UNO
Eddie Dean estaba sentado en una silla. La silla se encontraba en una pequeña habitación blanca. Una pequeña habitación blanca llena de gente. Una pequeña habitación blanca llena de humo. Eddie iba en calzoncillos. Eddie quería un cigarrillo. Los otros seis —no, siete— hombres de la pequeña habitación blanca iban vestidos. Los otros hombres, de pie a su alrededor, lo rodeaban. Tres —no, cuatro— de ellos estaban fumando.
Eddie quería rascarse y bailotear. Eddie quería moverse y retorcerse.
Eddie estaba sentado, quieto, relajado; miraba a los hombres que estaban de pie a su alrededor con cierto divertido interés, como si no estuviera volviéndose loco por una dosis, como si no estuviera volviéndose loco de pura claustrofobia.
La razón era el otro en su mente. Al principio, el otro le había aterrorizado. Ahora agradecía que el otro estuviera ahí.
El otro podía estar enfermo, agonizando incluso, pero aun así poseía suficiente acero como para prestarle un poco a este aterrorizado yonqui de veintiún años.
—Es muy interesante la marca roja que tienes en el Pecho —indicó uno de los hombres de la Aduana.
Un cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios. Tenía un paquete en el bolsillo de la camisa. Eddie sintió que Podía fumarse, digamos, cinco cigarrillos de ese paquete, alineárselos en la boca de comisura a comisura, encenderlos todos, aspirar profundamente, y sentirse mentalmente mucho mejor.
—Parece una cinta. Parece como si hubieras tenido algo ahí, Eddie, sujeto con una cinta y de pronto hubieras decidido que era una buena idea arrancártelo y tirarlo a la basura.
—Pillé una alergia en las Bahamas —explicó Eddie—. Se lo dije. Quiero decir: ya hemos pasado por esto varias veces. Trato de conservar mi sentido del humor, pero cada vez me resulta más difícil.
—A la mierda con tu sentido del humor —intervino otro salvajemente, y Eddie reconoció aquel tono. Era la forma en que sonaba su propia voz cuando se pasaba media noche esperando al hombre en el frío, y el hombre no venía. Porque aquellos tipos también eran yonquis. La única diferencia era que para ellos la droga eran tipos como Henry y como él.
—¿Qué me dices de ese agujero que tienes en la barriga? ¿De dónde salió eso, Eddie? ¿De una agencia distribuidora de noticias?
Un tercer agente señalaba el punto donde Eddie se había herido. Finalmente había dejado de sangrar, pero todavía había una oscura burbuja púrpura que parecía más que dispuesta a abrirse ante la más ligera presión.
Eddie señaló la banda roja donde había estado la cinta.
—Pica —dijo. Y no era mentira—. Me quedé dormido en el avión. Si no me cree, pregúntele a la azafata…
—¿Por qué no íbamos a creerte, Eddie?
—No lo sé —respondió Eddie—. ¿Tienen con frecuencia traficantes de droga que se quedan dormidos durante el viaje? —Hizo una pausa, les dio unos segundos para que pensaran en eso, y luego alargó las manos. Tenía algunas uñas melladas. Otras serradas. Descubrió que cuando uno tenía el mono, las uñas se convertían de pronto en el bocado favorito—. Tuve bastante cuidado de no rascarme, pero debo haberme dado una buena rascada mientras dormía.
—O cuando estabas flipado. Podría ser la marca de una aguja. —Eddie se dio cuenta de que los dos estaban al tanto de todo. Uno se pincha ahí, tan cerca del plexo solar, que viene a ser el conmutador del sistema nervioso, y nunca más puede volver a pincharse en su vida.
—Denme un respiro —pidió Eddie—. Se me han acercado tanto a la cara para mirarme las pupilas que pensé que iban a darme un morreo. Saben que no estaba flipado.
El tercer agente de Aduana se mostraba disgustado.
—Para ser un inocente corderito, sabes una barbaridad acerca de drogas, Eddie.
—Lo que no aprendí en Corrupción en Miami lo saqué del Reader's Digest. Ahora díganme la verdad: ¿cuántas veces vamos a pasar por esto?
Un cuarto agente levantó una bolsita de plástico. Dentro de la bolsita había algunas fibras.
—Esto son filamentos. Vamos a recibir la confirmación del laboratorio, pero sabemos de qué clase son. Son filamentos de cinta adhesiva.
—No me duché antes de salir del hotel —repitió Eddie Por cuarta vez—. Estaba afuera, junto a la piscina, tomando un poco de sol. Trataba de librarme del sarpullido. El sarpullido de la alergia. Me quedé dormido. Tuve suerte de coger el avión. Tuve que correr a lo loco. Hacía mucho viento. No sé qué cosas se me pudieron pegar a la piel y cuáles no.
Otro extendió una mano y pasó un dedo por los ocho centímetros de carne del doblez interior del codo izquierdo de Eddie.
—Y esto no son rastros de una aguja.
Eddie empujó la mano a un costado.
—Picaduras de mosquitos. Se lo dije. Casi curados. ¡Dios mío, eso lo pueden ver por sí mismos!
Podían. Aquello no se había arreglado de la noche a la mañana. Eddie había dejado de picarse en el brazo un mes antes. Henry no hubiera podido hacerlo y ese fue uno de los motivos por los que fue Eddie; tuvo que ser Eddie. Cuando necesitaba sin falta una dosis, se picaba muy arriba, en la parte superior del muslo izquierdo, en el lugar donde su testículo izquierdo se apoyaba contra la piel de su pierna… como había hecho la otra noche, cuando el sujeto cetrino por fin le trajo algo que servía. La mayor parte la había aspirado, simplemente, algo que a Henry ya no le alcanzaba. Todo aquello le provocaba sentimientos que no podían definir con exactitud… una mezcla de orgullo y vergüenza. Si los tipos miraban ahí, si corrían los testículos a un costado, podía verse en serios problemas. Un análisis de sangre podría causarle problemas aún más serios, pero ese era un paso que no podían dar sin algún tipo de prueba… y pruebas eran precisamente lo que no tenían. Sabían todo pero no podían probar nada. Que era toda la diferencia entre querer y el mundo, como hubiera dicho su querida y anciana madre.
—Picaduras de mosquitos.
—Sí.
—Y la marca roja es una reacción alérgica.
—Sí. La pillé cuando fui a las Bahamas, pero no fue demasiado grave.
—La pilló cuando bajó aquí —le dijo uno de los hombres a otro.
—Ajá —asintió el segundo—. ¿Tú le crees?
—Claro.
—¿Crees en Papá Noel?
—Claro. Cuando era pequeño una vez me saqué una foto con él y todo. —Miró a Eddie y añadió—: ¿Tienes una foto de esta famosa marca roja de antes que hicieras este viajecito, Eddie?
Eddie no contestó.
—Si estás limpio ¿por qué no quieres hacerte un análisis de sangre? —Este era otra vez el primer tipo, el del cigarrillo entre los labios. Se le había consumido casi hasta el filtro.
De pronto Eddie se enojó, se puso blanco de ira. Escuchó dentro de sí.
—Muy bien —respondió de inmediato la voz, y Eddie sintió más que un acuerdo, sintió una especie de aprobación del tipo «lánzate». Lo hacía sentir como cuando Henry lo abrazaba, le revolvía el pelo, le daba palmaditas en el hombro y le decía: «Bien hecho, chaval… no dejes que se te suba a la cabeza, pero has estado muy bien».
—Ustedes saben que estoy limpio. —Se puso en pie súbitamente de modo que los otros se echaron hacia atrás. Miró al fumador, que era quien estaba más cerca, y le espetó—: Y te diré algo, niño, si no me sacas de la cara ese clavo de cajón, te lo saco yo de un golpe.
El tipo retrocedió.
—Ya han vaciado un tanque lleno de mierda del avión, muchachos. Por Dios, han tenido tiempo para pasar por esto tres veces. Han revisado mis cosas. Me he inclinado y he dejado que uno de ustedes me metiera en el culo el dedo mas largo del mundo. Si eso es chequeo de próstata, esto es un safari de puta madre. Tenía miedo de mirar hacia abajo. Pensé que podía ver el dedo de ese tipo saliéndome por la polla.
Los miró a todos.
—Se me han metido por el culo, me han revisado las cosas, y aquí estoy, sentado en calzoncillos mientras ustedes, muchachos, me tiran humo a la cara. ¿Quieren un análisis de sangre? Está bien. Traigan a alguien para que lo haga.
Murmuraron, se miraron los unos a los otros. Sorprendidos. Incómodos.
—Pero si quieren hacerlo sin una orden judicial —dijo Eddie—, el que lo haga más vale que traiga agujas y frascos de más, porque, mierda, no pienso mear solo. Quiero que venga un oficial de la policía federal, y que cada uno de ustedes se haga el mismo análisis de mierda, con sus nombres y números de identificación en cada frasco, todo bajo la custodia de ese oficial de la policía federal. Y sea cual sea el análisis que me hagan a mí —cocaína, heroína, anfetas, hierba, lo que sea— quiero que hagan esos mismos análisis a las muestras de ustedes, chicos. Y luego quiero que se envíen los resultados a mi abogado.
—Lo que hay que escuchar, su ABOGADO —gritó uno de ellos—. A esto es a lo que siempre se llega con mierdas como tú, ¿verdad, Eddie? Ya tendrá noticias de MI ABOGADO, te voy a echar a MI ABOGADO encima. ¡Esta basura me da ganas de vomitar!
—Para ser franco en este momento no tengo abogado —repuso Eddie, y era verdad—. No pensé que lo fuera a necesitar. Ustedes me han hecho cambiar de idea. No encontraron nada porque no tengo nada, pero no significa que el rock and roll se detenga ahí, ¿verdad? Así que quieren que baile. Fantástico. Voy a bailar. Pero no voy a bailar solo. Ustedes también van a tener que bailar, muchachos.
Se produjo un silencio espeso y difícil.
—Me gustaría que se bajara los calzoncillos otra vez, por favor, señor Dean —solicitó uno de ellos. Era el mayor. Tenía aspecto de encargarse de las cosas. Eddie pensó que tal vez (solo tal vez) se había dado cuenta por fin de dónde podían estar las marcas frescas. Hasta el momento no habían revisado ahí. Los brazos, los hombros, las piernas… pero ahí no. Estaban demasiado seguros de haber encontrado algo.
—Estoy harto de sacarme cosas, de bajarme cosas, y de tragarme esta mierda —señaló Eddie—. O traen a alguien aquí para hacer un montón de análisis de sangre, o me voy. ¿Qué prefieren?
Otra vez un pesado silencio. Y, cuando comenzaron a mirarse entre sí, Eddie supo que había ganado.
—Los DOS hemos ganado —corrigió—. ¿Cómo te llamas, tío?
—Roland. Y tú te llamas Eddie. Eddie Dean.
—Oyes bien.
—Escucho y observo.
—Denle su ropa —dijo, disgustado, el hombre mayor. Miró a Eddie—. No sé qué traías, qué tenías ni cómo lo has hecho para que desaparezca, pero quiero que sepas que lo vamos a averiguar. —El viejo se quedó observándolo y añadió—: Así que ahí estás sentado. Sentado y casi sonriendo. Me dan ganas de vomitar, no por lo que dices sino por lo que eres.
—¡Yo le doy ganas de vomitar a usted! —Afirmativo.
—Vaya por dónde —exclamó Eddie—. Me encanta. Aquí estoy sentado en un cuartito; solo llevo los calzoncillos y tengo siete tipos a mi alrededor con pistolas en la cadera ¿y yo le doy ganas de vomitar a usted? Tío, tiene usted un problema.
Eddie avanzó hacia él. El tipo de la Aduana se mantuvo en su sitio por un momento, pero luego vio algo en los ojos de Eddie —un loco color que parecía mitad avellana y mitad azul— que le hizo dar un paso atrás en contra de su voluntad.
—¡NO LLEVO NADA! —rugió Eddie—. ¡AHORA! ¡APÁRTENSE! ¡APÁRTENSE! ¡DÉJENME EN PAZ!
Silencio otra vez. El hombre mayor miró a su alrededor y le gritó a alguien:
—¿No me has oído? ¡Dale la ropa! Y eso fue todo.
DOS
—¿Le parece que nos siguen? —le preguntó el taxista. Parecía divertido.
Eddie se inclinó hacia delante.
—¿Por qué dice eso?
—Porque mira todo el rato por la ventanilla de atrás.
—Nunca se me ocurrió que me estuvieran siguiendo —dijo Eddie. Era la pura verdad. Había visto a los que le seguían la primera vez que miró a su alrededor. Los que le seguían, más de uno. No tenía que mirar en torno para confirmar su presencia. Hasta a los pacientes externos de un hospital para retrasados mentales les costaría perder de vista el taxi de Eddie aquella tarde de mayo; el tráfico en la L.I.E. era escaso—. Soy un estudioso de los sistemas de tráfico, eso es todo.
—Oh —profirió el taxista.
Una declaración tan curiosa como aquella hubiera provocado preguntas en algunos círculos, pero los taxistas de Nueva York rara vez formulan preguntas; en cambio, afirman, generalmente a lo grande. La mayor parte de las afirmaciones comienzan con la frase «¡Esta ciudad!», como si tales palabras fueran la invocación religiosa que precede al sermón… que es lo que generalmente son. Este taxista, en cambio, dijo:
—Porque si en serio creía que nos estaban siguiendo, le digo que no me habría dado cuenta. ¡Esta ciudad! ¡Dios! En mis tiempos yo he seguido a muchísima gente. Le sorprendería saber cuánta gente entra en el taxi de un salto y dice: «Siga a ese coche». Ya sé, parece que solo se ve en las películas, ¿verdad? Correcto. Pero, como se dice, el arte imita a la vida y la vida imita al arte. ¡Sucede de verdad! Y sacarse de encima a alguien que te sigue es fácil si uno sabe tenderle una trampa al tipo. Uno…
Eddie le bajó el volumen al taxista hasta un murmullo de fondo, y solo escuchaba lo suficiente como para asentir en las pausas adecuadas. Si uno se detenía a pensarlo, la perorata del taxista no dejaba de ser bastante divertida. Uno de los perseguidores era un sedán azul oscuro. Eddie supuso que pertenecía a la Aduana. El otro era una furgoneta con carteles a los costados que decían GINELU'S PIZZA. También tenía el dibujo de una pizza, solo que la pizza era la cara sonriente de un muchacho, y el muchacho sonriente se chupaba los dedos, y debajo del dibujo aparecía el eslogan «¡Ummmmmm! ¡Es una Pizza RIIIIIIICA!». Solo que algún joven artista urbano, de rudimentario sentido del humor, armado con un aerosol de pintura había tachado la palabra PIZZA y escrito encima POLLA.
Ginelli. Eddie conocía solo a un Ginelli; tenía un restaurante llamado Four Fathers. El negocio de la pizza era una Pantalla, un armazón garantizado, el cielo de un contable. Ginelli y Balazar. Iban juntos como los perritos calientes y la mostaza.
Según el plan original, fuera de la terminal tenía que haber una limusina esperando con un chófer listo para llevarlo en un santiamén al lugar donde Balazar hacía negocios, un salón cerca del centro. Pero por supuesto el plan original no incluía dos horas en un cuartito blanco, dos horas de interrogatorio constante por parte de un grupo f de agentes de Aduana, mientras otro grupo se dedicaba primero a vaciar y luego a rastrear el contenido de los tanques de desechos del vuelo 901, en busca de la sospechada gran carga, la gran carga indisoluble, que no desaparecería al vaciar la cisterna.
Cuando salió, la limusina no estaba, claro. El chófer debía de tener sus instrucciones: si la mula no ha salido de la terminal unos quince minutos después de que el resto de pasajeros esté fuera, aléjate rápido. El chófer de la limusina no sería tan tonto de usar el teléfono del coche, que en realidad era una radio cuyas señales podían ser captadas con toda facilidad. Balazar podría hacer algunas llamadas, enterarse de que Eddie había tenido problemas, y prepararse para los problemas que tendría él. Balazar pudo haber detectado el acero de que Eddie estaba hecho, pero eso no impedía que Eddie fuera un yonqui. No se podía confiar en que un yonqui fuera un tipo duro.
Esto significaba que existía la posibilidad de que la furgoneta de reparto de las pizzas fuera a adelantar al taxi, que alguien sacara un arma automática por la ventanilla, y luego, simplemente, la parte posterior del taxi quedaría convertida en algo así como un sangriento rallador de queso. A Eddie algo así le preocuparía más de haber sido retenido durante cuatro horas en lugar de dos, y mucho más si hubieran sido seis. Pero solo dos… Pensó que Balazar confiaría en que, al menos aquel tiempo, pudiera mantener la boca cerrada. Querría saber qué había pasado con la mercancía.
La verdadera razón por la que Eddie miraba todo el tiempo hacia atrás era la puerta.
Le fascinaba.
Cuando los agentes de la Aduana le llevaban medio a rastras por las escaleras hasta la sección administrativa del Kennedy, había mirado por encima del hombro hacia atrás y ahí estaba, improbable pero indudablemente, indiscutiblemente real, flotando a su lado como a un metro de distancia. Se veía el movimiento constante de las olas que rompían en la arena; vio que allí comenzaba a oscurecer.
La puerta era como uno de esos dibujos con trampa que esconden otra imagen; al principio uno no ve la imagen oculta aunque le vaya la vida, pero cuando finalmente la descubre ya no puede dejar de verla por mucho que lo intente.
Solo había desaparecido las dos veces en que el pistolero se había ido sin él, y aquello lo había asustado: Eddie se había sentido como un niño a quien se le apaga la luz que le dejan encendida por la noche. La primera vez había sido durante el interrogatorio en la Aduana.
—Debo irme—. La voz de Roland había atravesado limpiamente la pregunta que en ese momento le arrojaban—. Solo estaré fuera unos instantes. No tengas miedo.
—¿Por qué? —preguntó Eddie—. ¿Por qué debes irte?
—¿Qué te pasa? —le había preguntado uno de los tipos de la Aduana—. Pareces asustado.
De pronto se había sentido asustado, pero por nada que aquel estúpido pudiera comprender.
Al mirar él por encima del hombro, los hombres de la Aduana también se habían vuelto. No veían más que una pared blanca y lisa cubierta de paneles blancos llenos de agujeros para amortiguar los ruidos; Eddie había visto la Puerta, a su distancia normal de un metro (ahora estaba encajada en la pared de la habitación, como una salida de emergencia que ninguno de sus interrogadores podía ver).
Vio más. Vio cosas que salían de las olas, cosas que parecían refugiados de una película de terror en la que los efectos son un poquitín más especiales de lo que uno querría, suficientemente especiales como para que todo parezca real. Tenían el aspecto de un cruce espantoso entre gamba, langosta y araña. Producían un sonido extraño.
—¿Te está dando el delirium tremens? —le había preguntado uno de los tipos de la Aduana—. ¿Ves unos bichitos trepando por las paredes, Eddie?
Aquello estaba tan cerca de la verdad que Eddie estuvo a punto de echarse a reír. Comprendió sin embargo por qué el hombre llamado Roland debía volver; la mente de Roland estaba bastante segura —al menos por el momento— pero las criaturas se movían en dirección a su cuerpo y Eddie sospechó que, si Roland no lo retiraba del lugar que actualmente ocupaba, podía no quedarle cuerpo alguno para volver.
De pronto oyó mentalmente a David Lee Roth que balaba: Oh Iyyyy… ain't got no body…[1] y esta vez sí se echó a reír. No pudo evitarlo.
—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? —le preguntó el agente de la Aduana que había querido saber si estaba viendo bichitos.
—Toda la situación —le respondió Eddie—. Pero solo en el sentido de lo peculiar, no de lo hilarante. Quiero decir: si esto fuera una película, sería más del estilo de Fellini que del de Woody Allen, si me entiende lo que le quiero decir.
—¿Podrás arreglártelas? —preguntó Roland.
—Sí, todo bien. V y O.
—No comprendo.
—Ve y Ocúpate.
—Ah, muy bien. No tardaré.
Y de pronto ese otro se había ido. Simplemente se había ido. Como una fina voluta de humo que el capricho más ligero del viento pudiera deshacer de un soplo. Eddie había vuelto a mirar hacia atrás y no había visto más que agujereados paneles blancos; no había puerta, ni océano, ni siniestras monstruosidades; y sintió que algo le comprimía el vientre. No se trataba de creer que todo había sido una alucinación. La droga había desaparecido, y esa era toda la prueba que Eddie necesitaba. Pero Roland, de alguna manera había… ayudado. Había facilitado las cosas.
—¿Quieres que cuelgue un cuadro en ese lugar? —había preguntado uno de los tipos de la Aduana.
—No —había contestado Eddie con un suspiro—. Quiero que me dejen salir de aquí.
—En cuanto nos digas qué hiciste con la heroína. ¿O era coca? —Y así comenzaba otra vez. Y seguía la ronda, una y otra vez, y nadie sabía cuándo se iba a detener.
Diez minutos más tarde —diez minutos muy largos— Roland había vuelto a su mente. Un segundo no estaba, al segundo siguiente sí. Eddie percibió que estaba profundamente exhausto.
—¿Está arreglado? —le había preguntado Eddie.
—Sí. Lamento haberme demorado. —Pausa—. Tuve que arrastrarme.
Eddie había vuelto a mirar hacia atrás. Ahí estaba la puerta, pero ahora mostraba una vista algo diferente y se dio cuenta de que al moverse Roland al otro lado se había modificado también su visión. El pensamiento le había producido un ligero escalofrío. Era como si estuviera atado al otro por un misterioso cordón umbilical. El cuerpo del Pistolero yacía, como antes, derrumbado frente a la puerta pero ahora podía ver un largo trecho de playa hasta la festoneada línea de la marea alta, por donde vagaban los monstruos, zumbando y gruñendo. Cada vez que rompía una ola todos ellos alzaban las pinzas. Se parecían al público de los viejos documentales donde aparece Hitler hablando y todo el mundo lanza aquel saludo, Heil!, como si su vida dependiera de ello… lo cual, si te detienes a pensarlo, probablemente era cierto. Eddie podía ver en la arena las tortuosas marcas del avance del pistolero.
Ante la mirada de Eddie, uno de los horrores se había incorporado con la velocidad del rayo y había atrapado una gaviota que volaba demasiado cerca de la playa. El pájaro había caído sobre la arena partido en dos y salpicando sangre por doquier. Antes incluso de que dejaran de retorcerse los horrores con caparazón ya los habían cubierto. Una única pluma blanca salió volando. Una pinza la agarró velozmente.
«¡Dios Santo! —pensó Eddie azorado—. Mira esa rapiña».
—¿Por qué sigues mirando hacia atrás? —le había preguntado el que parecía mandar.
—De vez en cuando necesito un antídoto.
—¿Contra qué?
—Su cara.
TRES
El taxista dejó a Eddie frente al edificio en Co-Op City, le agradeció la propina de un dólar y se fue. Eddie se quedó de pie un momento, con el bolso de viaje en una mano y en un dedo de la otra la chaqueta enganchada y echada hacia atrás por encima del hombro. Aquí estaba el piso de dos habitaciones que compartía con su hermano. Se quedó un momento mirando el edificio, un monolito con todo el estilo y gusto de una caja de ladrillos. Las numerosas ventanas lo hacían parecer una cárcel, y la visión era tan deprimente para Eddie como asombrosa para Roland.
—Nunca, ni siquiera cuando era un niño, vi un edificio tan alto —dijo Roland—. ¡Y hay tantos!
—Sí —accedió Eddie—. Vivimos como una banda de hormigas en una colina. A ti puede parecerte bien pero te lo digo, Roland, esto se hace viejo. Envejece muy rápidamente.
El coche azul pasó despacio; la camioneta de la pizza dobló la esquina y se aproximó. Eddie se tensó y sintió cómo Roland se tensaba dentro de él. Tal vez pensaran cargárselo, después de todo.
—¿La puerta? —preguntó Roland—. ¿La atravesamos? ¿Es lo que deseas?
Eddie sintió que Roland estaba preparado para cualquier cosa pero habló con voz tranquila:
—Todavía no —dijo Eddie—. Es posible que solo quieran hablar. Pero estáte listo.
Se dio cuenta de que había dicho algo innecesario, sintió que, en su sueño más profundo, Roland estaba más preparado para moverse y actuar de lo que nunca lo estaría él, ni completamente despierto.
La camioneta de la pizza con el chico sonriente en el panel lateral se acercó. La ventanilla comenzó a bajar y Eddie esperó en la puerta de entrada del edificio, proyectando una sombra alargada a partir de las puntas de sus bambas. Esperaba para ver qué sería: una cara o un revólver.
CUATRO
El segundo abandono de Roland había tenido lugar menos cinco minutos después de que la gente de la Aduana por fin se diera por vencida y soltara a Eddie.
El pistolero había comido, pero no lo suficiente. Necesitaba beber y, sobre todo, necesitaba medicina. Sin embargo, Eddie no podía proporcionarle la medicina que verdaderamente necesitaba (aunque sospechaba que Roland tenía razón y que Balazar podría si quería…), pero un poco de simple aspirina podría al menos bajar la fiebre que Eddie había notado al acercársele el pistolero para cortar la parte superior del vendaje de cinta adhesiva. Se detuvo frente al quiosco de la terminal principal.
—¿Existe la aspirina en tu mundo?
—Nunca la oí nombrar. ¿Es magia o medicina?
—Ambas cosas, creo.
Eddie se acercó al quiosco y compró un paquete de Anacin Extra Fuerte. Cruzó hasta el bar y pidió un par de perritos calientes de treinta centímetros de largo y una Pepsi extragrande. Estaba poniéndoles mostaza y ketchup a las salchichas (Henry las llamaba Godzillas de treinta centímetros) cuando de pronto recordó que aquello no era para él. Por lo que él sabía, a Roland podía no gustarle ni la mostaza ni el ketchup. Por lo que él sabía, Roland podía ser vegetariano. Por lo que él sabía, aquella mierda podía matar a Roland.
«Bueno, ya es demasiado tarde», pensó Eddie.
Cuando Roland hablaba, y cuando Roland actuaba, Eddie sabía que todo sucedía de verdad. Cuando se quedaba quieto, le hormigueaba la sensación vertiginosa de que tenía que ser un sueño, un sueño extraordinariamente vivido que había invadido su mente al quedarse dormido en el vuelo Delta 901 a Nueva York.
Roland le había dicho que podía llevarse la comida a su propio mundo. Ya una vez había hecho algo similar, mientras Eddie dormía. A Eddie le parecía prácticamente increíble, pero Roland le había asegurado que era verdad.
—Bueno, todavía hemos de tener mucho cuidado —dijo Eddie—. Tienen a dos tipos de la Aduana vigilándome. Vigilándonos. Sea lo que sea yo ahora.
—Sé que debemos tener cuidado —respondió Roland—. No son dos, son cinco.
De pronto, Eddie sintió una de las sensaciones más extrañas de su vida. El no movía sus ojos, pero sentía que se movían. Los movía Roland.
Un tipo con camiseta de tirantes hablando por teléfono.
Una mujer sentada en un banco, revolviendo en el interior de su bolso.
Un joven negro que pudo haber sido espectacularmente bello salvo por el labio leporino que la cirugía había reparado solo en parte, y que miraba las camisetas del quiosco por el que Eddie había pasado un rato antes.
Ninguno de ellos tenía aparentemente nada de malo pero a pesar de todo Eddie los reconoció por lo que eran, y era como ver esas imágenes escondidas en los acertijos infantiles, que una vez vistas no pueden dejar de verse jamás. Sintió un ligero rubor en las mejillas, porque el otro había tenido que advertirle lo que él no había sabido ver. El solo había detectado a dos. Los otros tres eran un poco mejores, pero no tanto; los ojos del tipo que hablaba por teléfono no estaban en blanco, como debían estar si pensaba en la persona con la que supuestamente hablaba, sino atentos, mirando en realidad hacia el lugar donde estaba Eddie… Ahí iban a parar los ojos del tipo del teléfono, una y otra vez. La mujer del bolso no encontraba lo que quería, ni tampoco abandonaba: seguía revolviendo sin parar dentro de su bolso. Y el que parecía ir de compras había tenido tiempo Para mirar cada una de las camisetas de la hilera por lo menos una docena de veces.
Súbitamente, Eddie se sintió como si tuviera cinco años, y tuvo miedo de cruzar la calle si Henry no lo llevaba de la mano.
—No importa —dijo Roland—. Y tampoco te preocupes por la comida. He comido bichos mientras aún estaban lo suficientemente vivos como para que algunos bajaran corriendo por mi garganta.
—Sí —contestó Eddie—, pero esto es Nueva York.
Llevó los perritos calientes y el refresco al rincón más lejano de la barra y se puso de espaldas a la zona más concurrida del aeropuerto. Luego levantó la mirada al rincón izquierdo. Un espejo convexo se destacaba allí como un ojo hipertenso. Desde ahí podía ver a todos sus seguidores, pero ninguno de ellos estaba lo bastante cerca como para ver la comida y el vaso con el refresco, y eso estaba bien, porque Eddie no tenía ni la más remota idea de lo que les iba a suceder.
—Pon la astina sobre las cosas de comer. Luego sostenlo todo con las manos.
—Aspirina.
—Bien. Si quieres llámalo flautagorquio, pr… Eddie. Pero hazlo.
Sacó el Anacin del estuche que se había metido en el bolsillo, y fue a ponerlo sobre uno de los perritos calientes cuando repentinamente se dio cuenta de que Roland iba a tener problemas para lo que él llamaba «la prueba de veneno»: abrir el refresco y esperar.
Lo hizo, colocó tres píldoras sobre una de las servilletas, lo consideró, y luego agregó tres más.
—Tres ahora, tres más tarde —dijo—. Si hay un más tarde.
—Muy bien. Gracias.
—¿Y ahora qué?
—Tenlo todo en las manos.
Eddie volvió a mirar por el espejo convexo. Dos de los agentes paseaban como quien no quiere la cosa en dirección al bar, tal vez porque no les gustaba la forma en que Eddie estaba vuelto de espaldas, tal vez porque se olían la llegada de un pequeño acto de prestidigitación y querían echar un vistazo más de cerca. Si iba a suceder algo, más valía que sucediera rápido.
Puso las manos en torno a todas las cosas; sentía el calor de las salchichas dentro del suave pan blanco, la frescura de la Pepsi. En ese momento parecía un tipo preparándose para llevarles un bocado a sus hijos… y entonces las cosas se empezaron a derretir.
Miró hacia abajo, con los ojos cada vez más y más abiertos, hasta que de pronto sintió que se le iban a caer hasta quedarle colgando.
Vio las salchichas a través de los panes. Vio la Pepsi a través del vaso y el líquido atascado de hielo que se curvaba para definir una forma ya invisible.
Luego vio la barra de formica roja a través de las largas salchichas y la pared blanca a través de la Pepsi. Sus manos se deslizaron la una hacia la otra a medida que la resistencia entre ellas se volvía menor y menor… y luego se cerraron una contra la otra, palma con palma. La comida… las servilletas… la Pepsi Cola… las seis aspirinas… Todo lo que tuvo entre las manos había desaparecido.
«Abracadabra», pensó Eddie, aturdido. Echó una mirada hacia arriba, al espejo convexo.
La puerta había desaparecido del espejo al mismo tiempo que Roland de su mente.
«Que aproveche, amigo», pensó Eddie.
Pero aquella misteriosa presencia foránea que se llamaba a si misma Roland, ¿era su amigo? Estaba lejos de ser un hecho comprobado, ¿no? Le había salvado el pellejo, cierto, Pero eso no lo convertía en un boy scout.
Pero, al mismo tiempo, Roland le gustaba. Lo temía… j pero también le gustaba.
Sospechaba que con el tiempo podría amarlo, como amaba a Henry.
«Come bien, extranjero —pensó—. Come bien, consérvate con vida… y vuelve».
Cerca de él quedaban unas servilletas manchadas de mostaza y abandonadas por un cliente anterior. Eddie hizo una bola con ellas y al salir la arrojó al cubo de basura que estaba junto a la puerta, mientras masticaba aire como si fuera el último bocado de alguna cosa.
Fue incluso capaz de soltar un eructo cuando se aproximaba al tipo negro, de paso hacia los carteles que indicaban el camino a «EQUIPAJES» y «TRANSPORTE TERRESTRE».
—¿No pudiste encontrar ninguna camiseta que te gustara? —le preguntó Eddie.
—¿Perdón? —El negro apartó la vista del monitor de salidas de American Airlines que simulaba estudiar.
—Pensé que tal vez estabas buscando una que dijera POR FAVOR, QUIERO COMER, TRABAJO PARA EL GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS —dijo Eddie, y siguió caminando.
Cuando comenzó a bajar las escaleras vio a la hurgacarteras cerrar su bolso a toda prisa y ponerse de pie.
«Oh, vamos, esto va a parecerse al desfile de Macy's el día de Acción de Gracias».
Había sido un día cantidad de interesante, y Eddie no creía que hubiera terminado todavía.
CINCO
Cuando Roland vio que las cosas-langosta volvían a salir de las olas (su salida no tenía que ver con la marea, entonces; lo que las atraía era la oscuridad), dejó que Eddie Dean se moviera por sí mismo antes de que las criaturas pudieran encontrarlo y comérselo.
Esperaba el dolor y estaba preparado. Había vivido tanto tiempo con el dolor que ya era casi como un viejo amigo. Estaba bastante azorado, sin embargo, por la rapidez con que le había aumentado la fiebre y disminuido la fuerza. Si antes no había estado agónico, lo más probable era que lo estuviese ahora. ¿Habría algo en el mundo del Prisionero lo bastante poderoso como para impedir que aquello sucediera? Quizá. Pero si no podía contar con eso en las próximas seis u ocho horas, pensó que ya no importaría. Si las cosas seguían así por mucho más tiempo, no habría ni magia ni medicina, en este mundo ni en cualquier otro, que pudiera curarlo.
Le resultaba imposible caminar. Iba a tener que arrastrarse.
Se preparaba para comenzar cuando sus ojos se fijaron en la retorcida banda de cinta adhesiva y las bolsas con el polvo del diablo. Si las dejaba ahí era casi seguro que las langostruosidades las romperían. La brisa del mar iba a desparramar el polvo a los cuatro vientos. «Que es adonde debería ir a parar», pensó el pistolero con severidad. Pero no podía permitirlo. Cuando llegara el momento, Eddie Dean se encontraría metido en un gran lío si no podía hacer aparecer aquel polvo. Muy pocas veces era posible engañar a tipos como el que se imaginaba que sería Balazar. Querría ver la mercancía por la que había pagado, y hasta que no la viera, haría apuntar a Eddie con armas suficientes como para equipar un pequeño ejército.
El pistolero tomó la tira retorcida de cinta adhesiva y se la pasó por detrás del cuello. Luego comenzó a avanzar laboriosamente por la playa.
Se había arrastrado unos veinte metros —distancia a la que juzgó que podía considerarse a salvo— cuando tuvo la horrible (aunque cósmicamente graciosa) impresión de que estaba dejando la puerta atrás. ¿Por qué tenía que pasar por todo esto, en el nombre de Dios?
Miró hacia atrás y vio la puerta, pero no abajo, en la playa, sino a un metro por detrás de él. Por un momento Roland solo pudo mirar y darse cuenta de lo que ya debió haber sabido, de no ser por la fiebre y por el sonido de los Inquisidores que martilleaban a Eddie con incesantes preguntas: «Dónde tal cosa, cómo tal otra, por qué tal cosa, cuándo tal otra». Eran preguntas que se fundían misteriosamente con las preguntas de los horrores rastreros que llegaban escarbando y retorciéndose desde las olas: «¿Papa choca?, ¿papa daca?, ¿pica chica?», como en un delirio.
«Ahora la llevo conmigo adondequiera que voy —pensó— igual que él. Ahora viene con nosotros a todas partes. Nos sigue como una maldición de la que no te puedes librar jamás».
Todo aquello parecía tan cierto que resultaba incuestionable… lo mismo que otra cosa: si la puerta entre ellos llegara a cerrarse, quedaría cerrada para siempre.
«Cuando eso suceda —pensó torvamente Roland— él debe estar a este lado. Conmigo».
—¡Eres un modelo de virtud, pistolero! —se burló de él el hombre de negro. Parecía haber establecido su residencia permanente dentro de la cabeza de Roland—. Has matado al chico. Ese fue el sacrificio que te permitió atraparme, y también te permitió, supongo, crear la puerta entre los dos mundos. Ahora intentas invocar a tus tres, uno por uno, y a todos ellos condenarlos a algo que tú mismo procurarías evitar: una vida entera en un mundo ajeno, donde morirían con la misma facilidad con que mueren los animales de un zoológico cuando se los deja libres en un lugar salvaje.
«La Torre —pensó salvajemente Roland—. Cuando haya llegado a la Torre, cuando haya hecho lo que se supone que debo hacer allí, cuando haya realizado el acto fundamental de restitución o redención para el que se me ha destinado, entonces quizá ellos…».
Pero la carcajada ensordecedora del hombre de negro, el hombre que había muerto pero seguía viviendo como la conciencia manchada del pistolero, no le dejó seguir adelante con el pensamiento.
Sin embargo, la idea de traición que estaba contemplando tampoco podría apartarlo de su camino.
Se las arregló para avanzar otros diez metros, miró hacia atrás y vio que ni el más grande de los monstruos rastreros se atrevería a superar la línea de la marea alta más de cinco o seis metros. Y él había logrado recorrer tres veces dicha distancia.
«Está bien, entonces».
—Nada está bien —replicó con gran regocijo el hombre de negro—, y tú lo sabes.
—Cállate —pensó el pistolero y, por un milagro, la voz se calló.
Roland metió las bolsas de hierba del diablo en el intersticio de dos rocas y las cubrió con varios puñados de musgos y algas. Una vez hecho esto, descansó brevemente; la cabeza le latía con fuerza, la sentía como una bolsa de agua caliente, y tenía la piel por momentos fría y por momentos caliente. Luego giró sobre sí mismo a través de la puerta y entró en aquel otro mundo, en aquel otro cuerpo, y dejó atrás por un rato la creciente infección mortal.
SEIS
La segunda vez que volvió a sí mismo entró en un cuerpo tan profundamente dormido que por un momento pensó que había entrado en estado de coma… un estado en el que las funciones vitales habían bajado a tal punto que en unos instantes sentiría que su propia conciencia iba a comenzar un largo deslizamiento hacia la oscuridad.
En cambio forzó su cuerpo a despertarse, lo zarandeó y aporreó para sacarlo de la cueva oscura a la que se había arrastrado. Apresuró a su corazón, obligó a sus nervios a aceptar el dolor que le quemaba la piel y despertó a su carne a la gimiente realidad.
Ahora era de noche. Habían salido las estrellas. Los popkins que Eddie le había comprado eran pedacitos de calor en medio del frío.
No tenía ganas de comérselos, pero se los iba a comer. Antes, sin embargo…
Miró las píldoras blancas que tenía en la mano. Astina, las llamaba Eddie. No, no era exactamente así, pero Roland no podía pronunciar la palabra como la había dicho el Prisionero. En realidad no era más que medicina. Medicina del otro mundo.
«Si algo de tu mundo pudiera ayudarme, Prisionero —pensó Roland sombríamente—, serán tus pociones más que tus popkins».
Aun así, iba a tener que probarlo. No la medicina que realmente necesitaba —según creía Eddie— sino algo que le bajaría la fiebre.
«Tres ahora, tres más tarde. Si acaso hay un más tarde».
Se puso en la boca tres de las píldoras, luego retiró la tapa —de un extraño material blanco que no era papel ni vidrio, pero parecía un poco de ambos— que cubría el vaso de papel de la bebida, y tomó un sorbo para tragarlas.
El primer trago lo asombró de una manera tan absoluta que por un momento no hizo sino quedarse allí, apoyado contra una roca, con los ojos tan abiertos, quietos y llenos de la luz reflejada por las estrellas, que si alguien hubiera atinado pasar por ahí seguramente ya lo habría considerado muerto. Luego bebió ávidamente, sosteniendo el vaso con ambas manos; sin notar apenas el dolor punzante de los muñones de los dedos, tal era su arrebato con la bebida.
—¡Dulce! ¡Dioses, cuánta dulzura! ¡Cuánta dulzura! ¡Cuánta…!
Uno de los chatos cubitos de hielo de la bebida quedó atrapado en su garganta. Roland tosió, se palmeó en el pecho y lo arrojó fuera. Ahora sentía un nuevo dolor en la cabeza: el dolor metálico que sobreviene al beber rápido algo demasiado frío.
Se quedó quieto; sentía que el corazón le bombeaba como un motor a toda máquina, sentía que una energía nueva le brotaba en el cuerpo a tanta velocidad que temió que pudiera llegar literalmente a explotar. Sin pensar en lo que hacía, rasgó otro pedazo de la camisa —pronto no sería más que un trapo colgándole del cuello— y se lo cruzó sobre una pierna. Cuando terminara la bebida volcaría el hielo dentro del trapo y haría un paquete para su mano herida. Pero tenía la mente en otro lugar.
«¡Dulce!», le brotaba el grito una y otra vez; trataba de encontrarle sentido, o de convencerse a sí mismo de que tenía sentido, tanto como Eddie había tratado de convencerse a sí mismo de que el otro era un ser real y no alguna convulsión mental que no fuera más que otra parte de mismo tratando de tenderle una trampa. «¡Dulce! ¡Dulce! ¡Dulce!».
La oscura bebida estaba rociada de azúcar, incluso en mayor cantidad de la que Marten —que era un gran glotón pese a su grave ascetismo aparente— le ponía por las mañanas en el café, en el 'Downers.
«Azúcar… polvo… blanco…».
Los ojos del pistolero vagaron hasta las bolsas, apenas visibles bajo el musgo que les había echado encima, y se preguntó brevemente si lo que había en su bebida y lo que había en las bolsas no sería lo mismo. Sabía que Eddie lo había entendido al pasar a su mundo, donde eran dos entes físicos distintos. Sospechaba que si él hubiera cruzado con su cuerpo físico al mundo de Eddie (y comprendió instintivamente que podía hacerse… aunque si la puerta se cerrara mientras se encontrara allí, sería para siempre, de la misma forma que Eddie se quedaría aquí para siempre en el caso contrario), habría entendido su lenguaje casi perfectamente.
En primer lugar sabía, por haber estado en la mente de Eddie, que los lenguajes de los dos mundos eran similares. Similares, pero no iguales. Aquí un sándwich era un popkin. Allí rescatar era encontrar algo de comer. Entonces… ¿no sería posible que la droga que Eddie llamaba cocaína en el mundo del pistolero se llamara azúcar?
Lo pensó y decidió que era poco probable. Eddie había comprado la bebida abiertamente, sabiendo que lo vigilaba gente que servía a los Sacerdotes de la Aduana. Además, Roland sentía que había pagado por ella un precio relativamente bajo. Incluso menos que por los popkins de carne. No, el azúcar no era cocaína, pero Roland no podía comprender por qué alguien querría cocaína o cualquier otra droga ilegal en un mundo donde una droga tan poderosa como el azúcar era tan abundante y barata.
Volvió a mirar los popkins de carne, sintió el primer arañazo de hambre… y con asombro y confusa gratitud se dio cuenta de que se sentía mejor.
¿La bebida? ¿Sería eso? ¿El azúcar de la bebida?
Podía ser eso en parte… pero en una pequeña parte. El azúcar podía reanimar a uno por un rato mientras estaba en movimiento; lo sabía desde que era un niño. Pero el azúcar no podía amortiguar el dolor o calmar el fuego de la fiebre en el cuerpo cuando una infección se había convertido en un horno. Y eso era exactamente lo que le había sucedido… lo que aún le sucedía.
Los temblores convulsivos habían cesado. El sudor se le secaba en la frente. Los anzuelos alineados en su garganta parecían desaparecer. Por increíble que pudiera parecer, era también un hecho indiscutible y no mera imaginación o una ilusión (para decir la verdad, el pistolero no habría sido capaz de una frivolidad así durante décadas desconocidas e incognoscibles). Los dedos que le faltaban aún palpitaban y rugían, pero creía que incluso semejante dolor se podía calmar.
Roland echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dio gracias a Dios.
A Dios y a Eddie Dean.
—No cometas el error de poner tu corazón al alcance de su mano, Roland —dijo una voz que venía de los estratos más profundos de su mente; no era la voz nerviosa y jodida del hombre de negro ni la voz áspera de Cort; al pistolero le Pareció que era la de su padre.
—Sabes que lo que hizo por ti lo hizo por su propia necesidad personal, así como sabes que esos hombres —por Inquisidores que puedan ser— tienen parte o toda la razón acerca de él. Es un tipo y no era falso ni infame el motivo para prenderlo. Sus encañas son de acero, no lo discutiré. Pero también tiene debilidad. Es como Hax, el cocinero. Hax se resistía a envenenar… pero su reticencia jamás acalló los gritos de los que morían al rasgarse sus intestinos. Y existe aún otra razón a tener en cuenta…
Pero Roland no necesitaba que la voz le dijera cuál era la otra razón. La había visto en los ojos de Jake cuando el chico comenzó por fin a comprender sus propósitos.
«No cometas el error de poner tu corazón al alcance de su mano».
Buen consejo. Te has hecho daño a ti mismo por tener buenos sentimientos hacia aquellos a quienes eventualmente es preciso hacer daño.
—Recuerda cuál es tu deber, Roland.
—Nunca lo he olvidado —susurró mientras las estrellas brillaban despiadadamente, las olas chirriaban sobre la costa y las langostruosidades gritaban estúpidas preguntas—. Estoy condenado por mi deber. ¿Acaso los condenados cambian de rumbo?
Comenzó a comer los popkins de carne que Eddie llamaba «perritos».
A Roland no le importaba demasiado la idea de estar comiendo perro, aunque fuera una porquería comparado con el sándwich de tul pero, después de aquella maravillosa bebida, ¿tenía acaso algún derecho a quejarse? Creía que no. Además, el juego estaba muy avanzado como para preocuparse demasiado por tales nimiedades.
Acabó de comer y regresó al lugar donde ahora estaba Eddie, una suerte de mágico vehículo que corría por una ruta de metal, llena de otros vehículos parecidos… docenas, cientos tal vez, y ni uno solo de ellos arrastrado por caballos.
SIETE
Cuando la camioneta de las pizzas se detuvo Eddie estaba preparado y Roland dentro de él lo estaba aún más.
—Es otra versión del sueño de Diana —pensó Roland—. ¿Qué habrá en la caja? ¿La vasija de oro o la serpiente cazadora? Y justo cuando hace girar la llave y pone las manos sobre la tapa, oye a la madre que le dice: ¡Despierta, Diana! Es la hora de ordeñar.
—Muy bien —pensó Eddie—. ¿Qué viene ahora? ¿La dama o el tigre?
Un hombre de rostro pálido, lleno de granos y con grandes dientes de conejo miró a través de la ventanilla lateral de la camioneta hacia afuera. Era un rostro que Eddie conocía.
—Hola, Col —dijo Eddie sin mayor entusiasmo. Más allá de Col Vincent, sentado al volante, estaba Jack Andolini, a quien Henry había puesto por mote «Feo con ganas».
«Pero Henry nunca lo llamó así a la cara», pensó Eddie. No, desde luego que no. Decirle algo así a la cara a Jack era una maravillosa manera de que a uno lo mataran. Era un tío enorme con una frente protuberante de hombre de las cavernas y una mandíbula imponente para hacer juego. Estaba vinculado a Enrico Balazar por un matrimonio… de una sobrina, una prima, o una mierda de esas. Sus manos gigantescas se aferraban al volante de la camioneta de reparto como se agarran a una rama las de un mono. Unos mechones enmarañados de pelo le salían de las orejas, de las cuales Eddie solo veía una, porque Jack Andolini permanecía de perfil, sin mirar a su alrededor.
El feo con ganas. Ni siquiera Henry (quien, Eddie debía admitirlo, no siempre era el tipo más perceptivo del mundo) había cometido nunca el error de considerarlo estúpido con ganas. Colin Vincent no era más que un man dado glorificado. Jack, sin embargo, tenía suficientes luces detrás de la frente de Neanderthal como para ser el lugarteniente número uno de Balazar. A Eddie no le hizo gracia que Balazar hubiera enviado a un hombre de tal importancia. No le hizo ninguna gracia.
—Hola, Eddie —saludó Col—. Parece que has tenido problemas.
—Nada que no pudiera controlar —dijo Eddie. Se dio cuenta de que se estaba rascando primero un brazo y después el otro, en uno de los típicos gestos de yonqui que con tanto esmero había procurado evitar cuando lo tenían bajo custodia. Se obligó a detenerse. Pero Col sonreía y Eddie sintió una necesidad urgente de pegarle un trompazo que le atravesara la sonrisa y llegara al otro lado. Pudo haberlo hecho, en realidad… salvo por Jack. Jack seguía mirando al frente. Parecía estar metido en sus propios pensamientos rudimentarios mientras observaba el mundo en sus simples colores primarios y sus movimientos elementales, lo único que un hombre de semejante intelecto (es lo que uno pensaría, al mirarlo) podía percibir.
Eddie creía, sin embargo, que Jack podía ver más en un solo día que Col Vincent en toda su vida.
—Bueno, muy bien —dijo Col—. Está muy bien.
Silencio. Col miraba a Eddie, sonriendo, esperando que Eddie comenzara otra vez el bailoteo yonqui, rascándose y cambiando de un pie al otro como un niño que necesita ir al baño; más que nada, esperaba que Eddie preguntara que pasaba y a propósito, por casualidad, ¿no tendrían un poco de caballo encima?
Eddie lo miraba a su vez, ahora sin rascarse, sin moverse en absoluto.
Una brisa ligera arrastró un envoltorio a través del aparcamiento. Su roce chirriante y el golpeteo jadeante de las válvulas sueltas de la camioneta de pizza era lo único que se oía.
La sonrisa conocedora de Col comenzó a esfumarse.
—Sube, Eddie —dijo Jack sin mirar alrededor—. Vamos a dar un paseo.
—¿Adonde? —preguntó Eddie, aunque lo sabía.
—A casa de Balazar. —Jack no miró alrededor. Flexionó una vez las manos sobre el volante. Al hacerlo, un enorme anillo de oro macizo con un ónice, que sobresalía como el ojo de un insecto gigante, brilló en el tercer dedo de su mano derecha. Añadió—: Quiere saber qué ha pasado con su mercancía.
—La tengo. Está a salvo.
—Bien. Entonces nadie tiene de qué preocuparse —dijo Jack sin mirar a ninguna parte.
—Creo que antes me gustaría subir —dijo Eddie—. Quiero cambiarme de ropa, hablar con Henry…
—Y también darte un pico, no te olvides de eso —dijo Col, y exhibió su sonrisa de grandes dientes amarillos—. Solo que no tienes nada con qué dártelo, compinche.
—¿Como-pinche? —pensó el pistolero en la mente de Eddie. La forma en que lo pronunció sonó como las preguntas de las langostruosidades de la playa, y a ambos les recorrió un leve temblor.
Col observó el temblor y su sonrisa se iluminó.
«Oh, ahora llega, después de todo —decía la sonrisa—. Aquí viene el viejo bailoteo yonqui. Por un minuto me tuviste Preocupado, Eddie».
Los dientes que reveló la sonrisa no eran más amistosos que antes.
¿Y eso por qué? —preguntó Eddie.
—El señor Balazar pensó que era mejor limpiar la casa, muchacho —dijo Jack sin mirar alrededor. Continuó observando aquel mundo que un observador habría creído ajeno a él, y añadió—: Por si acaso se presentaba alguien.
—Gente con una orden federal de registro, por ejemplo —señaló Col. Le dirigió una mirada torcida y maliciosa. Eddie podía sentir ahora que Roland también habría partido con el puño aquellos dientes podridos que hacían que su sonrisa fuera repugnante de manera tan irremediable. La unanimidad de sentimientos le levantó un poco el ánimo—. Fíjate que mandó un servicio de limpieza para limpiar las paredes y barrer el suelo y no te va a cobrar por eso ni un centavo, Eddie.
«Ahora me preguntarás si tengo algo —decía la sonrisa de Col—. Oh sí, ahora me lo preguntarás, muchachito. Porque tal vez no te guste el caramelero, pero el caramelo sí te gusta, ¿verdad? Y ahora que sabes que Balazar se aseguró de que ya no tuvieras nieve en casa…».
Una súbita idea, fea y alarmante al mismo tiempo, le cruzó por la cabeza como un rayo. Si la reserva había desaparecido…
—¿Dónde está Henry? —preguntó de pronto, con una voz tan ronca que Col, sorprendido, se echó un poco hacia atrás.
Jack Andolini giró por fin la cabeza. Lo hizo lentamente, como si fuera un acto que realizara solo rara vez y a costa de un gran esfuerzo. Uno casi esperaba oír el crujido de viejas bisagras oxidadas dentro del sólido cuello.
—A salvo —contestó, y luego devolvió la cabeza a su posición original, con idéntica lentitud.
Eddie se quedó de pie junto a la camioneta de pizza; luchaba contra el pánico que trataba de invadir su mente y ahogar todo pensamiento coherente. La necesidad de darse un pico, que hasta el momento había logrado mantener bajo control, súbitamente era ingobernable. Tenía que dárselo. Con un chute podría pensar, podría recuperar el control…
—¡Para ya! —rugió Roland dentro de su cabeza, tan fuerte que Eddie hizo una mueca (y Col, que confundió este gesto de sorpresa y dolor de Eddie por un nuevo pasito del bailoteo yonqui, comenzó a sonreír otra vez)—. ¡Para! ¡Yo seré el jodido control que necesitas!
—¡Pero no lo comprendes! ¡Es mi hermano! ¡Mierda, es mi hermano! ¡Balazar tiene a mi hermano!
—Hablas como si fuera una palabra que jamás hubiera oído. ¿Temes por él?
—¡Sí! ¡Santo Cielo, sí!
—Entonces haz lo que ellos esperan que hagas. Llora. Gime y suplica. Pídeles esa dosis tuya. Estoy seguro de que ellos esperan que lo hagas, y estoy seguro de que la tienen. Haz todo eso, que se sientan seguros de ti, y tú podrás estar seguro de que todos tus miedos serán justificados.
—No entiendo qué quieres de…
—Quiero decir que si demuestras ser un cagado llegarás lejos y conseguirás que maten a tu precioso hermano. ¿Es eso lo que quieres?
—Muy bien. Seré frío. Tal vez no lo parezca, pero voy a mantenerme frío.
—¿Es así cómo lo llamas? Está bien. Sí, mantente frío.
—No habíamos quedado así —exclamó Eddie directamente en la hirsuta oreja de Jack Andolini, por encima de Col—. Si no, no me hubiera preocupado del paquete de Balazar, ni hubiera mantenido la boca cerrada en un momento en que cualquier otro habría vomitado cinco nombres por cada año de reducción de la condena.
Balazar pensó que tu hermano estaría más seguro con él —explicó Jack, sin mirar alrededor—. Lo tomó bajo su custodia para protegerlo.
—Bueno, muy bien —concedió Eddie—. Agradécelo ele mi parte y dile que estoy de vuelta, que su mercancía está a salvo, y que yo puedo ocuparme de cuidar a Henry tal como Henry siempre se ocupó de mí. Dile que yo quiero un paquete de seis en frío, que cuando Henry vuelva a casa nos lo vamos a repartir, y que entonces nos metemos en nuestro coche, nos vamos a la ciudad y hacemos el negocio como tiene que ser. Como habíamos quedado.
—Balazar quiere verte, Eddie —señaló Jack. Su voz era implacable, inamovible. No giró la cabeza—. Sube a la camioneta.
—Vete a cagar donde no brilla el sol, hijo de puta —repuso Eddie. Y se encaminó a la entrada de su edificio.
OCHO
Era una distancia corta, pero no había alcanzado a recorrer ni la mitad cuando la mano de Andolini le aferró la parte superior del brazo con la fuerza paralizante de una tenaza; Eddie sintió un aliento caliente como el de un toro en la nuca. Por el aspecto de Jack, cualquiera hubiera pensado que, en tan poco tiempo, su cerebro apenas podría convencer a la mano para que abriera la puerta de la furgoneta.
Eddie se volvió.
—Mantente frío, Eddie —le susurró Roland.
—Frío —respondió Eddie.
—Podría matarte por eso —advirtió Andolini—. A mí nadie me envía a cagar, y mucho menos un yonqui asqueroso como tú.
—¡Y una mierda! —le gritó Eddie. Pero fue un grito calculado. Un grito frío en la medida en que eso es posible. Se quedaron ahí de pie, figuras oscuras contra la dorada luz horizontal del crepúsculo en el final de la primavera, en ese desolado y deprimido complejo de viviendas en el Bronx que es Co-Op City. Y la gente oyó el grito, y la gente oyó la palabra matar, y si tenían la radio encendida la pusieron más fuerte, y si tenían la radio apagada la encendieron y entonces la pusieron más fuerte porque así era mejor, más seguro.
—¡Rico Balazar ha faltado a su palabra! ¡Yo di la cara por él y él no dio la cara por mí! Así que te digo a ti que te vayas a cagar, le digo a él que se vaya a cagar, le digo a cualquiera que se me ocurra que se vaya a cagar la puta que lo parió.
Andolini lo miró. Sus ojos se veían tan marrones que el color parecía haberse derramado por las córneas dejándolas amarillas como el pergamino viejo.
—¡Le digo al presidente Reagan que se vaya a cagar si falta a la palabra que me dio! ¡Le digo que le arreglen por el culo el pólipo rectal, o lo que coño sea!
Las palabras murieron en los ecos de cemento y ladrillo. Solo un niño de piel muy negra, comparada con los pantaloncitos blancos de baloncesto y las zapatillas altas hasta el tobillo, se quedó de pie en el campo de juego del otro lado de la calle, mirándolos, con la pelota sostenida flojamente a un costado bajo el brazo doblado.
—¿Has acabado? —preguntó Andolini cuando se perdió el último eco.
Sí —respondió Eddie con un tono de voz perfectamente normal.
—Muy bien —dijo Andolini. Extendió sus dedos de antropoide, sonrió… y sucedieron dos cosas al mismo tiempo: la primera era que uno percibía un encanto tan sorprendente que dejaba a la gente indefensa, la segunda, que uno veía lo brillante que era en realidad. Peligrosamente brillante. Añadió—: ¿Podemos empezar de nuevo?
Eddie se pasó la mano por el pelo, cruzó brevemente los brazos como para poder rascarse los dos al mismo tiempo, y dijo:
—Creo que va a ser lo mejor, porque así no vamos a ninguna parte.
—Muy bien —asintió Andolini—. Nadie habló, nadie insultó. —Sin girar la cabeza ni quebrar el ritmo de su discurso, agregó—: Vuelve a la camioneta, sabihondo.
Col Vincent, que cautelosamente había salido de la camioneta por la puerta que Andolini había dejado abierta, retrocedió con tanta rapidez que se golpeó la cabeza. Se deslizó por el asiento hasta llegar a su antiguo lugar, donde quedó repantingado y de mal humor.
—Debes comprender que el arreglo cambió cuando la gente de la Aduana te puso las manos encima —explicó razonablemente Andolini—. Balazar es un hombre importante. Tiene intereses que proteger. Gente que proteger. Una de estas personas resulta que es tu hermano Henry. ¿Crees que todo es mentira? Si crees eso, más vale que pienses cómo está ahora.
—Henry está bien —contestó Eddie. Pero sabía que no era así y no pudo evitar que se le notara en la voz. El lo oyó, y supo que Andolini también lo había oído. Ahora Henry parecía estar siempre drogado. En las camisas tenía agujeros por las quemaduras de los cigarrillos. Se había cortado la mano como un cerdo al usar un abrelatas eléctrico para abrir una lata de Calo para Potzie, su gato. Eddie ignoraba cómo podía uno cortarse con un abrelatas eléctrico, pero Henry lo había logrado. A veces había polvo en la mesa de la cocina por las sobras de Henry. A veces Eddie encontraba restos de color de té en la bañera.
—Henry —le decía él—, Henry, has de tener más cuidado, esto se te está yendo de las manos. Esto va a reventar en cualquier momento; parece que te lo estés buscando.
—Sí, hermanito, está bien —le respondía Henry—. Ni siquiera sudo, lo tengo todo bajo control.
Pero a veces, al ver el rostro ceniciento de Henry, con la mirada ardiente, Eddie sabía que Henry nunca más iba a volver a tener nada bajo control.
Lo que él quería decirle a Henry, y no podía, no tenía nada que ver con que lo atraparan o los atraparan a los dos. Lo que él quería decirle era: «Henry, es como si estuvieras buscando un lugar para morir. Esa es la impresión que me da, y me gustaría que dejaras de hacer eso, joder. Porque si tú te mueres ¿para qué mierda voy a vivir yo?».
—Henry no está bien —aseguró Jack Andolini—. Necesita que alguien lo vigile. Necesita… ¿cómo dice la canción? Un puente sobre aguas turbulentas. Ese puente es Il Roche, por ahora.
«Il Roche es un puente al infierno», pensó Eddie. Y en voz alta, añadió:
—¿Ahí es donde está Henry? ¿En casa de Balazar? —Sí.
—¿Yo le doy su mercancía y él me devuelve a Henry?
—Y también tu mercancía —recalcó Andolini—, no lo olvides.
—En otras palabras, el trato vuelve a la normalidad.
—Correcto.
—Ahora dime qué crees que realmente va a pasar. Vamos, Jack, dímelo. Quiero ver si puedes decírmelo a la cara. Y si eres capaz de decírmelo a la cara, quiero ver cómo te crece la nariz.
No te comprendo, Eddie.
Claro que me comprendes. ¿Balazar cree que yo tengo la mercancía? Si cree eso debe ser estúpido, y yo sé que no es.
—Yo no sé lo que él cree —dijo Andolini serenamente—. Mi trabajo no es saber lo que él cree. Él sabe que tenías la mercancía cuando saliste de las islas, sabe que la Aduana te cogió y luego te soltó, sabe que estás aquí y no camino de Riker's, y sabe que la mercancía tiene que estar en alguna parte.
—Y sabe que la Aduana todavía está pegada a mí como un traje de buzo a un buceador, porque tú lo sabes y le has enviado algún tipo de mensaje en clave por la radio de la camioneta. Algo como: «Doble mozzarela, guarden las anchoas». ¿Cierto, Jack?
Jack Andolini no dijo nada y permaneció sereno.
—Solo que le has dicho algo que él sabía ya. Como conectar los puntos en un dibujo que desde antes se sabe qué es.
Andolini se quedó de pie en la dorada luz del atardecer que lentamente se volvía de color naranja ardiente, y siguió mostrándose sereno, y sin decir nada en absoluto.
—Él cree que ahora estoy con ellos. Cree que me están utilizando. Cree que puedo ser lo bastante estúpido como para escapar. No puedo decir exactamente que lo culpe. Osea, ¿por qué no? Uno que está reventado es capaz de hacer cualquier cosa. ¿Quieres registrarme para ver si llevo conectada una grabadora?
—Sé que no la llevas —comentó Andolini—. Tengo algo en la furgoneta. Es una especie de detector que pesca transmisiones de radio de onda corta. Y, ya que estamos, no creo que los federales te estén manipulando.
—¿Ah, no?
—No. Así que ¿nos subimos a la furgoneta y nos vamos a la ciudad o qué?
—¿Tengo alguna alternativa?
«No», contestó Roland dentro de su cabeza.
—No —confirmó Andolini.
Eddie volvió a la furgoneta. El chico de la pelota de baloncesto seguía de pie al otro lado de la calle; su sombra era ahora tan larga que parecía un caballete.
—Largo, niño —dijo Eddie—. Nunca has estado aquí. No has visto nada ni a nadie. Lárgate.
El chico salió corriendo.
Col le sonreía.
—Muévete, campeón —indicó Eddie.
—Creo que deberías sentarte en el medio, Eddie.
—Muévete —repitió Eddie. Col lo miró, luego miró a Andolini, quien no le devolvió la mirada. Solo cerró la puerta del lado del conductor y miró serenamente hacia el frente, como Buda en su día libre, dejando que se las arreglaran solitos con los asientos. Col volvió a mirar a Eddie a la cara y decidió moverse.
Se dirigían hacia Nueva York. El pistolero (quien solo podía mirar maravillado las puntas cada vez más altas y elegantes de los edificios, los puentes que cruzaban un ancho río como telarañas de acero y los carruajes aéreos motorizados que sobrevolaban la zona como extraños insectos artificiales) no lo sabía, pero el lugar al que se dirigían era la Torre.
NUEVE
Al igual que Andolini, Enrico Balazar no creía que Eddie Dean se hubiera pasado al bando de los federales. Al igual Rué Andolini, Balazar lo daba por hecho.
El bar estaba vacío. El cartel en la puerta decía «CERRADO SOLO ESTA NOCHE». Balazar estaba sentado en su oficina, esperando que llegaran Andolini y Col Vincent con Eddie. Con él estaban sus dos guardaespaldas personales, Claudio Andolini, el hermano de Jack, y Cimi Dretto. Sentados en un sofá a la izquierda del gran escritorio de Balazar, miraban, fascinados, cómo crecía el edificio que este había construido. La puerta estaba abierta. Más allá, había un pequen vestíbulo: a la derecha, la parte trasera del bar; y más allá la cocinita, donde se preparaban unos pocos platos simple de pasta; a la izquierda, la oficina del contable y el almacén. En la oficina del contable se encontraban otros tres «caballeros de Balazar» —así se los llamaba—, jugando al Trivial con Henry Dean.
—Muy bien —decía George Biondi—. Aquí hay una fácil, Henry. ¿Henry? Henry, ¿estás ahí? Tierra a Henry, la gente de la Tierra te necesita. Vuelve, Henry. Lo digo otra vez: vuelve, H…
—Estoy aquí, estoy aquí —dijo Henry. Su voz era el fangoso y apelotonado mugido del tipo que duerme y le dice a su mujer que está despierto para que ella lo deje en paz otros cinco minutos.
—Muy bien. La categoría es Arte y Entretenimiento. La pregunta es… ¿Henry? ¡No te me duermas, estúpido!
—No, no me duermo —gritó quejumbrosamente Henry.
—Muy bien. La pregunta es: «¿Qué novela enormemente popular de William Peter Blatty, que transcurre en Georgetown, el distinguido barrio residencial de Washington D.C., relata la posesión demoníaca de una muchacha joven?».
—Johnny Cash —respondió Henry.
—¡Dios mío! —gritó Tricks Postino—. ¡Eso es lo que contestas a todo! Johnny Cash. ¡Es lo que contestas a todas las putas preguntas!
—Johnny Cash es todas las cosas —respondió gravemente Henry. Se produjo un momento de silencio palpable por la considerable sorpresa… hasta que estalló una violenta carcajada, no solo de los hombres que estaban con Henry en la habitación, sino de los otros dos «caballeros» desde el almacén.