agujeros nítidos en la pared ante la que Roland se había acuclillado. Las balas abrieron grietas en la madera falsa a ambos lados de su cabeza. A través de los agujeros pasaba la luz blanca del baño en rayos deshilachados.
Roland apretó el gatillo de nuevo.
Chasquido seco.
Disparo fallido.
—¡Eddie! —vociferó el pistolero. Y Eddie alzó su propio revólver y apretó el gatillo.
La detonación fue tan fuerte que por un momento creyó que el revólver se le había reventado en la mano, como le había pasado a Jack. El culatazo no le hizo atravesar la pared, pero en cambio le mandó el brazo hacia arriba en un arco tan salvaje que se le tensaron todos los tendones bajo el brazo.
Vio que parte del hombro de Balazar se desintegraba en un derrame rojo, oyó que Balazar chillaba como un gato herido, y gritó:
—El yonqui no es peligroso, ¿verdad? ¿No decías eso, pedazo de mierda? ¿Quieres jodernos a mí y a mi hermano? ¡Yo te demostraré quién es peligroso! ¡Yo te…!
Cuando el tipo del almacén disparó la escopeta recortada se produjo una explosión como la de una granada. Eddie rodó mientras el tiro desgarraba en cien agujeritos las paredes y la puerta del baño. Eddie se había quemado la piel desnuda en varios lugares, y comprendió que de haber estado más cerca, lo hubiera vaporizado.
«Mierda, igual estoy muerto», pensó mientras miraba al tipo del depósito maniobrar con el cargador de la Remington. Le metió cartuchos nuevos y luego la apoyó sobre su antebrazo. Sonreía. Tenía los dientes muy amarillos; Eddie no creía que hubiera tenido relación con un cepillo de dientes durante bastante tiempo.
«Mierda, me va a matar un jodido cabrón de dientes amarillos y ni siquiera sé cómo se llama —pensó Eddie vagamente—. Por lo menos le he metido una a Balazar. Por lo menos algo he hecho». Se preguntaba si Roland tendría otro disparo. No lo recordaba.
—¡Lo tengo! —gritó animosamente Tricks Postino—. ¡Dame campo libre, Darío! —Y antes de que el hombre llamado Darío pudiera darle campo libre o cualquier otra cosa, Tricks la emprendió con la Maravillosa Máquina Rambo. La pesada estampida del fuego de la ametralladora invadió la oficina de Balazar. El primer resultado de esta descarga de artillería fue salvar la vida de Eddie Dean. Darío le tenía en el punto de mira de la escopeta de cañones recortados, pero antes de que pudiera apretar el doble gatillo, Tricks lo partió Por la mitad.
—¡Para, idiota! —gritó Balazar.
Pero Tricks no lo oyó, o no pudo detenerse, o simplemente no quiso. Con los labios hacia atrás, que dejaban al desnudo sus dientes brillantes de saliva en una enorme sonrisa de tiburón, arrasó la habitación de punta a punta; hizo polvo dos de los paneles de la pared, las fotografías enmarcadas volaron en nubes de vidrio fragmentado y la puerta del baño saltó de sus bisagras. La mampara de vidrio esmerilado de la ducha de Balazar exploto. El trofeo de la Marcha de las Monedas que Balazar había ganado el año anterior sonó como una campana cuando lo atravesó un trozo de metal.
En las películas se mata realmente a otra gente con armas manuales de tiro rápido. En la vida real esto rara vez ocurre. Si lo hace, es con las primeras cuatro o cinco balas disparadas (como hubiera podido atestiguar el infortunado Darío, de haber sido capaz de atestiguar algo). Después de las primeras cuatro o cinco, al hombre que trata de controlar un arma como esa, aunque sea un hombre fuerte, le suceden dos cosas. El cañón comienza a elevarse y el propio tirador comienza a girar hacia la derecha o a la izquierda, según el hombro que haya soportado el retroceso del arma. En resumen: solo un tarado o una estrella de cine intentaría usar un arma así: es como tratar de disparar a alguien con un taladro neumático.
Por un momento, Eddie fue incapaz de hacer nada más útil que contemplar aquel perfecto milagro de idiotez. A través de la puerta a la espalda de Tricks vio que llegaban otros hombres y alzó el revólver de Roland.
—¡Lo tengo! —gritaba Tiicks con la histeria jubilosa de un hombre que ha visto demasiadas películas como para poder distinguir entre lo que el guión de su cabeza dice que debería estar pasando y lo que realmente pasa—. ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Lo t…!
Eddie apretó el gatillo y vaporizó a Tricks de cejas para arriba. A juzgar por la conducta del hombre, no se perdía gran cosa.
«Joder, cuando estos chismes disparan, realmente lo agujerean todo», pensó.
Se oyó un fuerte ¡KA-BOOM! a la izquierda de Eddie. Algo abrió un desgarrón ardiente en su poco desarrollado bíceps izquierdo. Vio que Balazar apuntaba la Magnum hacia él tras la esquina del escritorio, lleno de cartas desparramadas. Su hombro era un chorreante revoltijo rojo. Eddie se encogió al oír que la Magnum disparaba otra vez.
VEINTITRÉS
Roland se las arregló para quedarse en cuclillas, apuntó al primero de los hombres nuevos que atravesaban la puerta, y apretó el gatillo. Había hecho rodar el tambor; había amontonado sobre la alfombra las cargas usadas, y había cargado un nuevo cartucho con los dientes. Balazar tenía a Eddie inmovilizado. «Si este falla, estamos acabados».
No falló. El revólver rugió y le dio un culatazo en la mano; Jimmy Haspio giró hacia un lado y la 45 que tenía en la mano se le cayó de los dedos agonizantes.
Roland vio que el otro hombre retrocedía encogido y se arrastró a través de los trozos de madera y vidrio que cubrían el suelo. Dejó caer de nuevo el revólver dentro de la funda. La idea de volver a recargarlo faltándole dos dedos de la mano derecha era un chiste.
Eddie estaba haciendo las cosas bien. El pistolero calculó lo bien que lo estaba haciendo por el hecho de que peleaba desnudo. Era algo difícil para un hombre. A veces imposible.
El pistolero agarró una de las pistolas automáticas que Claudio Andolini había dejado caer.
—¿Y vosotros a qué coño estáis esperando? —gritó Balazar—. ¡Joder! ¡Cargáoslos!
Big George Biondi y el otro hombre del almacén entraron a la carga a través de la puerta. El hombre del almacén vociferaba algo en italiano.
Roland se arrastró hasta la esquina del escritorio. Eddie se levantó y apuntó hacia la puerta y a los hombres que entraban.
«Sabe que Balazar está ahí, esperando, pero cree que ahora él es el único de los dos que tiene un arma —pensó Roland—. Aquí hay otro dispuesto a morir por ti, Roland ¿Qué grave incorrección habrás cometido alguna vez para inspirar en tantos tan terrible lealtad?». Balazar se levantó, sin ver que el pistolero se encontraba ahora a su lado. Balazar solo pensaba en una cosa: terminar por fin con el maldito yonqui que había provocado aquel desastre.
—No —dijo el pistolero. Y Balazar volvió la cabeza para mirarlo con la sorpresa estampada en la cara.
—Vete a la… —comenzó Balazar haciendo girar la Magnum. El pistolero le disparó cuatro veces con la automática de Claudio. Era una cosita barata, no mucho mejor que un juguete, y tocarla le hacía sentir la mano sucia, pero tal vez era apropiado matar a un hombre despreciable con un arma despreciable.
Enrico Balazar murió con una última expresión de sorpresa en lo que le quedaba de cara.
—¡Hola, George! —saludó Eddie, y apretó el gatillo del revólver del pistolero. Otra vez ese estruendo satisfactorio
«No hay balas malas en este bebé —pensó Eddie locamente—. Supongo que me debe haber tocado el bueno». George lanzó un disparo antes de que la bala de Eddie lo hiciera retroceder contra el hombre que gritaba, derribándolo como a un bolo, pero el disparo se perdió en el aire Lo había asaltado una sensación irracional pero extraordinariamente persuasiva: la sensación de que el revólver de Roland contenía algún poder mágico y talismánico de protección. En tanto lo tuviera en la mano, no lo podrían herir.
Entonces cayó el silencio, un silencio en el que Eddie solo oía al hombre que gemía debajo de Big George (al aterrizar George encima de Rudy Vecchio, que así se llamaba el desdichado sujeto, le había fracturado tres costillas) y el fuerte zumbido de sus propios oídos. Se preguntó si alguna vez volvería a oír bien. El estruendo del tiroteo que ahora, al parecer, había terminado hacía que el concierto de rock más estrepitoso al que Eddie hubiera asistido alguna vez pareciera por comparación una radio encendida a dos manzanas de distancia.
La oficina de Balazar ya no era reconocible como habitación. Su función previa había dejado de importar.
Eddie echó un vistazo a su alrededor con la mirada abierta y curiosa de un hombre muy joven que por primera vez ve algo así. Sin embargo, Roland conocía la visión, y era siempre la misma. Ya se tratara de un campo de batalla abierto donde hubieran muerto miles de personas por cañones, rifles, espadas y alabardas, o de un cuartito donde cinco o seis tipos se hubieran matado a tiros entre sí, era el mismo lugar, finalmente era siempre el mismo lugar: otra casa de la muerte, apestando a pólvora y carne cruda.
La pared entre el baño y la oficina había desaparecido, salvo por unos pocos escombros. Había vidrios rotos desparramados por todas partes. La demostración de fuegos artificiales de la llamativa pero inútil M-16 de Tricks Posano había arrancado paneles del techo que colgaban como Pedazos de piel desprendida.
Eddie tosió secamente. Ahora podía oír otros sonidos: el murmullo de una conversación excitada, voces que gritaban fuera del bar y, a lo lejos, aullar de sirenas.
—¿Cuántos son? —le preguntó el pistolero a Eddie—. ¿Les habremos dado a todos?
—Sí, creo…
—Tengo algo para ti, Eddie —dijo desde el vestíbulo Kevin Blake—. Pensé que quizá lo querrías como recuerdo, ¿sabes?
Lo que Balazar no había podido hacer al menor de los hermanos Dean, Kevin se lo había hecho al mayor. Hizo rodar a través de la puerta la cabeza degollada de Henry Dean.
Eddie vio lo que era y lanzó un grito. Corrió hacia la puerta, sin fijarse en las astillas de vidrio y madera que se le clavaban en los pies descalzos; gritaba y disparaba, usando el último cartucho útil que quedaba en el gran revólver.
—¡No, Eddie! —gritó Roland. Pero Eddie no le oyó. Estaba más allá del acto de oír.
La bala de la sexta cámara no sirvió de nada, pero para entonces Eddie no era consciente de que Henry estaba muerto. A Henry le habían cortado la cabeza; algún miserable hijo de puta le había cortado a Henry la cabeza, y ese hijo de puta lo iba a pagar, oh sí, podían contar con eso.
Así que corrió hacia la puerta apretando el gatillo una y otra vez, sin darse cuenta de que no sucedía nada, sin darse cuenta de que tenía los pies bañados en sangre. Kevin Blake entró en la habitación en su busca, agachado, con una Llama 38 automática en la mano. El pelo rojo de Kevin le rodeaba la cabeza en rulos y bucles, y Kevin sonreía.
VEINTICUATRO
«Va a ser bajo», pensó el pistolero. Sabía que le iba a hacer falta mucha suerte para dar en el blanco con aquel juguetito tan poco de confianza, aun cuando calculara bien.
Cuando se dio cuenta del ardid que pensaba usar el soldado de Balazar para disparar a Eddie, Roland se incorporó hasta quedar de rodillas, afirmó la mano izquierda sobre el puño derecho, y austeramente ignoró el aullido de dolor que ese puño le causaba. Tendría una sola oportunidad. El dolor no importaba.
Entonces el hombre de pelo rojo entró por la puerta sonriendo y, como siempre, el cerebro de Roland desapareció; el ojo vio, la mano disparó y, de pronto, el pelirrojo yacía contra la pared del pasillo con los ojos abiertos y un pequeño agujero azul en medio de la frente. Eddie estaba de pie junto a él, gritando y sollozando, mientras disparaba en seco una y otra vez el gran revólver con empuñadura de madera de sándalo, como si el hombre de pelo rojo no pudiera estar suficientemente muerto.
El pistolero esperó el mortal fuego cruzado que partiría a Eddie por la mitad, y, como no llegó, supo que realmente todo había terminado. Si quedaban más soldados habían salido por pies.
Se puso en pie trabajosamente, se tambaleó un poco, y luego caminó lentamente hasta donde estaba Eddie.
—Basta —le dijo.
Eddie lo ignoró y siguió disparando en seco al hombre muerto con el gran revólver de Roland.
—Basta, Eddie, está muerto… Todos están muertos. Te sangran los pies.
Eddie lo ignoró y siguió apretando el gatillo del revolar. El murmullo exterior de voces excitadas se oía más cercano. Al igual que las sirenas.
El pistolero extendió una mano hacia el revólver y trató de sacárselo. Eddie se volvió hacia él y, antes de que Roland estuviera completamente seguro de lo que pasaba, Eddie le pegó con el revólver en el costado de la cabeza. Roland sintió un tibio chorro de sangre y se derrumbó contra la pared. Luchó por mantenerse en pie… Tenían que salir de ahí rápidamente. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, sintió que se deslizaba por la pared hasta caer y entonces el mundo desapareció en una ráfaga gris.
VEINTICINCO
Estuvo ausente menos de dos minutos. Luego se las arregló para volver a enfocar la mirada y logró ponerse en pie. Eddie ya no estaba en el vestíbulo. El revólver de Roland yacía sobre el pecho del muerto de pelo rojo. El pistolero se inclinó, luchó contra la ola de un vahído, cogió el revólver y lo dejó caer dentro de su funda con un difícil movimiento a través del cadáver.
«Quiero volver a tener esos malditos dedos», pensó cansadamente, y suspiró.
Trató de entrar otra vez en las ruinas de la oficina, pero lo mejor que pudo lograr fue un suave tambaleo. Se detuvo, se agachó, y levantó toda la ropa de Eddie que pudo sostener en el pliegue del codo. Los de las sirenas casi habían llegado. Roland creía que probablemente fueran de la milicia, un jefe de policía con un pelotón, algo por el estilo… pero siempre existía la posibilidad de que fueran más hombres de Balazar.
—Eddie —graznó. Volvía a tener un dolor punzante en la garganta que era peor incluso que la inflamación en el costado de su cabeza, donde Eddie le había pegado con el revólver.
Eddie no se dio cuenta. Estaba sentado en el suelo, acunando la cabeza de su hermano contra su vientre. Temblaba de arriba abajo y lloraba. El pistolero buscó la puerta, no la vio, y sintió un desagradable sobresalto próximo al terror. Entonces recordó. Si los dos estaban de este lado, la única forma que tenía de crear la puerta era contactar físicamente con Eddie.
Se acercó a Eddie pero este se encogió alejándose de él. Aún lloraba.
—No me toques —murmuró.
—Eddie, ya se ha acabado. Están todos muertos, y tu hermano también está muerto.
—¡No metas a mi hermano en esto! —gritó Eddie como un niño. Y otra oleada de temblores lo atravesó. Acunó contra su pecho la cabeza cercenada y la meció. Alzó los ojos bañados en lágrimas a la cara del pistolero.
—Siempre me cuidaba, tío —balbuceó. Sollozaba tan fuerte que el pistolero apenas podía entenderlo—. Siempre. ¿Por qué no pude cuidarlo yo a él, esta única vez, después de todas las veces que él me cuidó a mí?
«El te cuidaba, por supuesto —pensó Roland severamente—. Mírate, ahí sentado y sacudiéndote como un hombre que se comió una manzana del árbol de la fiebre. Te cuidaba perfectamente bien». En voz alta, dijo:
—Debemos irnos.
—¿Irnos? —Por primera vez la cara de Eddie mostró un vago entendimiento, seguido de inmediato por la alarma—. Yo no voy a ninguna parte. Y menos a ese otro lugar, donde esos grandes cangrejos, o lo que sean, se comieron a Jack.
Alguien golpeaba la puerta y pedía a gritos que abrieran.
—¿Quieres quedarte aquí y explicar de dónde salen todos estos cadáveres? —preguntó el pistolero.
—No me importa —dijo Eddie—. Sin Henry no me aporta. Nada me importa.
—Tal vez a ti no te importe —dijo Roland—, pero hay otros involucrados, Prisionero.
—¡No me llames así! —gritó Eddie.
—¡Te llamaré así hasta que me demuestres que puedes salir de la celda en la que estás! —le gritó Roland a su vez. La garganta le dolía al gritar, pero de todas maneras gritó—. ¡Tira ese podrido pedazo de carne, y deja de lloriquear!
Eddie lo miró, con las mejillas mojadas y los ojos muy abiertos y asustados.
—¡ESTA ES SU ÚLTIMA OPORTUNIDAD! —dijo desde el exterior una voz por un megáfono. A Eddie la voz le sonó misteriosamente como la del locutor de un espectáculo deportivo—. HA LLEGADO EL ESCUADRÓN S.W.A.T. REPITO: ¡HA LLEGADO EL ESCUADRÓN S.W.A.T.!
—¿Qué hay para mí al otro lado de la puerta? —Eddie le preguntó con calma al pistolero—. Vamos, dímelo. Si puedes decírmelo, tal vez vaya. Pero si me mientes me daré cuenta.
—Probablemente la muerte —dijo el pistolero—. Pero antes de que eso ocurra, no creo que llegues a aburrirte. Quiero que te unas a mí en una búsqueda. Por supuesto, es probable que al final todo termine en la muerte… muerte para nosotros cuatro en un lugar extraño. Pero si llegáramos a triunfar… —Los ojos le resplandecieron y añadió—: Si logramos triunfar, Eddie, verás algo que está más allá de todas las creencias, de todos tus sueños.
—¿Qué?
—La Torre Oscura.
—¿Dónde está esa Torre?
—Lejos de la playa donde me encontraste. No sé a que distancia.
—¿Qué es?
—Eso tampoco lo sé; solo sé que puede ser una especie de… cerrojo. Un eje central que mantiene unido todo el conjunto de la existencia. Toda la existencia, todos los tiempos y todas las dimensiones.
—Has dicho cuatro. ¿Quiénes son los otros dos?
—No los conozco; aún deben ser invocados.
—Como me invocaste a mí. O como te gustaría invocarme.
—Sí.
En el exterior hubo una ronca explosión, como el disparo de un mortero… El cristal de la vidriera frontal de La Torre Inclinada estalló en mil pedazos. El salón del bar comenzó a llenarse de nubes sofocantes de gases lacrimógenos.
—¿Y bien? —preguntó Roland. Podía aferrarse a Eddie, forzar la existencia de la puerta por su contacto y pegarle un empellón que los llevara a ambos al otro lado. Pero había visto a Eddie arriesgar su vida por él; había visto a aquel hombre atormentado por una bruja comportarse con toda la dignidad de un pistolero nato a pesar de su adicción, a pesar del hecho de haber sido forzado a pelear desnudo como el día en que nació, y quería que Eddie decidiera por sí mismo.
—Buscas aventuras, Torres, mundos que ganar —enumeró Eddie, y sonrió débilmente. Ninguno de ellos se volvió cuando nuevas cargas de gases lacrimógenos entraron volando por la ventana, para explotar en el suelo con un silbido. Los primeros zarcillos acres de gas se deslizaban ya hacia el interior de la oficina de Balazar—. Suena mejor que uno de esos libros de Edgar Rice Burroughs sobre Marte que Henry me leía a veces cuando éramos pequeños. Solo faltaría una cosa.
—¿Qué cosa?
—Las muchachas hermosas desnudas.
El pistolero sonrió.
—En el camino a la Torre Oscura —aseguró—, todo es posible.
Otro temblor sacudió el cuerpo de Eddie. Levantó la cabeza de Henry, besó una de sus frías y cenicientas mejillas y, con delicadeza, dejó a un lado la ensangrentada reliquia. Se puso en pie.
—Muy bien —dijo—. De todas maneras, esta noche no tenía nada que hacer.
—Toma esto —le indicó Roland, y le acercó la ropa—. Ponte por lo menos los zapatos. Te has cortado los pies.
Fuera, en la acera, dos policías con máscaras de plexiglás, chaquetas incombustibles y chalecos Kelvar tiraron abajo la puerta delantera de La Torre Inclinada. En el baño, Eddie (que se había puesto los calzoncillos, las zapatillas Adidas y nada más) le alcanzaba uno a uno los paquetes de muestra de Keflex a Roland, y este los metía en los bolsillos de los tejanos de Eddie. Cuando estuvieron guardados y a salvo, Roland deslizó otra vez su brazo derecho alrededor del cuello de Eddie y Eddie otra vez aferró la mano izquierda de Roland. La puerta apareció súbitamente, un rectángulo de oscuridad. Eddie sintió que el viento de aquel otro mundo le agitaba el pelo sudado de la frente y se lo echaba hacia atrás. Oyó rodar las olas sobre la playa pedregosa. Olio el perfume amargo de la sal marina. Y a despecho de todo, del dolor y de la congoja, de pronto quiso ver la Torre de la que hablaba Roland. Realmente quería verla. Y con Henry muerto, ¿qué había para él en este mundo? Sus padres estaban muertos, y no había salido en serio con ninguna chica desde que se metiera de lleno en la heroína tres años atrás. Solo un continuo desfile de putas, pinchetas y narigueta. Ninguna de ellas se salvaba. A la mierda con todo.
Pasaron a través de la puerta y, en realidad, era Eddie quien en cierto modo guiaba.
En el otro lado le atacaron súbitamente nuevos temblores y agónicos calambres musculares, los primeros síntomas de una seria abstinencia de heroína. Y con ellos pensó las cosas dos veces por primera vez y se alarmó.
—¡Espera! —gritó—. ¡Quiero volver un minuto! ¡El escritorio! ¡El escritorio, o la otra oficina! ¡El caballo! ¡Si a Henry lo tenían drogado tiene que haber caballo! ¡Heroína! ¡La necesito! ¡La necesito!
Miró a Roland de manera suplicante, pero la cara del pistolero era de piedra.
—Esa parte de tu vida ha terminado, Eddie —dijo. Extendió la mano izquierda.
—¡No! —grito Eddie, dándole un zarpazo—. No, no lo entiendes, tío, la necesito. ¡LA NECESITO!
Lo mismo pudo haber dado zarpazos a una roca.
El pistolero cerró la puerta.
Produjo un sonido sordo como el de una palmada que indica el final definitivo y cayó hacia atrás sobre la arena. Los bordes levantaron algo de polvo. Detrás de la puerta no había nada, ni había ahora palabra alguna escrita encima. Aquel particular portal entre los dos mundos se había cerrado para siempre.
—¡NO! —gritó Eddie, y las gaviotas le gritaron a él en despectiva burla. Las langostruosidades le hacían preguntas, tal vez le sugerían que podría oírlas mejor si se acercaba más, y Eddie cayó sobre un costado, llorando, temblando y sacudiéndose por los calambres.
—Tu necesidad pasará —aseguró el pistolero, y se las arregló para sacar uno de los paquetes de muestra del bolsillo de los tejanos de Eddie, tan parecidos a los suyos, también ahora pudo leer algunas de las letras, pero no todas. Chiflet, parecía la palabra. Chifle t.
Medicina de aquel otro mundo.
—Mata o cura —murmuró Roland, y se tragó en seco cartuchos. Luego tomó otras tres astinas, se recostó cerca Eddie, lo tomó en sus brazos lo mejor que pudo y, después de un rato difícil, ambos se durmieron.