UNO
Eddie se despertó por un aviso del copiloto; en unos cuarenta y cinco minutos, iban a aterrizar en el aeropuerto internacional Kennedy, donde la visibilidad era ilimitada, los vientos venían del oeste a dieciséis kilómetros por hora, y la temperatura era de unos agradables veinticinco grados centígrados. Les dijo, por si no se presentaba otra oportunidad, que quería agradecer a todos y a cada uno el haber elegido volar con la compañía Delta.
Miró a su alrededor y vio a la gente revisando las tarjetas de declaración de bienes no libres de impuestos y los pasaportes; al venir de Nassau supuestamente bastaba con el permiso de conducir y una tarjeta de crédito de un banco del país, pero la mayoría llevaba el pasaporte. Eddie sintió que un alambre de acero se tensaba en su interior. Todavía no podía creer que se hubiera quedado dormido, y tan profundamente.
Se puso de pie y fue al retrete. Las bolsas de coca bajo los brazos parecían descansar firmemente; encajaban con los contornos de sus costados tan perfectamente como antes en la habitación del hotel, cuando un norteamericano de hablar tranquilo llamado William Wilson las había sujetado. Después de esta operación el hombre cuyo nombre hizo famoso Poe (cuando Eddie aludió a esto, Wilson le dirigió una mirada vacía) le alcanzó la camisa. Una típica camisa estampada, un poquito desteñida, del tipo que un estudiante cualquiera se pondría para viajar al volver de unas cortas vacaciones antes de los exámenes… solo que esta estaba confeccionada especialmente para disimular bultos en las axilas.
—Antes de bajar revísalo todo una vez más para estar seguro —dijo Wilson—, pero todo saldrá bien.
Eddie no sabía si todo iba a salir bien o no, pero tenía otra razón para querer ir al retrete antes de que se encendiera el cartel de «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES». A pesar de la tentación —y buena parte de la noche anterior no había sido tentación sino rabiosa necesidad— había logrado conservar el último poquito de lo que el tipejo cetrino había tenido el descaro de calificar como China White.
Pasar la Aduana desde Nassau no era lo mismo que pasarla desde Haití, o Quincon o Bogotá, pero había gente vigilando igual. Gente entrenada. Necesitaba todas y cada una de las ventajas que pudiera obtener. Si pudiera tranquilizarse aunque fuera un poco, solo un poco, para pasar por ahí, ese podía ser el detalle que marcara la diferencia y le permitiera lograrlo.
Aspiró el polvo, echó por el inodoro la papelina y se lavó las manos.
«Por supuesto, si lo logras, nunca lo sabrás, ¿verdad?», pensó. No. No lo sabría. Y tampoco le importaba.
Cuando regresaba a su asiento vio a la azafata que le había llevado la bebida, bebida que él no había terminado. Ella le sonrió. Él le devolvió la sonrisa, se sentó y se abrochó el cinturón; cogió la revista de la compañía, volvió las páginas y miró las fotos y las palabras. Ni unas ni otras le impresionaron en absoluto. Un alambre de acero seguía tensándose en torno a su vientre y cuando por fin se encendió el cartel de «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES» dio un giro doble y lo constriñó.
La heroína le había hecho efecto —los mocos lo probaban— pero no la podía sentir.
Una cosa sí pudo sentir poco antes de aterrizar, otro de aquellos desconcertantes períodos en blanco… breve, pero definitivo.
El Boeing 727 pasó rasando el agua de Long Island Sound y comenzó a bajar.
DOS
Jane Dorning estaba en la zona de clase turista ayudando a Peter y a Anne a guardar los últimos vasos de las bebidas servidas después de la comida, en la cocina, cuando el tipo con aspecto universitario pasó al lavabo de primera clase.
Cuando él volvía a su asiento ella descorrió la cortina entre turista y primera, sin siquiera pensar en lo que hacía, lo atrapó con su sonrisa y lo obligó a levantar la vista y a sonreírle también.
Sus ojos eran color avellana otra vez.
«Muy bien, muy bien. Fue al lavabo y se las sacó antes de la siesta; luego fue de nuevo al lavabo y se las volvió a poner. ¡Por el amor de Dios, Jane, eres tonta!».
Sin embargo no lo era. No podía definir concretamente qué era, pero no era tonta.
«Está demasiado pálido».
«¿Y qué? Miles de personas están demasiado pálidas, incluso tu propia madre desde que la vesícula biliar se le fue a la mierda».
«Tiene unos ojos azules de lo más atractivo —quizá no tan bonitos como las lentillas avellanas— pero ciertamente atractivos. ¿Por qué entonces la molestia y el gasto?».
«Porque le da la gana. ¿No es suficiente?».
No.
Poco antes del «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES» y los últimos controles, hizo algo que nunca antes había hecho; lo hizo porque le angustiaba el recuerdo de aquella vieja arpía endurecida que fue su instructora. Llenó un termo con café caliente y le puso la tapa grande de plástico, sin tapar antes la botella. Atornilló la tapa pero le dio solo una vuelta.
Susy Douglas daba los últimos avisos; les decía a los simples aquellos que apagaran los cigarrillos, les decía que debían guardar lo que habían sacado, les decía que un agente de Delta estaría esperando a la salida, les decía que revisaran y se aseguraran de tener en orden las tarjetas de declaración de bienes y los pasaportes, y les decía que ahora sería preciso recoger todos los vasos, las copas y los auriculares de los asientos.
«Me sorprende que no tengamos que comprobar si están secos», pensó Jane distraídamente. Se sentía como si ella misma tuviera su propio alambre de acero fuertemente apretado alrededor de la barriga.
—Ocúpate de mi lado —le pidió Jane a Susy cuando colgó el micrófono.
Susy echó una mirada al termo, y luego a la cara de Jane.
—¿Jane? ¿Estás enferma? Estás blanca como…
—No estoy enferma. Ocúpate de mi lado. Te lo explicaré cuando vuelva.
Jane echó una mirada rápida a los asientos abatibles, al lado de la puerta de salida de la izquierda.
—Jane…
—¡Ocúpate de mi lado!
—Muy bien —asintió Susy—. Muy bien, Jane. De acuerdo.
Jane Dorning se sentó en el asiento abatible del lado del pasillo. Sostenía el termo en la mano y no hacía ningún movimiento para ajustar la tapa. Quería mantener el termo bajo completo control y eso implicaba ambas manos.
«Susy cree que me he vuelto loca».
Esperaba que así fuera.
«Si el capitán McDonald aterriza con brusquedad me voy a quemar las manos».
Se arriesgaría.
El avión bajaba. El hombre del 3A, el hombre de los ojos de dos colores y el rostro pálido se inclinó de pronto y sacó el bolso de viaje de debajo del asiento.
«Ya está —pensó Jane—. Ahora es cuando saca la granada o el arma automática o la mierda que sea».
Y en el momento en que lo vio, en el mismísimo momento, estuvo a punto de hacer volar de un manotazo la tapa del termo que sostenía en las manos ligeramente temblorosas. Iba a ser un Amigo de Alá muy pero muy sorprendido el que rodara por el pasillo del Vuelo Delta 901 con la cara llena de café hirviendo.
3A abrió el cierre del bolso.
Jane se preparó.
TRES
El pistolero pensó que aquel hombre, prisionero o no, era probablemente mejor en el arte de sobrevivir que cualquiera de los otros hombres que había visto en el carruaje aéreo. Los otros, en su mayor parte, estaban gordos y aun los que tenían más o menos buen aspecto parecían obtusos e indefensos, con caras de niños malcriados y melindrosos, caras de hombres que pelearían al final pero que antes de hacerlo gimotearían interminablemente; uno podría sacarles las tripas y dejárselas en los zapatos, y su expresión última no sería rabia o agonía sino estúpida sorpresa.
El prisionero era mejor… pero no lo bastante bueno. En absoluto.
«La mujer del ejército. Ha notado algo. No sé qué, pero ha visto que algo no está bien. Está atenta a él de una manera diferente, le presta más atención que a los otros».
El Prisionero se sentó. Miraba un libro de tapas blandas) en el que pensaba como «Rey-Vista», a pesar de que a Roland no le importaba ni pizca quién podía ser el Rey y qué era lo que había visto. El pistolero no quería mirar un libro, por asombroso que aquello pudiera ser; quería ver a la mujer con el uniforme del ejército. La urgencia de dar el paso y tomar el control era grande. Pero lo controló… al menos por el momento.
El Prisionero había ido a alguna parte y había obtenido una droga. No era la droga que él mismo tomaba, tampoco una que ayudara a curar el cuerpo enfermo del pistolero, sino una por la cual la gente pagaba un montón de dinero porque era ilegal. Le iba a dar aquella droga a su hermano, quien, a su vez, se la daría a un hombre llamado Balazar. El trato quedaría completo cuando Balazar les diera a cambio de esta la droga que ellos tomaban… sí, claro está, el Prisionero era capaz de ejecutar un ritual desconocido 1 para el pistolero (y un mundo extraño como este tenía necesariamente muchos rituales extraños). El ritual se llamaba Pasar la Aduana.
«Pero la mujer lo ve».
¿Podría ella evitar que Pasara la Aduana? Roland pensó que la respuesta probablemente era que sí. ¿Y entonces? Cárcel. Y si encarcelaban al Prisionero no habría lugar, donde conseguir la clase ele medicina que necesitaba su cuerpo infectado y agonizante.
«Debe Pasar la Aduana —pensó Roland—. Y debe ir con su hermano a reunirse con Balazar. No está en el plan, al hermano no va a gustarle, pero debe hacerlo».
Porque un hombre que negociaba con drogas conocería a la persona o incluso sería la persona adecuada para curar su enfermedad. Una persona que escucharía cuál era el problema y luego… quizá…
«Debe Pasar la Aduana», pensó el pistolero.
La respuesta era tan obvia y tan simple, tan próxima a él, que estuvo muy a punto de no hallarla en absoluto. Era la droga que el Prisionero intentaba colar de contrabando lo que hacía tan difícil Pasar la Aduana, por supuesto; habría algún tipo de Oráculo que se consultaba cuando aparecían personas sospechosas. De otro modo, conjeturó Roland, la ceremonia del Paso sería la simplicidad personificada, como había sido en su propio mundo cruzar una frontera amistosa. Uno hacía el signo de lealtad al monarca de ese reino —un simple gesto simbólico— y se le permitía pasar.
Podía llevarse cosas del mundo del Prisionero al suyo propio. Lo había demostrado con un popkin de tul. Se llevaría las bolsas de droga como se había llevado el popkin. El Prisionero Pasaría la Aduana. Y luego Roland regresaría con las bolsas.
«¿Puedes?».
¡Ah! Aquella era una pregunta lo bastante perturbadora como para distraer su atención del agua, abajo… Habían sobrevolado lo que parecía ser un océano inmenso y ahora giraban de regreso hacia la costa. Mientras lo hacían, el agua se acercaba cada vez más. El carruaje aéreo estaba bajando (la mirada de Eddie era rápida y superficial; la del pistolero, arrobada como la de un niño la primera vez que ve nevar). Podía llevarse cosas de aquel mundo, eso lo sabía. Pero ¿podía traerlas de vuelta? Esto era algo de lo cual hasta ahora no tenía conocimiento. Tendría que averiguarlo.
El pistolero alcanzó el bolsillo del Prisionero y cerró la mano de este en torno a una moneda. Roland regresó a través de la puerta.
CUATRO
Cuando se sentó, los pájaros levantaron el vuelo. Esta vez no se habían atrevido a acercarse tanto. Se sentía mareado, febril, dolorido… Sin embargo, era notable cómo lo había revivido una pequeñísima cantidad de alimento. Miró la moneda que esta vez había traído consigo. Parecía plata, pero el tinte rojizo de los bordes sugería que en realidad estaba hecha de un metal más primario. En uno de los lados figuraba el perfil de un hombre cuyo rostro sugería nobleza, coraje, determinación.
El pelo, rizado en la base del cráneo y atado con una coleta en la nuca, sugería también una pizca de vanidad. Volvió la moneda del otro lado y vio algo que le sobresaltó, hasta el punto de hacerle lanzar un grito con voz áspera y quebrada.
En el dorso había un águila, el emblema que había decorado su propia bandera, aquellos días lejanos en que aún había reinos y banderas que los simbolizaban.
«Hay poco tiempo. Vuelve. Apresúrate».
Pero se rezagó un momento más, pensando. Ahora era más difícil pensar, la cabeza del Prisionero estaba lejos de estar despejada, pero era un recipiente, al menos temporalmente, más limpio que el suyo.
Tratar de hacer el viaje con la moneda en las dos direcciones era solo la mitad del experimento, ¿verdad?
Tomó uno de los cartuchos del cinto de las municiones y se lo puso en la mano, sobre la moneda. Roland volvió a través de la puerta.
CINCO
La moneda del Prisionero aún estaba ahí, apretada con fuerza dentro de la mano metida en el bolsillo. No le hizo falta dar el paso para constatar lo del cartucho: supo que no lo había conseguido.
De todas maneras, dio el paso adelante, brevemente, porque había algo que debía saber. Que debía ver.
Así que se volvió, como para arreglar aquella cosa de papel en el respaldo del asiento (por todos los dioses que alguna vez han sido, ¡en aquel mundo había papel en todas partes!), y miró a través de la puerta. Vio su propio cuerpo, derrumbado como antes, con un nuevo hilo de sangre brotando de un corte en su mejilla.
Debió de haber sido una piedra cuando se dejó a sí mismo y cruzó hacia el otro lado.
El cartucho que había sostenido encima de la moneda estaba junto a la base de la puerta, sobre la arena.
Sin embargo, todo había salido bastante bien. El Prisionero Pasaría la Aduana.
Los guardias de seguridad podían registrarlo de la cabeza a los pies, desde el ano hasta el paladar, una y otra vez.
No encontrarían nada. El pistolero se reclinó en su asiento, satisfecho, sin tener ni idea, al menos por el momento, de la verdadera magnitud de su problema.
SEIS
El Boeing 727 pasó suavemente sobre las salinas de Long Island dejando tras de sí un reguero negro de combustible. Al salir, el tren de aterrizaje produjo un estruendo y un topetazo.
SIETE
3A, el hombre con los ojos de dos colores, se enderezó y Jane vio por un momento una Uzi chata en sus manos, justo antes de darse cuenta de que aquello no era sino una tarjeta de declaración de bienes y una bolsita de cremallera como las que los hombres usan a veces para guardar el pasaporte.
El avión aterrizó como la seda.
Sacudida por un temblor profundo, Jane ajustó la tapa roja del termo.
—Dirás que soy ridícula —le comentó a Susy en voz baja. Aunque ya era tarde, se abrochó el cinturón. En la aproximación final a la pista le había contado a Susy lo que sospechaba para que estuviera lista, y añadió—: Y tendrás toda la razón.
—No —respondió Susy—. Hiciste lo correcto.
—Exageré la reacción. Yo pago la cena.
—De ninguna manera. Y no lo mires. Mírame a mí. Sonríe, Jane.
Jane sonrió. Asintió. Se preguntó en el nombre de Dios qué pasaba ahora.
—Tú le vigilabas las manos —manifestó Susy, y se echó a reír. Jane la imitó—. Yo vigilaba qué sucedía con la camisa cuando se agachó para buscar la bolsa. Ahí dentro tiene mercancía suficiente como para abastecer un mostrador de la sección de mercería en Woolworth's. Solo que no creo que sea el tipo de mercancía que uno pueda comprar en Woolworth's.
Jane echó la cabeza para atrás, riendo otra vez. Se sentía como una marioneta.
—¿Qué hacemos? —preguntó. Susy tenía cinco años de antigüedad más que ella y Jane, que solo un minuto antes creía tener la situación bajo cierto desesperado control, ahora agradecía al cielo tener a Susy a su lado.
—Nosotras, nada. Díselo al capitán mientras rodamos por la pista. El hablará con la Aduana. Tu amigo se pondrá en la cola como cualquier otro, pero unos hombres lo sacarán de ahí y se lo llevarán a un cuartito, que va a ser el primero de una muy larga serie de cuartitos para él, según creo.
—¡Dios!
Jane sonreía, pero sentía escalofríos en todo el cuerpo.
Cuando el avión comenzaba a detenerse se desabrochó el cinturón y le alcanzó el termo a Susy, luego se puso de pie y golpeó suavemente la puerta de la cabina.
No era un terrorista sino un narcotraficante. Gracias a Dios por los favores pequeños. Pero, de alguna manera, le sabía mal. Era guapo.
No mucho, pero algo.
OCHO
«Todavía no se da cuenta —pensó el pistolero con ira y agónica desesperación—. ¡Por Dios!».
Eddie se había agachado a buscar los papeles que necesitaba para el ritual y, al incorporarse, la mujer del ejército lo estaba mirando con los ojos desorbitados y las mejillas blancas como el papel del respaldo de los asientos. El tubo plateado de tapa roja, que al principio él tomó por una especie de cantimplora, aparentemente era un arma. Ahora la sostenía entre sus pechos. Roland pensó que en un abrir y cerrar de ojos iba a arrojársela o a destornillar la tapa roja y dispararle.
Luego se calmó y se abrochó el cinturón, a pesar de que el topetazo les hizo saber tanto a él como al Prisionero que el carruaje aéreo ya había aterrizado. La mujer se volvió hacia la mujer del ejército sentada a su lado y le dijo algo. La otra se echó a reír y asintió con la cabeza. Pero si esa era una risa verdadera, pensó el pistolero, él era un sapo de río.
El pistolero se preguntó cómo podía ser tan estúpido el hombre cuya mente se había convertido temporalmente en hogar de su propio ka. En parte debía su estupidez a lo que tomaba, por supuesto… una de las versiones de la hierba del diablo en aquel mundo. Pero solo en parte. Él no era blando ni poco observador como los otros, pero con el tiempo podía llegar a serlo.
«Son como son porque viven en la luz —pensó de pronto el pistolero—. Esa luz de la civilización que te enseñaron a adorar por encima de todo lo demás. Viven en un mundo que no se ha movido».
Si así acababa la gente en un mundo tal, Roland no estaba seguro de no preferir la oscuridad. «Eso era antes de que el mundo se moviera», decía la gente en su propio mundo, y siempre en un tono de tristeza por la pérdida... pero tal vez fuera una tristeza que se sentía sin pensar, una tristeza sin reflexión.
«Ella pensó que yo/él intentaba coger un arma cuando yo/él nos agachábamos a buscar los papeles. Cuando vio los papeles se tranquilizó e hizo lo mismo que todos los demás antes de que el carruaje descendiera. Ahora habla y se ríe con su amiga pero hay algo raro en sus rostros, en el de ella especialmente, en el rostro de la mujer con el tubo de metal. Están hablando, claro está, pero simulan reír… es porque hablan sobre mí/él».
El carruaje aéreo se movía ahora a lo largo de lo que parecía ser una larga carretera de hormigón, una de tantas. El pistolero observaba a las dos mujeres, pero con el rabillo del ojo veía otros carruajes aéreos que iban de un lado a otro por otras carreteras. Algunos se movían pesadamente; otros avanzaban a increíble velocidad, no como carruajes sino como proyectiles de pistolas o cañones, preparándose para saltar al aire. Desesperada como era su propia situación, parte de él tenía muchas ganas de dar el paso y volver la cabeza para ver cómo aquellos vehículos saltaban al cielo. Eran objetos hechos por el hombre, pero tan fabulosos como los de los relatos del Gran Federex que, supuestamente, había vivido en el remoto (y probablemente mítico) reino de Garlan. Más fabulosos, tal vez, simplemente porque estos eran obra del hombre.
La mujer que le había llevado el popkin se desabrochó el arnés (menos de un minuto después de habérselo abrochado) y avanzó hacia una puerta pequeña. Ahí es donde se sienta el conductor, pensó el pistolero, pero cuando se abrió la puerta y ella entró en la cabina, vio que de hecho se necesitaban tres hombres para conducir el carruaje aéreo, y en el brevísimo vistazo que tuvo oportunidad de echar, lo que parecía un millón de relojes, luces y palancas le hizo comprender por qué.
El Prisionero miraba, pero no veía nada, Cort primero hubiera resoplado y luego lo habría llevado al paredón más cercano. Lo que ocupaba por completo la mente del Prisionero era aferrarse a la bolsa de debajo del asiento y a la chaqueta de color claro del arcón ubicado sobre su cabeza… y enfrentar la dura prueba del ritual.
El Prisionero nada veía; el pistolero lo veía todo.
«La mujer ha creído que era un loco o un ladrón. Él, o tal vez fui yo, sí, es bastante probable que haya sido yo, hizo o hice algo que le ha llevado a creerlo. Cambió de idea y luego la otra mujer le hizo ver que no estaba equivocada… Pero creo que saben qué anda mal realmente. Saben que él va a tratar de profanar el ritual».
Entonces, como en un trueno, vio en qué consistía el problema. Para empezar, no era simplemente cuestión de llevarse las bolsas a su mundo como había hecho con la moneda. Esta no había estado sujeta al cuerpo del Prisionero con la cinta adhesiva que el Prisionero había usado para adherir las bolsas a su cuerpo. Pero la cinta adhesiva era solo un aspecto del problema. El Prisionero no había reparado en la desaparición temporal de una moneda entre muchas pero cuando se diera cuenta de que aquello que llevaba, por lo cual había arriesgado la vida, había desaparecido súbitamente, iba a armar un escándalo, con seguridad… Y entonces, ¿qué?
Era más que posible que el Prisionero se comportara de manera irracional y que consiguiera que lo encarcelaran de un modo tan inmediato como si lo hubieran pescado en el acto mismo de la profanación. La pérdida sería de por sí algo bastante malo, pero, si las bolsas que llevaba bajo los brazos se derretían hasta la nada, él probablemente creería que de veras se había vuelto loco.
El carruaje aéreo, parecido a un buey ahora que estaba sobre el suelo, giró laboriosamente a la izquierda. El pistolero se dio cuenta de que ya no le quedaba tiempo para concederse el lujo de seguir pensando. Tenía que hacer algo más que dar el paso adelante: debía contactar con Eddie Dean.
En aquel mismo momento.
NUEVE
Eddie se metió el pasaporte y la tarjeta de declaración en el bolsillo del pecho. El cable de acero apretaba sus tripas de una manera constante hundiéndose cada vez más profundamente: sus nervios chisporroteaban. Y de pronto una voz habló dentro de su cabeza.
No un pensamiento; una voz.
—Escúchame, amigo. Escúchame con mucha atención. Y si quieres permanecer a salvo, no dejes que la expresión de tu cara despierte las sospechas de las mujeres del ejército. Dios sabe que ya sospechan bastante.
Primero, Eddie pensó que aún llevaba puestos los auriculares del avión, y que recibía alguna extraña transmisión desde la cabina. Pero los auriculares del avión se los habían llevado hacía cinco minutos.
Su segundo pensamiento fue que había alguien de pie a su lado y le hablaba. Estuvo a punto de volver la cabeza violentamente hacia la izquierda, pero hubiera sido absurdo.
Le gustara o no, la cruda verdad era que la voz procedía del interior de su cabeza.
Tal vez estaba recibiendo algún tipo de transmisión —OM, FM o VHF— a través de las muelas empastadas. Había oído alg…
—¡Enderézate, larva! ¡Ya sospechan bastante sin que tengas aspecto de haber enloquecido!
Eddie se incorporó rápidamente, como si lo hubieran sacudido. No era la voz de Henry, pero se parecía a la de Henry cuando no eran más que un par de niños que crecían en Los Proyectos. Henry era ocho años mayor, y de la hermana que había estado con ellos solo quedaba ahora un mero fantasma en la memoria. Un coche había atropellado y matado a Selina cuando Eddie tenía dos años y Henry diez. Aquel áspero tono de mando aparecía siempre que Henry lo veía hacer algo que pudiera terminar con Eddie metido antes de tiempo en un ataúd de pino como había sucedido con Selina.
«¿Qué coño está pasando aquí?».
—No estás oyendo voces que no están aquí —retornó la voz desde dentro de su cabeza.
No, no era la voz infantil de Henry. Era de adulto, más seca… más fuerte. Pero parecida a la voz de Henry… era imposible no creerlo.
—Primero, no estás volviéndote loco. SOY otra persona.
«¿Será telepatía?».
Eddie se daba cuenta vagamente de que su cara carecía por completo de expresión. Pensó que, en tales circunstancias, aquello le hubiera bastado para ganar el Oscar al mejor actor del año. Miró por la ventanilla y vio que el avión se acercaba a la sección Delta de la terminal de llegadas del aeropuerto internacional Kennedy.
—No conozco esa palabra; pero sé que esas mujeres del ejército saben que llevas…
Se produjo una pausa. Una sensación —extraña hasta lo indecible— de dedos fantasmas revolviendo dentro de su propio cerebro como si este fuera un fichero viviente.
—… heroína o cocaína. No sé cuál de las dos; pero debe de ser cocaína, porque llevas la que no tomas para comprar la que tomas.
—¿Qué mujeres del ejército? —murmuró Eddie. No se daba cuenta en absoluto de que hablaba en voz alta—. ¿De qué mierda me está habí…?
Otra vez aquella sensación de ser abofeteado… tan real que sintió cómo le zumbaba la cabeza.
—¡Cierra el pico, pedazo de imbécil!
—Vale, vale. ¡Joder!
Otra vez la sensación de dedos hurgando.
—Camareras del ejército —replicó la voz extraña—. ¿Me comprendes? ¡No tengo tiempo de detenerme en cada uno de tus pensamientos, Prisionero!
—¿Cómo me …? —comenzó Eddie, y luego cerró la boca—. ¿Cómo me has llamado?
—No importa. Ahora escucha. Tenemos poco, muy poco tiempo. Lo saben. Las camareras del ejército saben que llevas cocaína.
—¿Cómo pueden saberlo? ¡Esto es ridículo!
—No sé cómo llegaron a saberlo, y tampoco importa. Una de ellas se lo dijo a los conductores. Los conductores se lo dirán a los sacerdotes que llevan a cabo la ceremonia del Paso de la Aduana…
La voz de su cabeza usaba un lenguaje arcano, con términos tan pasados de moda que resultaban casi divertidos… pero el mensaje llegaba claro y fuerte. A pesar de que su cara permanecía inexpresiva, Eddie juntó los dientes en un doloroso clic y silbó rítmicamente entre ellos.
La voz decía que el juego había terminado. Todavía no había bajado del avión y el juego ya había terminado.
Pero aquello no era real. No podía serlo de ninguna manera. Era su mente, nada más, que en el último minuto le jugaba una pequeña jugarreta paranoica. Eso era todo.
La ignoraría. Ignórala y desaparee…
—¡NO vas a ignorarla, porque si no irás a la cárcel y yo moriré! —bramó la voz.
—En el nombre de Dios, ¿quién eres? —preguntó temerosamente Eddie, casi sin ganas.
V dentro de su cabeza oyó que algo o alguien lanzaba un suspiro de alivio, profundo y visceral.
DIEZ
«¡Cree! —pensó el pistolero—. Gracias a todos los dioses habidos y por haber. ¡Cree!».
ONCE
El avión se detuvo. Se apagó la luz de «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES». La manga del jet avanzó rodando y dio contra la puerta delantera con un golpecito suave. Habían llegado.
DOCE
—Hay un lugar donde puedes dejarla mientras realizas el Paso de la Aduana —dijo la voz—. Un lugar seguro. Luego, cuando hayas pasado, puedes recuperarla y llevársela a Balazar.
Ahora la gente se ponía de pie, recogía sus cosas de los estantes superiores y trataba de arreglárselas con los abrigos, que, según el anuncio de la cabina, no iban a necesitar, pues hacía calor.
—Coge la bolsa. Y la chaqueta. Luego vuelve al excusado.
—Exc…
—Oh. Lavabo.
—Si creen que tengo droga, pensarán que voy a tirarla por el inodoro.
Pero Eddie comprendió que no importaba. No iban a tirar la puerta abajo, claro, porque aquello asustaría a los pasajeros. Y sabrían que no se puede tirar un kilo de coca por el inodoro de un avión sin dejar rastro. No, a menos que la voz realmente estuviera diciendo la verdad… que existía un lugar seguro. Pero ¿cómo podía ser?
—¡No importa, joder! ¡MUÉVETE!
Y Eddie se movió. Porque finalmente había comprendido la situación. No podía ver todo lo que veía Roland, con todos sus años y su entrenamiento de tortura y precisión, pero ahora veía los rostros de las azafatas, los rostros verdaderos, por debajo de las sonrisas y los amables gestos para ayudar a alcanzar las bolsas y cajas del armario delantero. Podía ver cómo sus miradas se desviaban hacia él en rápidos latigazos, una y otra vez.
Cogió la bolsa. Y la chaqueta. Habían abierto la puerta que daba a la manga y la gente ya avanzaba por el pasillo. La puerta de la cabina permanecía abierta, y ahí estaba el capitán, sonriendo también… pero al mismo tiempo miraba a los pasajeros de primera ocupados aún en reunir sus cosas, y lo detectó a él —no, mejor dicho, le apuntó con la mirada—. Luego miró de nuevo para otro lado, asintió a lo que alguien le decía y revolvió el pelo de un jovencito.
Ahora tenía frío. No un frío como el del pavo, solo frío. No necesitaba la voz dentro de su cabeza para quedarse frío. Frío… en algunas ocasiones venía bien. Solo había que tener cuidado de no enfriarse tanto como para quedar congelado.
Eddie comenzó a avanzar, llegó al lugar desde donde un giro a la izquierda lo llevaría a la manga… y de pronto se llevó la mano a la boca.
—No me siento bien —murmuró—. Discúlpenme. —Movió la puerta de la cabina, que bloqueaba ligeramente la Puerta del lavabo de primera clase, y abrió la puerta del lavabo de la derecha.
—Me temo que tendrá que abandonar el avión —advirtió ásperamente el piloto cuando Eddie abrió la puerta del lavabo—. Es…
—Creo que voy a vomitar, y no quiero hacerlo sobre sus zapatos —dijo Eddie—, ni tampoco sobre los míos.
Un segundo más tarde estaba dentro con la puerta trabada. El capitán le decía algo. Eddie no lo pudo entender, no lo quiso entender. Lo importante era que solo hablaba, no gritaba; tenía razón, nadie comenzaría a gritar con tal vez doscientos cincuenta pasajeros esperando todavía para bajar del avión por la única puerta delantera. Estaba dentro, por el momento a salvo… pero ¿le serviría de algo?
—Si estás ahí —pensó—, quienquiera que seas, más vale que hagas algo rápidamente.
Por un instante terrible no pasó nada en absoluto. Fue un instante breve, pero en la cabeza de Eddie Dean pareció prolongarse casi para siempre, como los caramelos Turkish Taffy de Bonomo que Henry le compraba a veces en verano cuando eran pequeños. Si se portaba mal, Henry lo zurraba; si se portaba bien, Henry le compraba Turkish Taffy. Así manejaba Henry sus altas responsabilidades durante las vacaciones de verano.
«Joder, es mi imaginación. Coño, me he vuelto loe…».
—Prepárate —anunció una voz severa—. No puedo hacerlo yo solo. Yo puedo dar el PASO ADELANTE, pero no puedo hacer que tú des el PASO AL OTRO LADO. Tienes que hacerlo conmigo. Vuélvete.
Eddie se dio cuenta, de pronto, de que veía a través de dos pares de ojos y de que sentía con dos sistemas nerviosos (pero los nervios de la otra persona no estaban todos ahí; parte había desaparecido, recientemente, y gritaba de dolor). Percibía con diez sentidos, pensaba con dos cerebros, y su sangre latía con dos corazones.
Se volvió. Junto al lavabo había un agujero, un agujero que parecía una puerta. A través de aquella puerta se veía una playa gris y arenosa, con olas rompientes del color de unos calcetines de tenis viejos.
Oía las olas.
Olía la sal, amarga como las lágrimas en su nariz.
—Atraviésala.
Alguien estaba golpeando la puerta del lavabo, le decía que saliera, que debía abandonar el avión de inmediato.
—¡Atraviésala, joder!
Eddie lanzó un gemido y dio un paso hacia la puerta… tropezó… y cayó en otro mundo.
TRECE
Se puso en pie lentamente, consciente de que se había cortado la palma de la mano derecha con el borde de una concha. Se quedó mirando estúpidamente cómo manaba la sangre a través de su línea de la vida y entonces vio a otro hombre que se incorporaba con lentitud a su derecha.
Eddie retrocedió espantado. De pronto, el más agudo terror suplantó a la desorientación y a la soñadora dislocación; aquel hombre estaba muerto y no lo sabía. Tenía el rostro lúgubre y la piel estirada sobre los huesos de la cara, como si consistiera en retazos de tela sobre agudos ángulos de metal casi hasta el punto de rasgarse. La piel del hombre era lívida, salvo por unas tísicas manchas rojas en los pómulos y a ambos lados del cuello, bajo el ángulo de la mandíbula, y por una única marca circular entre los ojos, como un intento infantil de reproducir un símbolo de casta hindú.
Sin embargo, los ojos —azules, serenos, sanos— estaban vivos y llenos de una vitalidad terrible y tenaz. Vestía ropas oscuras hechas de algún género casero; la camisa, con las langas arremangadas, era de un negro muy desteñido, casi gris, y los pantalones, algo parecido a unos tejanos. Llevaba un par de cinturones con pistolera cruzados sobre la cadera, pero las cananas estaban casi vacías. Los estuches sostenían revólveres que podían ser del 45… pero de un modelo increíblemente antiguo. La suave madera de las culatas parecía resplandecer con su propia luz interna.
Eddie, que ignoraba haber tenido intención alguna de hablar —o algo que decir—, se oyó a sí mismo preguntar:
—¿Eres un fantasma?
—Todavía no —graznó el hombre de los revólveres—. La hierba del diablo. Cocaína. Como sea que lo llames. Quítate la camisa.
—Tus brazos…
Eddie los había visto. Los brazos del hombre, que parecía la clase de pistolero extravagante que solo se encuentra en un espagueti western, resplandecían con líneas de un rojo brillante y siniestro. Eddie sabía perfectamente bien qué significaban aquellas líneas. Significaban sangre envenenada. Significaban que el diablo hacía algo más que soplarte en el culo: trepaba ya por las cloacas que conducían a tu corazón.
—¡Mis brazos importan un bledo! —exclamó la pálida aparición—. ¡Quítate la camisa y líbrate de eso!
Oyó las olas, oyó el aullido solitario de un viento que no sabía de obstáculos; veía solo a aquel loco agonizante y nada más salvo desolación. Y sin embargo oía también, detrás de sí, las voces murmurantes de los pasajeros que dejaban el avión y el constante golpeteo amortiguado en la puerta.
—¡Señor Dean!
«Esa voz —pensó— está en otro mundo».
No lo dudaba; simplemente trataba de metérselo en la cabeza, de la manera en que uno encaja una uña en una grieta de caoba.
—Realmente tendrás que…
—Puedes dejarlo aquí, luego lo recoges —graznó el pistolero—. Por todos los dioses, ¿no comprendes que aquí tengo que hablar? ¡Me duele! Y no hay tiempo, ¡pedazo de idiota!
Eddie hubiera matado a más de uno por usar esa palabra… pero le parecía que matar a aquel hombre sería toda una tarea, a pesar de que casi parecía necesitarlo.
Aun así sentía la verdad de aquellos ojos azules; su loca mirada anulaba todas las preguntas.
Eddie comenzó a desabotonarse la camisa. Su primer impulso fue el de sacársela de un tirón, como Clark Kent cuando Lois Lañe estaba atada a la vía de un tren, pero en la vida real aquello no funcionaba; tarde o temprano habría que explicar la ausencia de los botones arrancados. Así que los deslizó a través de los ojales mientras detrás de él, seguían golpeando a la puerta.
Dio un tirón para sacar la camisa de los tejanos, se la quitó y la dejó caer, revelando la cinta adhesiva que le cruzaba el pecho. Parecía un hombre en la última fase de la recuperación después de haberse fracturado varias costillas.
Echó una rápida mirada tras de sí y vio una puerta abierta… la parte inferior había dibujado la forma de un ventilador sobre la arenisca gris de la playa cuando alguien —presumiblemente el hombre agonizante— la abrió. A través de la puerta vio el retrete de primera clase: el lavabo, el espejo… y en él su propia cara desesperada, con el mechón negro que le cruzaba la frente sobre los ojos color avellana. Al fondo vio al pistolero, la playa, los pájaros que levantaban el vuelo chillando y riñendo por Dios sabe qué.
Manoseó la cinta mientras se preguntaba cómo empezar, cómo encontrar alguna punta y, de repente, lo sobrecogió una atolondrada desazón. Así debían de sentirse el ciervo o el conejo cuando habían cruzado hasta la mitad una carretera en medio del campo, y volvían la cabeza solo para quedarse clavados ante la luz deslumbrante de un coche que se aproxima.
William Wilson, el hombre cuyo nombre Poe hizo famoso, había tardado veinte minutos en ajustado todo. En cinco minutos, siete a más tardar, abrirían la puerta del lavabo de primera clase.
—No puedo quitarme esta mierda —le advirtió al hombre tambaleante que tenía delante—. No sé quién eres, ni dónde estoy, pero, de verdad, hay demasiada cinta y muy poco tiempo.
CATORCE
El capitán McDonald, frustrado por la falta de respuesta de 3A, comenzó a golpear la puerta. Deere, el copiloto, le aconsejó inmediatamente que no continuara.
—¿Adonde podría ir? —preguntó Deere—. ¿Qué puede hacer? ¿Meterse en el inodoro y tirar de la cadena? Es demasiado grande.
—Pero es que lleva… —comenzó McDonald.
Deere, que había consumido cocaína en más de una ocasión, dijo:
—Si lleva, lleva mucho. No puede deshacerse de todo.
—Cierren el agua —dijo McDonald de pronto.
—Ya está cerrada —confirmó el navegante (que también había aspirado en ocasiones)—. Pero no creo que eso importe. Puedes disolver lo que tires a los tanques, pero no puedes hacerlo desaparecer.
Estaban apiñados frente a la puerta del retrete, bajo el brillo burlón de la señal de «OCUPADO», y hablando todos en voz baja.
—Vienen los muchachos de la DEA, vacían el tanque, sacan una muestra y el tipo está frito.
—Siempre puede decir que entró alguien antes que él y la metió —replicó McDonald.
Su voz comenzaba a adquirir un tono duro. No quería hablar sobre aquello, quería hacer algo al respecto, a pesar de tener aguda conciencia de aquellos perezosos que aún desfilaban hacia la salida. Algunos de ellos miraban con algo más que natural curiosidad a la tripulación de vuelo y a las azafatas, reunidos todos en torno a la puerta del retrete. La tripulación, por su parte, era muy consciente de que un acto tan abierto y evidente podría hacer que se manifestara el pánico a los terroristas presente en la mente de todo pasajero de avión. McDonald sabía que el copiloto y el ingeniero de vuelo tenían razón; sabía que lo más probable era que la mercancía estuviera metida en bolsas de plástico, y aun así oía sonar una alarma en su cabeza. Algo no andaba bien. En su interior, algo le gritaba una y otra vez ¡Rápido!, ¡rápido!, como si el tipo de 3A fuera un jugador experto con unos cuantos ases en la manga, a punto de jugarlos.
—No está tratando de tirar la cadena —dijo Susy Douglas—. Ni siquiera intenta abrir el grifo del lavabo. Oiríamos succionar el aire. Oigo algo, pero…
—Váyase —ordenó McDonald de forma cortante. Miró a Jane Dorning—. Usted también. Nosotros nos ocuparemos de esto.
Jane se volvió para irse, con las mejillas ardiendo.
Susy dijo con calma:
—Jane lo detectó y yo descubrí los bultos debajo de la camisa. Creo que vamos a quedarnos, capitán McDonald. Si quiere denunciarnos por insubordinación, hágalo. Pero quiero que se acuerde de que puede estar enviando al infierno algo que podría ser importante para la oficina del fiscal.
Se miraron fijamente hasta hacer saltar chispas de acero.
—He volado con usted setenta, ochenta veces, Mac —indicó Susy—. Solo trato de ser su amiga.
McDonald la observó un momento más, y asintió con la cabeza.
—Quédense, entonces. Pero retrocedan las dos un paso hacia la cabina.
Se puso de puntillas, miró hacia atrás y vio el final de la cola de gente pasando de clase turista a primera. Dos minutos, tal vez tres.
Se volvió hacia el agente que estaba junto a la escotilla y los vigilaba de cerca.
Debió de haber percibido algún tipo de problema porque había sacado de su estuche el walkie-talkie y ahora lo sostenía en la mano.
—Dile que quiero agentes de Aduana —se dirigió McDonald en voz baja al navegante—. Tres o cuatro. Armados. Ahora.
El navegante avanzó a través de la cola de pasajeros, disculpándose con una amable sonrisa, y habló en voz baja con el agente de la puerta. Este se llevó el walkie-talkie a la boca y habló en voz baja.
McDonald, que en toda su vida no se había metido en el cuerpo nada más fuerte que una aspirina, y muy de vez en cuando, se volvió hacia Deere. Tenía los labios apretados, formando una línea fina y blanca como una cicatriz.
—En cuanto salga el último de los pasajeros, vamos a tirar esta puta puerta abajo —anunció—. No importa si la gente de la Aduana está aquí o no. ¿Me entiendes?
—Conforme —contestó Deere, y miró cómo los del final de la cola entraban en primera clase.
QUINCE
—Tráeme el cuchillo —ordenó el pistolero—. Está en mi cartera.
Gesticuló hacia un bolso de cuero muy gastado que estaba sobre la arena. Más que un bolso parecía una especie de morral, del tipo que usarían los hippies recorriendo la Ruta de los Apalaches, alucinando con la naturaleza (y quizá con un porro, de vez en cuando). Pero aquel tenía aspecto de ser auténtico y no un accesorio para reforzar algún tipo de imagen; era un testigo de años y años de viajes difíciles, tal vez desesperados.
Hizo un gesto, pero no señaló. No podía señalar. Eddie vio por qué el hombre tenía un retal de camisa sucia alrededor de la mano derecha: algunos dedos habían desaparecido.
—Tráelo —dijo—. Corta la cinta. Procura no cortarte tú. Es fácil. Tendrás que tener cuidado pero al mismo tiempo deberás moverte con rapidez. No tenemos mucho tiempo.
—Ya lo sé —asintió Eddie, y se arrodilló en la arena.
Nada de aquello era real.
Exacto, esa era la respuesta. Como diría el gran sabio y eminente yonqui Henry Dean: «A que sí, a que no, el mundo es mentira, la vida es ficción; oh qué bien, oh qué mal, escuchemos a Creedence y pongámonos guay».
Nada de aquello era real, no era nada más que un viaje extraordinariamente vivido, así que lo mejor sería andar despacio silbando bajito y seguir la corriente.
Seguro, era un viaje vivido. Estaba a punto de alcanzar el cierre —que tal vez fuera una cinta velero— de la «cartera» del hombre, cuando vio que estaba sostenida por una trama entrecruzada de tiras de cuero sin curtir, algunas de las cuales se habían roto y habían sido atadas cuidadosamente, con nudos pequeños, que pudieran, sin embargo, deslizarse a través de los ojales.
Eddie deslizó hacia arriba el nudo superior y abrió el bolso; encontró el cuchillo debajo de un envoltorio algo húmedo, el pedazo de camisa con que había envuelto las balas. Solamente el mango ya bastaba para quitarle el aliento… era el verdadero blanco grisáceo de la plata pura, labrado con una serie de dibujos que atrapaban la vista. Llevaban…
El dolor le explotó en el oído, rugió a través de su cabeza y por un momento cubrió su visión con una nube roja. Cayó torpemente sobre la cartera abierta, pegó en la arena y levantó la mirada hacia el hombre pálido de las botas recortadas. Aquello no era un viaje. Los ojos azules que relampagueaban desde aquel rostro moribundo eran los ojos de la verdad.
—Admíralo luego, Prisionero —repuso el pistolero—. Por ahora solo úsalo.
Podía sentir cómo el oído le latía y la oreja se le hinchaba.
—¿Por qué sigues llamándome así?
—Corta la cinta —ordenó el pistolero con severidad—. Si irrumpen en tu excusado mientras estás aquí, tengo la impresión de que tendrás que quedarte durante mucho, pero mucho tiempo. Y muy pronto con un cadáver como compañía.
Eddie sacó el cuchillo fuera de la vaina. No era viejo, era más que viejo, más que antiguo. La hoja, afilada casi al punto de la invisibilidad, parecía ser edad pura atrapada en el metal.
—Sí, parece afilado —afirmó. Y su voz no era muy firme.
DIECISÉIS
Los últimos pasajeros salían a la manga. Uno de ellos, una dama de unas setenta primaveras, con la exquisita confusión que solo parecen capaces de mostrar los que vuelan por primera vez con demasiados años o muy poco inglés, se detuvo para enseñarle los billetes a Jane Dorning.
—¿Cómo encontraré mi avión a Montreal? —preguntó—. ¿Y qué hago con las maletas? ¿Tengo que pasar la Aduana aquí o allá?
—A la salida de la manga encontrará un agente que le dará toda la información que necesite, señora —indicó Jane.
—Bueno, no veo por qué no puede darme usted toda la información que necesito —repuso la anciana—. El túnel todavía está lleno de gente.
—Circule, señora, por favor —pidió el capitán McDonald—. Tenemos un problema.
—Bueno, perdóneme por respirar —contestó la anciana, de mal talante—. Creo que simplemente me caí del coche fúnebre.
Y la dama avanzó a paso vivo, con la nariz inclinada como la de un perro que huele fuego un poco más allá, con el bolso de viaje apretado en una mano y el sobre con los billetes en la otra. De él sobresalían tantas tarjetas de embarque que a uno le tentaba creer que la dama había dado casi la vuelta al mundo cambiando de avión en cada parada del camino.
—He aquí una señora que tal vez no vuelva a volar en los grandes jets de Delta —murmuró Susy.
—Me importa un huevo. Como si vuela empaquetada de relleno en los calzoncillos de Superman —dijo McDonald—. ¿Es la última?
Jane echó una ojeada por detrás de ellos, miró hacia los primeros asientos de la clase turista, y luego asomó la cabeza al sector central. Estaba desierto.
Volvió y les comunicó que el avión estaba vacío.
McDonald miró hacia el lado de la manga y vio a dos agentes de Aduana uniformados que luchaban por abrirse paso a través de la multitud, disculpándose pero sin molestarse en volver la mirada a la gente que habían empujado a un lado. La última era la anciana, que dejó caer el sobre con los billetes y toda la documentación. Volaron los papeles, se desparramaron por todas partes y ella revoloteó detrás como un cuervo enojado.
—Muy bien —dijo McDonald—. Muchachos, deténganse ahí mismo.
—Señor, somos oficiales federales de la Aduana…
—Cierto, yo los llamé, y me alegro de que hayan venido tan rápido. Ahora bien, ustedes quédense aquí. Este es mi avión, y el pasajero que está ahí dentro me pertenece. Una vez que esté fuera del avión y dentro de la manga, les cedo al pichón y se lo pueden cocinar en la forma que quieran. —Le hizo una señal a Deere—. Le voy a dar una última oportunidad a este hijo de puta, y luego echamos la puerta abajo.
—Bien —asintió Deere.
McDonald golpeó la puerta con la palma de la mano y gritó:
—¡Vamos, amigo, salga! ¡Estoy harto de pedírselo!
No hubo respuesta.
—Muy bien —masculló McDonald—. Vamos.
DIECISIETE
Eddie oyó remotamente que una anciana decía: «Bueno, perdóneme por respirar. Creo que simplemente me caí del coche fúnebre».
Había separado la mitad de la cinta adhesiva. Cuando la anciana habló, a él le tembló la mano y vio que un hilo de sangre rodaba por su vientre.
—Mierda —dijo Eddie.
—Ahora no podemos hacer nada —repuso el pistolero con su áspera voz—. Termina el trabajo. ¿O la visión de la sangre te enferma?
—Solo cuando es la mía —respondió Eddie. La cinta comenzaba justo por encima de su vientre. Cuanto más alto cortaba, más difícil le resultaba ver. Pudo abrir una brecha de siete u ocho centímetros más, y casi volvió a cortarse al oír que el capitán McDonald hablaba con los agentes de Aduana: «Muy bien. Muchachos, deténganse ahí mismo».
—Puedo terminar y tal vez abrirme en canal, o puedes intentarlo tú —señaló Eddie—. No veo lo que estoy haciendo. Me tapa el puto mentón.
El pistolero cogió el cuchillo con la mano izquierda. Le temblaba. Ver la hoja, afilada al punto suicida, y aquel temblequeo pusieron a Eddie extremadamente nervioso.
—Creo que mejor voy a intentarlo yo mismo…
—Espera.
El pistolero se quedó mirando fijamente su mano izquierda. No es que Eddie no creyera en la telepatía; pero tampoco creía en ella ciegamente. Sin embargo ahora sentía algo, algo tan palpable y real como si fuera el calor que sale de un horno. Después de unos segundos se dio cuenta de que se trataba: aquel hombre extraño juntaba toda su fuerza de voluntad.
«¿Cómo mierda puede estar agonizando si siento su fuerza de una manera tan rotunda?», pensó.
La mano empezó a relajarse. Pronto fue apenas un temblor. Pasados siquiera diez segundos, se veía tan sólida y firme como una roca.
—Ahora —dijo el pistolero. Dio un paso adelante y alzó el cuchillo. Eddie sintió que exudaba algo más: fiebre rancia.
—¿Eres zurdo? —preguntó Eddie.
—No —contestó el pistolero.
—Oh, Dios —exclamó Eddie, y decidió que podría sentirse mejor si cerraba los ojos por un momento. Oyó el ronco susurro de la cinta adhesiva que se abría.
—Ya está —dijo el pistolero, y dio un paso atrás—. Ahora tira de ella tanto como puedas. Yo me ocupo de la espalda.
Ya no eran amables golpecitos en la puerta del retrete; era un puño que golpeaba como un martillo.
«Ya han bajado todos los pasajeros —pensó Eddie—. No more, Mr. Nice Guy. Mierda».
—¡Vamos, amigo, salga! ¡Estoy harto de pedírselo!
—¡Dale un tirón! —gruñó el pistolero.
Eddie tomó un grueso extremo de cinta adhesiva en cada mano y tiró con toda la fuerza que pudo. Le dolió, le dolió como la gran puta.
«Deja de quejarte como un maricón —pensó—. Podría ser peor. Podrías tener pelos en el pecho, como Henry».
Miró hacia abajo y vio una banda roja de piel irritada como de veinte centímetros de ancho a la altura del esternón. El lugar donde se había lastimado era justo encima del plexo solar. La sangre manaba de un hoyuelo y le corría hasta el ombligo en un reguero escarlata. Las bolsas de droga colgaban ahora de sus axilas como alforjas mal atadas.
—Muy bien —dijo la voz amortiguada detrás de la puerta del retrete—. Vamos…
Eddie se perdió el resto en la inesperada ola de dolor que le cruzó la espalda cuando sin ceremonias el pistolero le arrancó el resto de la cinta.
Se mordió para no gritar.
—Ponte la camisa —indicó el pistolero. Su rostro, que para Eddie era el rostro más pálido que un hombre vivo podía llegar a tener, había adquirido el color de la ceniza vieja. Sostuvo la cinta (que ahora se pegaba a sí misma en estúpido vaivén, mientras las grandes bolsas de polvo blanco parecían raros capullos) con la mano izquierda, y luego la puso a un costado. Eddie vio que brotaba sangre fresca a través de la venda improvisada en la mano derecha del pistolero—. Date prisa —añadió.
Se oyó el sonido de un golpe sordo. No era alguien que golpeaba para que le abriera. Eddie levantó la vista a tiempo para ver temblar la puerta del retrete, para ver parpadear las luces. Trataban de echarla abajo.
Levantó la camisa con dedos que de pronto parecían demasiado grandes, demasiado torpes. La manga izquierda estaba vuelta del revés. Trató de ponerla del derecho a través del agujero, se le trabó la mano por un momento, y luego la arrancó con tanta fuerza que la manga volvió a salir junto con ella.
Topetazo, y la puerta del retrete volvió a temblar.
—Por todos lo dioses, ¿cómo es posible que seas tan torpe? —gimió el pistolero, y metió su propio puño por la manga izquierda de la camisa de Eddie.
Cuando el pistolero la echó hacia atrás, Eddie agarró el puño. Ahora el pistolero le sostenía la camisa como un mayordomo sostendría un abrigo ante su amo. Eddie se la puso y buscó con los dedos el botón inferior.
—¡Todavía no! —ladró el pistolero, y rasgó un nuevo trozo de su ajada camisa—. ¡Límpiate el vientre!
Eddie lo hizo lo mejor que pudo. Del hoyuelo donde efectivamente el cuchillo le había lastimado la piel seguía manando sangre. La hoja estaba afilada, cómo no. Bastante afilada.
Dejó caer sobre la arena el pedazo de camisa ensangrentado y se abotonó la suya.
Topetazo. Esta vez la puerta hizo más que temblar; se arqueó dentro del propio marco. A través de la puerta de la playa, Eddie vio que el frasco de jabón líquido se caía de su sitio, al lado del lavabo. Cayó encima de su bolsa de viaje.
Había pensado meterse la camisa, que ahora estaba abotonada (y abotonada correctamente, de milagro), dentro de los pantalones. De pronto se le ocurrió una idea mejor. Se desabrochó el cinturón.
—¡No hay tiempo para eso! —El pistolero trataba de gritar y no podía—. ¡A esa puerta solo le queda un golpe!
—Sé lo que hago —manifestó Eddie, rogando tener razón, y dio un paso hacia atrás a través de la puerta entre los mundos, al tiempo que se desabrochaba los tejanos y se bajaba la cremallera.
Después de un momento desesperado y desesperante, el pistolero lo siguió, de forma física y lleno de ardiente dolor por un momento; un instante después no era más que frío ka en la cabeza de Eddie.
DIECIOCHO
—Uno más —dijo roncamente McDonald y Deere asintió. Ahora que todos los pasajeros habían salido de la manga, tanto como del mismo avión, los agentes de Aduana sacaron las armas.
—¡Ahora!
Los dos hombres se lanzaron adelante y juntos golpearon la puerta. Se abrió de par en par; un trozo de metal quedó colgando por un momento de la cerradura y luego cavó al suelo.
Y ahí estaba sentado el señor 3A, con los pantalones a la altura de las rodillas y los faldones de su desteñida camisa estampada ocultándole —apenas— el pirulín.
«Bueno, me da toda la impresión de haberlo pescado en el acto mismo —pensó cansadamente McDonald—. El único problema es que este acto que yo sepa no es ilegal». De pronto sintió cómo se le hinchaba el hombro en el lugar donde había golpeado la puerta, ¿cuántas veces?, ¿tres, cuatro?
—¿Se puede saber qué porras está haciendo aquí? —ladró en voz alta.
—Bueno, estaba cagando —dijo 3A—, pero si todos ustedes tienen un problema grave, muchachos, supongo que podré limpiarme en la terminal…
—Y se supone que no nos oía, ¿verdad, chico listo?
—No llegaba a la puerta. —3A extendió la mano para hacer una demostración y, a pesar de que la puerta ahora colgaba desmantelada a la izquierda, McDonald vio lo que trataba de decir—. Me imagino que pude haberme levantado pero, digamos, tenía una situación desesperada entre las manos. Solo que no era exactamente entre las manos, si me entiende lo que le quiero decir. No es que tampoco quisiera tenerlo entre las manos, si sigue entendiendo lo que quiero decir.
3A exhibió una sonrisita ganadora, ligeramente chillada, que al capitán McDonald le pareció casi tan legítima como un billete de nueve dólares. Cualquiera que lo escuchara podría creer que nadie le había enseñado el viejo y simple truco de inclinarse hacia adelante.
—Con mucho gusto. ¿Tal vez las damas puedan ir un poquito hacia atrás? —3A sonrió con todo su encanto—. Sé que en los tiempos que corren está pasado de moda, pero no puedo evitarlo. Soy pudoroso. De hecho, tengo un gran motivo para ser pudoroso.
Alzó la mano izquierda con el pulgar y el índice separados menos de dos centímetros, y le guiñó un ojo a Jane Dorning. Ella se ruborizó al rojo vivo y de inmediato desapareció por el pasillo, seguida de cerca por Susy.
«No pareces pudoroso —pensó el capitán McDonald—. «Pareces un gato que acaba de tomar su leche, eso es lo que pareces».
Cuando las azafatas estuvieron fuera de la vista, 3A se puso en pie y se subió los calzoncillos y los tejanos. Extendió la mano para apretar el botón del agua y rápidamente el capitán McDonald le apartó la mano bruscamente, lo agarró por los hombros y le hizo girar en dirección al pasillo. Deere lo sujetó con mano firme por la parte trasera del pantalón.
—Tómeselo con calma —dijo Eddie.
Su voz era clara y sonaba bien —al menos eso pensaba él— pero por dentro todo estaba en caída libre. Podía sentir al otro, lo sentía con toda claridad. Estaba dentro de su mente, lo vigilaba de cerca, estaba ahí quieto y tenía la intención de actuar si Eddie la cagaba. Dios, todo aquello tenía que ser un sueño, ¿no? ¿No?
—Quédese quieto —ordenó Deere.
El capitán McDonald echó una mirada dentro del inodoro.
—No hay mierda —confirmó, y cuando el navegante soltó un conato de risa involuntaria, McDonald se lo quedó mirando fijamente.
—Bueno, ya sabe cómo son las cosas —comentó Eddie—. A veces uno tiene suerte y no es más que una falsa alarma. Sin embargo lancé un par de verdaderos torpedos. Pedos, quiero decir, gases de pantano. Si hubiera encendido una cerilla aquí hace tres minutos habría podido asar un pavo para el día de Acción de Gracias, ¿sabe? Debe haber sido algo que comí antes de subir al avión, me imag…
—Desháganse de él —dijo McDonald, y Deere, que aún lo tenía sujeto por la parte trasera del pantalón, le pegó un empujón que lo lanzó fuera del avión y dentro del túnel, donde cada uno de los oficiales de la Aduana lo tomó de un brazo.
—¡Eh! —gritó Eddie—. ¡Quiero mi bolsa! ¡Y mi chaqueta!
—Oh, tendrá todas sus cosas —aseveró uno de los oficiales. Su pesado aliento, que olía a Maalox y a acidez de estómago, chocó contra la cara de Eddie—. Estamos muy interesados en sus cosas. Ahora, vámonos, amiguito.
Eddie les decía que se lo tomaran con calma, que aflojaran, que podía caminar de lo más bien, pero más tarde recordaría que las puntas de sus zapatos pisaron el suelo de la manga solo tres o cuatro veces entre la puerta del Boeing 727 y la salida a la terminal, donde esperaban otros tres oficiales de la Aduana y media docena de policías de seguridad del aeropuerto; los tipos de la Aduana esperaban a Eddie y los policías mantenían apartada a una pequeña multitud que le observaba con un interés ávido y malsano mientras se lo llevaban.