—¿Quiere que cierre la puerta, señor Balazar? —preguntó Cimi en voz baja.
—No, ya está bien —respondió Balazar. Era siciliano de segunda generación, pero no había rastros de acento en su modo de hablar, que tampoco era el de un hombre cuya única educación procedía de la calle. A diferencia de muchos de sus contemporáneos en el negocio, había terminado la escuela secundaria. En realidad, había hecho más que eso: durante dos años había asistido a la facultad de Ciencias Económicas en la Universidad de Nueva York. Su voz, lo mismo que su estilo para los negocios, era tranquila, culta y estadounidense, y eso hacía que su aspecto físico fuera tan engañoso como el de Jack Andolini. La gente que oía por primera vez su clara voz estadounidense sin acento alguno, casi siempre se quedaba perpleja, como si presenciara un número particularmente bueno de ventriloquismo. Tenía el aspecto de un granjero, o de un posadero, o de un mañoso de poca monta, que parecía haber tenido éxito más por haber estado en el lugar correcto en el momento oportuno que por poseer algún talento. Tenía el aspecto de lo que en generaciones anteriores los tipos listos llamaban «Pepe Mostacho». Era gordo y vestía como un campesino. Esta tarde llevaba puesta una camisa blanca de algodón abierta en el cuello (con manchas de transpiración que se expandían debajo de los brazos) y pantalones lisos de franela gris. En los gordos pies sin calcetines llevaba mocasines marrones, tan viejos que más parecían chancletas que zapatos. Tenía los tobillos cubiertos de venas varicosas de color Púrpura y azul.
Cimi y Claudio lo observaban fascinados.
En los viejos tiempos lo habían llamado Il Roche, la Roca.
Algunos de la vieja guardia aún lo llamaban así. En el cajón superior del lado derecho de su escritorio, donde otros empresarios debían de guardar hojas, lápices, clips para papeles y cosas por el estilo, Enrico Balazar guardaba tres mazos de cartas. Sin embargo no las usaba para jugar a ningún juego.
Las usaba para construir.
Tomaba dos cartas y las inclinaba hasta que se apoyaran una contra la otra, como en una A sin el trazo horizontal. Al lado de esta armaba otra A. Sobre las puntas de las dos colocaba una sola carta que formaba un techo. Formaba una A tras otra, superponiendo cada una a la otra, hasta que el escritorio sostenía una casa entera de cartas. Si uno se inclinaba y miraba hacia dentro, veía algo parecido a una colmena de triángulos. Cimi había visto derrumbarse aquellas casas cientos de veces. Claudio también lo había visto alguna vez, pero no con tanta frecuencia, porque era treinta años menor que Cimi. Este esperaba jubilarse pronto e irse a vivir con la hija de puta de su mujer a una granja que poseían al norte de New Jersey, donde él dedicaría todo su tiempo al jardín… y a sobrevivir a la hija de puta con la que se había casado; no a su suegra, hacía mucho tiempo que había renunciado a los sueños que alguna vez pudo haber tenido de comer fettucini en el velatorio de La Monstra, porque La Monstra era eterna, pero todavía quedaba alguna esperanza de sobrevivir a la hija de puta; su padre tenía un dicho que traducido significaba algo así como: «Dios te mea en la nuca todos los días, pero solo te ahoga una vez», y aunque no estaba completamente seguro, Cimi creía que significaba que Dios era bastante buen tipo después de todo, así que podía tener alguna esperanza de sobrevivir a una si no a la otra. Solo en una ocasión había visto a Balazar salirse de sus casillas por una de aquellas caídas. Casi siempre esto se producía por una eventualidad: alguien que cerraba con fuerza la puerta en otra habitación, o un borracho que chocaba contra una pared. Hubo veces en que Cimi vio caer un edificio, que el señor Balazar (a quien él seguía llamando Jefe, como un personaje de las historietas de Chester Gould) había tardado horas en levantar, solo porque el contrabajo de la máquina de discos había tocado muy fuerte. Otras veces estas construcciones aéreas se caían sin que se pudiera percibir razón alguna. Una vez —esta era una historia que había contado no menos de cinco mil veces a todos sus conocidos y a todos les había aburrido— mirándole por encima de las ruinas, el Jefe le había dicho: «¿Has visto esto, Cimi? Por cada madre que alguna vez maldijo a Dios por su hijo muerto en la carretera, por cada padre que alguna vez maldijo al hombre que lo echó de la fábrica y lo dejó sin trabajo, por cada niño que alguna vez nació solo para el dolor y se preguntó por qué, esta es la respuesta. Nuestras vidas son como esto que yo levanto. Aveces se vienen abajo por alguna razón, otras veces se vienen abajo absolutamente sin razón alguna».
Para Carlocimi Dretto, esta era la declaración sobre la condición humana más profunda que había escuchado en su vida.
La vez que Balazar se salió de sus casillas por el derrumbe de una de sus estructuras, había sido doce, tal vez catorce años antes. Un tipo había ido a verlo por un asunto de alcohol. Era un tipo sin clase, sin modales. Olía como si se bañara una vez al año, lo necesitara o no. En otras palabras, un irlandés de mierda. Y, por supuesto, se trataba de alcohol. Con los irlandeses siempre era alcohol, nunca droga. Y este irlandés pensó que lo que había en el escritorio del Jefe era un chiste. «¡Pida un deseo!», gritó después de el Jefe le explicara del modo en que un caballero se lo explica a otro, por qué les iba a resultar imposible hacer negocios. Y entonces el irlandés de mierda, uno de esos tipos de pelo rojo y rizado y la piel tan blanca que parecía tener tuberculosis o algo por el estilo, uno de esos cuyo nombre comienza con una O y luego tienen una marquita curva entre la O y el nombre verdadero, había soplado en el escritorio del Jefe como un niño que sopla las velitas en el pastel de cumpleaños, y las cartas habían volado por todas partes en torno a la cabeza de Balazar. Entonces, Balazar había abierto el cajón superior del lado izquierdo de su escritorio, el cajón donde otros empresarios debían guardar su papelería personal o sus dossieres privados o cosas por el estilo, había sacado una 45 y le había disparado al irlandés en la cabeza, sin cambiar de expresión. Después de que Cimi y un tipo llamado Truman Alexander, que había muerto de un ataque al corazón ahora hacía cuatro años, enterrasen al irlandés bajo un gallinero de las afueras de Sedonville, Connecticut, Balazar le había dicho a Cimi:
—Construir es asunto de los hombres, paisano. Echarlas abajo de un soplo es asunto de Dios. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor Balazar —había contestado Cimi. Estaba de acuerdo.
Balazar había asentido, complacido.
—¿Hiciste lo que te dije? ¿Lo pusiste en alguna parte donde las gallinas o los patos se le pudieran cagar encima?
—Sí.
—Muy bien —había dicho tranquilamente Balazar, al tiempo que tomaba un nuevo mazo de cartas del cajón superior del lado derecho del escritorio.
Un solo piso no era suficiente para Balazar, Il Roche. Sobre el techo del primer piso construía el segundo, solo que no tan ancho, encima del segundo un tercero; encima del tercero un cuarto. Y seguía. Pero a partir del cuarto piso tenía que ponerse de pie para seguir. Ya no había que inclinarse demasiado para mirar dentro. Y al hacerlo lo que se veía ya no eran hileras de formas triangulares sino un recinto frágil y desconcertante de formas diamantinas absolutamente encantadoras. Si uno miraba demasiado tiempo, se mareaba. Una vez Cimi había ido al laberinto de espejos de Coney y se había sentido igual. Nunca más volvió a entrar.
Cimi dijo (pensó que nadie le había creído, pero la verdad es que a nadie le importaba en absoluto) que una vez había visto a Balazar construir algo que ya no era una casa de cartas sino una torre de cartas, una torre que llegó a tener nueve pisos antes de derrumbarse. Ignoraba que esto no le importaba un pimiento a nadie, porque siempre que lo contaba la gente simulaba asombrarse, pues él estaba cerca del Jefe. Pero se habrían asombrado de haber tenido él las palabras para describirlo: qué delicada había sido, cómo había alcanzado casi tres cuartos de la distancia entre el escritorio y el techo, una construcción de encaje, con sotas y doses, reyes, dieces y comodines, una configuración roja y negra de diamantes de papel que se elevaba a despecho de un mundo que giraba a través de un universo de fuerzas y movimientos incoherentes; una torre que a los ojos asombrados de Cimi parecía la clamorosa negación de todas las injustas paradojas de la vida.
Si hubiera sabido cómo, habría dicho:
—Miré lo que él había construido, y para mí tuvieron sentido las estrellas.
DIEZ
Balazar sabía cómo tendrían que ser las cosas.
Los federales habían olido a Eddie. Quizá el estúpido había sido él por mandar a Eddie, tal vez sus instintos le estaban fallando, pero de alguna manera Eddie había parecido tan apropiado, tan perfecto. Su tío, la primera persona para la que él había trabajado en aquel negocio, decía que todas las reglas tenían excepciones salvo una: jamás confíes en un yonqui. Balazar no había dicho nada —no era el lugar para que un chico de quince años hablara, ni siquiera si estaba de acuerdo—, pero privadamente había pensado que la única regla que no tenía excepciones era que había algunas reglas en las que esto no era verdad.
«Pero si el Tío Verone aún viviera —pensó Balazar— se reiría de ti y te diría: Mira, Rico, tú siempre has sido demasiado listo por tu propio bien; conocías las reglas y mantenías la boca cerrada cuando era respetuoso mantener la boca cerrada, pero siempre has tenido esa expresión presumida en la mirada. Siempre supiste lo listo que eras, así que finalmente caíste en la trampa de tu propio orgullo. Siempre supe que pasaría».
Armó una A y la cubrió.
Habían detenido a Eddie, lo habían retenido durante un rato y luego lo habían soltado.
Balazar se había apoderado del hermano de Eddie y de la reserva que compartían. Quería a Eddie, y aquello bastaría para atraerlo.
Quería a Eddie porque solo habían sido dos horas, y eso era extraño.
Lo habían interrogado en Kennedy y no en la calle 43, y eso era extraño. Significaba que Eddie había logrado deshacerse de buena parte o de toda la coca.
¿O no?
Pensaba. Dudaba.
Eddie se había marchado del aeropuerto dos horas después de que lo sacasen del avión. Era poco tiempo para hacerlo cantar, y demasiado para decidir que estaba limpio, que alguna azafata había cometido un gran error.
Pensaba. Dudaba.
El hermano de Eddie era un zombi, pero Eddie todavía era un tipo listo, un tipo duro. Un tipo así no cambiaba de bando en dos horas… a menos que fuera por su hermano. Por algo referido a su hermano.
Pero, aun así, ¿cómo podía ser que no hubieran ido a la calle 43? ¿Cómo podía ser que no usaran las furgonetas de la Aduana, esas que se parecen a las de correos salvo por el enrejado de las ventanillas traseras? ¿Porque Eddie realmente habría hecho algo con la mercancía? ¿Se habría librado de ella? ¿La habría escondido?
Era imposible ocultar mercancía en un avión.
Imposible librarse de ella.
Por supuesto, también era imposible escapar de ciertas cárceles, robar ciertos bancos, evitar ciertas sentencias. Pero había gente que lo hacía. Harry Houdini se había escapado de camisas de fuerza, baúles cerrados con candados, jodidas bóvedas de banco. Pero Eddie Dean no era Houdini. ¿O sí?
Podía haber hecho que mataran a Henry en su propio Piso, podía haber ordenado que Eddie quedara destrozado en el aeropuerto… o mejor aún, también en el piso, donde los policías creerían que se trataba de un par de yonquis que, al borde de la desesperación, habrían olvidado que eran hermanos y se habían matado el uno al otro. Pero fuello dejaría muchas preguntas sin respuesta.
Conseguiría las respuestas, se prepararía para el futuro o simplemente satisfaría su curiosidad, según las respuestas que obtuviera, y luego los mataría a los dos.
Algunas respuestas más, dos yonquis menos. Alguna ganancia y ninguna pérdida importante.
En la otra habitación el juego ya había dado toda la vuelta y llegaba a Henry otra vez.
—Muy bien, Henry —repuso George Biondi—. Cuidado con esta, que tiene trampa. La materia es Geografía. La pregunta es: «¿De qué continente proceden los canguros?».
Una pausa de silencio.
—Johnny Cash —contestó Henry, seguido por el rugido de una carcajada portentosa.
Las paredes vibraron.
Cimi se puso tenso y esperó a que la casa de Balazar (que se convertiría en una torre solo si Dios o las fuerzas ciegas que regían el universo en Su nombre así lo querían) se viniera abajo.
Las cartas temblaron un poco. Si caía una, caerían todas.
Ninguna cayó.
Balazar alzó la mirada y sonrió a Cimi.
—Piasan —le dijo—, il Dio est bono; il Dio est malo; temps est poco-poco; tu est une grande peeparollo.
Cimi sonrió.
—Si, senor —afirmó—. Io grande peeparollo; io van fanculo por tu.
—None va fanculo, catzarro —aseguró Balazar—. Eddie Dean va fanculo. —Sonrió amablemente, y comenzó el segundo nivel de su torre de naipes.
Cuando la camioneta tomó una curva cerca de la casa de Balazar, Col Vincent por casualidad miraba a Eddie. Vio algo imposible.
Trató de hablar y se dio cuenta de que no podía. Tenía la lengua pegada al paladar y lo único que pudo emitir fue un sordo gruñido.
Vio que los ojos de Eddie cambiaban del color marrón al azul.
DOCE
Esta vez Roland no tomó de forma consciente la decisión de dar el paso. Saltó sin pensar, con un movimiento tan involuntario como levantarse de la silla y buscar su arma cuando alguien irrumpía violentamente en una habitación.
«¡La Torre! —pensó fieramente—. ¡Es la Torre, Dios mío, la Torre está en el cielo, la Torre! ¡Veo la Torre en el cielo, trazada en rojas líneas de fuego! ¡Cuthbert! ¡Alan! ¡Desmond! ¡La Torre! ¡La T…!».
Pero esta vez sintió a Eddie luchar, aunque no contra él. Solo trataba de hablarle; trataba desesperadamente de decirle algo.
El pistolero retrocedió, escuchando. Escuchaba lleno de desesperación, mientras en una playa a cierta distancia, desconocida en tiempo y espacio, su cuerpo sin mente se retorcía y temblaba como el cuerpo de un hombre que sueña con el éxtasis más alto o con el más profundo horror.
TRECE
—¡Cartel! —gritaba Eddie dentro de su cabeza… y de la cabeza del otro—. ¡Es un cartel, solo un cartel de neón; no sé en qué torre estarás pensando pero esto no es más que un bar, el negocio de Balazar, La Torre Inclinada, lo llamó así por la Torre de Pisa! ¡Es solo un cartel, una señal, algo que debería parecerse a la Torre de Pisa, joder! ¡Cálmate! ¡Cálmate! ¿Quieres que nos maten antes de que podamos siquiera llegar hasta ellos?
—¿Pitsa? —replicó pensativo entonces el pistolero. Volvió a mirar.
Un cartel. Una señal. Sí, muy bien, ahora podía verlo: no era la Torre sino un cartel. Estaba inclinada hacia un lado, festoneada con muchas curvas, y era una maravilla, pero eso era todo. Ahora veía que el cartel era una cosa hecha con tubos, tubos rellenados de alguna manera con un resplandeciente fuego rojo de los pantanos. En algunos lugares parecía haber menos que en otros; allí las líneas de fuego palpitaban y zumbaban.
Debajo de la torre ahora veía letras formadas con tubos doblados; la mayoría eran Grandes Letras. Pudo leer TORRE y, sí, INCLINADA, TORRE INCLINADA.
—¿Torre Inclinada? —le preguntó a Eddie.
—Sí. No importa. ¿Ves que solo es un cartel? ¡Eso es lo que importa!
—Entiendo —contestó el pistolero.
Se preguntaba si el Prisionero creía realmente lo que decía o solo lo decía para evitar que la situación se desbordara, como pareció que iba a suceder con la torre dibujada en líneas de fuego; se preguntaba si Eddie creería que los signos o carteles eran algo trivial.
—¡Entonces cálmate! ¿Me oyes? ¡Cálmate!
—¿Me quieres calmado? ¿Quieres que me mantenga frío? —preguntó Roland, y ambos sintieron un poco la sonrisa de este en la mente de Eddie.
—Frío, correcto. Deja que yo me encargue.
—Sí. Muy bien. —Dejaría que Eddie se encargara de todo.
Un rato.
CATORCE
Col Vincent logró por fin despegar la lengua del paladar.
—Jack. —Su voz era espesa como una alfombra peluda.
Andolini apagó el motor y lo miró, irritado.
—Sus ojos.
—¿Qué pasa con sus ojos?
—Sí, ¿qué pasa con mis ojos? —preguntó Eddie.
Col lo miró.
Se había puesto el sol y en el aire no quedaban más que las cenizas del día, pero quedaba luz suficiente como para que Col viera que los ojos de Eddie eran marrones otra vez.
Si es que alguna vez fueron otra cosa.
«Lo has visto», insistía parte de su mente. Pero ¿lo había visto? Col tenía veinticuatro años y durante los últimos veintiuno nadie lo había considerado nunca digno de confianza. Útil, a veces. Obediente casi siempre… si se lo mantenía a raya. Pero ¿digno de confianza? No. Al final hasta el mismo Col había llegado a creerlo.
—Nada —murmuró.
—Entonces, vamos —dijo Andolini.
Salieron de la furgoneta de la pizza. Con Andolini a la izquierda y Vincent a la derecha, Eddie y el pistolero entraron en La Torre Inclinada.