Capítulo 37

Luc estaba desorientado. Notaba la camisa húmeda. Se llevó las manos a la tela instintivamente. Sangre y fragmentos de una sustancia gelatinosa.

Lo rodeaban unos hombres que lo apuntaban con armas automáticas y le gritaban de manera violenta que tirara la escopeta.

A Bonnet le faltaba media cabeza. El detonador seguía a medio centímetro del terminal.

Luc bajó las manos. La escopeta cayó a sus pies.

Un hombre dio un paso al frente. Era alto y caminaba erguido, desarmado, vestido con ropa de civil, un jersey negro al estilo comando con charreteras.

—Profesor Simard —dijo con acento de clase alta—, llevaba tiempo preguntándome cuándo nos conoceríamos.

Luc le echó un vistazo. Sin duda no era del pueblo.

—¿Quién es?

—El general André Gatinois.

Luc lo miró de un modo inquisitivo.

—¿Militar?

—Algo así —respondió Gatinois de forma enigmática. Se acercó un poco más e inspeccionó el cuerpo del alcalde—. Bonnet llevaba mucho tiempo metido en la historia. Tenía que acabar algún día. Incluso para él.

—Lo han matado —dijo Luc.

—Solo después de que usted fracasara. —Gatinois observó la lluvia de perdigones que había recibido el cuerpo de Bonnet—. Los perdigones no son un modo eficaz de matar a un hombre.

—Era lo único que tenía. Tenía intención de volar mi cueva.

Hubo cierta conmoción cuando dos hombres de negro arrastraron un cuerpo que gemía al interior del círculo de protección que habían creado sus compañeros.

Se trataba de Pelay, que sangraba de una herida en el pecho y respiraba entrecortadamente. Uno de los hombres que lo sostenía entregó su carabina M1 a otro más bajo que había aparecido junto al general. Era su ayudante, Marolles.

—Lo tenía en el punto de mira —dijo Gatinois, y añadió con seguridad—: Le he salvado la vida.

—¿Va a explicarme qué está pasando? —exigió Luc.

Gatinois hizo una pausa para pensar.

—Sí, no veo por qué no. ¿Y tú, Marolles?

—Usted decide, mi general.

—Sí, supongo que sí. ¿Dónde está la americana?

Marolles habló por un walkie-talkie que llevaba enganchado a la chaqueta y siguió una respuesta de interferencias.

—Está en camino —le dijo a Gatinois.

Pelay dejó escapar un sollozo balbuciente y lastimero.

—¿Van a llamar a un médico? —preguntó Luc.

—El único médico al que va a ver es a sí mismo —replicó Gatinois en tono despectivo—. Es un tipo valioso, pero nunca me ha gustado. ¿Y a ti, Marolles?

—Nunca.

—Su último acto útil para nosotros ha sido avisarnos de que usted vendría a Ruac esta noche.

El Peugeot del panadero se detuvo en la grava; al volante iba uno de los hombres de Gatinois, que ayudó a Sara a salir del coche arropada en la colcha ensangrentada. Parecía confundida y temblorosa, pero cuando vio a Luc en el centro del círculo halló fuerzas para soltarse del guardia que la sujetaba levemente y correr hasta él.

—Luc, ¿qué ha ocurrido? —preguntó con voz débil—. ¿Estás bien?

La rodeó con el brazo.

—Estoy bien. Estos hombres… no sé quiénes son. No son del pueblo.

Sara vio a Pelay, que se encontraba tendido en posición fetal en el suelo, emitiendo sonidos leves y horribles.

—Jesús… —dijo.

—No, no somos de Ruac —dijo Gatinois—. Pero Ruac ha consumido nuestras vidas durante muchos años. Estamos dedicados a Ruac. Debemos nuestra existencia a Ruac.

—¿Qué son? —preguntó Luc—. ¿Qué hacen?

—Nos llaman la Unidad 70 —contestó Gatinois.

Marolles bajó la vista y negó con la cabeza. El gesto captó la atención de Luc y le alarmó. Aparentemente ese hombre, Gatinois, había cruzado alguna línea. Alguna línea peligrosa.

—¿Saben? Durante la guerra, el mando de la Resistencia, pese a ser poco rígido, proporcionó al maquis de Ruac un código para sus comunicaciones. Los llamaron Escuadrón 70. Eran un grupo especialmente implacable y eficaz. Los alemanes les temían. Los otros maquis desconfiaba de ellos. Cuando se creó nuestra unidad en 1946, nuestro fundador, el general Henri Giraud, un miembro del círculo íntimo de De Gaulle, escogió el nombre. No fue muy creativo, pero así se quedó.

—Conozco el papel de Ruac en la Resistencia —dijo Luc—. Dígame algo que no sepa.

—Sí, estoy seguro de que sabe bastante. Nosotros vamos a averiguar cuánto. —Señaló a Pelay—. ¿Cuánto sabe de ese hombre?

—Nada —respondió Luc.

—Es un viejo indeseable, este Pelay. Tal vez tenga doscientos treinta, doscientos cuarenta años. Ni siquiera él está seguro. Se hizo médico en los años treinta. Lo enviaron a estudiar a Lyon. Necesitaban a uno de los suyos. Nunca permitirían que los tratase alguien de fuera, claro. Pero Pelay siempre ha sido bebedor y hablador. Durante la guerra fue el número dos de Bonnet en el Escuadrón 70. Giraud lo invitó a Argel para una reunión. Una noche se emborrachó ¡y se lo cantó todo a De Gaulle y a Giraud! Cientos de años de secretismo, y este bufón se emborracha y lo suelta todo. Su longevidad, el té, las razones por las que son tan agresivos. Todo. Así que, tras la guerra, De Gaulle lo recuerda, claro, y decide que Ruac necesita ser vigilado, estudiado por las mejores mentes.

Parecía que Sara empezaba a despejarse. Se mantenía más erguida; tenía la mirada más centrada.

—¿Y eso es lo que hacen ustedes? —preguntó; había un deje de enojo en su tono.

Gatinois asintió.

—Sí, llevamos sesenta y cinco años estudiando el té de Ruac. Es de verdad notable, profesora Mallory, y el que en tan breve período de tiempo haya sido usted capaz de descubrir numerosas propiedades del té, cosas que a nosotros nos llevaron décadas porque tuvimos que esperar a que la ciencia se pusiera al día con nuestras necesidades, dice mucho de los avances de la ciencia moderna. De modo que, por ejemplo, creo que el doctor Prentice le habló de la actividad que halló en los denominados genes de la longevidad, los receptores de serotonina, el resto de los efectos.

—¿Y por eso mataron a Fred? —preguntó ella enfadada.

—Bueno, en realidad no tuvimos otra elección —respondió Gatinois en un tono despreocupado, completamente despreocupado.

—¡Dios! —exclamó Luc—. ¡Volaron el laboratorio de Inglaterra! ¡Murieron más de cuarenta personas! ¡Fue un acto terrorista apoyado por el Estado!

Gatinois suspiró.

—Yo no lo definiría de ese modo. Tenemos instrucciones de proteger el mayor secreto de Francia. Nuestros métodos no están sujetos a un control estricto. Los de más arriba no saben nada. No hay nada oficial. Mientras seamos absolutamente discretos, todo va bien.

El temor de Luc aumentó. Ese hombre les estaba contando demasiado. Las implicaciones eran lo bastante claras y aun así su deseo de saber más le impulsó a seguir hablando.

—Y ustedes y Bonnet mataron a mi gente y trataron de matarnos a Sara y a mí en Cambridge.

Gatinois rio tras sus palabras.

—¡Has oído eso, Marolles! ¡Esa es buena! No, profesor. Bonnet ni siquiera sabía que existíamos. Ninguno de ellos lo sabía, salvo Pelay. Pelay era nuestro hombre. Nuestro informante. Giraud y De Gaulle lo reclutaron tras la guerra, tras hacerse con el gobierno. Le dieron dinero. Le dieron medallas secretas y todo el estatus que nunca consiguió a la sombra de Bonnet. Lo enjabonaron bien y luego lo amenazaron. Amenazaron con contarle a Bonnet que había hablado. Él sabía que Bonnet lo despedazaría y luego se lo daría de comer a los cerdos. Ese era su mayor miedo. Desde entonces nosotros hemos utilizado la misma táctica con el doctor. Así que Pelay lleva sesenta y cinco años proporcionándonos información. Cada vez que uno de los aldeanos lo visitaba por algún problema, obteníamos una muestra de su sangre, su orina, de lo que fuera. Recibíamos informes regulares. Eso es todo. Lo que hizo Bonnet, esos asesinatos, lo hizo por su cuenta.

—¡Ustedes se lo permitieron! —gritó Sara—. ¡También son responsables!

Gatinois permaneció impasible.

—Tal vez. En un sentido legal, ¿quién sabe? Pero esto nunca llegará a un tribunal. Lo que hacemos es secreto y está protegido. ¡Probablemente resulta más fácil obtener los códigos de lanzamiento de los misiles nucleares de Francia! Pero sí, hemos dejado que Bonnet fuera Bonnet.

Sara se puso tensa y saltó hacia delante. Su cuerpo ligero se convirtió en un arma y, soltando un espeluznante «¡Hijo de puta!», cubrió la distancia que la separaba de Gatinois, con lo que se le cayó la colcha y, desnuda, comenzó a arañarle la cara, los ojos.

Aquello cogió a Gatinois demasiado desprevenido para defenderse, de modo que Marolles la apartó de él. Otros la redujeron mientras Marolles apuntaba a Luc con su pistola y le advertía que no se moviera.

Luc se quedó pasmado ante la reacción de Sara, el modo en que pataleaba y gritaba a esos hombres con salvaje abandono.

—¡No le hagan daño! —gritó.

Gatinois se secó la sangre de la mejilla con un pañuelo.

—¿Ve, profesor? Este es un ejemplo gráfico de uno de los problemas de la droga. Se trata de un efecto retardado, quizá a la hora o las dos horas de que termine el viaje. Tengo entendido que es la acción en los receptores 5-HT2A. —Soltó una carcajada—. ¿Sabe? Este trabajo me ha convertido en un científico, ¿tú qué opinas, Marolles?

Su ayudante lanzó un gruñido y ordenó a los hombres que esposaran las manos y los pies de Sara, volvieran a cubrirla y la metieran en el coche hasta que se calmara. Ella gritó y los maldijo violentamente, pero consiguieron sacarla de en medio, sin dejar de apuntar a Luc con sus fusiles y amenazarlo para que no interviniera.

—Bien —dijo Gatinois—. Mucho más tranquilos.

—¿Han detectado una droga en el caldo? —preguntó Luc finalmente.

—No una. En realidad tres. Las tenemos desde los setenta, pero, como le he dicho, hasta ahora no hemos comprendido las características biológicas del componente más importante, el R-422. Los genes de la longevidad, SIRT1 y FOXO3A, no se descubrieron hasta hace poco. Sin duda los científicos hallarán otras cosas importantes. Al final comprenderemos cómo funciona el 422. Los otros son más fáciles, están mejor definidos. La principal droga del ergot, el R-27, te hace volar. Es bastante alucinógeno, de verdad te proporciona un viaje. La droga R-220 es interesante. Actúa sobre la potencia sexual y la libido. De hecho, tenemos a un contratado externo trabajando en el compuesto, un químico de la universidad que no tenía ni idea de dónde provenía (así es como nos gusta hacer las cosas) y por lo visto pasó cierta información sobre la estructura química a un tipo al que conocía en una compañía farmacéutica, Pfizer. Aparentemente, así fue como se inventó la Viagra, de modo que creo que estamos recompensando a la sociedad, ¿no le parece? Pero nuestra droga, el R-220, aunque es incluso más fuerte que la Viagra, tiene un efecto secundario desagradable: acorta y paraliza las colas de los espermatozoides, hace infértiles a los hombres.

Luc asintió.

—¿Sabía eso? —preguntó Gatinois.

—Sí, lo sabía. Por las violaciones.

—Ah. Pero desde nuestro punto de vista, el R-422 es la verdadera joya. De ahí tanto revuelo. Ahí reside la importancia de la Unidad 70. ¡Imagine! ¡La verdadera fuente de la juventud! ¡Vivir doscientos años! ¡Trescientos! ¡Con buena salud! ¿Y los ataques al corazón? ¿Y el cáncer? ¿Qué puede hacer esto por la humanidad, eh? Piense en ello.

—Pero —repuso Luc categóricamente.

—Sí, pero —asintió Gatinois—. Ese es el problema. De ahí el secretismo. La violencia, la agresividad, la impulsividad. No son efectos insignificantes. La droga puede convertir a un hombre en un animal salvaje, en un asesino si se dan las circunstancias propicias. ¿Y qué hay de otros efectos a largo plazo en la personalidad, la mente? Con la ayuda de Pelay, los habitantes de Ruac han sido nuestros conejillos de Indias durante sesenta y cinco años. Hay una montaña de datos que revisar. Los epidemiólogos lo llaman «estudio longitudinal». Pero, lo que es más importante, hemos estado trabajando mucho para conseguir que los científicos modifiquen la droga, cambien su estructura para retener los efectos de longevidad y eliminar el efecto en la serotonina. Hasta ahora no ha habido suerte. Si pierdes la rabia, pierdes la longevidad. Es más complicado que eso, pero de todos modos es como lo entiende el lego. ¿Lo comprende ahora?

—Comprendo que Sara y yo hemos sido un inconveniente para ustedes.

—Inconveniente. Sí, una buena palabra, pero de algún modo subestimada. —Gatinois sacudió la mano con la que sujetaba el pañuelo manchado de sangre—. Su descubrimiento de la cueva fue un desastre para nosotros, y quizá para la humanidad. ¿Puede entenderlo? Esas plantas están por todas partes. Cualquiera con un cazo puede preparar el té. ¿Imagina lo que ocurriría si miles, cientos de miles, millones de personas empezasen a tomar el té de Ruac? No querría causar el caos en el mundo por culpa de su pequeño estudio de la prehistoria, ¿no? ¿Millones de personas colocadas, licenciosas, violentas, sembrando el desgobierno? Es una escena de película de terror, ¿no cree? De modo que lo mantuvimos circunscrito a Ruac. Imagine que el genio saliera de la lámpara para siempre. No, es nuestro deber proteger al mundo de esto. —Alzó la voz—. En cuanto encontremos un modo seguro de explotar el R-422, entonces pertenecerá a Francia, Francia lo controlará y Francia hará lo que sea correcto para la humanidad.

Luc guardó silencio.

Gatinois se arrodilló junto al detonador y tiró del cable roto a través de los dedos inertes de Bonnet.

—¿Le han hecho beber té? —le preguntó a Luc.

—Sí.

—No ha mostrado síntomas de haberlo tomado. ¿Por qué?

—No lo sé.

—Quizá también deberíamos estudiarlo a usted. —Gatinois rio entre dientes. Ordenó a uno de sus hombres que acercara una linterna al detonador mientras lo inspeccionaba cuidadosamente.

—¿Qué está haciendo? —inquirió Luc.

Gatinois se levantó y se frotó el polvo de una de las rodillas.

—Debería funcionar. Bonnet contaba con algunos hombres de los viejos tiempos, buenos artificieros. Si dijeron que podían volar el acantilado, es que podían volar el acantilado. Ya veremos. —Llamó a uno de sus hombres por su nombre—. Capitán, haga retroceder a todo el mundo varios cientos de metros y detone las cargas.

—¡No puede hacer eso! —gritó Luc—. ¡Esta es la cueva más importante de la historia de Francia! ¡Sería un crimen de proporciones inmensas!

—Puedo hacerlo —contestó Gatinois sin alterar la voz—. Y lo haré. Culparemos a Bonnet. Para cuando amanezca tendremos una historia creíble para todo lo que ha ocurrido esta noche. Bonnet, el que traficaba con el botín nazi. Bonnet, el encubridor de los crímenes de guerra de Ruac. Bonnet, dispuesto a matar para mantener a los arqueólogos y turistas lejos de los suyos. Bonnet, el que acumulaba enormes cantidades de picrato inestable de la guerra. Será fantástico, pero en parte será cierto, y la verdad es lo que da lugar a las mejores historias.

Luc lo desafió.

—¿Y qué hay de mí? ¿Y de Sara? ¿Cree que vamos a consentirlo?

—No, probablemente no, pero lamento decirle que no tendrá importancia. Aunque eso ya lo sabía, ¿verdad? Tenemos que acabar lo que empezó Bonnet. Desde un principio se sabía que esto terminaría así.

Luc se lanzó hacia delante, decidido a propinarle un puñetazo. No permitiría que le hicieran aquello a Sara. Ni a él. No sin luchar.

Le golpearon en la espalda con la culata de un fusil. Sintió que se le rompía una costilla y se derrumbó agonizante, luchando por recuperar el aliento. Cuando fue capaz de hablar de nuevo sintió que las esquinas plateadas del libro se le clavaban en la piel.

—¿Y qué hay del manuscrito de la abadía de Ruac? —preguntó estremeciéndose de dolor.

—Quería preguntarle sobre eso —dijo Gatinois—. Lo buscamos en la fábrica de Pineau, pero no lo encontramos. ¿Qué era?

—Nada importante. —Hizo una mueca—. Solo la historia completa del té y su receta, escrita por un monje en 1307. Una lectura fascinante.

La expresión de seguridad de Gatinois abandonó su rostro.

—¡Marolles! ¿Por qué no sabemos nada de esto?

Marolles se quedó mudo. Languideció bajo la mirada fulminante de Gatinois.

—No sé de qué habla. Intervinimos, por supuesto, todas las comunicaciones entre Pineau y Simard, entre Mallory y Simard. Nada. No detectamos nada sobre eso.

Luc sonrió a pesar del dolor lacerante.

—El manuscrito estaba codificado. Hugo lo descifró. Si hubiesen controlado sus mensajes de correo electrónico entrantes lo habrían visto.

Se oyó un ruido de sirenas en la distancia.

Todos lo oyeron.

—He llamado a los gendarmes —dijo Luc—. Están en camino. Viene el coronel Toucas de Périgueux. Esto se ha acabado para ustedes.

—Lo siento, se equivoca —contestó Gatinois con cierta tensión en la voz—. Marolles hablará con ellos. Estamos en el mismo equipo que los gendarmes, pero algo más arriba en la cadena alimentaria. Se retirarán.

Pelay, que llevaba un rato tranquilo, empezó a gemir ruidosamente de nuevo, como si hubiese perdido y luego recuperado la conciencia.

—¡Dios mío! —dijo Gatinois—. ¡Con este ruido no puedo ni pensar! Marolles, ve y acaba con él. Tal vez seas capaz de hacer eso bien.

Mientras Luc se incorporaba sobre las rodillas, vio que Marolles se dirigía hacia Pelay y, sin dudar un momento, le disparaba una sola vez a la cabeza. Cuando la reverberación del disparo se desvaneció, el círculo volvió a sumirse en el silencio, salvo por las lejanas sirenas.

—No es más que un asesino —susurró Luc a Gatinois.

—Piense lo que quiera. Yo sé que soy un patriota.

Luc se irguió y se sirvió de la solidez del libro, oculto bajo la camisa, para entablillarse el pecho presionándolo contra su caja torácica con el codo.

—No pienso discutir con un hijo de puta. Solo voy a decirle que no matará a Sara ni me matará a mí.

—¿Y por qué no? —preguntó Gatinois en tono defensivo, como si percibiera la seguridad de Luc.

—Porque si me ocurre algo, la prensa recibirá una carta. Quizá no diga nada de usted, pero todo lo demás está ahí. Ruac. El té. Los asesinatos. Y una copia del manuscrito con su traducción.

Las sirenas se acercaban surcando el aire.

—Marolles, ve a hablar con los gendarmes —ordenó Gatinois—. Ciérrales el paso. Mantenlos bien alejados del pueblo. Ve, y no la fastidies. —Gatinois avanzó lentamente hacia Luc. Lo miró fijamente durante quince segundos sin pronunciar palabra—. ¿Sabe? He leído su perfil, profesor. Es un hombre sincero, y siempre sé cuándo un hombre miente. Creo que me está diciendo la verdad.

—Creo que así es —replicó Luc.

Gatinois sacudió la cabeza y miró al cielo.

—Entonces sugiero que encontremos una solución. Una que me convenga a mí, que le convenga a usted y, lo más importante, que convenga a Francia. ¿Está dispuesto a hacer un trato, profesor?

Luc le devolvió la mirada fría.

Sonó el teléfono de Gatinois. Se lo sacó del bolsillo del pantalón.

—¿Sí? —dijo—. Sí, tienen mi autorización, procedan. —Se guardó el móvil y se dirigió a Luc de nuevo—. Espere un momento, profesor.

Primero se produjo un fogonazo.

Fue tan brillante como si se hubiese hecho de día en plena noche, un amanecer prematuro, resplandeciente e incandescente.

Luego llegó el sonido. Y la sensación de resonancia.

La onda expansiva viajó a través del suelo, la grava vibró y por un segundo todos se balancearon.

Gatinois se limitó a decir:

—Siempre ha sido una contingencia. Había llegado el momento de ponerle fin. Nuestro trabajo continúa, pero Ruac ha desaparecido.