Capítulo 33

Viernes, de madrugada

Los cojines del salón habían absorbido décadas de humo procedente de la chimenea y el tabaco. Por encima de esa atmósfera rancia y ahumada, el perfume dulce de Odile flotaba en el aire.

Estaban solos. Ella le indicó con un gesto que se sentara en un sillón orejero que había junto a la ventana que daba a la calle. Tapizado en damasco con rosas de tallos espinosos, era anticuado, como todo lo que contenía la habitación. Luc casi esperaba ver entrar a una abuela tambaleante con un bastón.

—¿Dónde está Sara?

—Siéntate, por favor. ¿Te apetece tomar algo?

Luc se mantuvo en sus trece, de brazos cruzados.

—Quiero ver a Sara.

—Lo harás, créeme. Pero primero tenemos que hablar.

—¿Está a salvo?

—Sí. ¿Te importaría sentarte?

Accedió; postura rígida, una ira glacial en el rostro.

—Y ahora, ¿una copa? —preguntó Odile.

—No, no quiero nada.

Odile suspiró y se sentó frente a él, en el sofá a juego, juntó las piernas y encendió un cigarrillo.

—No quieres, ¿verdad? Nunca te he visto fumar.

Luc hizo oídos sordos.

Ella dio una larga calada.

—Es un hábito terrible, pero no puedo decir que me haya hecho daño.

—¿Qué quieres? —preguntó él—. Es Sara quien me interesa, no tú.

Si se sintió herida, no lo exteriorizó.

—Quiero hablar de Hugo.

Se preguntó qué esperaba. ¿La absolución?

—No fue un accidente, ¿verdad? —dijo Luc.

Odile jugueteó con el cigarrillo.

—Fue un accidente.

—Pero no murió en su coche.

Las cejas negras de la mujer se arquearon en un gesto de súbita sorpresa.

—¿Cómo lo has sabido?

—O eso o sacó una foto con su móvil después de muerto.

—¿Qué foto?

—Un cuadro.

—Ah. —Exhaló una nube de humo que impidió ver su rostro por un momento—. Cuando te implicas en este tipo de cosas hay tantos detalles…, es muy fácil que se te pase por alto alguno.

—¿Eso es lo que era Hugo? ¿Un detalle?

—¡No! Me gustaba. Ese hombre me gustaba de verdad.

—Entonces, ¿qué ocurrió?

—Vino aquí de forma inesperada. Entró sin llamar. Iba a ver cosas que no debería ver. Jacques le golpeó. Demasiado fuerte. Le golpeó demasiado fuerte: en eso consistió el accidente. Me gustaba. Podríamos haberlo pasado bien, unas cuantas risas, quizá más. Me había hecho ilusiones.

—Y entonces vuelves a meterlo en el coche y lo estrellas contra un árbol.

—Sí, por supuesto. Yo no, los hombres.

—Habéis matado a mi amigo.

Ella dejó que las palabras se desvanecieran.

—No sufrió, ¿sabes? Si vas a morir, es la mejor forma de hacerlo. Limpiamente, sin dolor. De verdad que me gustaba, Luc. Siento que haya muerto.

Luc se llevó una mano al bolsillo de los tejanos. Ella siguió de cerca su movimiento, quizá a la espera de que sacara un cuchillo o una pistola. Se trataba de una hoja de papel, una fotocopia. La desdobló y la alisó contra su rodilla, luego se levantó levemente para entregársela.

Ella apagó el cigarrillo y la estudió atentamente. Su mirada vagaba de una persona a otra, asimilando cada imagen, aparentemente absorta en los recuerdos.

—Se parece mucho a ti —dijo Luc, con lo que la sacó de su ensimismamiento.

Ella sonrió.

—¡Mira lo alto que era De Gaulle! Qué hombre. Me besó tres veces. Aún puedo sentir sus labios. Eran duros.

Luc se inclinó hacia delante.

—Vale, dejémonos de juegos. ¿Cuántos años tienes?

Ella encendió otro cigarro a modo de respuesta y contempló cómo el humo ascendía en espiral hasta las vigas del techo.

—Por los años, sabes que no soy tan joven. Pero la edad depende de cómo te sientes. Yo me siento joven. ¿No es eso lo que cuenta?

Preguntó de nuevo:

—¿Cuántos años tienes, Odile?

—Luc, te lo diré. Te diré todo lo que quieras sabes. Por eso estás aquí. Para que comprendas. Hemos hecho algunas cosas malas, pero por necesidad. No soy un monstruo. Es importante que entiendas eso. Hemos hecho grandes cosas por Francia. Somos patriotas. Merecemos que se nos deje en paz.

Empezó a caminar arriba y abajo, fumando un cigarrillo tras otro y hablando aceleradamente. Al cabo de un rato volvió a ofrecerle una copa; esta vez Luc aceptó y la siguió hasta la cocina, en parte para asegurarse de que aún se encontraban solos. Ella no puso ninguna objeción. En la pared, por encima de la mesa de la cocina, había un amplio rectángulo bien definido; algo había permanecido allí colgado durante mucho tiempo. Odile le pilló mirando fijamente el espacio vacío pero no le ofreció ninguna explicación. Se limitó a servir dos copas de coñac y lo acompañó de vuelta a la sala llevándose la botella consigo. De nuevo en el sillón orejero, Luc no bajó la guardia y tampoco probó su copa hasta que ella bebió de la suya.

Antes de que la mujer terminara de hablar, había dejado que le llenara el vaso de nuevo.

En su primer recuerdo de infancia, la primera imagen que se le había quedado grabada de verdad, entraba con paso inseguro en el café de su padre desde la casa familiar, en el piso de arriba.

Las escaleras conectaban la cocina de la casa con la cocina del café. Siempre recordaba la sensación mágica de tener dos cocinas; hacía que se sintiera especial. Ningún otro niño de Ruac tenía dos cocinas.

Ella se encontraba arriba, en su habitación, jugando con una familia de muñecas de trapo, cuando oyó dos disparos secos que la asustaron y la atrajeron a un tiempo. Era una niña menuda, una pequeña preciosidad de cabello negro, y ninguno de los hombres la vio allí en medio hasta que llevaba un buen rato estudiando la escena en silencio.

Había visto muchos animales muertos, animales sacrificados por el carnicero, incluso viejos caballos a los que habían volado los sesos. Así que se acercó a la imagen sangrienta del suelo del café más con curiosidad que con repulsión.

Se sintió atraída sobre todo por el joven rubio, cuya cara había permanecido intacta debido a la trayectoria de la bala. Sus ojos azules, abiertos y brillantes, aún conservaban los últimos vestigios de vida. Eran ojos amables. Tenía un semblante afable. Le habría gustado jugar con él. El otro hombre tenía aspecto viejo y tosco, como los hombres del pueblo, y, además, la salida de la bala en el ojo daba un aire grotesco a su rostro.

Su padre fue el primero en verla.

—¡Odile! ¡Lárgate de aquí!

Ella se quedó quieta, mirando.

Bonnet se acercó corriendo, la levantó con sus brazos anchos y sus manos callosas y la llevó arriba. Recordaba el olor de su pelo negro y engominado y la curva de sus largas patillas. La arrojó a la cama, le propinó un cachete en el trasero lo bastante fuerte como para que le doliera, y llamó a su mujer para que se hiciese cargo de ella.

Era 1899. Tenía cuatro años.

Recordaba que la llevaron a visitar la cueva poco después de que dispararan a los extraños. Su padre y algunos de los otros ya habían estado allí, y mientras los guardias se apostaban en los acantilados por si aparecía alguien, los habitantes del pueblo tuvieron la oportunidad de verla una vez.

Su padre cargó con ella en las partes más empinadas del ascenso, pero la sostenía con mayor ternura que antes y durante el camino le hablaba, le explicaba que iba a ver bonitas pinturas en la oscuridad.

Se acordaba del siseo de la lámpara de keroseno y de los animales coloridos que brincaban en las sombras y del gigantesco hombre pájaro que los adultos habían dicho que la asustaría, aunque no fue así.

Y recordaba a su madre tirándole del vestido para impedir que se acercara al borde mientras los hombres construían un muro seco de piedras planas para esconder la boca de la cueva y cerrarla para siempre.

Era una niña rebelde. Algunas chicas encajaban fácilmente en el ritmo de la vida del pueblo y se dejaban llevar sin hacer preguntas. Odile no. Descubrió pronto los libros y las revistas, era de los pocos niños a los que les gustaba leer. La gente bromeaba acerca del canadiense de cabello negro que había vagado por Ruac nueve meses antes de que Odile naciera. ¿No se trataba de un profesor o algo por el estilo? ¿Qué le ocurrió? Cuando salía a relucir el tema, los hombres emitían gruñidos y desviaban la conversación hacia los cerdos gordos de Duval y el beicon al estilo canadiense.

A los dieciocho años, justo antes de que se celebrase su iniciación, Odile escapó a París, a vivir, a ser libre. Tenía la fuerte impresión de que, una vez iniciada, la libertad le sería tan inaprensible como una mariposa revoloteando por los acantilados. Su padre, Bonnet, y el mejor amigo de este, Edmond Pelay, el médico del pueblo, fueron a buscarla, pero la ciudad era demasiado grande y no tenían pistas firmes. Además, se avecinaban problemas y tuvieron que tragarse su inquietud acerca de la lengua larga de Odile y regresar a Ruac para enfrentarse a la tormenta.

Nadie sabía dónde saltaría la chispa exactamente, pero Europa entera era un polvorín, con alianzas cambiantes, expropiaciones de tierras, ira y desconfianza en ebullición. Resultó que, el 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip, un estudiante serbobosnio, asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo. Si eso no hubiera desatado la guerra, habría sido otra cosa. Había una triste inevitabilidad en ello.

Odile frecuentaba un grupo bohemio de artistas y escritores en Montmartre y, cuando los jóvenes de su círculo partieron a la guerra, se mudó al mugriento estudio de un pintor mayor, con una pierna mal y un alcoholismo aún peor, que se ganaba el sustento de manera irregular conduciendo un taxi. Era una época de peligro y aprensión. Los alemanes estaban en plena ofensiva y tenían la mira puesta en París. Aun así, para una chica de campo de un pueblo remoto del Périgord, el caos urbano resultaba excitante y bebía la agitación como si se tratase de vino.

Hacia finales de agosto de 1914, el ejército francés y la Fuerza Expedicionaria Británica se habían visto obligados a retroceder al río Marne, a las afueras de París. Los dos principales ejércitos alemanes que acababan de despacharse Bélgica avanzaban hacia la capital.

El 6 de septiembre, los alemanes estaban a punto de penetrar en las filas sitiadas del Sexto Ejército Francés. La noticia de que se necesitaban refuerzos en el Marne llegó a las guarniciones de París. La Séptima División estaba preparada, pero todos los vehículos de transporte militar habían sido movilizados y el sistema ferroviario se veía obstruido hasta el punto de quedar paralizado. Entonces el gobernador militar de París declaró proféticamente: «¿Por qué no utilizar taxis?».

Sus palabras llegaron a las filas de taxis de París y en unas horas se formó un convoy en la Esplanade des Invalides. Odile escuchó el llamamiento. En ese momento su novio estaba de juerga, como una cuba. Ella se puso en acción; ¡al demonio con él! Los alemanes se estaban acercando y Odile sabía conducir…, eso era lo que había aprendido de su miserable beau. El taxi Renault rojo con sus llantas amarillas, uno de los especímenes más destartalados de las calles de París, estaba listo, de modo que saltó al volante y se unió al convoy.

Puede que fuese la única conductora aquel día o puede que no; le gustaba pensar que era un ejército de una. La columna de taxis desocupados hizo su entrada en Dammartin, donde al anochecer, en una vía muerta, se reunieron con los refuerzos de infantería, que subieron de cinco en cinco en cada taxi y salieron a la oscuridad sin encender los faros.

Los muchachos que cogieron el taxi de Odile rieron y expresaron su buena suerte durante todo el trayecto hasta el frente. Ella les dio un beso de despedida a todos, a uno le dejó que le estrujase el pecho, y se volvía para hacer otro viaje cuando se produjo una lluvia de obuses alemanes.

Hubo fogonazos y estruendos ensordecedores. Un rocío de suciedad húmeda cubrió el taxi, su ropa y su cabello de una sustancia sucia y pegajosa. Bajó la mirada. Había una mano sangrienta en su regazo y cuando la recogió fue como si sostuviera la mano cálida de un chico en una cita. La arrojó al suelo, rezó por que no perteneciera a ninguno de los muchachos a los que acababa de dejar y se dirigió a París para una segunda carrera.

Esa noche los taxis del Marne trasladaron a cuatro mil refuerzos, que cambiaron el curso de la batalla y salvaron París y, por lo que sabían, Francia.

Odile quería que Luc lo supiera.

Tras esa noche, Odile pasó semanas en el frente ayudando a las enfermeras, haciendo todo lo que podía por los chicos heridos. Se quedó hasta que algún tipo de fiebre casi la mata. Exhausta y horrorizada por las calamidades de la guerra, volvió renqueante a Ruac y dejó que su madre la arropara en su antigua cama, donde, bajo las suaves mantas, sollozó por primera vez en años.

Su padre fue a hablar con ella cuando le aseguraron que no se vendría abajo. Las emociones femeninas no eran lo suyo. Solo le formuló dos bruscas preguntas:

—¿Estás lista para unirte a nosotros ahora? ¿Estás preparada para la iniciación?

Odile había visto suficiente mundo exterior para toda una vida. Ruac quedaba lejos de la locura de las trincheras.

—Estoy lista —respondió.

La guerra no tardó en volver.

En esta ocasión los alemanes tuvieron más éxito como invasores y, puesto que ocuparon toda Francia, los habitantes de Ruac no pudieron evitarlos. Bonnet había pasado a ser el alcalde. Su padre, y predecesor, había fallecido cuando comenzaba la Segunda Guerra Mundial.

El nuevo alcalde redactó el certificado de defunción de su padre con la gruesa pluma del anciano, falseando la fecha de nacimiento, igual que lo había hecho él durante generaciones. Y, como era de esperar, su padre fue enterrado en el cementerio del pueblo, que sorprendentemente albergaba pocas lápidas teniendo en cuenta su antigüedad.

Además, siguiendo la costumbre, las lápidas solo reflejaban el nombre de los fallecidos. No había fechas de nacimiento ni muerte cinceladas, y dado que el cementerio se hallaba en un rincón alejado, al que se accedía a través de una finca privada, nadie pareció notar su singularidad.

El pueblo de Ruac formó su propio grupo de maquis, que se hallaba bajo el paraguas de la Resistencia, aunque sin excesivo control. El personal de De Gaulle en Argel trataba de inyectar algún orden en la campaña, de modo que asignó el nombre en código de Escuadrón 70 a la banda de Bonnet y les transmitía mensajes codificados de vez en cuando. En plena noche se encontraban en su guarida subterránea, donde el alcalde presidía las reuniones y el doctor Pelay actuaba como su segundo. Bonnet siempre repetía: «Estas son nuestras prioridades: primero Ruac, segundo Ruac y tercero Ruac». Y siempre había alguien que provocaba una carcajada al concluir: «Y cuarto Francia».

La experiencia de Odile en la guerra anterior le había resultado muy útil con el maquis, y, a regañadientes, su padre le permitió participar en algunas incursiones junto a su hermano, Jacques. Ambos estaban sanos y eran fuertes, rápidos y atléticos. Y si Bonnet no hubiera dado su permiso, Odile habría huido y se habría unido a otra banda de maquis de todos modos.

Bonnet y el doctor Pelay formaban una buena pareja. Bonnet era parco en palabras, pero decidido. Pelay era más hablador, y la gente del pueblo sabía que les comería la oreja cuando fueran a su consulta. Sus maquis pronto se ganaron fama de eficientes y absolutamente despiadados. Se decía que se enfrentaban a los alemanes con una ferocidad y una crueldad casi sobrehumanas. Aseguraban que el Escuadrón 70 convertía a sus víctimas nazis en pedazos irreconocibles de carne sanguinolenta, y para la División SS Panzer Das Reich, que tenía encomendada la tarea de reprimir las rebeliones en la Dordoña, era el grupo de maquis más temible.

En una de sus correrías más señaladas, a Bonnet se le metió en la cabeza que su banda se encargaría de tomar represalias por una matanza de civiles franceses en el pueblo cercano de Saint-Julian. Una unidad Panzer había rodeado la villa en busca de maquis que se sospechaba se escondían en los bosques de los alrededores. Reunieron a todos los hombres del pueblo en el patio de la escuela local. Exigían información acerca de los colaboracionistas. Al no recibirla, los nazis ejecutaron a los diecisiete hombres con un tiro en la nuca, incluido un chico de catorce años que sostenía la mano de su padre.

Dos semanas más tarde, un grupo de ochenta y dos alemanes fueron capturados por el maquis cincuenta kilómetros al oeste de Bergérac y transportados en masa a las barracas militares de Davoust, en Bergérac, feudo de la Resistencia.

Un domingo, Bonnet y Pelay entraron en los barracones y, bajo falsos pretextos, sacaron a diecisiete prisioneros alemanes de sus celdas. Se vieron hacinados en camiones conducidos por hombres de Ruac, quienes, en el trayecto de Bergérac a Saint-Julian, gruñeron y torturaron verbalmente a sus prisioneros con lo que iba a ocurrirles.

Para cuando los congregaron en el mismo patio de colegio en el que los civiles habían sido asesinados, los prisioneros ya conocían su destino y se orinaban de pánico. La presencia de Odile, una mujer hermosa, no contribuyó a subirles los ánimos, pues, al igual que los hombres, blandía un hacha de mango largo. Bonnet se dirigió personalmente a los condenados, les recriminó furioso sus crímenes y les dijo que iban a sufrir antes de morir.

Y en un verdadero baño de sangre, en el que las hachas empezaron por cercenar brazos y piernas, los diecisiete hombres fueron ejecutados sumariamente.

Con el tiempo llegó a oídos de Bonnet que el Escuadrón 70 había atraído la atención del líder del Ejército Francés Libre y del mismo general De Gaulle. Deseaba una audiencia personal. Bonnet odiaba viajar. Envió al doctor Pelay a Argel, y el hombre pasó un tiempo embriagado por los agasajos de los copresidentes del Comité Francés de Liberación Nacional, los generales De Gaulle y Henri Giraud, que alabaron el trabajo del escuadrón de Ruac, el más fiero del maquis en Francia.

Pelay regresó con una medalla; Odile consideraba que debía estar en posesión de su padre, pero Pelay la lució con orgullo en la chaqueta todos los días de su vida.

En julio de 1944, Bonnet y Pelay desaparecieron durante una semana para ponerse en contacto con un grupo de mandos del maquis en Lyon, y cuando regresaron informaron a la banda de una acción planeada para la noche del 26 de julio. Si todo salía bien, matarían a un montón de alemanes y podrían ganar un montón de dinero.

Primero Bonnet les contó cuál se suponía que era su papel en el ataque.

Luego les explicó qué harían en realidad.

Odile y la banda de Ruac se escondieron en los bosques junto a las vías del tren. Odile aún recordaba el martilleo en su pecho cuando el tren se acercaba. Era temprano, aún había luz. Tanto ella como los demás habrían preferido guarecerse en la oscuridad, pero no tenían ningún control sobre los horarios de tren nazis.

Más adelante habían colocado sesenta kilos de picrato bajo un acueducto. El escuadrón de Ruac contaba con una ametralladora y dos rifles automáticos. Todos los demás, incluida Odile, tenían pistolas. La suya era una Vis polaca, una pistola de 9 milímetros que se encasquillaba con frecuencia. Su padre y su hermano llevaban granadas.

La locomotora, en su trayecto desde Lyon hasta Burdeos, pasó por su posición y Odile comenzó a contar vagones de carga. Llegó a cinco cuando la explosión destrozó la locomotora. El tren se detuvo de forma macabra, con los vagones combándose unos contra otros. Una puerta corredera se abrió al frente de su posición y tres soldados alemanes, aturdidos, magullados y conmocionados por el impacto, la miraron fijamente a los ojos. Odile empezó a vaciar la recámara disparando contra ellos a no más de diez pasos de distancia. Veía cómo las balas daban en el blanco y sentía un estremecimiento de excitación cada vez que la sangre salpicaba en una de las heridas de salida.

—Buen trabajo —le oyó decir a su padre.

El escuadrón de Ruac se aseguró los últimos dos vagones mientras otras bandas asaltaban los delanteros. El plan consistía en trasladar su contenido a camiones pesados que aguardaban en un área de descanso y transportarlo al cuartel general de la Resistencia en Lyon.

Bonnet tenía otra idea en mente. Los vagones de Ruac estaban llenos de billetes, lingotes de oro y una caja plana con una inscripción provocadora: ENTREGAR AL REICHSMARSCHALL GOERING.

Él y Pelay lanzaron granadas por lo alto hacia los bosques para dar la impresión de que se había desatado una batalla campal en la retaguardia. En medio de la confusión, todas las cajas y cajones manchados de sangre de esos dos coches se trasladaron hasta las camionetas que conducían los maquis de Ruac.

En menos de media hora todo el botín se encontraba en Ruac, y el liderazgo de la Resistencia ni siquiera se había enterado.

En la cámara subterránea, Bonnet desbloqueó la caja con una palanca y la abrió. Dentro había un cuadro. Un hombre joven y hermoso de tez pálida envuelto en pieles.

—El culo gordo de Goering quería esto —anunció Bonnet extendiendo los brazos para que los aldeanos lo vieran—. Probablemente vale mucho. Toma, Odile, esto es para ti, un chico guapo para que lo mires. Esta noche te lo has ganado.

El retrato le encantó al instante. No le importaba si era valioso o no. El joven del cuadro ahora le pertenecía. Lo colgaría en la pared encima de la mesa de la cocina, para desayunar, comer y cenar con él.

Sí, era un chico guapo.

A la luz de las bombillas desnudas, contaron el efectivo y apilaron los lingotes de oro hasta entrada la noche. Embriagados por la victoria y la bebida, escucharon el recuento final de Bonnet, que concluyó con la siguiente proclamación:

—Aquí hay lo suficiente para mantenernos a todos de por vida. —Alzó su vaso—. Amigos y familiares, ¡por una larga vida!

Era más de la una de la madrugada. A pesar de que el día había sido interminable, Luc no estaba cansado. Adormecido, pero no cansado. La mujer a la que estaba mirando tenía ciento dieciséis años. Pero su aspecto era ágil y sensual, con el atractivo de quien ronda los cuarenta.

—Desde la guerra hemos vivido pacíficamente —dijo ella—. No molestamos a nadie y nadie nos molesta a nosotros. Queremos vivir nuestras vidas. Eso es todo. Pero entonces llegaste tú y todo cambió.

—Así que ¿es culpa mía? —preguntó con aire incrédulo—. ¿Estás diciendo que tengo las manos manchadas con la sangre de la gente a la que habéis matado?

Se oyeron pasos pesados procedentes de la cocina. Luc se volvió rápidamente. El corpachón de Bonnet llenaba el umbral. Llevaba tiempo sin afeitarse y la barba le blanqueaba el rostro.

—¡Tenemos derecho a protegernos! —le espetó—. Tenemos derecho a ser libres. Tenemos derecho a que se nos deje tranquilos. No permitiré que nos examinen, nos toqueteen y nos traten como a animales en un zoo. Todo eso es lo que ocurrirá si sigues con esa maldita cueva.

Su hijo se hallaba tras él; las ajustadas mangas de la camiseta le marcaban los abultados bíceps. Ambos entraron en la sala. Tenían las botas llenas de barro.

Luc se puso en pie y les hizo frente.

—De acuerdo, he escuchado a Odile. Tengo cierta idea de quiénes sois, ahora dejadme ver a Sara y dejad que me la lleve a casa.

—Antes tenemos que hablar contigo —insistió Bonnet.

—¿De qué?

—¿Quién más lo sabe? ¿A quién más le has hablado de nosotros?

Si pretendían intimidarlo con sus rostros ceñudos y su lenguaje corporal, lo estaban consiguiendo. Luc era grande, pero no estaba acostumbrado a luchar. Esos hombres eran capaces de una violencia extrema, eso estaba claro.

—No lo sabe nadie más, pero si me ocurre algo, lo sabrá todo el mundo. He dejado una carta que se abrirá si me muero o desaparezco.

—¿Dónde está esa carta? —inquirió Bonnet.

—No tengo nada más que decir. ¿Dónde está Sara?

—No está lejos. No le he quitado ojo —respondió Jacques con aire despectivo.

Las insinuaciones sexuales de aquel lerdo hicieron estallar a Luc. Ya no importaba que él fuera a llevarse la peor parte. No se trataba de una respuesta racional: se abalanzó sobre Jacques y le golpeó con fuerza en el pómulo con el puño derecho apretado.

Su mano pareció más afectada que la cara del hombre, porque Jacques fue capaz de zafarse y propinarle un rodillazo en la entrepierna, con lo que cayó a cuatro patas y se hundió en un pozo de dolor y náuseas.

—¡Jacques, no! —gritó Odile cuando su hermano echó la pierna hacia atrás para darle una patada en el mismo sitio.

—¡Ahí no! —le ordenó Bonnet, y su hijo retrocedió. El alcalde permaneció en pie por encima de Luc y le dio un martillazo en el cuello con el puño—. ¡Aquí!