Capítulo 36

Bonnet conducía a Luc de la mano. No necesitaba armas ni protección. Luc arrastraba los pies como un autómata, distante, con la mirada penetrante, pasivo y obediente.

—Bien hecho. —Bonnet le hablaba con voz persuasiva, como si se dirigiera a un perro—. Por aquí, sígueme, buen chico.

Bonnet enfiló un corredor que salía de la cámara principal. Abrió una puerta.

Parecía la fantasía de otra persona.

La habitación sin ventanas estaba forrada de tela acolchada roja y dorada, lo que le daba el aspecto de un harén. La única luz procedía de dos lámparas de pie que brillaban con bombillas de bajo voltaje en las esquinas. Una gasa de color melocotón colgaba del techo cubriendo el yeso. La mayor parte del suelo quedaba ocupada por una cama, con el canapé situado sobre una alfombra y la colcha naranja y satinada. Había cojines rojos y brillantes por todas partes.

En el centro de la cama, Odile yacía desnuda y retorciéndose lentamente como una serpiente que buscara un lugar en el que tumbarse al sol. Tenía la piel clara y era voluptuosa, su cuerpo firme, el vello púbico tan negro como su larga melena.

—Aquí está, Odile —anunció su padre con orgullo—, listo para ti. Quédate con él todo lo que quieras, tómalo las veces que puedas. Volveré para comprobar cómo va.

Ella parecía demasiado distraída para comprender, pero cuando sus ojos dieron con Luc comenzó a acariciarse y a gemir.

Bonnet empujó a Luc.

—De acuerdo, haz un buen trabajo. Pásalo bien, y luego bon voyage. Disfruta del té de Ruac, profesor.

Empujó a Luc con fuerza por los hombros y este se desplomó encima de la cama.

Odile extendió los brazos hacia él, le tiró de la ropa, le soltó los botones de la camisa con fuerza desinhibida y se concentró en los tejanos.

Bonnet observó unos momentos, rio con ganas y se marchó. Miró el reloj de pulsera y regresó a la sala principal para cambiar el disco, sentarse y contemplar la lasciva desnudez de las parejas que se conformaban con las alfombras del suelo.

Al cabo de una hora, más o menos, habría acabado con Luc y Sara y se los habría entregado a Duval para que sus cerdos se dieran un festín por la mañana. ¿Dónde estaba ese vejete? Bonnet inspeccionó el suelo en busca de un cuerpo desnudo flaco y especialmente arrugado. No estaba allí. Probablemente se habría ido a uno de los cuartos privados. ¿Y dónde estaba la mujer de Bonnet? Buscó un trasero grande y rosado con el largo cabello gris hasta las nalgas.

—¡No me digas que se ha ido con Duval! —se dijo riendo—. ¡Ese viejo es un sinvergüenza!

Luego divisó a la mujer del panadero del pueblo, una pelirroja cien años más joven que él que se parecía un poco a Marlene Dietrich en la flor de la vida.

Estaba sentada a horcajadas sobre uno de sus hombres, un granjero, que se había encargado de la chapuza del coche en Cambridge y luego había secuestrado a Sara. Era un hombre duro, y Bonnet confiaba en él para los trabajos sucios. Había matado a más alemanes durante las dos guerras mundiales que ningún otro hombre de Ruac. Ahora tenía los ojos cerrados y apretaba los dientes. Los pechos de la mujer subían y bajaban al ritmo de los tambores de la musette.

—¡Eh, Hélène! —llamó Bonnet a la pelirroja por encima de la música—. Más tarde, ¡tú y yo! Te buscaré.

Odile pasaba de los arañazos a las caricias, acariciaba la espalda de Luc hasta la cintura y trataba de quitarle los tejanos ajustados.

Tenía los ojos vidriosos, y sus labios se movían como si hablase, aunque no decía nada. Entonces formó una palabra, y otra:

Chéri, chéri.

Luc abrió los ojos de golpe.

Miró a su alrededor, luego cogió la cabeza de Odile entre sus grandes manos y dijo:

—Yo no soy tu chéri, y no pienso tirarme a una bisabuela.

Trató de quitársela de encima, pero ella le sostuvo con más fuerza y le clavó las uñas en la espalda.

—Es la primera vez que hago esto —dijo enfadado.

Frunció el ceño y le propinó un puñetazo en la mandíbula.

Por suerte, ella se desplomó al instante, de modo que no tuvo que darle una paliza para dejarla inconsciente.

Se levantó de la cama y se recompuso la ropa mientras contemplaba a la mujer desnuda, que respiraba sin hacer ruido.

—Para tener ciento dieciséis años estás bastante bien —dijo—. Eso tengo que reconocerlo.

Buscó su móvil en los bolsillos y, como era de esperar, había desaparecido.

Giró el pomo de la puerta. Imaginó que Bonnet había considerado a su hija lo bastante apetitosa como para no tener que cerrar con llave la habitación.

El corredor se hallaba vacío y la música llegaba desde la sala grande.

Tenía la mente perfectamente clara. Había fingido sentirse ido. Observó a Sara y a los aldeanos y los imitó lo mejor que pudo. Había conseguido engañar a Bonnet, y eso era lo único que importaba.

¿Por qué no le había afectado a él?

Ni alucinaciones, ni experiencias místicas, nada. Solo dolor de cabeza.

¿Estaba Sara convencida de que él sería inmune? ¿Cómo lo sabía?

Sara.

Tenía que encontrarla. La idea de Jacques toqueteando su cuerpo lo cegó de ira.

Empezó a girar pomos.

Uno tras otro, lo mismo: gente vieja y con sobrepeso montándoselo ajena a su intrusión. Resultaba muy poco apetecible.

Después de probar en todas las habitaciones de ese corredor se dirigió con sigilo a la sala principal. Bonnet descansaba adormilado en una silla en el fondo de la sala. No había señal de Pelay. Calculó que había suficientes cuerpos retorciéndose en el suelo entre él y Bonnet como para escabullirse hasta el siguiente corredor.

Se agachó y avanzó en cuclillas junto a la pared.

Se encontraba a la altura de la mesa del té. El manuscrito de Ruac estaba muy cerca.

No se paró a pensarlo. Simplemente actuó; se tumbó boca abajo y empezó a arrastrarse.

Nadaba en un mar de cuerpos desnudos que permanecían ajenos a su presencia. Apretó los dientes y continuó avanzando.

Alzó la vista en busca de Bonnet.

No estaba en su silla.

Dios, pensó Luc. Dios.

En un segundo estaba debajo de la mesa.

Estiró el brazo y tanteó hasta que su mano se cerró alrededor del manuscrito.

Voy, Sara.

Regresó a la pared culebreando con rapidez. Bonnet no se hallaba a la vista, así que se levantó descaradamente y corrió hacia el pasillo siguiente mientras se guardaba el manuscrito debajo de la camisa.

Abrió la primera puerta que encontró.

Una pareja de ancianos sudorosa y jadeante.

Luego, la segunda puerta.

Encima de la cama había un hombre con la espalda peluda y los pantalones desabrochados. Jacques estaba intentando bajárselos torpemente con la mano libre. La única parte que pudo ver de Sara, oculta bajo la bestia, fue su sedoso cabello color canela que caía en cascada sobre la almohada.

Había una lámpara de pie, un pesado artilugio de hierro.

Sintió una especie de ira asesina que no había experimentado nunca.

Agarró la lámpara, arrancando el enchufe de la pared.

La blandió como si fuese un hacha y estrelló su base contra la espalda del hombre.

Y cuando Jacques se arqueó de dolor, levantando la cabeza del pecho de Sara y aullando como un perro herido, le golpeó con fuerza con la base de la lámpara contra el cráneo, partiéndolo como una nuez y empujando su cuerpo al otro lado de la cama.

Sara gemía. Desnuda, la atrajo hacia sí y le dijo que todo saldría bien. Ella no conseguía enfocar la mirada. Luc siguió hablándole, susurrándole al oído, que notó frío contra sus labios. Y finalmente escuchó un levísimo y velado «Luc».

No había tiempo para intentar vestirla. Luc empujó el cuerpo de Jacques fuera de la cama y envolvió a Sara con la colcha ensangrentada. Estaba a punto de levantarla cuando se le ocurrió una idea. Hurgó en los bolsillos de Jacques. El tacto del móvil en las puntas de sus dedos resultó maravilloso. Lo miró.

Sin cobertura. Por supuesto. Estaban bajo tierra.

Se guardó el teléfono en el bolsillo, arropó a Sara, la cogió en brazos y empujó la puerta con la rodilla.

El pasillo estaba vacío.

Echó a correr con ella, alejándose de la música.

Se sentía fuerte, y ella resultaba ligera.

El corredor era más oscuro cuanto más se alejaban de la sala principal. Forzó la vista para averiguar qué tenían delante.

Escaleras.

Bonnet volvió a mirar el reloj, levantó su pesado trasero de la silla y regresó lentamente a la habitación de Odile para ver cómo le iba con su amante.

Habían pasado cuatro años desde el último nacimiento en Ruac. Necesitaban ponerse al día si no querían extinguirse. Odile era demasiado melindrosa para su gusto. Una mujer tan atractiva como ella debería estar fabricando bebés como una máquina.

Pero solo se había quedado embarazada tres veces en toda su vida. Una durante la Primera Guerra Mundial, y perdió el bebé por un aborto. De nuevo, justo después de la Segunda Guerra Mundial, un niño engendrado con un combatiente de la Resistencia procedente de Ruan y que había muerto de una fiebre infantil. Y por último a principios de los sesenta con un parisino con la mochila al hombro de paso por el Périgord, un lío de una noche.

Esta vez la niña nació, se convirtió en una joven bonita y cargó con el peso de las esperanzas de los Bonnet y del pueblo entero en sus pequeños hombros. Pero falleció en un inesperado accidente en los sótanos. Se había subido a los viejos cajones alemanes cuando uno de ellos se volcó y murió aplastada.

Odile quedó sumida en una depresión y, a pesar de los ruegos de su padre, no consiguió recuperar el interés por los hombres del exterior.

Hasta que llegaron los arqueólogos.

La única luz en una pesadilla en lo que respectaba a Bonnet.

Abrió la puerta confiado en ver a dos personas hermosas haciendo el amor y la halló a ella sola, roncando, con la mandíbula hinchada.

—¡Virgen santa! —exclamó.

No había ninguna necesidad de registrar la habitación. No había donde esconderse.

Salió inmediatamente y corrió tan rápido como le permitió su cadera artrítica hacia la habitación de Jacques.

Allí encontró una escena mucho peor. Su hijo yacía golpeado, ensangrentado y sin duda muerto. Sara había desaparecido.

—¡Dios, Dios, Dios! —murmuró.

Algo había salido terriblemente mal.

¿Dónde estaba Simard?

—¡Pelay! —gritó—. ¡Pelay!

Luc subió las oscuras escaleras con Sara en brazos. En lo alto había una puerta abierta.

Accedieron a una cocina, la cocina de una casa corriente.

Cruzaron un vestíbulo y entraron en una sala de estar, oscura y desierta, con una disposición similar a la de la casa de Odile. Depositó a Sara en un sofá y le recolocó la colcha para taparla debidamente.

Corrió las cortinas.

Era la calle principal de Ruac.

El coche de Isaak se hallaba aparcado al otro lado de la puerta, delante de la casa de Odile.

Todas las casas estaban conectadas. El salón subterráneo era, como sospechaba, una excavación bajo la carretera.

Comprobó el teléfono de Jacques inmediatamente. Tenía buena señal. Pulsó en la lista de llamadas recientes.

«Padre-móvil».

Bien, pensó, pero en ese momento no tenía tiempo.

Las llaves del coche de Isaak hacía tiempo que habían desaparecido.

Rebuscó rápidamente tratando de hacer el menor ruido posible; suponía que el ocupante de la casa se hallaba en algún lugar bajo tierra, pero no podía estar seguro.

En la entrada encontró dos cosas útiles: un juego de llaves y una escopeta de cañón único. Abrió el arma. Había un cartucho en el cañón, y descubrió unos cuantos proyectiles más en un morral.

Bonnet caminaba como un pato por el complejo subterráneo llamando a Pelay a gritos. Bajo los efectos del té, ninguno de los demás hombres estaría en activo durante al menos una hora larga. El destino de su pueblo dependía de él.

Soy el alcalde, pensó.

Pues debía comportarse como tal.

Entonces encontró a Pelay en uno de los pasillos, salía de una habitación con sigilo.

—¿Dónde demonios estabas? —le espetó.

—Comprobando. Vigilando. Manteniendo la paz —contestó Pelay—. Lo que se supone que tengo que hacer. ¿Qué pasa?

Bonnet le gritó que le siguiera y le contó lo que había ocurrido entre jadeos mientras los dos ancianos echaban a correr.

Bonnet accionó el interruptor de la luz del pasillo.

Nada.

En el siguiente corredor, volvió a encender las luces.

Señaló.

—¡Allí!

Un reguero rojo marcaba el suelo por donde se había arrastrado la colcha ensangrentada de Sara. Ese pasillo conducía a la casa del panadero. Sacó su pistola y los dos hombres se encaminaron hacia la escalera.

Luc introdujo a Sara con torpeza en el estrecho asiento trasero del Peugeot 206 del panadero, que se hallaba aparcado delante de la casa. El coche había emitido un leve sonido y se había abierto diligentemente cuando Luc presionó el botón de apertura desde el interior de la sala de estar.

Lo arrancó, puso primera y aceleró.

Por el espejo retrovisor vio a Bonnet y a Pelay salir de la puerta principal de la casa del panadero. Oyó un disparo. Metió segunda y pisó el acelerador.

Bonnet corrió a su café para coger las llaves de su coche.

Tenían que pararlos.

Tenían que matarlos.

Gritó sus órdenes a Pelay.

Luc hablaba alto y rápido mientras llevaba el pequeño Peugeot al límite en la carretera rural oscura y desierta. Estaba intimidando a un operador de servicios de emergencia de bajo nivel para que pasara su llamada más arriba. Necesitaba hablar con el coronel Toucas, en Périgueux.

¡Había que despertar al coronel!

¡Era el profesor Simard de Burdeos, maldita sea!

¡Tenía a los asesinos de la abadía de Ruac a la vista!

Bonnet tenía las llaves en la mano y estaba a punto de cerrar la puerta del café cuando le sonó el móvil.

Luc le estaba gritando.

—¡Se ha terminado, Bonnet! Está hecho. Los gendarmes están en camino hacia Ruac. Estás acabado.

La ira de Bonnet estalló como la lava de un volcán.

—¿Tú crees que ha terminado? ¿Tú crees que ha terminado? ¡Habrá terminado cuando yo diga que ha terminado! ¡Vete al infierno y despídete de tu maldita cueva! ¡Vamos, intenta detenerme! ¡Vamos! ¡Inténtalo!

El coche de Bonnet se hallaba junto a la acera, frente al café. Se agachó para sentarse al volante y Pelay montó a su lado tan rápido como un anciano podría hacerlo.

—Llevo el rifle en el maletero —dijo Bonnet.

—Todavía tengo buena puntería —gruñó Pelay.

Bonnet arrimó el coche a un lado de la carretera y lo detuvo en un punto que conocía, el más cercano a los acantilados. Pelay recogió el rifle y lo examinó de manera superficial. Se trataba de una carabina M1 con mirilla telescópica tomada de un soldado estadounidense muerto en 1944. Pelay había estado allí. Recordaba ese día. Bonnet y él también habían cogido la cartera y las botas del joven. Era una buena arma que habían utilizado para matar a un montón de alemanes. Bonnet la mantenía limpia y engrasada.

Los dos hombres se adentraron en el bosque, las ramas les azotaban el rostro.

Al cabo de un rato se separaron.

Bonnet se fue directo hacia los acantilados. Pelay tomó un camino oblicuo en medio de la oscuridad.

Luc condujo hasta la carretera polvorienta que llevaba al aparcamiento que había sobre la cueva. No quería hacer todo el trayecto en coche. Independientemente de lo que ocurriera, Sara tenía que estar a salvo, de modo que aparcó a medio kilómetro aproximadamente y se volvió hacia el asiento de atrás.

Ella se estaba recuperando poco a poco.

—Te dejo aquí, Sara. Estarás segura. Tengo que salvar la cueva. ¿Lo entiendes?

Sara abrió los ojos, asintió y volvió a quedarse dormida.

No estaba en absoluto seguro de que lo entendiera, pero no importaba. Con un poco de suerte, saldría de aquella con vida y podría explicárselo luego.

Bonnet podía oír el crujido de sus pies al pisar el lecho del bosque y el resuello de su pecho. Más adelante había un claro, el aparcamiento de grava que habían realizado los arqueólogos. Estaba cerca.

El gran roble se hallaba al otro lado del terreno de grava; se alegró de haber elegido un punto de referencia fácil de detectar en la oscuridad.

La grava saltaba bajo sus pesadas botas de bombero.

Luc deseó tener una linterna para iluminar el camino. Estaba completamente oscuro, pero no se desvió del sendero. Le costaba correr con la escopeta. Sara le había resultado menos pesada.

Por delante había una franja gris, el horizonte por encima de los acantilados.

Una silueta se recortó contra el gris; se movía.

Bonnet.

El alcalde se encontraba en la base del árbol. A un metro del tronco estaba el montón de piedras que Jacques y él habían colocado para marcar el lugar.

Bonnet se puso de rodillas y empezó a retirar y esparcir las piedras. El maletín de cuero se hallaba casi a nivel del suelo, en un agujero poco profundo.

Levantó el maletín lentamente, con cuidado de no tocar los cables de cobre que se extendían hasta los terminales. Se trataba de un detonador M39 de las Waffen-SS, tomado de una división de ingenieros de combate en 1943. Tenía un aspecto impoluto y eficaz, un ladrillo de aleación troquelada y baquelita. Bonnet estaba seguro de que funcionaría a la perfección.

Había sido un trabajo difícil, pero confiaba en que sus viejos artificieros lo hubieran hecho correctamente, colocando el picrato a cierta profundidad en media docena de puntos de los acantilados. Buena parte de los acantilados se derrumbaría sobre el río y se llevaría la cueva consigo.

La cueva que había dado vida a su pueblo y le había amenazado con la muerte se reduciría a polvo. Si Pelay cumplía su cometido, Simard se vería reducido a polvo. Él encontraría a Sara, y ella se vería reducida a polvo.

Accionó la manivela de madera y escuchó el sonido de los trinquetes. Cuando no pudiera darle más vueltas, colocaría su grueso pulgar en el botón en el que se leía ZÜNDEN: «detonar».

Primero oyó los pasos, luego alguien gritó:

—¡Alto!

Luc se encontraba a diez metros y avanzaba con sigilo por la grava. Vio a Bonnet inclinado, afanado en algo.

Luc se llevó la escopeta al hombro.

Bonnet alzó la vista y gruñó un simple:

—¡Vete al infierno!

Luc podía oír el sonido de los trinquetes.

El ruido cesó, y Bonnet movió la mano.

En ese momento la cabeza de Luc llenaba por completo la mira telescópica de Pelay, perfectamente contrastada contra el horizonte gris.

Pelay se encontraba en un arbusto bajo, apoyado en una rodilla. Tenía unas manos firmes para su edad. La cabeza de Luc quedaba enfocada con nitidez.

Luc gritó a Bonnet:

—¡Mi cueva no!

Pelay oyó el grito y, a través de la mira, vio que los labios de Luc se movían. El punto de mira se fijó en la sien.

Tenía el dedo índice en el gatillo. Empezó a apretarlo.

Luc se tambaleó al oír el disparo procedente de atrás.

Esperó sentir algún tipo de dolor lacerante, pero no hubo nada.

Se volvió hacia Bonnet. El anciano estaba ahora a solo cinco metros.

Bonnet miró la escopeta de Luc.

—¡Pelay! ¡Date prisa! —Tenía el pulgar sobre un botón.

Luc gritó. Pero no pronunció una palabra. Fue un rugido primitivo, un grito de muerte primigenio que surgió de algún lugar de su interior.

El cartucho de su escopeta salió e iluminó la oscuridad.

Se produjo un fuerte golpe. Madera, piedra, carne. Los perdigones.

Luc avanzó despacio, forzando la vista para ver lo que había provocado.

Bonnet yacía sobre un costado, sangraba por la cara, todavía tenía la mirada penetrante. El pulgar seguía en el botón de detonación. Movió la mano izquierda. Sujetaba el cable de cobre que se había cortado del detonador a causa de los perdigones.

Bonnet se disponía a conectar el cable al terminal.

Estaba a un centímetro.

Luc no tenía tiempo para volver a cargar. No tenía tiempo para machacar la cabeza o el brazo de Bonnet con la culata del arma.

No tenía tiempo.

Entonces se oyó otro disparo.