Capítulo 29

Cueva de Ruac, 30000 AP

Tal se despertó empapado en sudor de la cabeza a los pies y con el sabor del Agua del Cielo aún en la lengua. Intentó recordar lo que había sucedido pero fue incapaz.

Se palpó entre las piernas y se acarició el miembro erecto. Uboas estaba junto a él, echada sobre una piel de bisonte exuberante y preciosa, el último animal que habían matado en su caza semestral. Dormía envuelta en una manta de piel de ciervo; no había estado bien. Podría haberla despertado para satisfacerla, pero prefirió dejarla dormir hasta que la luz del sol entrara en la cueva.

Tal se acarició hasta quedar satisfecho y luego se envolvió en las pieles para entrar en calor; era una noche fría. Deslizó la mano por su propia piel de bisonte, que empezaba a estar bastante desgastada. Era de un animal que había cazado de joven. No fue el primero, ya que ese trofeo fue a parar a manos de su padre, sino el segundo. Ese sí que se lo pudo quedar. Recordó la jabalina que había abatido al animal. Aún podía verla surcando el aire con rapidez, en línea recta, y cómo la punta de sílex se introdujo entre las costillas y se hundió hasta lo más profundo. Lo recordaba de forma vívida, aunque había sucedido mucho tiempo atrás.

Mientras sentía cómo la piel del animal se erizaba entre sus dedos, de pronto, tras un fogonazo de luz cegadora como si hubiera mirado directamente al sol, le sobrevino el recuerdo del último vuelo. Empezó a temblar.

Volaba sobre una manada de bisontes, lo bastante cerca para estirar el brazo y tocar el lomo musculoso y fuerte de uno de los animales. Sintió, como le sucedía siempre, la exultación de poder volar sin esfuerzo, el honor de desplazarse con la manada, de ser uno de ellos. Presa del placer, estiró los brazos cuanto pudo y también los dedos para sentir el viento.

Entonces fue consciente de algo extraño, de una presencia desconocida que se le acercaba. Siempre volaba solo, pero percibió que alguien o algo se había infiltrado en su reino. Volvió la cabeza y lo vio.

Una figura larga y elegante que se precipitaba sobre él como un águila en pos de una presa.

Tenía cabeza de león y cuerpo de hombre. Los brazos, pegados al cuerpo, le permitían surcar el aire como una lanza. Y se dirigía hacia él.

Agitó los brazos para ganar velocidad, pero fue incapaz de acelerar el ritmo. La manada de bisontes se dividió en dos, una mitad se dirigió hacia la izquierda, la otra hacia la derecha. Quiso seguirlos, pero no pudo cambiar de dirección. Volaba solo, bajo, las altas hierbas de la llanura le hacían cosquillas en el cuerpo desnudo. El hombre león se acercaba cada vez más. Vio cómo abría la boca y gruñía, y se imaginó lo que sentiría si la saliva caliente del león entraba en contacto con su carne, un instante antes de que le clavara los colmillos en la pierna.

Los acantilados estaban próximos y tras ellos se encontraba el río.

No sabía por qué, pero estaba convencido de que si lograba cruzar el río se salvaría. Tenía que sobrepasar el río.

El hombre león estaba a punto de alcanzarlo. Tenía la boca abierta, la mandíbula lista para morderlo.

Se hallaba en los acantilados.

Ahí estaba el río, plateado bajo el sol.

Sintió una gota de saliva en el tobillo.

Y regresó a la cueva.

Meditó sobre el significado de la experiencia. Los ancestros le estaban lanzando una advertencia, sin duda. Iba a tener que mantenerse alerta, pero eso lo hacía siempre. Era una de las responsabilidades del jefe del clan del Bisonte. Tenía que proteger a su gente. Pero ¿quién iba a protegerlo a él?

Estiró el brazo para intentar acariciar a Uboas, pero solo alcanzó la piel de bisonte. Habían concedido al hijo del hijo de Tal, Mem, el honor de dar muerte a ese bisonte. Ese joven excepcional, que llevaba el nombre de Tala, en honor a su abuelo, se parecía más a Tal que el propio Mem.

Tala mostraba gran interés por las plantas y la sanación, era experto en la talla de sílex y poseía la misma habilidad que Tal para reflejar la fuerza y la majestuosidad de un caballo al galope trazando un simple perfil de carbón y grafito. Tal siempre había sentido gran cariño por el chico, como si fuera su segundo hijo, porque, ¡ay!, su verdadero segundo hijo, Kek, había salido a cazar un día solo, pues era así como le gustaba hacerlo, para demostrarle su valor a su padre. Parecía encontrarse sumido en un perpetuo estado de ira y frustración, y en ocasiones descargaba su resentimiento contra su hermano y su padre; carecía del temperamento necesario para ser un segundo hijo. Nunca regresó. Lo buscaron y no encontraron ni rastro. Todo sucedió mucho tiempo atrás.

En la tranquilidad de la cueva y la profundidad de la noche, Tal quería disfrutar de un sueño apacible y reconfortante, sin pesadillas. Una simple huida hacia la nada. Descansar de sus temores y aprensiones habría sido un regalo, pero era incapaz de conciliar el sueño. Dentro de poco tendría que irse para que Uboas no fuera testigo de su arrebato de rabia.

Intentó pensar en cosas felices, en el orgullo que sentía por su hijo Mem, en el amor por su nieto, en la certeza, basada en lo que sentía en sus entrañas, de que el clan del Bisonte estaría en buenas manos. Pero entonces los viejos pensamientos invadieron su mente, pensamientos sombríos que empezaron a oscurecerle la mirada, el presagio de la Ira de Tal.

Se había abalanzado sobre él como un hombre se abalanza sobre un ciervo que bebe en un estanque.

Un día, años antes, se dio cuenta de que Uboas estaba envejeciendo y él no. Al principio no le dio importancia, pero a medida que fue pasando el tiempo se fijó en que la melena de su compañera estaba surcada de vetas blancas, y su piel, en el pasado suave como el huevo de un pájaro, se había ajado. Sus pechos, antes firmes, empezaban a colgar flácidos. En ocasiones cojeaba y se aplicaba en las rodillas una cataplasma que le preparaba Tala.

Y su hijo Mem también envejecía. A medida que iban pasando las estaciones y los años, Mem parecía más su hermano que su hijo, y ahora incluso parecía mayor que él. Supuso que con el tiempo Tala y él aparentarían la misma edad.

De hecho, todos los miembros de su tribu envejecían ante sus ojos. Los ancianos morían, los jóvenes envejecían y nacían nuevos miembros. El ciclo de la vida proseguía para todo el mundo salvo para él.

Era casi como si el río del tiempo se hubiera detenido para Tal pero hubiera seguido fluyendo para los demás.

Los ancianos del clan debatían este misterio en pequeños grupos, y los más jóvenes hablaban de Tal cuando salían a cazar. Las mujeres susurraban cuando se reunían para coser pieles, descuartizar animales o escamar pescados.

Nunca habían tenido un jefe como Tal. Lo amaban por su fuerza, sus grandes dotes y por el modo en que protegía al clan. Lo temían por el poder que ejercía sobre el tiempo.

La tristeza embargó a Uboas, que se mostró más reservada. Era la compañera del jefe, pero su prestigio había disminuido a lo largo de los años: primero se había quedado estéril y luego se había vuelto cada vez más decrépita. Mujeres jóvenes y sin compañero miraban con anhelo el cuerpo musculoso de Tal, y ella se imaginaba que yacía con ellas.

Sin embargo, nadie estaba más preocupado que Mem. Su destino era convertirse en jefe y deseaba con todas sus fuerzas que eso sucediera. Siempre había sentido gran amor y respeto por Tal, pero con el tiempo había acabado convirtiéndose en un rival. Ahora parecía mayor que su propio padre y sospechaba que moriría antes que él y que nunca llegaría a ser jefe del clan.

Padre e hijo apenas se hablaban. Alguna que otra palabra, un gruñido. Tal buscaba a su nieto para saciar su necesidad de amor filial y era Tala quien lo acompañaba a pintar en la cueva sagrada. A Mem le molestaba esa situación. En su juventud, él había sido el elegido para pintar junto con su padre, y fue él quien dibujó las primeras manos que tanto lo habían entusiasmado. Ahora era Tala quien gozaba de ese honor. Debería haberse mostrado orgulloso, pero eran celos lo que sentía.

Cuando llegaba el momento de la iniciación a la edad adulta todavía llevaban a los jóvenes del clan del Bisonte a la cueva, les daban el cuenco de Agua del Cielo y, cuando podían tenerse en pie de nuevo, Tal los conducía a lo más profundo de la cueva para rendir homenaje a las criaturas que merecían su respeto.

El bisonte, por encima de todo, su espíritu hermano en el mundo animal.

El caballo, que gracias a su rapidez y su astucia nunca podía ser conquistado.

El mamut, que hacía tronar el suelo, podía destruir a cualquier enemigo con un golpe de los colmillos y no temía a nada, ni tan siquiera al hombre.

El oso y los leones, los amos de la noche, que tenían más probabilidades de matar a un hombre que viceversa.

Tal nunca pintaba ciervos. Aunque abundaban, eran estúpidos, unas presas fáciles. No eran dignos de su respeto. Eran comida. Tampoco eran dignas de su respeto las criaturas más humildes de la tierra, el ratón, el murciélago, el pez, el castor. Eran alimento, no seres dignos de alabanza.

Tal tomaba Agua del Cielo a menudo, hasta cinco o seis veces cada ciclo lunar. Volar le confería sabiduría. Le proporcionaba consuelo. Le causaba placer. Y, con el tiempo, alcanzó una conclusión inevitable. Empezó a sospechar que le insuflaba vigor y le impedía envejecer mientras los demás sí lo hacían. Incluso acabó gustándole cómo se sentía durante la fase de furia. Creía que cuando bramaba encolerizado los ancestros podían oírlo. Era un hombre poderoso y temido.

No pensaba restringir la práctica ni hacerla universal. Estaba por encima de todos los demás. Era Tal, jefe del clan del Bisonte y guardián de la cueva sagrada. Mientras la cebada creciera, las enredaderas treparan y las grosellas maduraran, él prepararía su agua caliente y roja en el cuenco de su madre. Para volar.

El clan había levantado un campamento nuevo de verano junto a un recodo del río, donde abundaba la pesca y la tierra drenaba rápidamente tras un aguacero. Los acantilados se alzaban tras ellos y protegían su retaguardia de todo salvo de los osos más ágiles. Las principales preocupaciones se encontraban río arriba y río abajo; de noche los más jóvenes hacían guardia. Para llegar a terrenos propicios para la caza tenían que caminar dos horas río abajo, hasta un lugar donde acababan los acantilados, pero en conjunto era una buena ubicación y no se hallaba muy lejos de la cueva de Tal.

El primer indicio de que había problemas llegó cuando un águila cambió su patrón de vuelo y dejó de volar de la cima de los acantilados hasta el río y empezó a volar en círculos río abajo.

Tal se dio cuenta. Estaba ensamblando una punta de sílex en un trozo de cuerno para hacer un cuchillo nuevo. Dejó caer un pedazo de tendón para ver el ave. Entonces, no muy lejos, una bandada de perdices levantó el vuelo de forma súbita. Dejó el cuchillo en el suelo y se puso en pie.

Desde que lo habían nombrado jefe, el clan había crecido moderadamente y ahora estaba formado por unas cincuenta personas. Llamó a su gente para que saliera de las tiendas y lo escucharan. Quizá se avecinaban problemas. Mem debía formar una pequeña avanzadilla con los mejores hombres para ver qué encontraba.

A Mem casi le sorprendió que le asignaran la misión a él en vez de a Tala, pero se lo tomó como una señal de favor y agarró su lanza con entusiasmo. Eligió a seis hombres jóvenes y a su propio hijo, pero Tal se opuso y exigió que Tala se quedara en el campamento. Mem se enfureció. La decisión de su padre enviaba el mensaje al clan de que él era prescindible, pero el valioso Tala no. A pesar de todo, obedeció y partió con sus guerreros.

Tala preguntó por qué no le había permitido ir con ellos. Tal se dio la vuelta y se negó a responder. Todo se debía a la visión que había tenido, por supuesto. Algo iba a suceder. Lo presentía. No quería poner en peligro a su hijo y a su nieto. El clan iba a necesitar un jefe, y Tal creía que este debía proceder de su linaje.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y se limitaron a esperar a que la avanzadilla regresara. Los hombres prepararon las lanzas y las hachas. Las mujeres no dejaron que los niños se alejaran demasiado. Tal no paraba de caminar por la hierba pisoteada del campamento, observando el águila, escuchando los reclamos de los pájaros, olisqueando el viento.

Al cabo de un rato se oyó un grito. El grito de un hombre. No era un grito de miedo, ira o angustia, sino de proclamación. Los hombres regresaban. ¡Había noticias!

Mem apareció el primero dando grandes zancadas con sus largas piernas. Tenía la respiración entrecortada, pero llevaba la lanza a un lado, no levantada por encima del hombro en actitud ofensiva.

Exclamó algo que dejó atónito a todo el mundo e hizo que Tal se tambaleara.

¡Kek había vuelto!

Su hermano. El hijo pequeño de Tal. ¡Había vuelto!

Los demás miembros de la tribu siguieron a su jefe, pero llevaban las lanzas en alto y miraban hacia atrás, por encima del hombro, con nervios.

Kek había vuelto, le explicó Mem, pero no estaba solo.

Formaba parte del pueblo de la Sombra.

Tal preguntó si era su prisionero, pero según Mem no era así. Tal preguntó por qué había vuelto. Y qué hacía con los otros.

Mem contestó que el propio Kek se lo contaría. Se había ofrecido a ir solo. El pueblo de la Sombra no entraría en el campamento.

Tal accedió y Mem desapareció entre la alta vegetación.

Y un padre invirtió el poco tiempo de que disponía para prepararse para su hijo pródigo.

Cuando Mem regresó, lo hizo acompañado de un hombre al que Tal reconoció de inmediato pero al mismo tiempo no.

El hombre tenía los ojos azules, la frente alta y la inconfundible nariz prominente que caracterizaba a los parientes de Tal.

Sin embargo tenía el pelo distinto, pues se había convertido en una masa de colas de rata negras y enredadas, y una barba muy desigual que hacía que su cara pareciera más grande de lo que era. Y su ropa. Los hombres del clan del Bisonte acostumbraban a llevar una especie de pantalones y un sayo hecho con piel suave de ciervo cosidos con tendones. Kek llevaba una prenda de piel de ciervo basta, una única pieza atada en la cintura con un cinturón trenzado. Sostenía una lanza pesada y gruesa, más corta que la que llevaba el día de su desaparición, muchos años antes.

Se había convertido en uno de ellos.

Tenía que contarles una historia y procedió a hacerlo sin mencionar la extraordinaria naturaleza de su regreso. Al principio le costó encontrar las palabras, señal de que no había utilizado su lengua nativa desde hacía mucho tiempo. A medida que se fue soltando, empezó a hablar de forma sincopada, clic, clic, clic, como un hombre que talla un bloque de sílex.

Ese día, largo tiempo atrás.

Estaba cazando solo.

Seguía a un corzo mientras un oso lo seguía a él.

El oso lo atacó sin piedad.

Le arrancó la lanza.

El cuchillo, el de sílex blanco que le había hecho Tal, le salvó la vida. Le pegó un tajo en el ojo al oso y el animal huyó corriendo.

Quedó herido en el suelo, sangrando a causa de los zarpazos. Gritó para pedir ayuda pero luego se quedó dormido.

Kek se despertó en el campamento del pueblo de la Sombra, aunque más tarde descubrió que se hacían llamar pueblo del Bosque. Ellos, por su parte, llaman al clan del Bisonte el pueblo Alto. Se sentía muy débil. Durante varios meses una mujer joven permaneció a su lado, le dio de comer y le curó las heridas con barro.

Aprendió su lengua y llegó a entender que el jefe de la tribu y otros miembros habían debatido si debían matarlo o no. La joven que lo cuidaba era la hija del jefe y lo protegió de cualquier daño.

Cuando Kek recuperó parte de las fuerzas, el jefe de la tribu le dijo que podía quedarse y enseñarles algunas costumbres del pueblo Alto o que podía irse. No lo matarían. La mujer era algo achaparrada y no era tan bonita como las del clan del Bisonte, pero había acabado amándola. Además, estaba cansado de ser el segundo hijo de Tal.

De modo que se quedó.

No tenían hijos, pues ella era estéril. Sin embargo, por extraño que pareciera, se quedó con ella y con el pueblo del Bosque. Ellos no creían que los ancestros estuvieran en el cielo. Morían y dejaban de existir. No respetaban al bisonte. Solo era comida, como cualquier otro animal, pero resultaba más difícil matarlo. No cantaban y reían como algunos miembros del clan del Bisonte. No tallaban pequeños animales en hueso y madera. Hacían buenas hachas pero la hoja de sus cuchillos eran de calidad inferior.

Intercambiaron algunos conocimientos. Kek les enseñó a tallar puntas de lanza tal y como hacían en el clan del Bisonte, y ellos le enseñaron a rodear y acorralar a un ciervo y a obligarlo a que se desempeñara por un acantilado sin lanzar ni una jabalina.

Kek era feliz con ellos; acabaron convirtiéndose en su clan.

Sin embargo, ahora su jefe sufría una crisis. Estaba envejeciendo. Solo engendraba hijas y temía morir sin un hijo. Pero cuando por fin nació el varón, se alegró y el clan también. Hacía una semana que el chico había enfermado y no mejoraba. Kek le habló al jefe de su clan de Tal y del modo en que curaba a la gente con plantas. Le habló de la cueva sagrada. El pueblo del Bosque inició la expedición hasta el campamento del pueblo Alto. Kek quería pedirle a Tal que curara al bebé.

Tal escuchó masticando con fuerza un pedazo de carne de ciervo seca. No tenían por costumbre permitir que un miembro del pueblo de la Sombra entrara en sus dominios. Era peligroso. Y estaba convencido de que los ancestros se opondrían a ello.

Sin embargo Kek le suplicó y lo llamó padre sabio. Le dijo que sentía haberse ido a vivir con los Otros. Le prometió que sus hombres no levantarían las lanzas cuando entraran en el campamento. Le rogó que curara al bebé del jefe.

Los neandertales entraron en el campamento lentamente y con recelo, susurrando entre sí con una lengua desconocida y sincopada. Sus ojos veloces quedaban cubiertos por el velo de unas cejas muy pobladas. Eran más bajos que los miembros del clan del Bisonte; tenían brazos muy musculosos, grandes como un garrote, el pelo alborotado y unas barbas sin cortar. Las mujeres, de pecho voluminoso y espalda ancha, devoraban con la mirada a las mujeres del clan del Bisonte, más altas, delgadas y con el pelo plateado.

Tal había ordenado a sus hombres que formaran dos filas, una frente a otra, con las lanzas en alto, y asintió cuando el pueblo de la Sombra, tal y como habían prometido, dejó sus lanzas amontonadas en el suelo.

El jefe del pueblo de la Sombra dio un paso al frente con un bebé en brazos que permanecía en silencio. El hombre lucía un magnífico collar de dientes de oso.

Kek se encargó de traducirlo. «Soy Osa. Este es mi hijo. Sánalo».

Tal dio unos cuantos pasos hacia delante y pidió que le dejara ver el bebé. Apartó la sábana de piel con la que estaba tapado y vio a un bebé lánguido, sin fuerza, de varios meses de edad y con los ojos cerrados. Su pecho se contraía con cada respiración. Con el permiso del padre, le tocó la piel: estaba caliente y seca como un hueso viejo. Vio que tenía el vientre suelto.

Lo volvió a tapar con la sábana. El jefe se quitó el collar y se lo dio a Tal.

Tal lo aceptó y se lo puso en el cuello.

Intentaría curar al bebé.

A través de Kek, Tal ordenó a los neandertales que se reunieran en la orilla del río y esperaran. Mem y él organizaron a los mejores lanceros para que montaran guardia mientras Tala y él se apresuraban a recolectar las plantas adecuadas. Cuando regresaron, habían llenado un zurrón con dos tipos de corteza, un puñado de hojas redondas y carnosas y las raíces fibrosas de un tubérculo. Cuando Tala llenó un odre con agua del río, Tal dijo que ya estaban listos para empezar.

Como el bebé estaba muy enfermo, Tal decidió llevarlo a la sala más profunda y sagrada para sanarlo. Iba a necesitar de todos los poderes a su disposición. Osa llevó al bebé en sus fuertes brazos y siguió a Tal al interior de la cueva; lo acompañaban tres hombres de su clan, tipos muy toscos que parecían asustados por el hecho de adentrarse en la oscuridad únicamente con la luz de una antorcha. Mem, Tala y uno de los sobrinos de Tal representaban al clan del Bisonte. Kek completaba el grupo. Él era el responsable de tender un puente entre ambos mundos y ambas lenguas.

Los neandertales profirieron un grito cuando vieron las paredes pintadas. Señalaron las pinturas y empezaron a murmurar. Kek les habló en su lengua gutural e intentó calmarlos demostrándoles que podía tocar las imágenes sin problema y sin ningún temor a ser aplastado o mutilado.

Les costó bastante convencer a los miembros del pueblo de la Sombra para que atravesaran a gatas el túnel que conducía a la Sala de las Plantas. Uno de los toscos guerreros insistió en ser el último en entrar en el túnel por temor a que todo fuera una trampa. Apiñados en la bóveda adornada con las manos, murmuraron y parpadearon al ver las manos estarcidas, y alzaron las suyas para inspeccionarlas a la luz del enebro y la grasa que ardía.

Ahí, gran parte del grupo esperó en tensa cortesía, tan separados físicamente como permitía la bóveda. Tal, Mem, Kek, el jefe y uno de sus parientes entraron en la décima sala con el bebé.

Tal entonó uno de los cánticos de sanación de su madre y procedió a preparar el remedio. Utilizando una de sus largas hojas de sílex cortó las hojas carnosas y las raíces fibrosas en trocitos y, cuando acabó, dejó el cuchillo apoyado de punta contra la pared. Echó los pedazos de hojas y raíces en el cuenco de piedra de su madre. A continuación añadió trozos de corteza, que desmenuzó con sus ásperas manos. Finalmente agregó un poco de agua fresca del odre. Removió y aplastó la mezcla con las manos hasta que se convirtió en una masa verde y puso un poco más de agua para que quedara lo bastante líquida para dársela.

A la luz de las lámparas titilantes siguió cantando, sentó al bebé en su regazo y le pidió al padre que le abriera los labios resecos para introducirle una pequeña cantidad de líquido. El bebé tosió y escupió. Tal esperó y le dio un poco más. Luego más. Hasta que el bebé hubo tomado gran parte de la mezcla.

Dejaron al bebé en el suelo, envuelto en su piel de ciervo, y los hombres permanecieron de pie a su lado; dos especies, que compartían una tierra, unidas en el interés común de salvar a un pequeño ser humano.

Tal cantó durante horas.

Tuvieron que traer nuevas antorchas.

A lo largo de la noche fueron informando a los dos clanes, que permanecían apiñados en la cornisa, a ambos lados de la entrada de la cueva, en una paz cautelosa. Tala salía y les contaba a los miembros del clan del Bisonte que el bebé gemía, o vomitaba, o que por fin dormía plácidamente. Uboas le dio tiras de carne seca a su hijo antes de que regresara corriendo junto a su padre.

Cuando empezaron a despuntar los primeros rayos de sol fuera de la cueva, parecía que el bebé se había recuperado. Era capaz de levantar la cabeza por sí solo para beber agua. Tal comunicó que iban a abandonar la cueva porque la curación estaba surtiendo efecto. El padre del bebé mostró su aprobación con un gruñido.

Entonces sucedió la catástrofe.

Se oyó un ruido de tripas y un olor nauseabundo inundó la sala: el bebé había evacuado gran parte de su peso. Acto seguido emitió un suspiro agudo y dejó de moverse.

Los hombres miraron el cuerpo sin vida, aturdidos y en silencio.

El padre del bebé se arrodilló y lo movió, intentando despertarlo. Gritó algo y Kek le respondió chillando también. A juzgar por su tono, Tal dedujo que su hijo intentaba evitar un desastre.

Osa se puso en pie lentamente. Bajo la tenue luz de las lámparas titilantes, sus ojos hundidos eran los objetos más brillantes de la sala. Entonces profirió un grito estremecedor que parecía de otro mundo, una mezcla entre el grito de un hombre y el rugido de un animal, tan atronador y reverberante que dejó paralizados a los demás.

Para ser un hombre pesado, se movía como un león. En un abrir y cerrar de ojos había cogido el cuenco de piedra de Tal con su enorme mano. Ni Tal, ni ninguno de los demás, tuvo tiempo de reaccionar. Vio una imagen borrosa y oscura cuando el brazo del neandertal trazó un arco y le golpeó con el cuenco detrás de la oreja.

De repente una luz refulgente lo iluminó todo, como si el sol hubiera bajado del cielo y se hubiera abierto paso por todas las salas de la cueva hasta llegar a la décima.

Estaba en el suelo, a gatas.

Era consciente de los gritos que se oían a lo lejos, de los sonidos del sílex al atravesar la carne, de grandes alaridos de dolor y guerra.

Oyó caer a varios hombres, el golpe sordo de la muerte.

Levantó la cabeza.

El hombre pájaro se alzaba sobre él, abría el pico de forma orgullosa.

Alzaré el vuelo, pensó. Volaré para siempre.

La cabeza le pesaba demasiado. ¿Qué era eso que había en el suelo? Se esforzó para ver algo a través de la tenue luz y del dolor y la bruma que le enturbiaba el pensamiento.

Era el pequeño bisonte de marfil; se le había caído de la escarcela del cinturón.

Intentó cogerlo mientras concebía sus últimos pensamientos.

Clan del Bisonte.

Uboas.

Tala fue el único que salió de la cueva con vida. Fue él quien mató a Osa al golpearle la cabeza contra la pared. Kek murió a manos de su propio hermano y uno de los neandertales mató a Mem. En el combate cuerpo a cuerpo los hombres se apuñalaron, pisotearon y golpearon hasta formar una masa de cuerpos sangrientos.

Tala tenía un brazo roto, aunque no sabía si era por un golpe que había dado o que había recibido. Salió corriendo al exterior para dar la voz de alarma. Tal había muerto. El pueblo de la Sombra los había atacado. Tenía que haber venganza.

De forma rápida y brutal, los hombres del clan del Bisonte se abalanzaron sobre los neandertales asustados. Como los habían obligado a dejar las lanzas en el campamento, no tardaron en echar a todos los hombres, mujeres y niños por el precipicio.

Se habían hecho llamar el pueblo del Bosque. Ahora ya no existían.

Tala se convirtió en el jefe del clan. Ya habría tiempo más adelante para ceremonias. Acuciados por la crisis, los miembros del clan formaron una fila y empezaron a obedecer sus órdenes. Uboas, con gran estoicismo, no hizo caso de su propia pena y empezó a hacer una tablilla de madera y tendones para el brazo roto de su hijo.

Sacaron fuera a todos los hombres muertos. Salvo a Tal. Tala ordenó a sus hombres que cortaran la mano al bebé muerto, el hijo de Osa, antes de sacarlo de la cueva. Uno de los miembros del clan utilizó el cuchillo de Tal para seccionar los deditos, formó un pequeño montón con ellos y luego dejó apoyada de nuevo la hoja contra la pared, como la había dejado Tal. Con los huesos de los dedos Tala se haría un collar a modo de trofeo, pero con las prisas una de las pequeñas falanges cayó al suelo y nunca llegó a formar parte del collar.

Los miembros del clan del Bisonte lanzaron a todos los neandertales, tanto si estaban vivos como muertos, por el borde del precipicio, a las rocas que había más abajo, para que se unieran a sus hermanos. Los leones, los osos y las águilas iban a darse un buen festín.

En cuanto a los cadáveres de los miembros de su clan, los bajaron con cuidado por los acantilados para enterrarlos en la tierra blanda, junto al río. Esa era su costumbre. El clan esperó a oír la decisión de Tala con respecto a Kek. ¿Formaba parte de su clan o de los Otros?

Era hermano de mi padre, dijo Tala, y uno de los nuestros. Una vez muerto debían tratarlo como miembro del clan del Bisonte.

La decisión de Tala fue bien recibida y todos se mostraron convencidos de que también sabría honrar los restos mortales de su extraordinario jefe. Tala regresó a la cueva. Su intención era sentarse junto a su padre muerto y beber Agua del Cielo; después de eso sabría qué hacer.

Al atardecer el clan terminó de poner su mundo en orden. Subieron a los acantilados una vez más y se reunieron en la entrada de la cueva.

Tala salió, se dirigió a ellos con voz clara y con determinación, agitando el brazo sano para resaltar sus palabras. Había volado con la manada de bisontes y a lo lejos había visto al hombre pájaro, que entraba volando en la cueva y desaparecía.

Ya tenía la respuesta.

Dejarían a Tal en la Sala de las Plantas, en el lugar sagrado que él había creado. Con su cuenco al lado. Con el bisonte de marfil. Con la mejor hoja de sílex. El hombre pájaro le haría compañía. Nadie volvería a entrar en la cueva jamás.

Mientras los demás ancestros moraban en torno a las hogueras en el cielo, el gran Tal viviría eternamente en la cueva que él pintó.