UNO
Como para confirmar su idea, por loca que fuera, aquello a lo que el pistolero miraba a través de la puerta se alzó de pronto y se deslizó a un lado. Su visión giró (sensación de vértigo otra vez, sensación de estar de pie sobre un platillo con ruedas debajo, movido hacia aquí y hacia allá por unas manos invisibles), y entonces el pasillo comenzó a deslizarse por los bordes de la puerta. Pasó por un lugar donde había algunas mujeres de pie, vestidas todas con el mismo uniforme rojo. Allí todo era de acero, y le hubiera gustado hacer que la visión en movimiento se detuviera, a pesar del agotamiento y el dolor, para poder ver qué eran… Eran máquinas de algún tipo. Una parecía un horno. La mujer del ejército que había visto antes servía la ginebra que la voz le había pedido. La botella de la que vertía era muy pequeña. De vidrio. El vaso en el que la estaba sirviendo parecía de vidrio, pero el pistolero no creía que lo fuese en realidad.
Lo que había más allá de la puerta siguió moviéndose antes de que él pudiera ver más. Hubo otro de esos giros vertiginosos y se encontró frente a una puerta de metal. Había una pequeña señal luminosa ovalada. Esta palabra sí pudo leerla el pistolero. Decía: «LIBRE».
La visión se deslizó un poco hacia abajo. Una mano apareció por la derecha de la puerta a través de la cual miraba el pistolero y tomó el picaporte de la puerta que el pistolero estaba mirando. Vio el puño de una camisa azul, ligeramente arremangada, que dejaba ver unos crespos pelos negros y rizados. Dedos largos. En uno de ellos, un anillo con una piedra engarzada que podía haber sido un rubí o una baratija sin valor. El pistolero se inclinaba por esto último: era demasiado grande y vulgar para ser verdadero.
Se abrió la puerta metálica y el pistolero se encontró frente al retrete más extraño que había visto en su vida. Era todo de metal.
Los bordes de la puerta metálica se deslizaron por los bordes de la otra puerta de la playa. El pistolero oyó que se cerraba la puerta y que el pestillo quedaba echado. No sintió ningún giro vertiginoso, y entonces supuso que el hombre a través de cuyos ojos miraba había conseguido encerrarse allí detrás.
Luego la visión giró —no una vuelta completa sino media— y se encontró frente a un espejo y con un rostro que ya antes había visto una vez… en una carta del Tarot. Los mismos ojos oscuros y el mismo mechón de pelo negro. El rostro estaba tranquilo pero pálido, y en los ojos —a través de los cuales él ahora veía reflejarse los suyos— Roland vio parte del horror y el espanto de la criatura montada por un mandril en la carta del Tarot.
El hombre temblaba.
«También él está enfermo», pensó.
Entonces se acordó de Nort, el mascahierba de Tull.
Pensó en el Oráculo.
(Un demonio lo ha poseído).
De pronto el pistolero pensó que sabía, después de todo, qué era la HEROÍNA: algo parecido a la hierba del diablo.
(Un poco molesto, ¿verdad?).
Sin pensarlo, con la resolución simple que lo había convertido en el último pistolero, el último que seguía avanzando mucho después de la muerte o abandono de Cuthbert y los otros, de su suicidio o traición, o de su mera renuncia a la idea de la Torre; con la resolución determinada y carente de curiosidad que lo había conducido a través del desierto, y durante todos los años anteriores al desierto, tras las huellas del hombre de negro, el pistolero cruzó el umbral de la puerta.
DOS
Eddie había pedido un gin-tonic. Tal vez no fuera una gran idea pasar por la Aduana de Nueva York borracho —sabía que una vez que empezara, no iba a parar—, pero necesitaba algo.
«Cuando tienes que bajar y no puedes encontrar el ascensor —le había dicho Henry una vez—, debes hacerlo como puedas, aunque sea con una pala».
Después de haberlo pedido, al marcharse la azafata, había empezado a sentir náuseas. No era seguro que fuera a vomitar, solo se sentía como si tuviera ganas, pero era mejor no correr riesgos. Pasar la Aduana con medio kilo de cocaína pura debajo de cada axila y oliendo a ginebra ya no estaba del todo bien; pasar la Aduana de la misma forma, pero con un vómito seco en los pantalones sería un desastre.
Así que era mejor prevenir. La sensación probablemente se le pasaría, por lo general se le pasaba, pero mejor era estar a salvo.
El problema era que le estaba entrando el pavo. El pavo frío, y no el mono. Más palabras de sabiduría del gran sabio y eminente yonqui, Henry Dean.
Estaban sentados en la terraza del ático del Regency Tower. Aún no habían sobrepasado el límite, pero estaban cerca; el sol tibio sobre sus rostros, colocados… En los buenos tiempos, cuando Eddie comenzaba apenas a esnifar caballo y el mismo Henry no había cogido todavía su primera aguja.
«Todo el mundo habla del mono —había dicho Henry—, pero antes de llegar ahí tienes que pasar por el pavo frío».
Y Eddie, completamente ido, se había reído como un loco, porque sabía exactamente a qué se refería su hermano. Henry, sin embargo, apenas había mostrado una sonrisa.
—En cierto modo el pavo frío es peor que el mono. Cuando te da el mono, por lo menos SABES que vas a vomitar, SABES que vas a sacudirte, SABES que vas a transpirar hasta tener la impresión de ahogarte en el mismo sudor. El pavo frío es como la maldición de la expectativa.
Eddie recordó haberle preguntado a Henry qué se dice cuando uno que está muy enganchado (algo a lo que entonces, dieciséis meses antes, juraban solemnemente no llegar nunca) tiene un gran viaje.
—Se dice que es un pavo frito —había replicado Henry inmediatamente. Y pareció muy sorprendido, como cualquiera que, después de decir algo, se da cuenta de que es mucho más divertido de lo que había pensado.
Se habían desternillado de risa, golpeándose mutuamente.
Pavo frito, qué divertido; ahora ya no lo era tanto.
Eddie caminó por el pasillo, pasó por la cocina y siguió adelante. Miró la señal de «LIBRE» y abrió la puerta.
«Eh, Henry, gran sabio y eminente yonqui, hermano mayor, ya que estamos en el tema, ¿quieres saber cómo defino yo la maldición de una expectativa? ¿O cómo pueden joderte y dejarte frito? Es cuando el tipo de la Aduana en el aeropuerto Kennedy decide que hay algo medio raro en tu aspecto, o es uno de esos días cuando tienen allí esos perros con narices, en vez de tenerlos en la estación de Port Autorithy, y todos comienzan a ladrar y a mear por todo el suelo y es a ti a quien tratan de alcanzar casi estrangulándose con el collar de sus cadenas, y después de revolverte todo el equipaje, los tipos de la Aduana te llevan a una habitación pequeña y te preguntan si te importaría quitarte la camisa y tú dices: bien, sí, la verdad es que me recontraimportaría, pesqué un pequeño resfriado en las Bahamas, y aquí el aire acondicionado está realmente fuerte y tengo miedo de que se convierta en una neumonía y ellos te dicen: ah, no me diga, ¿siempre suda de esa manera cuando el aire acondicionado está realmente fuerte, señor Dean? Así que transpira, bueno, no le va a quedar otro remedio que disculparnos, ahora quítesela, y tú te la quitas, y ellos dicen tal vez sea mejor que se quite también la camiseta porque da la impresión de que tal vez tenga algún tipo de problema médico, compañero, esos bultos debajo de sus axilas podrían ser tal vez tumores linfáticos o algo, y tú ni siquiera te molestas en decir nada más, como un delantero centro que ni siquiera se molesta en ir tras la pelota cuando va en cierta dirección y simplemente se vuelve y mira cómo se pierde detrás de la raya, porque ya no hay nada que hacer, así que te quitas la camiseta y, eh, mira lo que tenemos aquí, eres un chico con suerte, esto no son tumores, a menos que sean lo que se podrían llamar tumores en el corpus de la sociedad, bueno, bueno, bueno, esto parece mas bien un par de bolsitas sostenidas ahí con cinta adhesiva y, ya que estamos, no te preocupes por ese olor, hijo, Porque eres tú. Estás frito».
Extendió el brazo detrás de sí y cerró la puerta con el Pestillo. Las luces se hicieron más brillantes. El ruido de los motores era un suave zumbido. Se volvió hacia el espejo porque quería ver si tenía muy mal aspecto, y de pronto lo invadió una sensación penetrante y terrible: la sensación de que lo estaban observando.
«Eh, vamos, deja eso —pensó, incómodo—. Se supone que eres el tipo menos paranoico del mundo. Por eso te enviaron a ti. Por eso…».
Pero de pronto le pareció que lo que veía en el espejo no eran sus propios ojos, no eran los ojos color avellana, casi verdes, de Eddie Dean, esos ojos que habían derretido tantos corazones y que habían abierto tantos pares de lindas piernas durante el último tercio de sus veintiún años; no eran sus ojos, sino los de un extraño. No eran avellana sino azules, del color de unos Levis desteñidos. Ojos fríos, precisos, inesperadamente calculadores. Ojos de bombardero.
Reflejado en ellos vio (lo vio claramente) una gaviota que se abalanzaba sobre una ola rompiente, y atrapaba algo de un picotazo.
Tuvo tiempo para pensar: «Por Dios, ¿qué es esta mierda?», y entonces supo que no se iba a desmayar; iba a vomitar, después de todo.
Medio segundo antes de hacerlo, medio segundo en el que continuó mirando al espejo, vio que los ojos azules desaparecían, pero antes de que eso sucediera tuvo de pronto la sensación de ser dos personas… de estar poseído, como la niña de El exorcista.
Sintió con toda claridad otra mente dentro de la suya y oyó un pensamiento como si no fuera suyo, más bien como la voz de una radio: «He pasado. Estoy en el carruaje celeste».
Hubo algo más, pero Eddie no lo oyó. Estaba demasiado ocupado vomitando en el lavabo lo más silenciosamente posible.
Al terminar, incluso antes de limpiarse la boca, le pasó algo que nunca antes le había pasado. Por un instante terrorífico no hubo nada: solo un intervalo en blanco. Como si en una columna impresa en un diario, una sola línea hubiera sido limpia y netamente borrada.
«¿Qué es esto? —pensó Eddie desamparado—. ¿Qué demonios es esta mierda?».
Luego tuvo que vomitar otra vez, y tal vez era lo mejor que podía hacer; por mucho que pueda decirse en su contra, la regurgitación tiene al menos esto a su favor: mientras ocurre, uno no puede pensar en ninguna otra cosa.
TRES
«He pasado. Estoy en el carruaje celeste —pensó el pistolero. Y un segundo después—: ¡Me ve por el espejo!».
Roland se echó hacia atrás, no se retiró pero se echó hacia atrás, como un chico que retrocede al rincón más lejano de una habitación muy larga. Estaba dentro del carruaje celeste; también estaba dentro de un hombre que no era él mismo. Dentro del Prisionero. En ese primer momento, cuando estuvo cerca del frente (era la única forma en que lo podía describir), estuvo más que dentro; casi podía decirse que fue el hombre. Sintió su enfermedad, cualquiera que fuese, supo que el hombre tenía náuseas y que estaba a punto de vomitar. Roland comprendió que, de ser necesario, podría controlar el cuerpo de aquel hombre. Tendría que sufrir sus dolores y aguantar al mismo demonio-simio que él pero, si era necesario, podía hacerlo.
O podía quedarse detrás, inadvertido.
Cuando hubo pasado el acceso de vómito del Prisionero, el pistolero dio un salto adelante, esta vez bien hacia adelante, hasta el frente. Entendía muy poco aquella extraña situación, y actuar en una situación que uno no entiende invita a las más terribles consecuencias, pero necesitaba saber dos cosas, y necesitaba saberlas tan desesperadamente que la necesidad sobrepasaba cualquier consecuencia que pudiera provocar.
La puerta que había atravesado desde su propio mundo, ¿aún estaba ahí?
Y, si lo estaba, ¿seguiría ahí su cuerpo, derrumbado, desocupado, agonizando, o tal vez ya muerto, sin su propio yo para controlar los pulmones, el corazón y los nervios? Aun en el caso de que su cuerpo viviera todavía, quizá solo continuara viviendo hasta que cayera la noche. Porque entonces las langostruosidades saldrían a formular preguntas y a procurarse la cena en la orilla.
Giró rápidamente la cabeza que por un momento era suya y echó un vistazo hacia atrás.
La puerta seguía ahí, detrás de él. Estaba en su propio mundo, abierta, con las bisagras enterradas en el acero de aquel peculiar retrete. Y, sí, ahí yacía Roland, el último pistolero, echado de costado, con la mano derecha vendada sobre el estómago.
«Estoy respirando —pensó Roland—. Tendré que volver y cambiarme de lugar. Pero antes hay cosas que hacer. Cosas…».
Se desligó de la mente del Prisionero y retrocedió, vigilando, esperando: quería ver si el Prisionero sabía o no que él estaba ahí.
CUATRO
Cuando el vómito cesó, Eddie se quedó inclinado sobre el lavabo con los ojos fuertemente cerrados.
«En blanco durante un segundo. No sé qué ha pasado. ¿He mirado alrededor?».
Abrió el grifo y dejó correr el agua fría. Con los ojos todavía cerrados, se echó agua en las mejillas y la frente. Cuando ya no lo pudo aguantar más, volvió a mirar al espejo.
Sus propios ojos le devolvieron la mirada. No tenía voces extrañas en la cabeza. No tenía la impresión de ser observado. «Has tenido una fuga momentánea, Eddie —le informó el gran sabio y eminente yonqui—. Un fenómeno no poco frecuente en alguien que está a punto de tener el pavo frío».
Eddie miró el reloj. Una hora y media hasta Nueva York. El avión tenía la llegada prevista a las 4.05, hora del este. La hora señalada. La hora de la confrontación.
Volvió al asiento. Su bebida estaba sobre la bandeja. Tomó dos sorbos y la mujer del ejército volvió para preguntarle si deseaba algo más. Abrió la boca para decir que no… y entonces se produjo otro de esos curiosos momentos en blanco.
CINCO
—Me gustaría comer algo, por favor —dijo el pistolero a través de la boca de Eddie Dean.
—Se servirá comida caliente dentro de…
—Realmente me estoy muriendo de hambre —aseguró el pistolero con perfecta veracidad—. Cualquier cosa, aunque sea un popkin…
—¿Un popkin? —La mujer del ejército lo miró con el ceno fruncido, y el pistolero buscó rápidamente dentro de la mente del Prisionero. Sándwich… la palabra era tan remota como el murmullo de una caracola de mar.
—O un sándwich —rectificó el pistolero.
La mujer del ejército lo miró dubitativa.
—Bueno… tengo un poco de atún…
—Eso estaría muy bien —concedió el pistolero, a pesar de que ignoraba por completo qué cosa podía ser el tul. A caballo regalado no mires el diente.
—Es cierto que está un poco pálido —observó la mujer uniformada—. Pensé que se mareaba por el vuelo.
—Es solo hambre.
Ella le dedicó una sonrisa profesional.
—Veré qué puedo rescatar.
«¿Rejatar?», pensó el pistolero, azorado. En su propio mundo, rejatar era un verbo del argot que significaba tomar a una mujer por la fuerza. No importa. Le traerían comida. No tenía idea de si se la podría llevar a través de la puerta al cuerpo que tanto la necesitaba, pero cada cosa a su tiempo.
«Rejatar», pensó y Eddie Dean sacudió la cabeza, como si no pudiera creerlo.
Y el pistolero se retiró de nuevo.
SEIS
«Nervios —le aseguró el gran oráculo y eminente yonqui—. Solo nervios. Todo forma parte de la experiencia del pavo frío, hermanito».
Pero si se trataba de nervios, ¿cómo era posible que se sintiera asaltado por aquella extraña somnolencia? Extraña porque hubiera debido estar irritado, pasmado, y sentir los deseos urgentes de retorcerse y rascarse que venían justo antes de las verdaderas sacudidas. Y aunque no estuviera con el «pavo frío» de Henry, quedaba el hecho de que estaba a punto de intentar pasar un kilo de cocaína por la Aduana de Estados Unidos, felonía punible con no menos de diez años de prisión federal. Además, parecía tener repentinos desvanecimientos.
Y aun así, aquella sensación de somnolencia.
Tomó otro sorbo de la bebida, y dejó que se le cerraran los ojos.
«¿Por qué te desmayaste?».
«No me he desmayado, porque si no ella habría ido corriendo a buscar el equipo de emergencia que llevan a bordo».
«Te has quedado en blanco, entonces. Está mal, de todas formas. Nunca te habías quedado en blanco, así, en la vida. Dormitar, sí, quedarte en blanco jamás».
También sentía algo extraño en la mano derecha. Parecía punzarle vagamente, como si se la hubiese golpeado con un martillo.
La flexionó sin abrir los ojos. No hubo dolor. No hubo punzadas. No vio los ojos azules de bombardero. Con respecto a los desvanecimientos, no eran más que una combinación del pavo frío y de lo que el gran oráculo y eminente etcétera sin duda llamaría el Blues del Contrabandista.
«De todas maneras, me voy a dormir —pensó—. ¿Qué te parece eso?».
La cara de Henry se movió a la deriva a su alrededor como un global suelto.
«No te preocupes —decía Henry—. Todo va a salir bien, hermanito. Tomas el avión hasta Nassau y te registras en el Aquinas; ahí te irá a ver un hombre el viernes por la noche. L no de los buenos. Te dará suficiente caballo para pasar el fan de semana. El domingo por la noche te trae la coca y tú das la llave de la caja de seguridad. El lunes por la mañana, haces lo que acostumbres a hacer siempre, tal como dijo Balazar. El tipo este domina, sabe cómo va todo y qué hay que hacer. El lunes al mediodía coges otra vez el avión, y con una carita honesta como la tuya pasarás por la Aduana como la brisa, y antes de que se ponga el sol estaremos comiéndonos un bistec en Sparks. Va a ser como una brisa, hermanito, solo una brisa fresca».
Pero resultó ser una especie de brisa cálida después de todo.
Lo malo entre él y Henry era que parecían Charlie Brown y Lucy. La única diferencia era que de vez en cuando Henry sostenía la pelota para que Eddie pudiera darle, no muy a menudo, pero sí de vez en cuando. Eddie había llegado a pensar, en uno de sus viajes de heroína, que debía escribirle una carta a Charles Schultz.
Querido señor Schultz —le diría—. Creo que sus historietas pierden al hacer que Lucy SIEMPRE saque la pelota en el último segundo. De vez en cuando ella debería dejarla ahí. Nada que Charlie Brown pudiera predecir, comprenda usted. A veces tal vez ella podría dejarla ahí para que él pudiera darle tres, tal vez cuatro veces, una tras otra; luego, no darle durante un mes, luego una vez, y luego nada durante tres o cuatro días, y luego, ya sabe, ya capta la idea. Eso sí que REALMENTE jodería al niño, ¿no cree?
Eddie sabía que aquello le jodería de verdad.
Lo sabía por experiencia.
«Uno de los buenos», había dicho Henry, pero el tipo con acento británico que apareció era un sujeto de piel cetrina, con un bigote fino que parecía sacado de una película de cine negro de los años cuarenta, y dientes amarillos inclinados todos hacia dentro, como los dientes de una trampa de animales muy antigua.
—¿Tiene la llave, sénior? —preguntó. El acento de escuela pública inglesa hizo que sonara como si ya hubiera acabado la secundaria.
—La llave está a salvo —dijo Eddie—, si es a eso a lo que se refiere.
—Entonces, démela.
—No, ese no es el acuerdo. Se supone que usted tiene algo para que yo pase el fin de semana. El domingo por la noche usted me trae algo. Yo le doy la llave. El lunes usted va a la ciudad y la usa para conseguir otra cosa. No sé qué cosa porque no me concierne.
De pronto, en la mano del tipejo de piel cetrina apareció una automática azul pequeña y chata.
—¿Por qué no me da simplemente esa llave, sénior? Me ahorraría tiempo y esfuerzo. Y usted conservaría la vida.
Eddie Dean, yonqui o no, en el fondo era de acero puro. Henry lo sabía; más importante aún, Balazar lo sabía. Por ese motivo lo habían enviado. Casi todos ellos pensaban que había ido porque estaba enganchado hasta el pescuezo. El lo sabía, Henry lo sabía, Balazar también. Pero solo él y Henry sabían que habría ido aunque hubiera estado limpio como vina estaca. Por Henry. Balazar no fue tan lejos en su especulación, pero Balazar podía irse a la mierda.
—Oiga, amigo, ¿por qué no quita esa cosa de en medio? —preguntó Eddie—. ¿O tal vez quiere que Balazar mande a alguien aquí para que le saque los ojos de la cara con un cuchillo oxidado?
El tipejo cetrino sonrió. La pistola desapareció como por arte de magia; en su lugar había un sobrecito pequeño. Se lo tendió a Eddie.
—Solo era una broma.
—Si usted lo dice.
—Hasta el domingo por la noche.
Se volvió hacia la puerta.
—Vale más que espere.
Aquel ser amarillento se volvió otra vez hacia él con las cejas alzadas.
—¿Piensa que si quiero irme no me iré?
—Pienso que si se va y esto es mierda de mala calidad yo me voy mañana. Y si yo me voy mañana, usted va a tener la mierda hasta el cuello.
El amarillento regresó malhumoradamente. Se sentó en el único sillón del cuarto mientras Eddie abría el sobre y derramaba una pequeña cantidad de polvo marrón. Tenía un aspecto pésimo. Miró al sujeto cetrino.
—Ya sé, parece mierda, pero es solamente el corte —dijo él—. Es buena.
Eddie arrancó una hoja de papel del bloc que había sobre el escritorio y separó una pequeña cantidad del montoncito de polvo marrón. La cogió con los dedos y se la frotó en el paladar. Un segundo más tarde escupía en la papelera.
—¿Quiere morir? ¿Es eso? ¿Acaso siente deseos de morir?
—Es lo único que hay. —El cetrino estaba más malhumorado que nunca.
—Tengo un pasaje reservado para mañana —dijo Eddie. Era mentira, pero no pensó que aquel tipejo tuviera recursos para comprobarlo—. TWA. Lo hice por mi cuenta. Por si acaso el contacto resultaba ser un jodido cerdo como usted. No me importa. En realidad va a ser un alivio. No estoy hecho para esta clase de trabajo.
El tipejo cetrino se sentó y caviló. Eddie se sentó y se concentró en no moverse.
Tenía ganas de moverse; tenía ganas de deslizarse y escurrirse, resbalar y sacudirse, patinar y bailotear; rascarse, hacer crujir los nudillos, y poner manos a la obra. Sintió incluso que sus ojos tenían ganas de mirar otra vez la pila de polvo marrón, a pesar de saber que era veneno.
Se había dado un pico a las diez de la mañana; desde entonces había pasado el mismo número de horas.
Pero si hacía alguna de aquellas cosas, la situación cambiaría.
El individuo hacía algo más que cavilar: lo observaba, trataba de calcular si iba en serio.
—Es posible que pueda encontrar algo —dijo por fin.
—¿Por qué no lo intenta? —dijo Eddie—. Pero a las once yo apago la luz y pongo en la puerta el cartel de «NO MOLESTAR» y, si alguien llama después, aviso a conserjería y digo: me están molestando, manden a un tipo de seguridad.
—Es un hijo de puta —afirmó el tipo cetrino con su impecable acento británico.
—No —rectificó Eddie—, una puta es lo que usted esperaba encontrar. Lo siento por usted pero vine con las piernas cerradas. Más vale que venga antes de las once con algo aprovechable (no hace falta que sea extraordinario, solo algo que se pueda usar), o será un cabrón muerto.
SIETE
El sujeto cetrino volvió mucho antes de las once, volvió como a las nueve y media. Eddie supuso que simplemente había dejado el otro caballo en el coche, por si acaso.
Un poco más de polvo esta vez. No era blanco, pero al menos era de color marfil pálido, lo que daba alguna suave esperanza.
Eddie probó. Parecía estar bien. En realidad mejor que bien. Bastante buena. Enrolló un billete y aspiró.
—Bueno, entonces, hasta el domingo —dijo animadamente el tipejo cetrino, poniéndose en pie.
—Espere —dijo Eddie, como si él fuera el de la pistola. En cierto modo lo era. La pistola era Balazar, y era de gran calibre. Emilio Balazar era un pez gordo, un personaje de altos vuelos en el maravilloso mundo de las drogas de Nueva York.
—¿Que espere? —El individuo cetrino se volvió y miró a Eddie como si creyera que estaba loco—. ¿Que espere qué?
—Bueno, en realidad estaba pensando en usted —explicó Eddie—. Si enfermo seriamente por lo que acabo de meterme en el cuerpo, usted está acabado. Si muero, por supuesto que está terminado. Pero estaba pensando que si solo me enfermo un poco, podría llegar a darle otra oportunidad. Ya sabe, como la historia esa del niño que frota una lámpara y obtiene tres deseos.
—Eso no va a hacer que enferme. Es China White.
—Si esto es China White —comentó Eddie—, yo soy Dwight Gooden.
—¿Quién?
—No importa.
El amarillento se sentó. Eddie lo hizo a su vez junto al escritorio de la habitación del hotel con el montoncito de polvo blanco cerca (el D-Con o lo que fuese se había ido por el inodoro hacía rato). En la televisión, los Mets les estaban dando una paliza a los Braves, cortesía de la WTBS y de la gran antena parabólica situada en el tejado del hotel Aquinas. Eddie sintió una leve sensación de calma que parecía venir desde el fondo de su mente… solo que el lugar de donde realmente venía, tal como había leído en las revistas de medicina, era un manojo de cables vivientes ubicado en la base de la columna vertebral, donde se localiza la adicción a la heroína, que produce una dilatación anormal del tronco nervioso.
«¿Quieres una cura rápida? —le había preguntado una vez a Henry—. Rómpete la columna, Henry. Tus piernas dejarán de funcionar, lo mismo que la polla, pero enseguida dejas de necesitar la aguja».
A Henry no le pareció nada gracioso.
La verdad es que a Eddie tampoco le pareció gracioso. Cuando la única forma rápida de librarse del mono que uno lleva aferrado a la espalda y que le pide droga es romperse la espina dorsal por encima de ese manojo de nervios, uno tiene que vérselas con un mono muy pesado. No con un capuchino o el monito mascota de un organillero ambulante, sino con un enorme mandril, viejo y ruin.
Eddie comenzó a sorberse los mocos.
—Muy bien —dijo por fin—. Servirá. Bueno, basura, puede ir desalojando el lugar.
El tipejo cetrino se puso en pie.
—Tengo amigos —dijo—. Podrían venir aquí y hacerle cosas. Entonces suplicará por decirme dónde está esa llave.
—Yo no, tío —dijo Eddie—. Este chico no. —Sonrió. No supo cómo le había salido la sonrisa, pero no debió de ser jovial porque el amarillento desalojó el lugar; lo desalojó rápido y sin mirar hacia atrás.
Cuando Eddie Dean estuvo seguro de que se había ido, cocinó.
Se inyectó.
Durmió.
OCHO
Como dormía ahora.
El pistolero estaba de algún modo dentro de la mente de aquel hombre. Aún ignoraba su nombre porque el sujeto en quien el Prisionero pensaba como «el tipo cetrino» tampoco lo sabía, así que nunca lo dijo. Ahora miró esto como en otra época había visto representar obras de teatro, cuando era niño, antes de que el mundo se moviera. O pensó que así lo miraba, porque lo único que había visto en su vida eran obras de teatro. Si alguna vez hubiera visto una película, habría pensado en estas primero. Todo lo que no vio concretamente pudo arrancarlo de la mente del Prisionero porque las asociaciones eran muy directas. Era curioso lo del hombre, sin embargo. Sabía el nombre del hermano del Prisionero, pero no el suyo. Aunque, por supuesto, los nombres eran algo secreto, lleno de poder.
Y, de las cosas que importaban, ninguna era el nombre del Prisionero. Una era la debilidad de la adicción. Otra era el acero enterrado dentro de esa debilidad, como un arma de buena calidad que se hunde en arena movediza.
Al pistolero este hombre le recordaba dolorosamente a Cuthbert.
Llegaba alguien. El Prisionero, dormido, no lo oyó. El pistolero, en vela, sí que lo oyó y avanzó otra vez.
NUEVE
«Fantástico —pensó Jane—. Me dice que está muerto de hambre; yo le preparo algo porque la verdad es que no está nada mal, y se me queda dormido».
Entonces el pasajero —un tipo alto, como de veinte años, vestido con unos tejanos limpios y ligeramente desteñidos y una camisa estampada— abrió un poco los ojos y le sonrió.
—Gracias, sai —dijo… o algo así. Sonó casi arcaico, o extranjero.
«Habla dormido, eso es todo», pensó Jane. A continuación dijo:
—De nada. —Le dedicó su mejor sonrisa de azafata, segura de que enseguida se dormiría otra vez y de que el sándwich se quedaría allí intacto hasta la hora del servicio de comida.
«Bueno, eso es lo que te enseñaron que pasaba, ¿no es cierto?».
Volvió a la cocina a fumarse un cigarrillo.
Encendió el fósforo, lo alzó a mitad de camino hacia el cigarrillo, y ahí se quedó, inadvertido, porque eso no fue lo único que le enseñaron que pasaba.
Me pareció que no estaba nada mal. Especialmente por los ojos. Los ojos de color avellana.
Pero cuando el hombre del 3A había abierto los ojos un momento antes, no eran de color avellana; eran azules. No de un azul dulce y sexy como el de los ojos de Paul Newman, sino del color de un iceberg. Eran…
—¡Ay!
La llama le había llegado a los dedos. Sacudió el fósforo y lo tiró.
—Jane —inquirió Paula—. ¿Estás bien?
—Bien. Estoy soñando despierta.
Encendió otro fósforo y esta vez hizo las cosas bien. Había dado una sola calada al pitillo cuando se le ocurrió una explicación perfectamente razonable. Llevaba lentes de contacto. Por supuesto. De esas que cambian el color de los ojos. Había ido al retrete. Había estado allí tanto rato como Para que ella se preocupara por si se sentía indispuesto. Tenía la piel pálida y el aspecto de un hombre que no está del todo bien. Pero solo había estado quitándose las lentillas para poder descansar más cómodamente. Perfectamente razonable.
«Puede que perciban algo —habló de pronto una voz de su no tan lejano pasado—. Un ligero cosquilleo. O quizá vean alguna cosa un poco fuera de lugar».
Lentes de contacto de color.
Jane Dorning conocía personalmente a más de dos docenas de personas que llevaban lentes de contacto. La mayoría trabajaba para la compañía aérea. Nadie lo había comentado nunca, pero ella creía que una razón podía ser que todos ellos sentían que a los pasajeros no les gustaría ver personal de vuelo con gafas. Les pondría nerviosos.
De entre todos los que Jane conocía, tal vez cuatro usaban lentes de contacto de color. Las lentillas comunes eran caras; las de color costaban una fortuna. Las personas dispuestas a desembolsar tanto dinero eran mujeres, y todas ellas extremadamente vanidosas.
«¿Y qué? Los tipos también pueden ser vanidosos. ¿Por qué no? Este está muy bien».
No. No tanto. Guapo, tal vez, y basta. Con esa piel tan pálida apenas podría llegar a estar bien, por los pelos. Entonces, ¿por qué lentes de contacto de color?
Los pasajeros de avión suelen tener miedo a volar.
En un mundo donde el secuestro y el tráfico de drogas se han vuelto cotidianos y corrientes, el personal de vuelo suele tener miedo de los pasajeros.
La voz que había iniciado estos pensamientos era la de una instructora de la escuela de azafatas, una vieja arpía endurecida que por su aspecto pudo haber llevado el correo aéreo con Wiley Post.
«No ignoren sus sospechas —decía—. Si se olvidan de todo lo que han aprendido acerca de la posibilidad de vérselas con terroristas potenciales o reales, recuerden esto: no ignoren sus sospechas. Hay casos en que uno se encuentra con una tripulación que después declara que no tenía ni idea de nada hasta que el tipo sacó una granada y dijo que giraran a la izquierda, hacia Cuba, o que todo el mundo en el avión saldría por el chorro del reactor. Pero en la mayor parte de los casos hay dos o tres personas —generalmente auxiliares de vuelo, cosa que ustedes serán en menos de un mes— que dicen haber sentido algo. Un ligero cosquilleo. La sensación de que algo no andaba del todo bien con el hombre del 91C o con la joven del 5A. Sintieron algo pero no hicieron nada. ¿Se los despidió por eso? ¡Cristo, no! No se puede encerrar a un tipo porque a uno no le gusta como se rasca las verrugas. El verdadero problema es que sintieron algo… y lo olvidaron».
La vieja arpía levantaba un dedo categóricamente. Jane Dorning, junto con sus compañeras de clase, la escuchaba arrobada.
«Si sienten ese ligero cosquilleo, no hagan nada… ni siquiera olvidar. Porque siempre existe una pequeña posibilidad de que puedan detener algo antes de que comience… algo como una escala no programada de doce horas en una pista de algún país árabe lleno de mierda».
Solo eran unas lentes de contacto de color, pero… «Gracias, sai».
¿Hablaba dormido? ¿O un salto confuso a otro idioma?
Jane decidió estar atenta.
Y no olvidar.
DIEZ
«Ahora —pensó el pistolero—. Ahora veremos, ¿verdad?».
Había sido capaz de venir desde su mundo y de peñerar en aquel cuerpo a través de la puerta de la playa. Lo que necesitaba averiguar era si podía o no podía regresar con cosas. Oh, él mismo estaba convencido de que podía volver a través de la puerta y reentrar en su cuerpo enfermo y envenenado siempre que quisiera. Pero ¿otras cosas? ¿Objetos? Aquí, por ejemplo, frente a él, había comida: algo que la mujer uniformada había llamado un sándwich de tul. El pistolero no tenía idea de lo que podía ser el tul, pero podía reconocer un popkin en cuanto lo veía, a pesar de que este, curiosamente, estuviera crudo.
Su cuerpo necesitaba comer y necesitaría beber, pero más que cualquiera de estas cosas, su cuerpo necesitaba algún tipo de medicina. Sin ella moriría por la mordedura de la langostruosidad. Era posible que tal medicina existiera en este mundo. En un mundo donde los carruajes recorrían el aire a una altura muy superior a la que el águila más fuerte pudiera volar, cualquier cosa parecía posible. Pero no importaba que pudiera haber medicinas poderosas si no podía llevarse nada a través de la puerta.
«Podrías vivir dentro de este cuerpo, pistolero —le susurró el hombre de negro muy dentro de la cabeza—. Deja ese pedazo de carne que respira, déjalo ahí para las cosas-langosta. De todos modos no es más que una cáscara». No lo haría. Por un lado sería un robo sanguinario, porque no se conformaría mucho tiempo con ser apenas un pasajero, mirando a través de los ojos de aquel hombre como un viajero que mira el paisaje por la ventana de una diligencia.
Por otro lado, él era Roland. Si era preciso morir, intentaría morir como Roland. Y moriría arrastrándose hacia la Torre, si era necesario.
Entonces se afirmó en él aquel severo espíritu práctico que, curiosamente, convivía en su interior junto a lo romántico, como un tigre y una gacela. No era necesario pensar en morir antes de haber hecho el experimento.
Levantó el popkin. Lo habían cortado en dos mitades. Sostuvo una en cada mano. Abrió los ojos del Prisionero y miró a través de ellos. Nadie lo estaba mirando (aunque en la cocina Jane Dorning pensaba en él, y mucho).
Roland volvió hacia la puerta y atravesó el umbral, con las mitades del popkin en las manos.
ONCE
Primero oyó el rugido áspero de una ola que llegaba y luego escuchó la discusión de muchos pájaros marinos posados en las rocas más cercanas, cuando luchaba por quedarse sentado.
«Los cabrones se me están acercando cobarde y sigilosamente —pensó— y pronto me harán pedazos, respire o no. No son más que buitres con una capa de pintura».
Entonces notó que una de las mitades del popkin —la de la mano derecha— se le había caído sobre la gruesa arena gris, porque al atravesar la puerta la sostenía con una mano entera y ahora de aquella mano solo quedaba el cuarenta por ciento. Levantó la comida torpemente y la colocó entre los dedos pulgar y anular, le sacudió toda la arena que pudo y le dio un mordisco tentativo. Un momento más tarde lo estaba devorando, sin notar los pedacitos de arena que se le quedaban entre los dientes. Unos segundos después le prestó atención a la otra mitad. En tres mordiscos había desaparecido.
El pistolero no tenía idea de lo que era el tul, solo sabía que era delicioso. Aquello bastaba.
DOCE
En el avión nadie vio desaparecer el sándwich de atún. Nadie vio que las manos de Eddie agarraban las dos mitades con tanta fuerza que quedó la marca profunda de los pulgares en el pan blanco.
Nadie vio cómo el sándwich palidecía hasta la transparencia y luego desaparecía dejando solo unas pocas migas de pan.
Unos veinte segundos después de que sucediera esto, Jane Dorning apagó el cigarrillo, cruzó hacia la parte delantera de la cabina y sacó un libro de su bolso de viaje, pero lo que realmente quería era echarle otro vistazo al 3A.
Parecía estar profundamente dormido… pero el sándwich había desaparecido.
«¡Dios! —pensó Jane—. No se lo ha comido; se lo ha tragado entero. Y ahora duerme otra vez. ¿Es una broma?».
El cosquilleo que sentía con respecto a 3A, el señor «Ahora avellana / Ahora azules», fuera lo que fuese, seguía acosándola. Había algo raro en él.
Algo.