Epílogo

Rochelle, Pensilvania

Nicholas Durand secaba mientras su mujer fregaba.

Había ayudado con los platos religiosamente desde el día en que se casaron. Eran animales de costumbres, siempre lo hacían a mano. No recordaba haber usado nunca el lavavajillas que su hija les había comprado e instalado. Marido y mujer tenían el cabello blanco y, encorvados por la edad, realizaban sus tareas lenta y pausadamente.

—¿Cansado? —le preguntó su esposa.

—No. Me encuentro bien —respondió él.

Era de noche. Habían cenado tarde después de una siesta, su rutina habitual en las noches de granero.

Rochelle era una pequeña localidad del centro de Pensilvania, una población agrícola situada entre colinas ondulantes. Fue fundada en 1698 por hugonotes, protestantes franceses que se negaban a acatar la autoridad de la Iglesia católica. Se encontraba fuera de la norma, justo como sus fundadores habían querido. Nunca había superado los varios cientos de habitantes, ni entonces ni ahora.

Pierre Durand, el padre fundador de Rochelle, había abandonado su propio pueblo en Francia hacia el epicentro hugonote francés de La Rochelle, en el golfo de Vizcaya, en la década de 1680. No quería dejar su casa en el Périgord, pero tras una terrible disputa por dinero que implicaba a la familia más destacada del pueblo, la violencia se palpaba en el aire. Aunque nunca había sido religioso, se estableció con una mujer hugonote en La Rochelle y ella acabó haciéndole cambiar de ideas. Se embarcaron hacia Norteamérica en 1697.

La pareja acabó de apilar los platos y devolvió los cubiertos al cajón. Se sentaron de nuevo a la mesa de la cocina y observaron las manecillas del reloj durante un rato. Había un ejemplar del USA Today doblado por la mitad en la encimera. Nicholas lo cogió y se puso las gafas de leer.

—Aún no puedo asimilarlo —le dijo a su mujer.

La primera plana del periódico estaba dedicada en su mayor parte a la explosión que había destruido un lugar de Francia llamado Ruac.

—¿Estás seguro de que tu padre era de allí? —preguntó ella.

—Eso tengo entendido —dijo el anciano—. Nunca quiso hablar de ello. Tenía lazos de sangre con un hombre de Ruac llamado Bonnet. Al parecer Bonnet le arrebató lo mejor de sí mismo y eso fue todo.

—¿Crees que eran de los nuestros? —preguntó ella.

El hombre encogió sus estrechos hombros.

—Según el periódico, no queda nadie a quien preguntárselo.

Por la ventana de la cocina vieron las primeras luces en la distancia procedentes del largo camino de entrada a la casa. Un coche, luego dos, y luego un flujo constante.

—Ya están aquí —dijo él retirando su silla.

—¿Cómo está el té esta noche? —preguntó ella.

—Bueno y fuerte —respondió—. Ha salido bien. Vamos, subamos al granero.