Jueves por la noche
Isaak leyó las últimas palabras del manuscrito y, cuando acabó, el silencio inundó la línea telefónica.
—¿Sigues ahí, Luc?
Luc estaba en el taxi, a pocas manzanas del hotel. Las aceras estaban abarrotadas de gente que volvía a casa, que salía.
—Sí, estoy aquí.
Su mente escupía fragmentos.
El bisonte de Ruac.
El largo cuello de Sara.
Un coche que intentaba atropellarlos en una calle oscura de Cambridge.
Pierre tirado boca abajo en el suelo de la cueva.
Doscientos veinte años.
Templarios.
El grabado de San Bernardo en una cubierta de piel roja.
Una explosión y una columna de humo a lo lejos.
Picrato.
Hugo riendo.
Hugo muerto.
El cuerpo de Zvi destrozado sobre las rocas.
La expresión de desdén de Bonnet.
La décima sala.
Sara.
De pronto todo encajó. Fue como el momento en que un matemático soluciona un teorema y escribe en su libreta: QED. Quod erat demonstrandum.
Se ha demostrado.
—¿Tienes coche? —preguntó Luc.
—Sí, claro.
—¿Me lo prestas?
El móvil de Luc vibró. Estaba recibiendo otra llamada. Se lo apartó del oído un momento para ver quién era.
Sara Mallory.
El corazón le dio un vuelco. Apretó el botón de responder sin avisar a Isaak de que iba a cortar.
—¡Sara!
Hubo un silencio. Entonces se oyó una voz de hombre. Una voz mayor.
—La tenemos.
Luc sabía quién era.
—¿Qué quiere?
—Hablar. Nada más. Luego su amiga se podrá ir. Y usted también. Hay cosas que debe entender.
—Déjeme hablar con ella.
Se oyó un sonido amortiguado. Esperó.
—¿Luc? —Era Sara.
—¿Estás bien?
Estaba asustada.
—Ayúdame, por favor.
El hombre se puso de nuevo al habla.
—Ya está, ya ha hablado con ella.
—Como le haga daño, lo mataré. Lo mataré.
El taxista lanzó una mirada fugaz a Luc por el retrovisor, pero no parecía dispuesto a entrometerse en sus asuntos.
El hombre del teléfono adoptó un tono burlón.
—No me cabe la menor duda. ¿Va a venir para que podamos charlar?
—¿Le han hecho daño?
—No, solo le hemos causado algunas molestias. Nos hemos comportado como unos caballeros.
—Se lo advierto, más les vale no hacerle daño.
El hombre no le hizo caso.
—Le diré a donde tiene que ir.
—Sé dónde están.
—De acuerdo. Eso no supone ningún problema para nosotros. Pero tenga en cuenta una cosa: debe venir solo. Y tiene que estar aquí a medianoche. No se retrase ni un minuto. Si trae a los gendarmes, a la policía o a alguien más, su amiga tendrá una muerte desagradable, usted morirá y su cueva será destruida. No quedará nada. No hable de esto con nadie. Créame, por favor, es una amenaza seria.
Isaak dejó a Luc solo en su estudio durante media hora mientras él ayudaba a uno de sus hijos a hacer los deberes. La mujer de Isaak asomó la cabeza para ofrecerle un café, pero Luc estaba tan concentrado escribiendo que apenas se detuvo para rechazarlo. No era una carta muy pulida, parecía más bien un borrador con frases a medias y abreviaciones. Le habría gustado formular sus pensamientos de forma bien razonada, pero no disponía de más tiempo. Iba a tener que conformarse con lo que estaba haciendo.
Utilizó la impresora de Isaak para sacar dos copias, y también imprimió dos copias más del ejemplar en color que tenía Isaak del manuscrito de Ruac. Guardó un ejemplar de la carta y otra del manuscrito en dos sobres que le había dado Isaak. En el primero escribió «Coronel Toucas, Agrupación de la Gendarmería de la Dordoña, Périgueux», y en el otro «M. Gérard Girot, Le Monde».
Le dio los sobres a Isaak y le pidió que los hiciera llegar a los destinatarios si no tenía noticias suyas en veinticuatro horas.
Isaak se frotó la frente, preocupado, pero aceptó sin decir nada.
Isaak tenía un buen coche, un Mercedes coupé. Cuando Luc dejó atrás el Périphérique Intérieur y tomó la A20, pisó el acelerador para empezar a devorar kilómetros. El coche estaba equipado con un GPS con detector de radares que le informó que le quedaban cuatrocientos setenta kilómetros para llegar a su destino y que la hora prevista de llegada era la 1.08 de la madrugada. Iba a tener que recuperar más de una hora.
Cada vez que sonaba el detector de radares levantaba el pie del acelerador y reducía la marcha para no sobrepasar la velocidad máxima permitida. No tenía tiempo para hablar con los gendarmes. Una parada de media hora en la cuneta podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Esa gente de Ruac actuaba con una especie de crueldad desconocida para él.
Nunca había estado en el ejército. Nunca había pertenecido a los exploradores. No sabía boxear ni llaves de artes marciales que le permitieran derribar a su adversario. No tenía armas, ni tan siquiera una navaja. ¿De qué le iban a servir? La última vez que había participado en una pelea fue en el patio de la escuela, y ambos acabaron sangrando por la nariz.
La única arma que poseía era su ingenio.
Estaba de nuevo en el Périgord. Terreno familiar. Había recuperado gran parte del tiempo, pero no todo. Iba a tener que seguir arriesgando en las carreteras secundarias, pero era tarde y no había mucho tráfico.
Aún estaba a tiempo de llamar al coronel Toucas. Quizá era la decisión más inteligente, dejarlo todo en manos de los profesionales. Estaba en el campo, pero un equipo de asalto podía llegar en una hora. Había visto a esos tipos en acción en programas de la televisión. Hombres jóvenes y duros. ¿Qué hacía un arqueólogo de mediana edad intentando asaltar una fortificación?
Se quitó aquel pensamiento de la cabeza. Había metido a Sara en ese embrollo y por lo tanto él era el responsable de salvarla. Apretó los dientes, pisó el acelerador y el coche reaccionó a su estado emocional.
Llegó a las afueras de Ruac a las 23.55 h. Para bien o para mal, no iba a llegar tarde. Frenó de forma instintiva al llegar a la curva donde había fallecido Hugo y entró con el Mercedes en la calle principal y desierta del pueblo.
El cielo estaba nublado y soplaba un viento fuerte. No había farolas en la calle y todas las casas estaban a oscuras. La única fuente de luz procedía de los halógenos azulados de los faros del coche.
Al final de la calle, las luces de una única casa se fueron encendiendo por fases. Primero las del piso de arriba, luego la planta baja. Era la casita que estaba tres puertas más allá del café.
Luc aparcó junto a la acera.
Miró por el espejo retrovisor de forma instintiva. Vio a dos hombres vestidos con ropa oscura tomando posiciones a ambos lados de la calle. A través del parabrisas vio que sucedía otro tanto al final de la calle.
Estaba acorralado.
Salió del coche con una sensación de hormigueo en las piernas.
Se abrió la puerta principal de la casa. Se puso tenso. Quizá lo recibieran con un disparo de escopeta a quemarropa. Como a sus antiguos compañeros de excavación. Tal vez era así como iba a acabar.
Ella iba vestida de fiesta, con una blusa alegre y escotada y una falda negra y ceñida que le llegaba por debajo de las rodillas, todo con un estilo casi vamp. Parecía que había dedicado un buen rato a maquillarse. Tenía los labios pintados de un rojo muy intenso y cautivador.
—Hola, Luc —lo saludó—. Llegas a tiempo —dijo con un dulce susurro, como si estuviera esperándolo para cenar.
A Luc lo embargó una sensación de mareo muy similar a las náuseas que se sienten con los primeros embates de la gripe.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para hablar.
—Hola, Odile —dijo con voz tensa y áspera.