Ruac, 1307
Hacía mucho tiempo que Bernardo de Claraval había muerto, pero no había pasado un solo día sin que alguien de la abadía de Ruac pensara en él o mencionara su nombre para hacer una observación o poner más énfasis en una plegaria.
Exhaló el último suspiro en 1153 a la edad de sesenta y tres años y fue canonizado en un tiempo casi récord cuando, en 1174, el papa Alejandro III lo declaró santo. El honor emocionó y entristeció al mismo tiempo a su hermano, Bartolomé, que aún estaba traumatizado por el hecho de vivir en un mundo sin la presencia imponente de Bernardo.
Con ocasión de la onomástica de su hermano, Bartolomé viajó hasta Claraval con Nivardo, ahora su único hermano con vida, para rezar en la tumba de Bernardo. Se sentían algo turbados. ¿Estaría vivo alguno de los contemporáneos de Bernardo de Claraval y los recordaría? ¿Se revelaría su secreto?
Creían que no, pero en caso de que algún monje anciano los mirara con recelo o intentara mantener una conversación con ellos, se mantendrían distantes y con la cabeza cubierta para no perder el anonimato.
No querían entablar ninguna conversación que se pareciera a esta:
«¡Me recordáis a los hermanos de san Bernardo! Los conocí en una ocasión, hace muchos años».
«Podéis tener la certeza de que no somos esos hombres, hermano».
«No, por supuesto, ¡eso es imposible! ¡Deben de estar muertos o, en caso contrario, tendrían más de ochenta años!»
«Y, como podéis ver, somos jóvenes».
«Sí, quién pudiera ser joven de nuevo. ¡Sería maravilloso! Sin embargo, vos, señor, sois el retrato de Bartolomé, y vos, señor, el retrato de Nivardo. Mi anciana mente me juega malas pasadas».
«Permitidnos que os acompañemos a un lugar más sombreado, hermano, y que os demos una jarra de cerveza».
«Muchas gracias. Decidme, ¿cómo habéis dicho que os llamabais?»
No, no podían permitir que tuviera lugar tal conversación.
Guardaban su secreto con gran celo. Fuera de los límites de la abadía de Ruac no los conocía nadie. Con el paso de los años, la abadía había involucionado, se había encerrado en sí misma, se había convertido en una isla. Esa situación se debía, en parte, al giro doctrinal que habían tomado hacia el cistercianismo, en homenaje a las enseñanzas y vínculos filiales con Bernardo, cuya figura era cada vez más influyente. El mundo exterior solo ofrecía tentación y pecado. Bernardo enseñó que una buena comunidad monástica se bastaba con el sudor de la frente de sus miembros para satisfacer las necesidades terrenales y las plegarias celestiales a Cristo y la Virgen María para mantenerlos espiritualmente. Sin embargo los monjes empezaban a perder la buena sintonía con sus hermanos seglares del pueblo de Ruac y por ese motivo debían ocultarse.
Una vez a la semana, en ocasiones dos, preparaban el Té de la Iluminación y se retiraban a la soledad de sus celdas o, si la noche lo permitía, yacían en una cama de helechos bajo su roble favorito. Entonces viajaban a otro lugar, otra época, otro plano, uno que, estaban convencidos de ello, los acercaba más a Dios.
Durante un tiempo, Bartolomé se mostró preocupado por la hostilidad de Bernardo. Aún recordaba nítidamente sus lejanas palabras. «Anoche el Diablo nos infligió un gran mal. ¿Acaso tenéis alguna duda de esto?»
Había alzado un dedo acusador. «¡Maligno! ¡Maligno!»
Bernardo era un hombre sumamente culto, mucho más que él. Junto con Abelardo compartía el honor de ser el hombre más inteligente que Bartolomé había conocido jamás. Los papas acudían a él para que zanjara disputas. Incluso los reyes. Pero en esta cuestión, y Bartolomé había acabado convenciéndose a sí mismo de ello, era él quien tenía razón: Bernardo se había mostrado corto de miras.
En ningún momento el té le había restado un ápice del fervor que sentía hacia Cristo. Tampoco había socavado su determinación de rezar y trabajar para alcanzar la pureza espiritual. De hecho, aumentaba su vitalidad espiritual y física. Se despertaba todas las mañanas con el tañido de las campanas de la capilla, con el corazón henchido de amor y el paso ágil. Y sobrellevaban sus arrebatos coléricos con estoicismo, estando a las duras y a las maduras, intentando no hacerse daño unos a otros.
Jean, el enfermero y herborista, y él predicaron las virtudes del té entre los monjes de la abadía y poco después todos empezaron a utilizarlo como tónico revitalizante y vehículo espiritual. Los monjes no hablaban con franqueza de sus experiencias personales, pero los días que preparaban grandes cantidades de la infusión formaban cola con entusiasmo para tomar su ración. Incluso el abad acudía con su cáliz personal antes de regresar presurosamente a la intimidad de su casa abacial.
A medida que pasaron los años, Bartolomé y los demás monjes se percataron de que algo sucedía en su interior, casi imperceptible al principio, pero ineludible con el paso del tiempo. Sus barbas seguían siendo negras o marrones, sus músculos mantenían la firmeza, su vista no empeoraba. Y en cuanto al delicado asunto de los deseos carnales, a pesar de sus votos de celibato, conservaban la desmesurada potencia de su juventud.
De vez en cuando los monjes de Ruac se veían obligados a comerciar con personas de fuera o se encontraban con algún habitante del pueblo por casualidad mientras paseaban. Fue en este tipo de encuentros cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. El tiempo exigía cuentas a la gente de fuera, pero no a los monjes.
Fuera del monasterio la gente envejecía. Ellos no.
Era el té, no cabía la menor duda.
La cuestión se convirtió en un secreto que convenía guardar con gran celo. Nada bueno se podía esperar de revelar su práctica a la gente de fuera. Eran tiempos difíciles y las acusaciones de herejía se lanzaban con suma facilidad. Sí, corrían rumores. Siempre los había habido sobre los quehaceres secretos que se llevaban a cabo en el interior de la abadía. Por lo general, las conjeturas que susurraban los aldeanos que vivían cerca de la abadía se convertían en acusaciones de libertinaje y embriaguez, entre otras, y en ocasiones llegaban a la magia negra. Y sí, en Ruac había rumores de monjes que no morían, pero se quedaban en eso, rumores.
De modo que decidieron esconderse, y cuando no les quedaba más remedio que salir fuera, como en la ocasión en que algunos de ellos se vieron obligados a viajar hasta el priorato de Saint-Marcel para velar a Pedro Abelardo, intentaban mantener la cara oculta en todo momento. En su lecho de muerte, Bartolomé se vio obligado a revelar su secreto a su hermano Bernardo debido a la devoción y el respeto que sentía por él.
Bernardo se enfureció de nuevo, y en privado clamó contra el té y su afrenta inherente a las leyes de la naturaleza. Pero, por el bien de sus hermanos, juró que se llevaría el secreto a la tumba siempre y cuando Bartolomé y Nivardo convinieran en no volver a verlo jamás.
Y a pesar de lo doloroso que era, todos aceptaron el acuerdo. Fue la última vez que Bartolomé vio a Bernardo con vida.
Nivardo, el más joven de los seis hermanos de Fontaines, siguió un camino muy tortuoso para llegar a Ruac y unirse a Bartolomé. Podría haber elegido entre dos caminos familiares: el sacerdocio o la espada. Al principio no escogió ninguno de los dos.
Dos hermanos, Gerardo y Guido, habían luchado por el rey. Los otros, Bernardo, Bartolomé y Andrés, habían tomado el hábito. Andrés murió joven, fulminado por la viruela durante el primer invierno riguroso en la abadía de Claraval. Gerardo y Guido abandonaron el ejército del rey y se fueron a Claraval cuando se creó. Tomaron el hábito, pero su espíritu guerrero nunca los abandonó. De modo que a nadie le extrañó que tras el Concilio de Troyes de 1128 se convirtieran en caballeros de la Iglesia. Y cuando empezó la Segunda Cruzada se pusieron la capa blanca con la cruz roja y se unieron a los templarios en el funesto asalto de Damasco. Allí cayeron bajo el enjambre mortal de los arqueros de Nur ad-Din, y desaparecieron engullidos por una marea de sangre.
De joven Nivardo era un hombre pío y albergaba la esperanza de seguir a su famoso hermano Bernardo a Claraval, pero eso fue antes de conocer a una mujer de Fontaines. Anne era plebeya e hija de un carnicero. El padre de Nivardo enfureció, pero el joven estaba tan prendado de la hermosa y alegre chica que cuando no se hallaba con ella no podía comer, dormir ni rezar seriamente. Al final abandonó las nobles tradiciones de su familia y se casó con ella. Tras verse obligado a renunciar a la munificencia de su padre, se convirtió en un modesto mercader y empezó a trabajar de aprendiz con su suegro en una carnicería llena de despojos, cerca del mercado.
La felicidad tan solo duró tres años, hasta que la peste llegó a Fontaines y Nivardo perdió a su mujer y a su hijo. Se convirtió entonces en un vagabundo, en un bebedor y en un carnicero ambulante, y se hallaba sumido en una bruma impía en Ruan cuando, en 1120, en una taberna que apestaba a orín, oyó que estaban buscando a un carnicero para un velero nuevo. Se llamaba el Barco blanco y era la nave más grande construida jamás en Francia. Se consideraba tan fiable y poderosa que en una apacible noche de noviembre zarpó de Barfleur con un cargamento valiosísimo. A bordo iba Guillermo Adelin, el único hijo legítimo del rey Enrique I de Inglaterra, y con él un gran séquito de la realeza británica.
Se cometieron errores de navegación, ¿o fue un sabotaje? Nunca se supo. Cerca del puerto, el barco viró hacia un escollo que atravesó el casco. La nave se hundió rápidamente. Nivardo se encontraba en la bodega, recluido entre cajas de vino para soportar su primer viaje; iba vestido con las pieles de carnero típicas de los carniceros. Oyó el crujido de la madera, los gritos de la tripulación, el murmullo del agua y lo siguiente que supo fue que el barco había desaparecido y que estaba solo en el mar oscuro flotando con sus pieles de carnero. A la mañana siguiente un barco pesquero lo rescató: fue el único superviviente. Hubo cien muertos. El heredero al trono de Inglaterra había fallecido.
¿Por qué se había salvado él?
La pregunta desconcertó a Nivardo, lo acosaba, le hizo dejar la bebida y lo condujo de nuevo hacia Dios. El bochorno que sentía por sus pecados de juventud le impidió ir a llamar a la puerta de Bernardo en Claraval. ¿Cómo iba a explicarle a un hombre tan recto la vida que había llevado y las decisiones que había tomado? No podía. En lugar de eso se dirigió hacia el clima más benigno de Ruac, donde Bartolomé lo recibió con los brazos abiertos.
—¡Eres mi hermano, de sangre y ante Cristo! —exclamó—. ¡Además, siempre es útil contar con un monje que sepa cómo se mata un cerdo!
Pasaron los años. Nivardo se convirtió en un devoto consumidor del té y se unió al grupo de monjes que aspiraban a burlar el tiempo.
Los monjes de Ruac entendieron que aunque la infusión podía tener muchos efectos positivos, no era un escudo que les proporcionara la invencibilidad. No era una protección contra los azotes de la vida diaria: la peste blanca (bastaba con ver lo que le había sucedido al pobre Abelardo), la peste negra o la viruela. Tampoco impedía que se rompieran un hueso o que murieran aplastados. Jean, el enfermero, se cayó un día de su mula y se desnucó. El hecho se convirtió en un pequeño escándalo ya que también se vio implicada una mujer.
Sin embargo, a pesar de las retorcidas artimañas del Diablo, la mayoría de los hermanos vivían y vivían y vivían.
Fue una gran ironía que uno de los actos más famosos de Bernardo, el que habría de ser recordado a lo largo de la historia, fuera el causante de la muerte de Bartolomé y Nivardo.
En 1118 Hugo de Payen, un noble menor de la Champaña, llegó a Jerusalén con un pequeño grupo de hombres y ofreció sus servicios al trono de Balduino II. Con la bendición del rey, pasó una década protegiendo a los peregrinos cristianos durante sus visitas a la Explanada de las Mezquitas. Entonces, en 1128, De Payen escribió a Bernardo, el hombre más influyente de la Iglesia, la estrella más radiante del monacato, para que auspiciara su campaña de crear una orden de caballeros sagrados que lucharan por Jerusalén y por la Cristiandad.
Bernardo aceptó la propuesta de buena gana y redactó un tratado que envió a Roma, De Laudibus Novae Militiae, una defensa acérrima del concepto de guerreros sagrados. En el concilio eclesiástico de Troyes, celebrado en la Champaña, Bernardo logró la aprobación y el papa Inocencio II aceptó formalmente la creación de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón.
Así nacieron los templarios.
Algunos de los primeros caballeros que se unieron a Hugo de Payens eran parientes consanguíneos de Bernardo, incluido André de Montbard, su tío materno, y sus hermanos Gerardo y Guido. Un grupo de nobles de la Champaña también tomó el juramento. Y, desde un primer momento, los templarios veneraron a Bernardo y su afecto por él fue inquebrantable, hasta el fatídico año de 1307.
Gracias al generoso auspicio de Bernardo los templarios recibieron ayudas de la nobleza, que deseaba contribuir a su misión sagrada: dinero, tierras e hijos nobles. Podían cruzar cualquier frontera con absoluta libertad. No pagaban impuestos. No debían rendir cuentas ante ninguna autoridad, salvo al Papa.
A pesar de que no lograron obtener ninguna victoria importante en vida de Bernardo, y de hecho sufrieron una derrota ignominiosa en Damasco durante la Segunda Cruzada, en los años posteriores resurgieron como milicia. En 1177 obtuvieron una victoria gloriosa cuando quinientos templarios ayudaron a derrotar el ejército de Saladino, formado por veinte mil hombres, en la batalla de Montgisard. Uno de estos caballeros fue Nivardo de Fontaines, monje de Ruac y un hombre con quien podían contar sus compañeros para sacrificar una cabra o un camello.
Su reputación se fue consolidando y a lo largo del siglo aumentó su fortuna. Gracias a una ingeniosa mezcla de donativos y negocios, el poder de los templarios creció de forma imparable. Adquirieron grandes extensiones de tierra en Oriente Próximo y Europa, importaron y exportaron bienes por toda la Cristiandad, construyeron iglesias y castillos, y llegaron a ser propietarios de su propia flota naval.
Entonces sucedió lo inevitable: porque todo lo que sube, debe bajar tarde o temprano.
Los templarios, que aún se hallaban al margen del control de los países y otros gobernantes, se habían convertido en un estado dentro de un estado, y eran objeto del temor y el desprecio de la gente de fuera. Cuando un animal está herido, los demás depredadores acechan. Con el paso de los años, los templarios resultaron heridos. Sufrieron reveses militares en Tierra Santa. Perdieron Jerusalén. Se retiraron a Chipre, su último bastión en Oriente Próximo. Luego perdieron Chipre. Su prestigio se desvaneció y los amos de la tierra, poderosos enemigos, se prepararon para la matanza.
Felipe el Hermoso, rey de Francia, albergaba un hondo resentimiento hacia la orden desde que habían rechazado su petición para unirse a ella cuando era joven. También acumulaba grandes deudas con la orden que no tenía intención de devolver. El rey se abalanzó sobre los templarios.
La Iglesia no estaba de acuerdo con el credo templario que les permitía rezar directamente a Dios sin necesidad de que la Iglesia actuara como intermediaria. El Papa se abalanzó sobre los templarios.
El rey Felipe y el papa Clemente aunaron esfuerzos y acusaron a los templarios de todo tipo de crímenes execrables: de negar a Cristo, de asesinatos rituales, incluso de adorar un ídolo, una cabeza con barba llamada Baphomet. Se emitieron las órdenes pertinentes y los soldados se prepararon.
La trampa se cerró.
En el año 1307, en el mes de octubre, los hombres del rey asestaron un golpe demoledor y coordinado. Era viernes 13, una fecha que habría de albergar para siempre malos presagios.
En París, el gran maestre de la orden del Temple, Jacques de Molay, y sesenta de sus caballeros fueron encarcelados. En toda Francia y Europa se arrestó a miles de templarios y sus acólitos. Después de apresarlos tuvo lugar una orgía de torturas y confesiones forzadas. ¿Dónde se escondía su inmenso tesoro? ¿Dónde se encontraba su flota de barcos que antiguamente estaba amarrada en La Rochelle?
En Ruac, la acción se desarrolló a mediodía, en el momento en que los monjes salían de la iglesia tras acudir al oficio de sexta. Un contingente de soldados, encabezado por un capitán bajito y pugnaz que tenía un aliento asqueroso y se llamaba Guyard de Charney, irrumpió a través de las puertas y rodeó a los hermanos.
—¡Esta es una casa templaria! —gritó—. Por orden del Rey y el papa Clemente, todos los caballeros de la orden deberán rendirse, y todos los tesoros y monedas quedan requisados.
El abad, un hombre alto y con una barba puntiaguda, dijo:
—Señor, esta no es una casa templaria. Somos una humilde abadía cisterciense, como bien sabéis.
—¡Bernardo de Claraval fundó esta casa! —gritó el capitán—. De su infecta mano nacieron los caballeros del Temple. Es bien sabido que a lo largo de los años ha sido un refugio para los caballeros y sus partidarios.
—¿Una mano infecta? —exclamó alguien detrás de los monjes—. ¿Una mano infecta? ¿Habéis dicho que Bernardo, nuestro venerado santo, tenía una mano infecta?
Bartolomé intentó agarrar a Nivardo de la túnica para impedir que diera un paso adelante, pero fue demasiado tarde.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó el capitán.
—Yo.
Nivardo se situó frente a los monjes. Bartolomé reprimió su miedo y siguió a su hermano hasta primera fila.
El capitán vio a dos monjes ancianos ante él y señaló con el dedo a Nivardo.
—¿Vos?
—Os ordeno que retiréis vuestra vil afirmación sobre san Bernardo —dijo Nivardo con voz firme.
—¿Quién sois vos para darme órdenes, anciano?
—Soy Nivardo de Fontaines, caballero del Temple, defensor de Jerusalén.
—¡Caballero del Temple! —exclamó el capitán—. ¡Guardáis un gran parecido con mi abuelo sordo! —Los hombres del rey estallaron en carcajadas.
Nivardo se puso tenso. Bartolomé vio que la ira convirtió el rostro de su hermano en piedra. No pudo impedir lo que sucedió a continuación, del mismo modo en que no había podido impedir que Nivardo hiciera lo que quisiera a lo largo de su dilatada y fructífera vida. Bartolomé siempre se había conformado con vivir en la abadía, pero Nivardo era un aventurero inquieto, capaz de preparar una buena cantidad de Té de la Iluminación y desaparecer durante largos períodos de tiempo.
Nivardo se acercó lentamente hasta el capitán, lo suficiente para percibir el hedor de sus dientes picados. El soldado esbozó una sonrisa entre despectiva y recelosa, pues no estaba seguro de cuál iba a ser su próxima reacción.
Con un movimiento increíblemente rápido, Nivardo golpeó al capitán en la cara con el dorso de la mano. Le abrió una brecha en el labio.
Alguien desenvainó una espada.
El abad y Bartolomé se precipitaron sobre Nivardo para apartarlo, pero fue demasiado tarde.
Se oyó el sonido suave y escalofriante del acero al atravesar la carne humana.
El capitán pareció sorprendido de su propia acción. No había tenido la intención de matar a un viejo monje, pero la espada que sostenía en la mano estaba ensangrentada y el maldito monje estaba arrodillado, con los brazos en torno al estómago, mirando hacia el cielo y pronunciando sus últimas palabras:
—Bernardo. Hermano mío.
En un ataque de ira, el capitán ordenó que registraran y saquearan la abadía. Confiscaron los candelabros y las copas de plata. Levantaron las tablas del suelo para buscar el tesoro de los templarios. Los monjes fueron los destinatarios de groseros epítetos y fueron tratados a patadas, como perros.
En la enfermería el hermano Michel temblaba como una liebre atemorizada mientras los soldados movían las camas y hurgaban en las estanterías. Durante décadas había trabajado a destajo como ayudante de Jean, y cuando el anciano monje falleció de forma prematura aplastado por una mula se convirtió en el enfermero de la abadía. Ciento cincuenta años era mucho tiempo para lograr subir de categoría, dijo con desdén cuando lo ascendieron.
Michel intentó congraciarse con los soldados señalándoles el lugar donde se encontraba un crucifijo con incrustaciones de piedras preciosas y un cáliz de plata que había pertenecido a su antiguo maestro. En cuanto los intrusos se fueron, se sentó en una de las camas, jadeando.
Cuando los soldados quedaron exhaustos tras el esfuerzo que habían realizado, el capitán anunció que iba a informar al consejo del rey. El abad de Ruac debía acompañarlos; por mucho que protestaran los monjes, no cambiaría de opinión. Se llevaría a cabo una investigación, de eso podían estar seguros. Si ese hombre, Nivardo, había sido un templario en su juventud, iban a pagar un precio más alto aún del que habían pagado hasta entonces.
Bartolomé no pudo tocar a su hermano muerto hasta que los soldados se fueron. Se sentó junto al cadáver, apoyó la cabeza en su regazo y le acarició el pelo canoso.
—Adiós, hermano mío, amigo mío —susurró entre lágrimas—. Hemos sido hermanos durante más de doscientos doce años. ¿Cuántos hermanos pueden decir lo mismo? Me temo que no tardaré en unirme a ti. Rezo para encontrarme de nuevo contigo en el cielo.
En las semanas posteriores, los pocos visitantes que recibió la abadía de Ruac informaron de las mismas historias. Por toda Francia los templarios eran víctimas de torturas o morían quemados en la hoguera. Se había desatado una orgía de violencia por todo el país. Se confiscaron los edificios y las tierras de los templarios. No se salvaba nadie que fuera sospechoso de haber mantenido vínculos con la orden.
En sus doscientos veinte años de vida, Bartolomé nunca había rezado con más fervor. Para el mundo exterior era un hombre que rondaba los sesenta, tal vez los setenta años. Por su aspecto parecía que la vida aún fluía con fuerza por sus venas. Sin embargo sabía que no viviría un año más. El Papa había creado una sala de la Inquisición en Burdeos y se estaban propagando por toda la región historias de antorchas humanas. Corría el rumor de que su abad había sido torturado y había acabado ardiendo en la hoguera.
¿Qué debía hacer él? Si los hombres del rey y del Papa tomaban la abadía, si los monjes eran martirizados por su lealtad a Bernardo, ¿qué sucedería con su secreto? ¿Debía morir con ellos? ¿Debía ser protegido para sobrevivir al paso del tiempo? Él era el hombre más sabio que quedaba. Hacía tiempo que Jean había muerto. Nivardo también había fallecido. El abad había corrido la misma suerte. Tenía que confiar en su propia opinión.
Durante décadas, nunca había dejado de estudiar. Sin embargo, ningún conocimiento le resultó más útil que todos los relacionados con el oficio del escriba y del encuadernador. Así, un día, después de haber ofrecido sus fervientes oraciones a Dios, tomó la firme decisión de poner en práctica estos conocimientos. No era él quien debía decidir cómo había que disponer de su gran secreto. Era Dios quien debía tomar esa decisión. Él sería el humilde escriba de Dios. Escribiría la historia de la cueva y del Té de la Iluminación para que la encontraran otros. O no. Eso dependería de Dios.
Con el fin de que no cayera en manos de los inquisidores, ocultaría el texto bajo un código diabólicamente astuto que había creado Jean, el enfermero, unos años antes para esconder sus recetas de herborista de las miradas curiosas. Si el manuscrito era encontrado por unos hombres a los que Dios deseaba revelar su significado, los iluminaría y les quitaría el velo cifrado de los ojos. Por entonces Bartolomé estaría muerto y enterrado; su trabajo, hecho.
De modo que se puso manos a la obra.
A la luz del sol y de la vela titilante, escribió el manuscrito.
Escribió sobre Bernardo.
Escribió sobre Nivardo.
Escribió sobre Abelardo y Eloísa.
Escribió sobre la cueva, Jean, el Té de la Iluminación, los templarios, y sobre una vida muy, muy larga al servicio de Dios.
Cuando acabó —sus verdaderas palabras ocultas bajo la clave de Jean—, aprovechó sus habilidades como artista e iluminador para ilustrar el manuscrito con las plantas que eran más importantes en relación con la historia y las pinturas que habían llamado la atención, muchos años antes, de dos monjes débiles que habían salido a caminar por los acantilados de Ruac.
Y para refrescar su memoria cada vez más frágil, Bartolomé decidió hacer una última visita a la cueva. Fue solo, muy temprano, con una buena antorcha y el corazón rebosante de emoción. Hacía más de cien años que no la visitaba, pero recordaba perfectamente el camino y la enorme entrada de la cueva pareció darle la bienvenida como si fuera un viejo amigo.
Pasó una hora en el interior y, cuando salió, descansó en la cornisa y se recreó una última vez con la visión de las llanuras verdes e infinitas del valle del río. Luego inició el lento camino de regreso a la abadía.
De vuelta a la mesa de trabajo, Bartolomé dibujó las imágenes de las maravillosas pinturas de la cueva y acabó las ilustraciones con un sencillo mapa que mostraba a un peregrino cómo podía encontrar la cueva oculta. El libro estaba listo para ser encuadernado, y lo hizo con el corazón henchido de amor por sus hermanos, en especial por Bernardo. Tenía un pedazo de cuero rojo guardado en una estantería del escritorio. Nunca había encontrado un libro que estuviera a su altura; pero ahora había llegado el momento. Durante varios días encuadernó el libro con gran minuciosidad; en la cubierta utilizó los punzones para grabar la figura de san Bernardo, su querido hermano, junto con un halo celestial que flotaba sobre su cabeza.
El libro tenía buen aspecto. Bartolomé estaba satisfecho, pero no del todo. Le faltaba el toque final que lo convertiría en una obra a la altura del tema que trataba. Bajo su colchón tenía una pequeña caja de plata, una reliquia de la familia, uno de los pocos objetos bonitos que no había perdido durante el saqueo de octubre.
La fundió en la hoguera y le pidió al hermano Michel que lo ayudara.
En una pequeña abadía como Ruac, los monjes a menudo aprendían un oficio por pura necesidad. Mientras había ejercido de tutor del enfermero, Jean, le había comprado al herrero las herramientas necesarias para trabajar el metal y había llegado a convertirse en un experto orfebre. Bartolomé le mostró a Michel el manuscrito encuadernado en piel roja, le pidió que lo adornara con la plata que había fundido y lo dejó todo en sus curiosas manos; no sabía que Jean había enseñado a Michel el método de cifrado que había ideado. Bartolomé, que no era consciente de nada de eso, había escrito las palabras clave, NIVARDO, ELOÍSA y TEMPLARIOS, en un pedazo de pergamino situado entre las páginas, en un marcador.
Unos días después, Michel le devolvió el libro con las esquinas y las cabezadas de plata reluciente, cinco bullones en la cubierta y dos cierres para que no se abriera. Bartolomé quedó muy satisfecho y besó y abrazó con cariño a Michel para felicitarlo por su magnífico trabajo. Consciente de que el enfermero había sentido siempre gran curiosidad por todos los asuntos relacionados con los demás monjes, le preguntó por qué no había mostrado ningún interés acerca de la naturaleza del manuscrito. Michel murmuró que otras cuestiones reclamaban su atención y regresó a la enfermería.
Corría el rumor de que un viñedo templario cercano había quedado desierto: habían expulsado a todos los peones y habían detenido a los nobles. Era solo cuestión de tiempo que los hombres del rey regresaran, Bartolomé estaba convencido de ello. Una noche, cuando el monasterio estaba en silencio y todos dormían, abrió un hueco en una pared de adobe y cañas de la sala capitular y ocultó el valioso manuscrito en el interior. Antes de guardarlo, miró la última página, y aunque estaba cifrada, recordó las palabras que había escrito.
A vos que sois capaz de leer este libro y entender su significado, os envío nuevas de un pobre monje que vivió doscientos veinte años y que habría vivido incluso más si los reyes y los papas no hubieran conspirado contra las buenas obras de los templarios, la Sagrada Orden noblemente fundada por mi amado hermano san Bernardo de Claraval. Utilizad este libro como yo, para vivir una vida larga y pródiga al servicio de nuestro Señor Jesucristo. Honradlo como yo Lo he honrado. Amadlo como yo Lo he amado. Deseo que disfrutéis de una vida larga y buena. Y que recéis una oración por vuestro pobre sirviente, Bartolomé, que abandonó esta tierra siendo un hombre anciano con un corazón joven.
Cuando acabó de enlucir la pared oyó el ladrido de los perros y el relincho de los caballos en los establos.
Se acercaban hombres.
Iban a por él. Iban a por todos ellos.
Se dirigió a toda prisa a la capilla para rezar una última oración antes de que se lo llevaran para darle muerte.
Mientras los soldados cruzaban las puertas de la abadía, un monje atravesaba tan rápido como podía el prado de hierba alta iluminado por la lluvia que había detrás de la abadía. Se había despojado de su hábito y del crucifijo y vestía como un simple herrero con un sayo, calzas y un blusón. Se escondió cerca del río y a la luz de la mañana se presentó ante la buena gente de Ruac como un hombre muy trabajador y temeroso de Dios.
Y si se mostraban reacios a aceptarlo, les revelaría un secreto que sin duda les interesaría. De eso, Michel de Bonnet, antiguo hermano Michel de la abadía de Ruac, no tenía ninguna duda.