El tiempo que siguió a esa noche fue para Roland un tiempo quebrado, un tiempo que realmente no existió como tal en absoluto.
Lo único que recordaba era una serie de imágenes, momentos, conversaciones sin contexto; las imágenes pasaban a ráfagas como sotas de un solo ojo, y treses y nueves y la Sangrienta Perra Negra Reina de las Arañas, en una rápida baraja.
Más tarde le preguntó a Eddie cuánto tiempo había durado, pero Eddie tampoco lo sabía. El tiempo había quedado destruido para los dos. No hay tiempo en el infierno, y cada uno de ellos estaba en su propio infierno privado: Roland en el infierno de la fiebre y la infección; Eddie, en el de la abstinencia.
—Fue menos de una semana —dijo Eddie—. Es lo único que sé con seguridad.
—¿Cómo lo sabes?
—Solo había píldoras para una semana. Después de eso, tendrías que hacer una cosa o la otra por ti mismo.
—Curarme o morir.
—Correcto.
se barajan
Cuando el crepúsculo se deslizaba hacia la oscuridad se oyó un disparo, un ruido seco que se recortó contra el inevitable, ineluctable sonido de las rompientes que iban a morir a la playa desolada: ¡KA-BOOM! Huele una bocanada de pólvora.
«Problemas», piensa débilmente el pistolero, y manotea por los revólveres que no están ahí. «Oh, no, es el fin, es…».
Pero se acaba, algo comienza a oler
se barajan
bien en la oscuridad. Algo, después de tocio este largo tiempo seco y oscuro, algo se está cocinando. No es solo el olor.
Oye el chasquido y el crepitar de las ramas, ve el suave resplandor anaranjado de una fogata. Por momentos, según las ráfagas de la brisa del mar, le llega un humo fragante junto con ese otro olor que le hace la boca agua. «Comida —piensa—. Dios mío, ¿tengo hambre? Si tengo hambre es posible que me esté curando».
«Eddie», intenta decir, pero se le ha ido la voz por completo. Le duele la garganta, le duele muchísimo.
«Deberíamos haber traído también un poco de astinas», piensa, y entonces intenta reír: todas las drogas para él, ninguna para Eddie.
Eddie aparece. Tiene un plato de metal, que el pistolero reconocería en cualquier parte: al fin y al cabo, provino de su propia cartera.
Sobre el plato había unos trozos humeantes de carne de un color rosado blancuzco.
«¿Qué?», trata de preguntar, pero solo suena un ruidito flatulento y chillón.
Eddie le lee la pregunta en los labios.
—No sé —le dice molesto—. Lo único que sé es que no me ha matado. Cómelo, maldita sea.
Ve que Eddie está muy pálido, que tiembla, y huele algo proveniente de Eddie que puede ser mierda o muerte, y sabe que Eddie está en muy mal estado. Estira una mano a tientas con la intención de consolarle. Eddie se la rechaza.
—Voy a darte de comer —le dice molesto—. Y no sé por qué coño. Debería matarte. Y te mataría, si no fuera porque creo que si pudiste entrar en mi mundo una vez, tal vez puedas hacerlo de nuevo.
Eddie mira a su alrededor.
—Y si no fuera porque me quedaría solo. Salvo por ellas.
Vuelve a mirar a Roland y un temblor le recorre por entero. Es tan feroz que está a punto de volcar los trozos de carne del plato de hojalata.
Por fin pasa.
—Come, maldita sea.
El pistolero come. La carne es más que regular; la carne es deliciosa. Come tres trozos y luego todo se confunde en un nuevo
se barajan
esfuerzo por hablar, pero lo único que puede hacer es susurrar. La oreja de Eddie está apretada contra sus labios, salvo cuando Eddie atraviesa uno de sus espasmos y un temblor la aleja. Lo dice otra vez.
—Al norte. Al norte… por la playa.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y basta —susurra.
Eddie lo mira.
—Estás loco —le dice.
El pistolero sonríe y trata de desmayarse, pero Eddie lo abofetea con fuerza.
Los ojos azules de Roland se abren de golpe y por un momento se ven tan vivos y eléctricos que Eddie se siente turbado.
Luego sus labios se retiran en una sonrisa que es casi una mueca.
—Sí, puedes irte zumbando —comenta—, pero primero tienes que tomar tu droga. Es la hora. El sol dice que es la hora, en todo caso. Calculo. Nunca fui un boy scout, así que no estoy seguro. Pero creo que está bastante cerca. Abre la boca, Roland. Ábrela mucho para el doctor Eddie, pedazo de cabrón secuestrador.
El pistolero abre la boca como un bebé buscando el pecho. Eddie le pone dos píldoras en la boca y luego le echa agua fresca sin ningún cuidado. Roland piensa que debe de ser de algún arroyo de montaña, en algún lugar al este. Podría ser veneno; Eddie no podría distinguir el agua potable del agua infesta. Por otra parte, el propio Eddie parece estar bien, y además no hay alternativa, ¿verdad? No, no la hay.
Traga, tose y casi se ahoga mientras Eddie lo mira con indiferencia.
Roland se estira hacia él.
Eddie trata de apartarse.
Los ojos de águila del pistolero le dan órdenes.
Roland lo atrae hacia sí, tan cerca que puede oler el hedor de la enfermedad de Eddie y Eddie puede oler el hedor de la suya; la combinación los enferma y los compromete a los dos.
—Aquí solo tenemos dos opciones —susurra Roland—. No sé cómo es en tu mundo, pero aquí solo tenemos dos opciones. Te pones de pie y tal vez vives, o mueres de rodillas con la cabeza baja y el hedor de tus propias axilas en tu nariz. Nada… —reprime la tos—. Nada para mí.
—¿Quién eres? —grita Eddie.
—Tu destino, Eddie —susurra el pistolero.
—¿Por qué no te vas a la mierda y te mueres? —pregunta Eddie. El pistolero trata de hablar, pero antes de que pueda sale flotando mientras las cartas
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¡KA-BOOM!
Roland abre los ojos sobre mil millones de estrellas que giran a través de la oscuridad, y luego los vuelve a cerrar.
No sabe qué está pasando, pero cree que todo está bien.
El mazo aún se mueve, las cartas todavía
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Más pedazos de carne dulce y sabrosa. Se siente mejor. Eddie también tiene mejor aspecto. Pero al mismo tiempo se le ve preocupado.
—Se están acercando —dice—. Podrán ser feas pero no son completamente estúpidas. Saben lo que he hecho. De algún modo lo saben, y no lo entienden. Cada noche se acercan un poco más. Sería una buena idea avanzar un poco cuando amanezca, si tú puedes. Si no, tal vez sea el último amanecer que veamos jamás.
—¿Qué? —No es exactamente un susurro sino una ronquera localizada en algún lugar entre el susurro y el verdadero discurso.
—Ellas —dice Eddie, y señala hacia la playa—. Pica chica, toma choma y toda esa mierda. Creo que son como nosotros, Roland, les gusta comer, pero no les entusiasma el hecho de ser comidos.
De pronto, en un estallido extremo de horror, Roland entiende qué eran los trozos de carne blanco-rosada con que Eddie lo ha alimentado. No puede hablar; la revulsión le roba la poca voz que había logrado recuperar. Pero Eddie ve en su cara todo lo que quiere decir.
—¿Qué creías que estaba haciendo? —casi gruñe—. ¿Creías que hacía el pedido a La Langosta Roja?
—Son venenosas —susurra Roland—. Por eso…
—Sí, por eso estás fuera de combate. Lo que estoy tratando de evitar, Roland, amigo mío, es que además te conviertas en su primer plato. En cuanto al veneno, las serpientes de cascabel son venenosas, sí, pero la gente se las come. Las serpientes de cascabel saben realmente bien. Parecen pollo. Lo leí en alguna parte. A mí me parecían langostas, así que decidí hacer la prueba. ¿Qué otra cosa podíamos comer? ¿Mierda? Le disparé a una de esas cabronas y la cociné hasta sacarle el vivo espíritu de Jesucristo. No había nada más. Y en realidad, están bastante ricas. Mato una cada noche en cuanto el sol comienza a bajar. No están verdaderamente vivas hasta que se hace oscuro por completo. Nunca vi que rechazaras la carne.
Eddie sonríe.
—Me gusta pensar que tal vez le di a una de las que se comieron a Jack. Me gusta pensar que me estoy comiendo esa bala perdida. Es como si me aliviara la mente, ¿sabes?
—Una de ellas también se comió una parte de mí —murmura roncamente el pistolero—. Dos dedos de una mano un dedo de un pie.
—Eso también es agradable. —Eddie sigue sonriendo. Su rostro está pálido, como el de un tiburón… pero parte de su aspecto enfermizo ha desaparecido, y el olor a mierda y muerte que lo rodeaba como una mortaja parece estar evaporándose.
—Vete a la mierda —murmura el pistolero.
—¡Roland muestra un destello de espíritu! —grita Eddie—. ¡Tal vez no te vayas a morir después de todo! ¡Tesohhro! ¡Eso es maravissshoso!
—Vivir —dice Roland. La ronquera se ha convertido nuevamente en un susurro. Los anzuelos de pesca vuelven a su garganta.
—¿Sí? —Eddie lo mira, luego asiente con la cabeza y responde a su propia pregunta—. Sí. Creo que estás decidido. Una vez pensé que te ibas y otra vez pensé que te habías ido. Ahora parece que estás mejorando. Los antibióticos ayudan, supongo, pero creo que principalmente te estás izando a ti mismo. ¿Para qué? ¿Por qué coño tratas con tanto empeño de mantenerte vivo en esta playa de mala muerte?
Torre, dibuja con la boca, porque ahora ni siquiera puede lograr un graznido.
—Tú y tu jodida Torre —contesta Eddie. Comienza a volverse para irse pero se queda, sorprendido, cuando la mano de Roland le aferra el brazo como una tenaza.
Se miran a los ojos el uno al otro y Eddie dice:
—Está bien. ¡Está bien!
Al norte, articula Roland con los labios. Al norte, te dije. ¿Le dijo eso? Eso cree, pero se ha perdido. Perdido en la baraja.
—¿Cómo lo sabes? —le grita de repente Eddie con frustración. Levanta los puños como para pegarle, luego los baja.
«Simplemente lo sé, así que ¿por qué me haces perder tiempo y energía con preguntas tontas?», quiere replicar, Pero antes de que pueda hacerlo las cartas
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lo llevan a rastras, golpea y rebota, su cabeza oscila indefensa a un lado y al otro, atado con sus propios cintos a una especie de rara camilla, y puede oír a Eddie Dean cantando una canción que le resulta tan extrañamente conocida que al principio cree que debe de ser un sueño delirante:
—Heyy Jude… Don't make it bad… take a saaad song… and make it better…
«¿Dónde oíste eso? —quiere preguntarle—. ¿Me lo has oído cantar a mí? Y ¿dónde estamos?».
Pero antes de que pueda preguntar nada
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«Cort le habría dado al chico un golpe en la cabeza si hubiera visto este artilugio», piensa Roland cuando mira la camilla sobre la que ha pasado el día, y se echa a reír. No es lo que podría llamarse una risa. Suena como una de esas olas que dejan sobre la playa su carga de piedras. No sabe qué distancia han avanzado, pero es lo bastante lejos como para que Eddie esté completamente exhausto. Está sentado sobre una roca bajo la luz que se alarga, con uno de los revólveres del pistolero en su regazo y a un costado una cantimplora de agua a medio llenar. Hay un pequeño bulto en el bolsillo de su camisa. Son las balas de la parte posterior de los cintos, la provisión cada vez más escasa de balas «buenas». Eddie las había atado en un trozo de su propia camisa. La razón principal por la que la provisión de balas «buenas» se reduce a tanta velocidad es que una de cada cuatro o cinco también resulta fallida.
Eddie, que estaba casi cabeceando, levanta ahora la mirada.
—¿De qué te ríes? —pregunta.
El pistolero le quita importancia con un gesto y sacude la cabeza. Porque se da cuenta de que está equivocado. Cort no le hubiera dado un golpe a Eddie por la camilla, aun cuando era una extraña cosa medio coja. Roland piensa que era posible incluso que Cort gruñera alguna palabra de felicitación: una rareza tan grande que el propio muchacho a quien esto sucedía difícilmente sabía nunca qué responder; quedaba boqueando como un pescado recién sacado del barril de un cocinero.
Los soportes principales eran dos ramas de álamo de aproximadamente el mismo largo y espesor. Derribadas por el viento, supuso el pistolero. Había usado ramas más pequeñas como soportes, y las había atado a los soportes principales con una loca conglomeración de cosas: cintos, la cinta adhesiva que había sujetado las bolsas de hierba del diablo a su pecho, incluso la correa de cuero sin curtir del sombrero del pistolero y los cordones de las propias zapatillas de Eddie. Sobre los soportes había tendido la bolsa de dormir del pistolero.
Cort no le hubiera pegado porque, aun enfermo como estaba, Eddie hizo más que quedarse en cuclillas y lamentarse de su destino. Había hecho algo. Lo había intentado.
Y Cort pudo haberle dedicado uno de sus abruptos cumplidos casi a regañadientes porque, por loca que pareciera, la cosa funcionaba. Lo demostraban las largas huellas que se extendían por la playa hasta un punto donde parecían juntarse en la tangente de la perspectiva.
—¿Ves alguna? —pregunta Eddie. El sol está bajando y abre un sendero anaranjado a través del agua, así que el pistolero calcula que esta vez estuvo inconsciente más de seis horas. Se siente más fuerte. Se incorpora y mira hacia el agua. Ni la playa ni la tierra que se desliza hacia las laderas occidentales de las montañas, hacia el oeste, han cambiado demasiado; puede ver pequeñas variaciones en el Paisaje y detritos (una gaviota muerta, por ejemplo, que yace a unos veinte metros a la izquierda y como treinta más cerca del agua, en medio de un montoncito de plumas), pero aparte de eso podrían muy bien estar en el mismo lugar de donde partieron.
—No —dice el pistolero. Y luego—: Sí. Hay una.
Señala. Eddie entrecierra los ojos y luego asiente. A medida que el sol se hunde y el sendero anaranjado comienza a parecerse cada vez más a la sangre, la primera de las langostruosidades sale tambaleante de las olas y comienza a arrastrarse por la playa.
Dos de ellas corren torpemente hacia la gaviota muerta. La ganadora le pega un zarpazo, la desgarra y comienza a engullir los restos en putrefacción.
—¿Pica chica? —pregunta.
—¿Toca choma? —responde la perdedora—. ¿Tela ch…?
¡KA-BOOM!
El revólver de Roland pone fin a las preguntas de la segunda criatura. Eddie camina hacia ella y la aferra por el dorso, mientras lo hace mantiene un ojo muy atento a su compañera. La otra no presenta problemas, sin embargo; está ocupada con la gaviota. Eddie trae de vuelta su presa. Todavía se retuerce, alza y baja las pinzas, pero muy pronto deja de moverse. La cola se arquea por última vez, y luego, en lugar de flexionarse hacia abajo, simplemente cae Las pinzas de boxeador cuelgan inermes.
—Pronto e'tará li'ta la cena, patlón —dice Eddie—. Puede elegir: filete de bicho rastrero o filete de bicho rastrero. ¿Qué le apetece más, patlón?
—No te entiendo —contesta el pistolero.
—Claro que me entiendes —insiste Eddie—. Es solo que no tienes ningún sentido del humor. ¿Qué has hecho con él?
—Supongo que me lo volaron de un tiro en una u otra guerra.
Eddie sonríe ante esto.
—Esta noche sueñas y pareces un poco más vivo, Roland.
—Lo estoy, creo.
—Bueno, mañana tal vez puedas caminar un rato. Voy a decírtelo muy francamente, amigo mío, estoy un poco harto de arrastrarte.
—Lo intentaré.
—Sí, inténtalo.
—Tú también pareces un poco mejor —arriesga Roland. Su voz se quiebra en las dos últimas palabras como la de un muchachito. «Si no dejo pronto de hablar —piensa—, no podré volver a hablar en absoluto».
—Supongo que viviré. —Mira a Roland inexpresivo—. Nunca sabrás, sin embargo, qué cerca estuve un par de veces. Una vez tomé uno de tus revólveres y me lo puse contra la cabeza. Lo amartillé, lo dejé un rato ahí, contra mi cabeza, y luego lo retiré. Solté el percutor y volví a meterlo en la funda. Otra noche tuve una convulsión. Creo que fue la segunda noche, pero no estoy seguro. —Sacude la cabeza y dice algo que el pistolero entiende y no entiende al mismo tiempo—. Ahora Michigan me parece un sueño.
A pesar de que su voz se ha convertido de nuevo en un ronco murmullo, y aunque sabe que no debería hablar, hay algo que el pistolero quiere saber.
—¿Qué te impidió apretar el gatillo?
—Bueno, este es mi único par de pantalones —explica Eddie—. En el último instante pensé que si apretaba el gatillo y era una de esas balas inútiles, nunca tendría agallas para hacerlo otra vez… y si uno se caga en los pantalones tiene que lavarlos inmediatamente o vivir con ese olor apestoso para siempre. Eso me lo dijo Henry. Me dijo que aprendió en Nam. Y como era de noche, y ya había salido Lester la Langosta, sin mencionar a todas sus amigas…
Pero el pistolero se ríe, se ríe mucho, aunque en realidad solo ocasionalmente sale de sus labios un sonido quebrado. Eddie mismo, sonriendo un poco, dice:
—Es posible que en aquella guerra solo te volaran tu sentido del humor hasta el codo. —Se pone de pie, y Roland supone que piensa subir la cuesta hacia donde haya combustible para un fuego.
—Espera —susurra, y Eddie lo mira—. ¿Por qué, realmente?
—Supongo que fue porque me necesitabas. Si yo me hubiera matado, tú habrías muerto. Más adelante, cuando tú vuelvas a estar realmente bien, es posible que reexamine mis opciones. —Mira a su alrededor y suspira profundamente—. Tal vez haya una Disneylandia o un Coney Island en alguna parte de tu mundo, Roland, pero lo que he visto hasta ahora francamente no me interesa mucho.
Comienza a alejarse, se detiene y se vuelve para mirar otra vez a Roland.
Su rostro está sombrío, aunque parte de la enfermiza palidez ha desaparecido. Las sacudidas ya no son más que temblores ocasionales.
—A veces realmente no me comprendes, ¿verdad?
—No —susurra el pistolero—. A veces no te comprendo.
—Entonces voy a explicártelo. Hay personas que necesitan personas que las necesiten. La razón por la que no me comprendes es que tú no eres de esos. Tú me usarías y luego me tirarías a la basura como una bolsa de papel si fuera necesario. Dios se ha cagado en tu alma, amigo mío. Solo que tú eres suficientemente inteligente como para que eso te duela y suficientemente duro para seguir adelante y hacerlo de todas maneras. No serías capaz de evitarlo. Si yo estuviera tendido en la playa y pidiera ayuda a gritos, tú me pasarías por encima si yo estuviera entre tú y tu condenada Torre. ¿No estoy bastante cerca de la verdad?
Roland no dice nada, solo observa a Eddie.
—Pero no todo el mundo es así. Hay personas que necesitan personas que las necesiten. Como la canción de Barbra Streisand. Trillado, pero cierto. No es más que otra forma de estar enganchado a algo.
Eddie lo mira fijamente.
—Pero cuando se trata de eso, tú estás limpio, ¿no es cierto?
Roland lo observa.
—Salvo por tu Torre. —Eddie lanza una risita corta—. Eres un yonqui, Roland. Un drogadicto de la Torre.
—¿En qué guerra fue? —susurra Roland.
—¿Qué cosa?
—La guerra en la que te volaron de un tiro el sentido de la nobleza y los propósitos.
Eddie retrocede como si Roland le hubiera pegado una bofetada.
—Voy a buscar un poco de agua —dice bruscamente—. Vigila esos bichos rastreros. Hoy hemos avanzado bastante, pero todavía no sé si se hablan entre ellos o no.
Entonces se aparta, pero no antes de que Roland haya visto los últimos rayos rojos del crepúsculo reflejados en sus mejillas mojadas.
Roland se vuelve hacia la playa y vigila. Las langostruosidades se arrastran y preguntan, preguntan y se arrastran, Pero ambas actividades al parecer carecen de propósito: Poseen alguna inteligencia, pero no la suficiente como para Pasar información a otras de su especie.
«Dios no siempre te la da en la cara —piensa Roland—. La mayor parte de las veces sí, pero no siempre».
Eddie vuelve con leña.
—¿Y bien? —pregunta—. ¿Qué piensas?
—Estamos bien —grazna el pistolero, y Eddie comienza a decir algo, pero ahora el pistolero está cansado y yace de espaldas y mira las primeras estrellas que espían a través de la bóveda violeta del cielo y
se barajan
en los tres días siguientes el pistolero fue recuperando de manera constante la salud. Las líneas rojas que trepaban por sus brazos revirtieron su dirección primero, luego se decoloraron y por fin desaparecieron. Al día siguiente por momentos caminó y por momentos dejó que Eddie lo arrastrara. El día después no necesitó en absoluto que Eddie lo arrastrara; cada una o dos horas, simplemente se sentaban un rato hasta que se le iba la sensación acuosa de las piernas. Durante esos descansos, en esos ratos después de cenar pero antes de que el fuego se terminara de consumir y ellos se fueran a dormir, el pistolero oía acerca de Henry y Eddie. Recordó haberse preguntado qué había sucedido para hacer esa hermandad tan dificultosa, pero una vez que Eddie hubo comenzado, entrecortadamente y con esa suerte de ira resentida que procede del dolor más profundo, el pistolero pudo haberlo detenido, pudo haberle dicho: «No te molestes, Eddie. Lo comprendo todo».
Solo que eso no hubiera ayudado a Eddie. Eddie no hablaba para ayudar a Henry, porque Henry estaba muerto. Hablaba para enterrar a Henry definitivamente. Y para recordarse a sí mismo que, a pesar de que Henry estaba muerto, él, Eddie, no lo estaba.
De manera que el pistolero escuchaba y nada decía.
La esencia era simple: Eddie creía que había robado la vida de su hermano. Henry también lo creía. Henry pudo haberlo creído por sí mismo, o pudo creerlo por la frecuencia con que oía a su madre sermonear a Eddie acerca de cuánto se habían sacrificado por él Henry y ella, para que Eddie pudiera estar lo más a salvo que se pudiera estar en esta jungla de ciudad, para que Eddie fuera feliz, tan feliz como se pudiera ser en esta jungla de ciudad para que no terminara como su pobre hermana, a quien él apenas podía recordar pero que había sido tan hermosa, Dios la bendiga. Ella estaba con los ángeles, y sin duda ese era un lugar maravilloso, pero ella no quería que Eddie estuviera con los ángeles todavía, atropellado por un conductor borracho en la carretera como su hermana, o rajado por un yonqui loco por los veinticinco centavos que tuviera en el bolsillo y dejado ahí con las entrañas desparramadas por toda la acera, y como no creía que Eddie quisiera estar todavía con los ángeles, era mejor que escuchara lo que le decía su hermano mayor y que hiciera lo que le ordenaba su hermano mayor y que siempre recordara que Henry estaba haciendo un sacrificio de amor.
Eddie le dijo al pistolero que dudaba de que su madre supiera algunas de las cosas que ellos dos habían hecho, robar libros de historietas del quiosco de caramelos de Rincón Avenue, o fumar cigarrillos detrás de la fábrica Bonded Electroplate de Cohoes Street.
Una vez vieron un Chevrolet con las llaves puestas, y a pesar de que Henry apenas sabía conducir —tenía entonces dieciséis años, Eddie ocho— había metido a su hermano dentro del coche y le había dicho que se iban al centro de Nueva York. Eddie estaba asustado, lloraba; Henry también estaba asustado y furioso con Eddie, le decía que se callara, le decía que dejara de comportarse como un puto bebé, él tenía diez pavos y Eddie tenía tres o cuatro, podían ir al cine todo el puto día y luego tomar el tren a Pelham y estar de vuelta antes de que su madre tuviera tiempo de servir la cena y preguntarse dónde estaban. Pero Eddie seguía llorando, y cerca del Puente Queensboro vieron un coche policial sobre una calle lateral, y aunque Eddie estaba bastante seguro de que el policía del coche ni siquiera había mirado hacia ellos, Eddie dijo que sí cuando Henry le preguntó en un tono ronco y ahogado si creía que el macho los había visto… Henry se puso blanco y frenó con tanta rapidez que estuvo a punto de amputar una bomba de agua para incendios. Salió corriendo por la acera mientras Eddie, ahora él mismo en pánico, seguía luchando con la manija de la puerta, con la que no estaba familiarizado. Henry se detuvo, volvió y sacó a Eddie del coche en volandas. También le pegó dos bofetadas. Luego caminaron —bueno, en realidad se escabulleron— todo el camino de regreso hasta Brooklyn. Les tomó la mayor parte del día, y cuando su madre les preguntó por qué parecían tan agitados y sudados y cansados, Henry dijo que había pasado la mayor parte del día enseñándole a Eddie a hacer ciertas jugadas de baloncesto en la cancha que estaba a la vuelta de la esquina. Luego vinieron unos chicos grandes y tuvieron que salir corriendo. Su madre besó a Henry y miró resplandeciente a Eddie. Le preguntó si no tenía el mejor hermano mayor del mundo. Eddie estuvo de acuerdo con ella. En esto también era sincero. Pensaba que lo era.
—Ese día él estaba tan asustado como yo —le explicó Eddie a Roland, mientras estaban sentados contemplando el final del día desvaneciéndose en el agua, que pronto solo reflejaría la luz de las estrellas—. Más asustado todavía, en realidad, porque él creía que el poli nos había visto y yo sabía que no. Por eso corrió. Pero volvió. Esa es la parte importante. Volvió.
Roland no dijo nada.
—Comprendes eso, ¿verdad? —Eddie miraba a Roland con ojos violentos e inquisitivos.
—Comprendo.
—Siempre estaba asustado, pero siempre volvía.
Roland pensó que habría sido mejor para Eddie, a la larga mejor para los dos tal vez, si Henry hubiera seguido corriendo ese día… o cualquier otro día. Pero la gente como Henry nunca hacía eso. La gente como Henry siempre volvía, porque la gente como Henry sabía cómo usar la confianza. Era lo único que la gente como Henry sabía positivamente cómo usar. Primero transformaban la confianza en necesidad, luego transformaban la necesidad en una droga y, una vez hecho esto, se convertían en… ¿Qué palabra había usado Eddie? Camellos, sí, eso era.
—Creo que me voy a dormir —dijo el pistolero.
Al día siguiente Eddie continuó, pero Roland ya lo sabía todo. Henry no había practicado deportes en la escuela porque no podía quedarse después de clase para entrenarse. Henry tenía que cuidar a Eddie. El hecho de que Henry fuera desgarbado y poco coordinado y que tampoco le interesaran mucho los deportes en primer lugar no tenía nada que ver con el asunto, por supuesto; Henry hubiera sido un magnífico lanzador en béisbol o una estrella del baloncesto, les aseguraba su madre una y otra vez. Henry sacaba malas notas y tuvo que repetir bastantes asignaturas, pero eso no era porque Henry fuera estúpido; Henry y la señora Dean sabían que Henry tenía todas las luces. Pero el tiempo que tenía que pasar estudiando o haciendo sus tareas, Henry lo ocupaba cuidando a Eddie (el hecho de que usualmente esto sucediera en la sala de los Dean, con los dos chicos despatarrados en el sofá mirando la televisión o Peleándose en el piso parecía no importar). Las malas notas significaban que Henry no podía ser aceptado en ninguna parte más que en la Universidad de Nueva York, y no se lo podían permitir, porque las malas notas excluían toda posibilidad de becas, y luego Henry fue reclutado y luego vino Vietnam, donde a Henry le volaron casi toda la rodilla, y el dolor era terrible, y la droga que le dieron para el dolor tenía una fuerte base de morfina, y cuando estuvo mejor lo desintoxicaron de la droga, solo que no hicieron un trabajo muy bueno porque cuando volvió a Nueva York todavía tenía la adicción como un mono trepado a su espalda, un mono hambriento que esperaba ser alimentado, y después de uno o dos meses fue a ver a un hombre, y fue como cuatro meses más tarde, menos de un mes después de que su madre muriera, cuando Eddie vio por primera vez a su hermano aspirar un polvo blanco de un espejo. Eddie supuso que era coca. Resultó ser heroína. Y si uno se remontaba hasta el principio de todo, ¿de quién era la culpa?
Roland no dijo nada, pero oyó la voz de Cort en su mente: La culpa siempre está en el mismo lugar, mis recatados niñitos. Con el que es tan débil como para asumirla.
Cuando descubrió la verdad, Eddie se sintió escandalizado, y luego furioso. La respuesta de Henry no fue la promesa de dejar la droga, sino decirle que no lo culpaba por estar furioso, sabía que Nam lo había convertido en una inútil bolsa de mierda, que era débil, que se iría, eso sería lo mejor. Eddie tenía razón, lo último que necesitaba era un inmundo yonqui alrededor que convirtiera el lugar en una pocilga. Solo esperaba que Eddie no lo culpara demasiado. Había sido débil, lo admitía; algo en Nam lo había vuelto débil, lo había podrido del mismo modo en que la humedad pudría los cordones de las zapatillas y la goma de los calzoncillos. En Nam también había algo que aparentemente le pudría a uno el corazón, le había dicho Henry entre lágrimas. Solo esperaba que Eddie recordara todos los años en que había tratado de ser fuerte.
Por Eddie.
Por mamá.
Así que Henry trató de irse. Y Eddie, por supuesto, no pudo dejarlo ir. Eddie estaba consumido por la culpa. Eddie vio el horror cruzado de cicatrices que una vez había sido una pierna sin marcas, una rodilla que ahora era más teflón que hueso. Tuvieron un encontronazo a gritos en el vestíbulo, Henry con sus viejos pantalones caqui, con su mochila preparada en una mano y aros de color púrpura debajo de los ojos, Eddie con nada encima más que un par de calzoncillos amarillentos, y Henry le decía «No me necesitas dando vueltas por aquí, Eddie, soy veneno para ti y tú lo sabes», y Eddie le gritaba «Tú no te vas a ninguna parte, vuelve a meter el culo en casa», y así siguió hasta que la señora McGursky salió de su casa y chilló: «Vete o quédate, a mí me da lo mismo, pero más vale que te decidas rápido en uno u otro sentido porque si no voy a llamar a la policía». La señora McGursky parecía dispuesta a agregar más admoniciones, pero justo en ese momento advirtió que no tenía puesto nada más que unos calzoncillos. Agregó: «¡Y eres indecente, Eddie Dean!» antes de volver a meterse en su casa. Era como mirar una caja de sorpresas del lado del revés. Eddie miró a Henry. Henry miró a Eddie. «Es como un angelito con unos kilos de más», dijo Henry en voz baja, y entonces comenzaron a aullar de risa, se abrazaban y se daban golpes mutuamente y Henry volvió a entrar y como dos semanas más tarde Eddie también estaba aspirando la cosa y no podía entender por qué coño había hecho tanto lío al respecto, después de todo, solo era aspirar, mierda, eso te sacaba, y como Henry (en quien Eddie con el tiempo llegaría a pensar como el gran sabio y eminente yonqui) decía, en un mundo que claramente se iba al infierno, ¿que tenía de malo darse un pequeño viaje?
Pasó el tiempo. Eddie no sabía cuánto. El pistolero no preguntó. Suponía que Eddie sabía que para darse un viaje hay mil excusas, aunque no razones, y que había logrado controlar su hábito bastante bien. Y que Henry se las había arreglado para controlar el suyo. No tan bien como Eddie, pero lo suficiente como para no desbocarse por completo. Porque, comprendiera Eddie la verdad o no (muy profundamente Roland creía que sí), Henry debió haberla comprendido: sus posiciones se habían invertido. Ahora era Eddie el que sostenía la mano de Henry para cruzar la calle.
Llegó el día en que Eddie pescó a Henry ya no aspirando caballo sino metiéndoselo en la piel. Se produjo otra histérica discusión, casi una repetición exacta de la primera, solo que esta vez fue en el dormitorio de Henry. Terminó casi exactamente de la misma manera. Henry lloraba y ofrecía esa implacable, indiscutible defensa que era la rendición absoluta, la admisión última: Eddie tenía razón, no merecía vivir, no merecía comer la basura de las aceras. Se iría. Eddie no tendría que volver a verlo jamás. Solo esperaba que él recordara todos los…
Se fundió en un murmullo que no era muy diferente del sonido pedregoso de las olas al romper. Roland conocía la historia y no dijo nada. Era Eddie quien no conocía la historia, un Eddie que tenía la cabeza verdaderamente clara por primera vez en diez años, quizá, o más. Eddie no le contaba la historia a Roland; Eddie por fin se contaba la historia a sí mismo.
Eso estaba bien. Hasta donde el pistolero pudiera ver, tenían todo el tiempo del mundo. Hablar era una manera de pasarlo.
Eddie dijo que lo torturaba la rodilla de Henry, la retorcida cicatriz que subía y bajaba por su pierna (por supuesto ahora estaba completamente curado, Henry apenas cojeaba siquiera… salvo cuando él y Eddie se peleaban; entonces la cojera siempre parecía empeorar); le torturaba la idea de todas las cosas que Henry tuvo que dejar por él, y le torturaba algo mucho más pragmático: Henry no hubiera durado en las calles. Hubiera sido como un conejo al que dejan suelto en medio de una selva llena de tigres. Librado a sí mismo, Henry acabaría en la cárcel o en el Hospital Bellevue antes de que terminara la semana.
Así que suplicó, y Henry por fin le hizo el favor de aceptar y quedarse ahí, y seis meses después de eso Eddie también tenía un brazo de oro. A partir de ese momento las cosas comenzaron a moverse en la constante e inevitable espiral descendente que terminó con el viaje de Eddie a las Bahamas y la súbita intervención de Roland en su vida.
Otro hombre, menos pragmático y más introspectivo que Roland, pudo haberse preguntado (a sí mismo, si no en voz alta): «¿Por qué este? ¿Por qué este hombre para empezar? ¿Por qué un hombre que parece prometer debilidad o extrañeza o incluso absoluta perdición?».
El pistolero no solo nunca hizo la pregunta; ni siquiera se la formuló mentalmente. Cuthbert hubiera preguntado. Cuthbert lo había preguntado todo, se había envenenado con preguntas, había muerto con una en la boca. Ahora se habían ido, todos. Los últimos pistoleros de Cort, los trece supervivientes de una clase que había comenzado siendo de cincuenta y seis, estaban todos muertos. Todos huertos salvo Roland. Él era el último pistolero y avanzaba sin cesar y sin cejar en un mundo que se había vuelto rancio, estéril y vacío.
«Trece», recordaba que dijo Cort el día anterior a las
Ceremonias de Presentación. «Es un número del mal». Y al día siguiente, por primera vez en treinta años, Cort no estuvo presente en las Ceremonias. Su carnada final de pupilos había ido a su cabaña para arrodillarse primero a sus pies y presentarle sus nucas indefensas, para levantarse luego y recibir su beso de felicitación y permitirle que cargara sus armas por primera vez. Nueve semanas más tarde, Cort estaba muerto. Veneno, dijo alguien. Dos años después de su muerte, la sangrienta guerra civil había comenzado. La roja carnicería había alcanzado el último bastión de la civilización, la luz y la cordura, y se había llevado lo que todos ellos habían creído tan fuerte con la facilidad con que una ola se lleva el castillo de arena de un niño.
De modo que él era el último, y había sobrevivido tal vez porque el oscuro romanticismo de su naturaleza era superado por su carácter práctico y simple. Él comprendía que solo había tres cosas importantes: la mortalidad, el ka y la Torre.
Eran suficientes cosas en qué pensar.
Eddie concluyó su relato alrededor de las cuatro del tercer día de su travesía hacia el norte por la desdibujada playa. La playa en sí misma nunca parecía cambiar. Si se buscaba algún signo de avance, solo podía obtenerse mirando a la izquierda, al este. Ahí los picos serrados de las montañas habían comenzado a suavizarse y declinar un poco. Era posible que, de avanzar lo suficiente hacia el norte, las montañas se convirtieran en suaves colinas.
Una vez contada su historia, Eddie cayó en el silencio y caminaron sin hablar durante media hora o más. Eddie le echaba de vez en cuando una rápida mirada. Roland sabía que Eddie no se daba cuenta de que él advertía esas miradas; todavía estaba demasiado dentro de sí mismo. Roland también sabía lo que Eddie esperaba: una respuesta. Algún tipo de respuesta. Cualquiera. En dos ocasiones Eddie abrió la boca solo para volver a cerrarla. Finalmente preguntó lo que el pistolero siempre supo que preguntaría.
—¿Entonces? ¿Qué piensas?
—Pienso que estás aquí.
Eddie se detuvo, con las manos en forma de puños sobre las caderas.
—¿Eso es todo? ¿Es eso?
—Es todo lo que sé —respondió el pistolero. Sus dedos desaparecidos latían y picaban. Hubiera querido un poco de astina del mundo de Eddie.
—¿No tienes ninguna opinión acerca de qué coño significa todo esto?
El pistolero pudo haber alzado su tullida mano derecha y dicho: «Piensa tú qué significa, pedazo de idiota», pero no se le cruzó por la cabeza decir esto más que preguntarse por qué había resultado ser Eddie, de todas las personas de todos los universos que podrían existir.
—Es el ka —dijo, y miró a Eddie pacientemente.
—¿Qué es el ka? —La voz de Eddie era truculenta—. Nunca oí nada al respecto. Salvo que si lo dices dos veces te sale la palabra que usan los chicos para la mierda.
—No sé nada de eso —dijo el pistolero—. Aquí significa deber, o destino, o, para el vulgo, el lugar al que debes ir.
Eddie logró mostrarse consternado, molesto y divertido al mismo tiempo.
—Entonces dilo dos veces, Roland, porque a este chico esas palabras le suenan como la mierda.
El pistolero se encogió de hombros.
—No discuto sobre filosofía. No estudio historia. Sé que lo que pasó, pasó, y lo que está por delante está por delante. Lo segundo es el ka, y se cuida solo.
—¿Sí? —Eddie miró hacia el norte—. Bien, todo lo que veo por delante es alrededor de nueve millones de kilómetros de esta misma playa de mierda. Si eso es lo que está por delante, entonces ka y kaka es lo mismo. Podríamos tener suficientes cartuchos buenos para cargarnos otras cinco o seis de esas langostas truchas, pero luego vamos a tener que limitarnos a tirarles piedras. Así que, ¿adonde vamos?
Roland se preguntó brevemente si a Eddie alguna vez se le habría ocurrido hacerle esa pregunta a su hermano, pero sacar a relucir ese asunto implicaría una invitación a una larga e insensata discusión. De modo que solo torció un pulgar hacia el norte y dijo:
—Ahí. Para comenzar.
Eddie miró y no vio más que el mismo trecho de la playa gris cubierta de conchas y piedras. Volvió a mirar a Roland, y cuando estaba a punto de burlarse, vio la serena certidumbre de su cara y miró otra vez. Entrecerró los ojos. Con una mano se protegió el lado derecho de la cara del sol del oeste. Quería desesperadamente ver algo, cualquier cosa, mierda, aunque fuera un espejismo, pero no había nada.
—Puedes joderme todo lo que quieras —dijo Eddie lentamente—, pero creo que es un truco miserable. Yo arriesgué la vida por ti en el bar de Balazar.
—Ya lo sé. —El pistolero sonrió, una rareza que encendió su cara como un rayo de sol pasajero en un día triste y encapotado de nubes—. Por eso he jugado limpio contigo, Eddie. Está ahí. La vi hace una hora. Al principio creí que era 1111 espejismo o una ilusión. Pero está ahí, seguro.
Eddie volvió a mirar, miró hasta que le corrió agua por los costados de los ojos.
—Ahí adelante no veo nada más que playa y más playa —dijo por fin—. Y tengo una vista de zorro.
—No sé qué significa eso.
—Significa que si hubiera algo que ver ¡yo lo vería! Pero Eddie dudaba. Se preguntaba cuánto más lejos que los suyos propios podrían ver los ojos azules de águila del pistolero. Tal vez un poco.
Tal vez mucho.
—Ya lo verás —insistió el pistolero.
—¿Ver qué?
—Hoy no llegaremos hasta allá, pero si puedes ver tan bien como dices, la verás antes de que el sol dé en el agua. A menos que quieras quedarte aquí parado moviendo las mandíbulas, claro.
—Ka —dijo Eddie en tono reflexivo.
Roland asintió.
—Ka.
—Kaka —dijo Eddie, y se echó a reír—. Vamos, Roland, demos un paseo. Y si no veo nada para cuando el sol dé en el agua, me debes un pollo para la cena. O un Big Mac. O cualquier cosa que no sea langosta.
—Vamos.
Comenzaron a caminar otra vez y pasó por lo menos una llora entera antes de que el arco inferior del sol tocara el horizonte cuando Eddie Dean comenzó a ver una forma en la distancia… vaga, temblorosa, indefinible, pero definitivamente algo. Algo nuevo.
—Muy bien —dijo—. Veo algo. Debes tener ojos como los de Superman.
—¿Quién?
—No importa. Eres un caso increíble de lagunas cultuales, ¿lo sabías?
—¿Qué?
—No importa —repitió Eddie y se echó a reír—. ¿Qué es?
—Ya lo verás. —El pistolero echó a caminar otra vez antes de que Eddie pudiera preguntar cualquier otra cosa.
Veinte minutos más tarde, Eddie creyó ver. Quince minutos después de eso estaba seguro. El objeto en la playa todavía estaba a cuatro, tal vez cinco, kilómetros de distancia, pero supo lo que era. Una puerta, desde luego. Otra puerta.
Esa noche ninguno de los dos durmió bien, y estuvieron levantados y en marcha una hora antes de que el sol rebasara las erosionadas formas de las montañas. Alcanzaron la puerta justo cuando se abrían sobre ellos los primeros rayos de sol, tan sublimes y tan quietos, que encendieron como lámparas sus mejillas cubiertas con una barba incipiente. Hicieron que el pistolero volviera a tener cuarenta años, y que Eddie no fuera mayor de lo que era Roland cuando salió a pelear con Cort usando como arma su halcón David.
Esta puerta era exactamente igual a la primera, salvo pollo que había escrito en ella: «LA DAMA DE LAS SOMBRAS».
—Así —dijo Eddie con suavidad, mientras miraba la puerta, que simplemente estaba puesta ahí con las bisagras enclavadas en alguna fisura desconocida entre uno y otro mundo, entre uno y otro universo. Estaba ahí con su mensaje grabado, real como una roca y extraña como la luz de las estrellas.
—Así —coincidió el pistolero.
—Ka.
—Ka.
—¿Es aquí donde extraes el segundo de tus tres?
—Eso parece.
El pistolero sabía lo que Eddie tenía en mente antes de que el mismo Eddie lo supiera. Veía a Eddie hacer su jugada antes de que Eddie supiera que se estaba moviendo una pieza. Podía haberse vuelto para quebrarle a Eddie el brazo en dos lugares antes de que Eddie supiera lo que estaba pasando, pero no hizo movimiento alguno. Dejó que Eddie sacara furtivamente el revólver de la funda del lado derecho. Era la primera vez en su vida que permitía que le sacaran una de sus armas sin él haberla ofrecido antes. Sin embargo no hizo nada para detenerlo. Se volvió y miró a Eddie de forma ecuánime, incluso afable.
Eddie tenía la cara lívida, tensa. Sus ojos tenían manchitas blancas alrededor del iris. Sostenía el pesado revólver con ambas manos y aun así el cañón oscilaba de lado a lado, se centraba, se movía, se centraba otra vez, y se movía de nuevo.
—Ábrela —dijo.
—Te estás portando como un tonto —advirtió el pistolero con la misma voz afable—. Ninguno de los dos tiene ninguna idea de adonde lleva esa puerta. No necesariamente se abrirá a tu universo, no digamos ya tu mundo. Por lo que podemos saber tú y yo, la Dama de las Sombras podría tener ocho ojos y nueve brazos, como Suvia. Aun si se abriera sobre tu mundo, podría ser en un tiempo muy anterior a tu nacimiento o mucho después de tu muerte.
Eddie le dedicó una sonrisa apretada.
—Sabes qué, Monty, estoy más que dispuesto a cambiarte el pollo de goma y las vacaciones en esta playa de mierda por lo que hay detrás de la puerta número 2.
—No te compr…
—Ya sé que no. No importa. Solo abre esa puta puerta.
El pistolero sacudió la cabeza.
Se quedaron parados en el amanecer, mientras la puerta echaba su sombra sesgada sobre el mar en retirada.
—¡Ábrela! —gritó Eddie—. ¡Yo voy contigo! ¿No lo entiendes? ¡Voy contigo! Eso no significa que no vaya a volver. Tal vez vuelva. Quiero decir, es probable que vuelva. %pongo que en cierto modo te lo debo. Has sido honesto conmigo todo el tiempo, no creas que no me doy cuenta. Pero mientras tú consigues a esta Nena de las Sombras sea quien sea, yo voy a buscar el Chicken Delight más cercano y me llevaré algo de pollo. Creo que para empezar me llevaré el Paquete Familiar de Treinta Porciones.
—Tú te quedas aquí.
—¿No crees que lo digo en serio? —Eddie ahora hablaba con tono estridente, estaba cerca del límite. El pistolero casi podía verlo mirar en las movedizas profundidades de su propia perdición. Eddie movió con el pulgar el antiguo percutor del revólver. Al romper el día y con la marea baja el viento había cesado, y el clic con el que Eddie amartilló el arma sonó con toda claridad—. Ponme a prueba.
—Creo que lo haré —dijo el pistolero.
—¡Te mataré! —exclamó Eddie.
—Ka —respondió el pistolero con serenidad, y se volvió hacia la puerta. Extendió la mano hacia el picaporte, pero su corazón esperaba: esperaba para ver si iba a vivir o morir.
Ka.