CAPÍTULO I
LA PUERTA

UNO

Tres. Tal es el número de tu destino.

¿Tres?

Sí, el tres es místico. Tres se yerguen ante el corazón del mantra.

¿Qué tres?

El primero es joven, de oscura cabellera. Está al borde del robo y del asesinato. Un demonio lo ha poseído. El nombre del demonio es HEROÍNA.

¿Qué demonio es ese? No he oído su nombre, ni siquiera en los cuentos de mi niñez.

Intentaba hablar, pero había perdido la voz, la voz del oráculo, Star-Slut, la Puta de los Vientos, ambas habían desaparecido. Vio una carta que descendía flotando de ninguna parte a ninguna parte girando y girando en la perezosa oscuridad. En la carta, un mandril sonreía desde la espalda de un hombre joven de pelo oscuro. Sus dedos, sorprendentemente humanos, estaban enterrados con tal fuerza en el cuello del hombre que las primeras falanges habían desaparecido entre la carne. Al mirar más de cerca, el pistolero vio que el mandril llevaba una fusta en una de aquellas manos predadoras que estrangulaban. El rostro del hombre parecía retorcerse en un horror silencioso.

El Prisionero. El hombre de negro (que antaño fuera un hombre de confianza para el pistolero, un hombre llamado Walter) suspiró burlón:

Un poco molesto, ¿eh? Un poco molesto… un poco molesto… un poco molesto… un poco

DOS

El pistolero se despertó de golpe gesticulando con la mano mutilada, convencido de que en cualquier momento alguna de aquellas monstruosidades con caparazón del mar del Oeste se le echaría encima, preguntando desesperadamente en su idioma extraño al tiempo que le desgajaba el rostro de la cabeza.

Pero fue una gaviota, atraída por el reflejo de la luz del alba en los botones de su camisa, lo que se alejó de él con un graznido asustado.

Roland se incorporó.

La mano latía sin fin, destrozada. Otro tanto ocurría con el pie. Los dedos arrancados insistían en que seguían allí. Había perdido la mitad inferior de la camisa; el resto parecía una túnica desgarrada. Había utilizado un trozo para vendarse la mano y otro para envolver la bota.

«Largaos —dijo a las partes ausentes de su cuerpo—. Largaos. Ahora sois fantasmas. Largaos».

Sirvió de algo. No mucho, pero algo sí. Eran fantasmas, sí, pero fantasmas vivos.

Se comió una rodaja de cecina. Su boca la despreciaba, al igual que el estómago, pero insistió. Una vez que la tuvo dentro, se sintió más fuerte. En cualquier caso, no le quedaba mucha; estaba casi contra las cuerdas.

Había cosas que hacer.

Se levantó con escaso equilibrio y miró alrededor. Los pájaros se lanzaban en picado y se zambullían en el agua, pero parecía que el mundo les pertenecía solo a ellos y a él mismo. Los monstruos habían desaparecido. Tal vez fueran nocturnos, o acaso llegaran con la marea. En aquel momento, daba lo mismo.

El mar era enorme, se encontraba con el horizonte en un punto azul brumoso imposible de determinar. Durante un largo rato, el pistolero olvidó su agonía contemplándolo. Nunca había visto tanta cantidad de agua. Lo había oído en las historias infantiles, claro, y los profesores —al menos, algunos— le habían asegurado que existía, pero ver de verdad aquella inmensidad, aquella agua sorprendente después de años de árida tierra, era algo difícil de asumir. Difícil incluso de ver.

Lo miró durante mucho rato, hipnotizado, obligándose a verlo, olvidando por un momento su dolor y sus dudas. Pero ya había amanecido y tenía cosas que hacer. Buscó la quijada en el bolsillo trasero, poniendo atención en meter solo la palma para evitar que fueran los muñones los que tuvieran que descubrir si todavía estaba allí. Los quejidos de la mano se convirtieron en gritos.

Allí estaba.

Bien.

Lo siguiente.

Se desató torpemente los cintos y los dejó sobre una soleada roca. Sacó los revólveres, abrió las recámaras y sacó las balas que quedaban. Las tiró. Un pájaro que descansaba en la brillante orilla se acercó hasta una de ellas, la agarró con el pico, la soltó y se alejó volando.

Tenía que cuidarse también de los revólveres, incluso antes de comprobar las balas; pero como cualquier pistola sin munición en este mundo o en cualquier otro es poco más que una porra, antes de hacer cualquier cosa apoyó los cintos en el regazo y pasó la mano izquierda con cuidado sobre la piel curtida.

Los dos estaban húmedos desde la hebilla hasta el lugar en el que, si los llevara puestos, cruzarían las caderas. A partir ele ese punto, parecían secos.

Sacó las balas de la zona seca. La mano derecha seguía intentándolo, insistía en olvidar su mutilación a pesar del dolor, y Roland se encontró de nuevo de rodillas, como un perro demasiado estúpido o patoso para caminar. Distraído por el dolor, estuvo a punto de aplastarse la mano un par de veces.

«Preveo graves problemas», pensó de nuevo.

Reunió aquellas balas que aún podían ser útiles en un montón descorazonadoramente pequeño. Veinte, de las cuales algunas fallarían con seguridad. No podía fiarse.

Sacó las demás y formó otro montón con ellas. Treinta y siete.

«Bueno, en cualquier caso, no ibas muy cargado», pensó. Pero calibró la diferencia entre cincuenta y siete balas seguras y las veinte que tal vez tuviera ahora. O diez. O cinco. O una. O ninguna.

Puso las dudosas en otro montón.

Aún le quedaba la cartera. Algo era. Se la puso en el regazo y luego desmontó lentamente los revólveres y cumplió con el ritual de limpiarlos. Cuando acabó, habían pasado dos horas y el dolor era tan intenso que la cabeza le daba vueltas: el mero hecho de pensar se le hacía difícil. Quería dormir. Nunca en su vida lo había deseado tanto. Pero ninguna razón era válida para negarse a cumplir con su obligación.

—Cort —dijo con voz irreconocible. Se echó a reír.

Despacio, muy despacio, montó las armas y las cargó con las balas que podían estar secas. Al acabar, cogió la que estaba construida para su mano izquierda, la amartilló y soltó lentamente el percutor. Quería saber, sí. Quería saber si recibiría una agradable sorpresa cuando apretara el gatillo, o solo uno de aquellos inútiles clics. Pero un clic no significaría nada, mientras que un disparo real no haría más que reducir la cantidad de balas a diecinueve. O a nueve, o a tres. O a ninguna.

Desgarró otro trozo de la camisa, posó en él las balas mojadas y lo ató con la mano izquierda, ayudándose con los dientes. Las metió en la cartera.

«Duerme —le exigía el cuerpo—. Duerme. Ahora tienes que dormir, antes de que oscurezca. No hay nada más. Estás agotado».

Consiguió levantarse y miró arriba y abajo por la playa desierta. Era del color de la ropa interior que no se ha lavado en mucho tiempo, llena de conchas incoloras. De vez en cuando asomaba alguna roca entre la gruesa arena, cubierta de guano, capas amarillas como los dientes viejos tapadas por otras nuevas de color blanco.

La línea de la marea alta estaba marcada por algas secas. Vio pedazos de su bota derecha y las cantimploras cerca de la línea. Le pareció un milagro que la resaca no se hubiera llevado las cantimploras. Con pasos lentos y renqueantes, se acercó hasta allí. Cogió una y la agitó cerca de una oreja. La otra estaba vacía. En aquella quedaba algo de agua. Muchos no hubieran podido distinguir la diferencia, pero el pistolero lo sabía tan bien como una madre puede distinguir a sus dos hijos gemelos. Llevaba mucho, mucho tiempo viajando con aquellas cantimploras. Dentro sonaba el agua. Qué bien; un regalo. La criatura que le había atacado, o cualquier otra, podía haberlas abierto de un picotazo, o con las pinzas. Pero eso no había ocurrido, y la marea las había respetado. No quedaba ni rastro de la criatura, a pesar de que la pelea había terminado más allá de la línea de la marea. Tal vez se la habían llevado otros predadores; acaso sus compañeras le habían organizado un entierro ritual, como hacían los elefaúntes, unas enormes criaturas de las que había oído hablar en su infancia y de las que se decía que enterraban a sus muertos.

Levantó la cantimplora, tragó agua profundamente y sintió que recuperaba algo de fuerza. Por supuesto, la bota derecha estaba destrozada… Pero tuvo alguna esperanza. La parte del pie estaba entera —rasgada, pero entera— y tal vez podría cortar la otra y preparar algo que al menos durase un tiempo.

Le acosaba la debilidad. Luchó contra ella, pero se le plegaban las rodillas y tuvo que sentarse, mordiéndose la lengua.

«No puedes desmayarte —se dijo en un quejido—. No aquí, donde podría volver una bestia de esas esta noche para rematar la faena».

Así que se levantó y se ató la cantimplora vacía a la cintura, pero apenas había recorrido veinte metros hacia el lugar donde había dejado la cartera y las armas cuando volvió a caer, casi desmayado. Allí se quedó un rato, con la mejilla contra la arena, donde el filo de una concha se le clavaba en el mentón, casi haciéndole sangrar. Consiguió beber de la cantimplora y se arrastró hasta el lugar donde se había despertado. Había un árbol de Josué a unos veinte metros, en la ladera. Estaba quemado, pero algo de sombra podría ofrecerle.

Los veinte metros le parecieron veinte kilómetros.

Aun así, subió las pocas posesiones que le quedaban hasta la escasa sombra del árbol. Se tumbó con la cabeza apoyada en la hierba, deslizándose hacia lo que podía ser sueño, inconsciencia o muerte. Miró hacia el cielo y trató de averiguar la hora. No era el mediodía, pero casi debía de serlo, a juzgar por el tamaño de la sombra en que yacía. Aguantó un poco más, el tiempo necesario para girar el brazo derecho y llevarlo hasta los ojos en busca de marcas de infección, de algún veneno que pudiera estar abriéndose camino hacia sus entrañas.

Tenía la palma de la mano de un color rojo apagado. Mala señal.

«Me la casco con la mano izquierda —pensó—. Algo es algo».

Entonces lo invadió la oscuridad y se pasó las siguientes dieciséis horas durmiendo, arrullado por el incesante sonido del mar del Oeste.

TRES

Cuando el pistolero volvió a despertarse, el mar estaba oscuro, pero había una leve luz en el cielo, hacia el este. Se acercaba la mañana. Se incorporó, y le sobrecogieron las náuseas.

Inclinó la cabeza y esperó.

Cuando pasó la debilidad, se miró la mano. Estaba infectada, sí: una línea roja lo delataba, retorciéndose desde la palma hacia la muñeca. Allí paraba, pero ya se podía apreciar el nacimiento de otras que al final llegarían hasta el corazón y lo matarían. Tenía calor, estaba febril.

«Necesito medicinas —pensó—. Pero aquí no hay ninguna».

¿De manera que había llegado hasta allí solo para morir? No moriría. Y si, a pesar de su determinación, no quedaba otro remedio, moriría camino de la Torre.

Eres extraordinario, pistolero —sonó la voz del hombre de negro en su cabeza—. ¡Qué incorregible! ¡Qué romántico en tu estúpida obsesión!

—Jódete —gritó, y bebió un trago. Tampoco le quedaba mucha agua. Tenía todo un mar por delante, y de qué le servía… Agua, agua por todas partes, y nada para beber. Tanto daba.

Cogió los cintos, se los ató (duró tanto el proceso que, cuando acabó, la luz del alba ya se había convertido en prólogo del día), y luego trató de levantarse. No estuvo convencido de poder hacerlo hasta que lo hubo conseguido. Apoyándose en el árbol, cogió la cantimplora casi vacía con el brazo derecho y se la echó a la espalda. Luego, la cartera. Al enderezarse, le entró de nuevo la debilidad y otra vez bajó la cabeza esperando, deseando.

Pasó la debilidad.

Con los pasos temblorosos e inseguros de un hombre en el último estadio de la ebriedad absoluta, el pistolero recorrió el camino de vuelta hacia el pie de la ladera. Se quedó de pie, mirando el océano que parecía vino, y sacó de la cartera la poca cecina que le quedaba. Se comió la mitad, y esta vez tanto la boca como el estómago la aceptaron con mejor reacción. Se dio la vuelta y se comió la otra mitad, mientras contemplaba el sol que se alzaba sobre las montañas donde había muerto Jake; primero, parecía que fuera a tropezar con los crueles picos dentados de los montes, pero luego pasó por encima.

Roland mantuvo el rostro al sol, cerró los ojos y sonrió. Se acabó la cecina.

Pensó: «Bueno, ahora no tengo comida. Y me faltan también dos dedos de una mano y otro de un pie; soy un pistolero cuyas balas no disparan; he sido envenenado por la mordedura de un animal, y no tengo antídotos; con suerte, me queda agua para un día; tal vez sea capaz de caminar unos veinte kilómetros si gasto hasta el último esfuerzo. Soy, en resumen, un hombre que ha llegado al límite en todo».

¿Qué dirección debía tomar? Había llegado desde el este; no podía caminar hacia el oeste, a menos que tuviera los poderes de un santo o de un redentor. Le quedaba el norte o el sur.

Norte.

Esa fue la respuesta de su corazón. No era una pregunta.

Norte.

El pistolero echó a andar.

CUATRO

Caminó durante tres horas. Dos veces cayó, y la segunda no creyó poder levantarse. Entonces llegó hacia él una ola, lo bastante cercana como para que se acordara de sus revólveres, y se levantó casi sin darse cuenta, de pie sobre unas piernas que temblaban como filamentos. Calculó que habría recorrido unos seis kilómetros en aquellas tres horas. Ahora el sol calentaba, pero no tanto como para justificar los estallidos de su cabeza y el sudor que le cubría la frente. Tampoco la brisa marina era tan fuerte como para justificar los repentinos escalofríos que erizaban su piel y le hacían castañetear los dientes.

Fiebre, pistolero —comentó la voz del hombre de negro—. Lo que queda de ti está ardiendo.

Las líneas rojas de la infección eran ya más pronunciadas. Habían recorrido la mitad del camino entre la muñeca y el codo.

Caminó otro kilómetro y medio y agotó el agua de la cantimplora. La ató a la cintura junto a la otra. El paisaje era aburrido y desagradable. A la derecha, el mar; a la izquierda, las montañas. Y, bajo sus botas recortadas, la arena gris poblada de conchas. Las olas iban y venían. Buscó langostruosidades, pero no vio ninguna. Iba de ninguna parte a ninguna parte, un hombre de otro tiempo que, al parecer, había alcanzado el punto del final sin sentido.

Poco antes del mediodía volvió a caerse y supo que no podría levantarse. Así que ese era el lugar. Allí. Después de todo, ese era el final.

A cuatro patas, levantó la cabeza como un luchador atontado. A cierta distancia, tal vez dos kilómetros, tal vez cinco (se hacía difícil calcular las distancias en la playa monótona, con el latido de la fiebre sacándole los ojos de las órbitas), vio algo nuevo. Algo que se sostenía vertical en la playa.

¿Qué era?

(tres)

No importaba.

(tres es el número de tu destino)

El pistolero consiguió levantarse de nuevo. Soltó un gemido, alguna petición que solo oyeron los pájaros que le rodeaban. «Cómo les gustaría arrancarme los ojos —pensó—. Cómo les apetece ese bocado». Siguió caminando, ahora tambaleándose considerablemente dejando tras sus pasos huellas irregulares.

Mantuvo la mirada fija en aquello que se sostenía sobre la playa. Apartó el pelo que le caía sobre los ojos. El sol se encaramó al tejado del cielo, donde pareció quedarse demasiado tiempo. Roland imaginó que estaba de nuevo en el desierto, en algún lugar entre la última cabaña

(la fruta musical cuanta más comes, más resuenas)

y la estación de paso donde el chico

(tu Isaac)

había estado esperando su llegada.

Las rodillas flaqueaban, se tensaban, flaqueaban, se volvían a tensar. Cuando el pelo volvió a caerle sobre los ojos, no se molestó en apartarlo: no le quedaban fuerzas. Miró hacia el objeto, que ahora proyectaba una estrecha sombra hacia la ladera, y siguió caminando.

A pesar de la fiebre, ya podía distinguirlo.

Era una puerta.

A menos de cuatrocientos metros. Las rodillas de Roland volvieron a flaquear, y esta vez no pudo tensarlas. Cayó al suelo, arrastrando la mano derecha por encima de la arena rasposa y de las conchas, los muñones de sus dedos gritando de dolor al arrancarse las costras recientes. Volvía a sangrar.

Se arrastró. Se arrastró con el ritmo constante de las olas del mar del Oeste al romper y retirarse. Se apoyaba en los codos y en las rodillas, con las que marcaba pequeños hoyos por encima de la línea de algas secas de la marea. Supuso que el viento soplaba todavía (tenía que ser así, porque aún le entraban escalofríos), pero el único aire que sonaba era el ronco respirar de sus pulmones.

La puerta estaba más cerca.

Más.

Al final, hacia las tres de aquel día largo y delirante, cuando la sombra ya se extendía larga a la izquierda, la alcanzó. Se sentó y la contempló extrañado.

Mediría unos dos metros de altura y parecía de sólido fustaferro, aunque el árbol de fustaferro más cercano debía de estar a unos mil kilómetros de distancia o más. El pomo parecía de oro y estaba grabado con una filigrana que el pistolero tardó en reconocer: era la cara sonriente del mandril.

No había ninguna cerradura en el pomo, ni encima, ni debajo. La puerta tenía bisagras, pero no estaban ligadas a nada… «O eso parece —pensó el pistolero—. Es un misterio. Un maravilloso misterio. Pero ¿qué más te da? Te estás muriendo. Tu propio misterio, el único que en el fondo preocupa a todo ser, hombre o mujer, esta ya cerca».

Daba lo mismo, parecía una cuestión de importancia.

Aquella puerta. Aquella puerta allí, donde no debería haber ninguna puerta. Estaba simplemente allí, sobre la playa gris, unos seis metros por encima de la línea de la marea, tan eterna en apariencia como el mismo mar, ahora proyectando su escuálida sombra hacia el este a medida que el sol se retiraba.

Escrito en ella con letras negras a dos tercios de su altura, escrito en la Alta Lengua, había dos palabras:

EL PRISIONERO

(Un demonio lo ha poseído. El nombre del demonio es HEROÍNA).

El pistolero oyó un ligero zumbido. Al principio pensó que se trataba del viento, o que el ruido procedía de su mente febril, pero poco a poco se convenció de que era el sonido de un motor… Y procedía del otro lado de la puerta.

«Pues ábrela. No está cerrada. Sabes que no está cerrada».

Sin embargo, se incorporó con torpeza y dio la vuelta hasta la parte trasera de la puerta.

No había parte trasera.

Solo la playa gris que se estiraba. Solo las olas, las conchas, la línea de la marea, las marcas de su propio camino —huellas de las botas y hoyos de los codos—. Volvió a mirar y puso los ojos en blanco. La puerta no estaba allí, pero su sombra sí.

Adelantó la mano derecha (tanto le costaba a la mano aprender su lugar en lo poco que le quedaba de vida). La bajó y levantó la izquierda. Golpeó, esperando encontrar sólida resistencia.

«Si la toco, será como golpear sobre la nada. Eso sería una buena experiencia antes de morir».

La mano solo encontró aire allí donde la puerta, por invisible que fuera, debía estar.

Nada palpable.

Y el ruido de los motores —si realmente había sido eso— va no sonaba. Ahora solo había viento, olas, y el zumbido enfermizo de su mente.

El pistolero volvió despacio al otro lado de aquella inexistencia, empezando a pensar que había sido una alucinación, un…

Se paró.

En un momento había estado mirando hacia el oeste, donde veía solo una ininterrumpida y ondulante extensión gris, y al momento siguiente la visión quedaba cortada por el canto de la puerta. Veía la placa de la cerradura, que también parecía de oro, el pestillo que sobresalía como una lengua de metal. Roland movió la cabeza unos centímetros hacia el norte y la puerta desapareció. Volvió a la posición inicial y allí estaba de nuevo. No aparecía: simplemente, allí estaba.

Acabó de dar la vuelta y se encaró a ella, balanceándose.

Podía rodearla por el lado del mar, pero estaba convencido de que el resultado sería el mismo, solo que esta vez se caería.

«Me pregunto si podría cruzarla desde el lado de la nada».

Ah, había muchas cosas que preguntarse, pero la verdad era simple. Había una puerta en una playa infinita y solo servía para dos cosas: para abrirla, o para dejarla cerrada.

Con cierto sentido del humor, el pistolero se dio cuenta de que a lo mejor no se estaba muriendo todavía. Si no, ¿por qué iba a estar tan asustado?

Alargó la mano izquierda y la posó en el pomo. Ni el frío mortal del metal ni el fino y ardiente calor de las runas grabadas en él le sorprendieron.

Giró el pomo. Tiró, y la puerta se abrió hacia él. Aquello nada tenía que ver con lo que hubiera podido esperar.

El pistolero miró, paralizado, soltó el primer grito de horror de su vida adulta y cerró de un portazo. Aunque no había marco sobre el que dar un portazo, la puerta sonó al cerrarse, provocando la estampida de las aves que se habían quedado mirándole en las rocas.

CINCO

Había visto la Tierra desde una altura imposible en el cielo. Desde kilómetros, según parecía. Había visto las sombras de las nubes que se cernían sobre la Tierra, flotando como en un sueño. Había visto lo que podría ver un águila capaz de volar al triple de la altura normal.

Cruzar aquella puerta implicaría caer gritando durante minutos, para acabar clavado en las profundidades de la tierra.

«No, has visto algo más».

Lo pensó, sentado en la arena como un estúpido, delante de la puerta, con la mano herida en el regazo. Los primeros trazos rojos habían llegado ya por encima del codo. Sin duda, faltaba poco para que la infección afectara al corazón.

En su cabeza sonaba la voz de Cort.

Escuchad, gusanos. Escuchad por vuestras vidas, porque eso es lo que puede significar algún día. Nunca se ve todo lo que se ve. Una de las razones por las que os han enviado a mí es para mostraros lo que no veis en lo que veis, lo que no se ve cuando uno está asustado, o peleando, corriendo, o jodiendo. Nadie ve todo lo que ve, pero antes de convertiros en pistoleros —los que no vayáis al Oeste, claro—, vosotros veréis más en una sola mirada de lo que algunos hombres ven en toda su vida. Y lo que no veáis en esa mirada lo veréis después, en el ojo de la memoria. Eso si vivís lo suficiente para recordar, claro. Porque la diferencia entre ver y no ver puede ser la misma que entre vivir y morir.

Había visto la Tierra desde aquella enorme altura (y era incluso más sorprendente y chocante que la visión del paso del tiempo que había tenido poco antes del final de su encuentro con el hombre de negro, porque esta vez no se trataba de una visión) y la escasa atención que le quedaba había registrado el hecho de que no se trataba de mar ni desierto, sino de algún lugar verde de increíble lujuria y salpicado por agua, que parecía un arroyo, pero…

Qué poco quedó de tu atención… —se burló salvajemente la voz de Cort—. ¡Tú viste más!

Sí.

Había visto blanco.

Bordes blancos.

¡Bravo, Roland! —gritó Cort en su mente, y Roland creyó sentir el tacto de aquella mano dura, callosa. Guiñó un ojo.

Había mirado a través de una ventana.

El pistolero se levantó con esfuerzo, alargó un brazo y notó en la palma fie la mano las líneas ardientes sobre el frío metal. Volvió a abrir la puerta.

SEIS

La vista que esperaba —la Tierra desde una altura horrorosa, inimaginable— había desaparecido. Ahora veía palabras ininteligibles para él. Casi las entendía. Eran como Grandes Letras retorcidas.

Sobre las palabras había un dibujo de un vehículo sin caballos, un carruaje de motor como aquellos que, supuestamente, habían invadido el mundo antes de que se moviera. De repente recordó lo que había dicho el chico, Jake, cuando lo hipnotizó en la estación de paso.

Aquel carruaje sin caballos con una mujer que reía detrás, vestida con pieles, podía ser como el que había atropellado a Jake en su mundo extraño.

«Esto es su mundo», pensó el pistolero.

De pronto, la imagen…

No cambió; se movió. Al pistolero le flaquearon las piernas, sintiendo vértigo y un ataque de náuseas. Las palabras y la visión descendieron y ahora veía un pasillo con una fila doble de asientos a cada lado. Había unos cuantos vacíos, pero la mayoría estaban ocupados por hombres con extraños vestidos. Supuso que serían trajes, pero nunca los había visto así. Y lo que llevaban alrededor del cuello podían ser lazos o corbatas, pero tampoco eran como los que él conocía. Y, hasta donde podía ver, no iban armados. Ningún puñal, ninguna espada… Y mucho menos una pistola. Qué panda de confiados. Algunos leían papeles llenos de palabras pequeñas —rotas de vez en cuando por imágenes—, mientras otros escribían sobre papel con un tipo de plumas que Roland tampoco conocía. Pero las plumas no le preocupaban. El papel sí. En su mundo, el papel y el oro tenían un valor equivalente. No había visto tanto papel en su vida. Incluso en ese mismo momento, un hombre arrancaba una hoja de la libreta amarilla que llevaba en el regazo y la convertía en una bola, a pesar de que solo había escrito por una cara. La enfermedad del pistolero no era tan grave como para evitar que hiciera una mueca de horror y rabia ante un derroche tan insensato.

Detrás de aquel hombre había una pared blanca y una hilera de ventanas. Algunas estaban cubiertas por una especie de persiana, pero a través de las otras se veía el cielo.

Entonces una mujer se acercó a la puerta, vestida con algo que parecía un uniforme pero que también resultaba extraño para Roland. Era de un rojo fuerte y llevaba pantalones. Podía ver la zona donde se juntaban las piernas. Nunca había visto eso en una mujer vestida. Se acercó tanto a la puerta que Roland pensó que la cruzaría y retrocedió un paso, a punto de caer. Lo miró con la solicitud forzada de una mujer que, aun siendo sierva, no tiene más ama que ella misma. Eso al pistolero no le interesaba. Lo que le interesaba era que su expresión no había cambiado. No era lo que se esperaba de una mujer —de cualquiera, en realidad— que viera a un hombre sucio, destrozado y exhausto, con revólveres atados a la cintura, un trapo empapado de sangre alrededor de la mano y unos tejanos que podían haber sido tratados con una sierra.

—¿Le apetece…? —preguntó la mujer de rojo.

Había dicho algo más, pero el pistolero no entendió exactamente lo que significaba. «Comida o bebida», pensó. Aquella tela roja… No era algodón. ¿Seda? Se parecía un poco a la seda, pero…

—Ginebra —contestó una voz, y el pistolero lo entendió. De repente, entendió más cosas.

No era una puerta.

Eran ojos.

Por insensato que pudiera parecer, veía parte de un carruaje que volaba. Estaba mirando a través de los ojos de alguien.

¿De quién?

Pero ya lo sabía. Estaba mirando a través de los ojos del Prisionero.