Capítulo 27

Priorato de Saint-Marcel, 1142

Para un priorato tan modesto como el de Saint-Marcel, fue una reunión extraordinaria. Alejado del río Saona y oculto en una zona densa y boscosa, el priorato no estaba bien preparado para asimilar la gran afluencia de peregrinos. Llegaron de todos los puntos cardinales de Francia y nadie sabía cómo era posible que gente tan diversa hubiera recibido la noticia de la muerte inminente de un hombre.

Abelardo, el gran maestro, filósofo y teólogo, agonizaba.

Había estudiantes, discípulos y admiradores de las distintas épocas de su vida: París, Nogent-sur-Seine, Ruac, las abadías de Saint-Denis y Saint-Gildas-de-Rhuys, el Paráclito de Ferreux-Quincey, y finalmente este último santuario situado cerca de Cluny. Se había pasado la vida enseñando y viajando, pensando y escribiendo, y de no haber sido por la espantosa peste blanca, la consunción que le estaba devorando los pulmones, habría seguido atrayendo a muchos seguidores. Tal era su carisma.

La enfermería no era más que una cabaña de paja, y en el claro que había entre la cabaña y la capilla se habían congregado unos cuarenta hombres para rezar, hablar y hacerle compañía junto al lecho, de forma individual o por parejas.

El camino de Ruac a Saint-Marcel había sido una exploración de veinticuatro años de vida y amor. Abelardo había abandonado Ruac cuando mejoró su salud y viajó hasta la abadía de Saint-Denis, donde había tomado el hábito de un monje benedictino y había iniciado un período riquísimo de meditación y escritura. No solo escribió su polémico tratado sobre la Santísima Trinidad, lo que molestó a los círculos más ortodoxos de la Iglesia, sino que siguió escribiendo cartas, cada vez más apasionadas, a su amada Eloísa, todavía enclaustrada en el convento de Argenteuil.

No era sino un luchador. Su insaciable curiosidad, su inteligencia vivaz y su energía infinita lo llevaron a cuestionar, sondear y sacudir los cimientos del pensamiento establecido. Y cuando su espíritu desfallecía o aminoraba el ritmo, cogía su cesto de mimbre y recorría el campo y las praderas para recolectar plantas y bayas, para diversión de los demás monjes, que no sabían lo que hacía con ellas.

Tenía su propia trinidad de pensamientos, que le ocupaban la mente cuando estaba despierto: la teología, la filosofía y Eloísa. En cuanto a las dos primeras, pocos hombres poseían suficiente inteligencia para situarse a su altura o compartir sus disquisiciones intelectuales. En lo que respectaba a la última, todos los hombres podían entender sus anhelos.

Eloísa, la dulce Eloísa, seguía siendo el amor de su vida, el faro deslumbrante en una colina lejana que le mostraba el camino a casa. Sin embargo, ambos habían tomado el hábito y Jesucristo era su verdadero objeto de devoción. Lo único que podían hacer era intercambiar cartas que hacían arder de pasión al otro.

Ni Abelardo ni Bernardo de Claraval habrían imaginado jamás que su reciente enemistad había construido el puente que uniría a los desventurados amantes.

Cuando Bernardo abandonó Ruac y regresó a Císter, con las heridas cicatrizadas pero el espíritu atormentado, lamentó con amargura la decisión que había tomado su hermano Bartolomé de no renunciar al diabólico brebaje. Al meditar sobre ello, culpaba únicamente a Abelardo del giro que habían tomado los acontecimientos porque, entre los involucrados en aquel asunto, ninguno poseía una mente más abierta y era más persuasivo que ese eunuco. Su pobre hermano no era más que un títere. El verdadero malhechor era Abelardo.

Por ese motivo recurrió a su esfera cada vez más amplia de influencia eclesiástica para seguir de cerca al monje renegado, y cuando el tratado de Abelardo sobre la Trinidad cayó en sus manos se aprovechó de las herejías que contenía, desde su punto de vista, y logró que lo convocaran a un concilio papal en Soissons en 1121 para que respondiera de sí mismo.

¿Acaso no defendía la visión triteísta según la cual el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo podían separarse, cada uno con su propia existencia?, preguntó Bernardo hecho una furia. ¿Consideraba que el Dios único era una mera abstracción? ¿Le había hecho perder el juicio aquel brebaje diabólico?

Bernardo recibió con gran satisfacción la noticia de que el Papa había obligado a Abelardo a quemar su propio libro y a retirarse a Saint-Denis como castigo. Pero las semillas amargas ya se habían sembrado. A los monjes de la abadía les pareció acertado librarse de Abelardo y sus ideas herejes, por lo que este se retiró a la soledad de un lugar desierto cerca de Troyes, en una aldea conocida como Ferreux-Quincey. Ahí, un pequeño grupo de seguidores y él crearon un nuevo monasterio al que llamaron el Oratorio del Paráclito. Paráclito, el Espíritu Santo. Era como meterles el dedo en el ojo a sus acusadores.

El lugar se ajustaba a los gustos de Abelardo. Estaba alejado, había un buen manantial no muy lejos, tenía un suelo fértil y abundantes bosques de los que extraer madera para construir una iglesia. Y, para su gran satisfacción, en los alrededores abundaban la correhuela, la cebada y la grosella.

Cuando el oratorio ya estaba casi construido, y disponían de una capilla y celdas, hizo algo que no podría haber hecho de no haber sido el abad: llamó a Eloísa.

Ella fue en un carro tirado por caballos desde Argenteuil, acompañada por un pequeño séquito de monjas.

Aunque iba cubierta con el sencillo hábito de una hermana, seguía siendo tan cautivadora como él la recordaba.

Rodeados por sus seguidores, no pudieron abrazarse. Un roce con la mano, nada más. Y fue suficiente.

Abelardo reparó en que el crucifijo de su amada era mayor que el de sus acompañantes.

—Sois prioresa —observó.

—Y vos abad —replicó ella.

—Hemos ascendido —bromeó él.

—Para servir mejor a Cristo —dijo Eloísa, que bajó la mirada.

Abelardo fue a verla de noche a la casita que había construido. Ella se mostró reacia. Discutieron. Él tenía los ojos desorbitados, hablaba muy rápido, con un tono fantasioso, convincente pero fluido, sin los arranques y las pausas del discurso normal. Esa misma noche había tomado Té de la Iluminación. No era necesario que ella lo supiera. Abelardo no disponía de mucho tiempo. Dentro de poco se le agriaría el carácter y no quería que Eloísa fuera testigo de la transformación.

Su amada conservaba el ingenio y la mordacidad de antaño. Tenía la piel tan blanca como el mármol más refinado del salón de su tío Fulberto, aunque el hábito casto y áspero apenas le dejaba verla. La tumbó en la cama y se echó sobre ella, la besó en el cuello y las mejillas. Ella lo apartó y lo reprendió, pero luego cedió y también lo besó. Abelardo apartó la basta tela que la cubría hasta los tobillos y dejó al descubierto la carne de sus muslos.

—No podemos —se quejó ella.

—Somos marido y mujer —dijo Abelardo entre jadeos.

—Ya no.

—Sí.

—No podéis —dijo ella, y sintió el roce de su erección contra la pierna—. ¿Cómo es posible? —preguntó con un grito ahogado—. ¿Vuestro percance?

—Os dije que había un modo que nos permitiría volver a ser marido y mujer —dijo Abelardo, y le levantó el hábito por encima de la cintura.

Hipocresía.

Fue entonces cuando cayeron en la cuenta. Ella estaba casada con Cristo. Él había hecho los votos de un monje y esos votos incluían la castidad. Ambos poseían un gran intelecto y conocían perfectamente las consecuencias morales, éticas y religiosas de sus actos. Sin embargo, no podían parar.

Después del oficio de maitines, varias veces a la semana, Abelardo se retiraba a la casa abacial, tomaba un trago del Té de la Iluminación e iba a ver a Eloísa en mitad de la noche. En ocasiones, al principio ella se negaba. Algunas noches no pronunciaba ni una palabra. Pero siempre que su amado iba a verla, ella acababa accediendo y ambos yacían como marido y mujer. Y todas las veces, al acabar, él la dejaba con una lluvia de lágrimas y de desprecio hacia sí mismo. Además, cuando estaba solo, rezaba con fervor para que lo absolvieran de sus pecados.

Sus encuentros podrían haber proseguido sin injerencias. Él era un eunuco. Todo el mundo lo sabía. Gracias a este giro del destino su relación estaba fuera de toda sombra de recelo o deshonra.

Sin embargo, tampoco podía durar de forma indefinida. Al final Cristo se impuso a su concupiscencia. Su sentimiento de culpa los destrozó y amenazó su cordura. Sus encuentros furtivos los fueron desgastando. Eloísa decía que se sentía como un ladrón en plena noche, y Abelardo no podía estar en desacuerdo. Siempre insistía en dejarla después de hacer el amor y la advirtió del lado oscuro que lo dominaba, algo que jamás le permitiría presenciar. Luego huía corriendo al bosque antes de que la ira se apoderara de él. Una vez ahí se dedicaba a azotar los árboles con ramas y a dar puñetazos a la tierra hasta que el dolor lo obligaba a parar.

Sus ciclos continuos de pecado y arrepentimiento los convirtieron en bueyes uncidos a una rueda de molino, sin parar de dar vueltas pero sin llegar a ninguna parte. ¿Acaso no tenían un objetivo más alto y noble, se preguntaban, exhaustos, después de hacer el amor?

Con el tiempo, a pesar del abrumador deseo y el afecto, Abelardo pidió a Eloísa que regresara a Argenteuil y ella aceptó.

Nunca dejaron de escribirse, docenas de cartas, exponiendo su alma en el pergamino. Ninguna misiva afectó tanto a Abelardo como esta, que releyó a diario durante el resto de su vida:

Deseáis que me entregue a mi deber y a Dios, a quien ya he consagrado mi vida entera. ¿Cómo puedo hacerlo cuando me aterrorizáis con temores que se apoderan de mi mente de noche y de día? Cuando un mal nos amenaza, y resulta imposible librarnos de él, ¿por qué nos entregamos al infructuoso miedo, que nos atormenta de forma más intensa aún que el propio mal? ¿Qué esperanza puedo albergar después de perderos? ¿Qué puede retenerme en la tierra cuando la muerte me haya arrebatado todo lo que amaba? He renunciado sin dificultad a todos los placeres de la vida, conservando solo mi amor y el secreto placer de pensar sin cesar en vos y de saber que todavía vivís. Y sin embargo, ¡ay!, vos no vivís por mí y no osáis concederme la esperanza de que vuelva a veros algún día. Esta es la mayor de mis desgracias. El cielo me ordena que renuncie a mi fatídica pasión por vos, pero, ¡oh!, mi corazón jamás lo consentirá. Adieu.

En su ausencia, Abelardo se entregó por completo al mundo de la escritura, la enseñanza y la oración fervorosa. Siempre fue un imán para los estudiantes que poseían las mentes más lúcidas, y estos lo encontraban en el Paráclito.

Sin embargo, Bernardo, entregado por completo a su papel de verdugo, también lo encontró, o cuando menos sus nuevos escritos. Durante varios años Abelardo se dedicó a enseñar y a escribir, pero sus opiniones sobre la Trinidad lo malquistaron de nuevo con la ortodoxia, y en 1125, rendido a la mano lejana pero más poderosa de Bernardo, su posición en el Paráclito se hizo insoportable.

Abelardo llamó a Eloísa una vez más para que acudiera al Paráclito; le aseguró que se trataba de una cuestión importante, que no lo movía la pasión ni su mente, lo cual era una verdad a medias, ya que su pasión nunca había disminuido.

Cuando Eloísa llegó, él le dijo que le habían ofrecido la posibilidad de hacerse cargo del monasterio de Saint-Gildas-de-Rhuys en Bretaña y que había aceptado. Sí, Bretaña estaba lejos, pero podría empezar una vida nueva, lejos del ámbito de influencia de sus adversarios. Aún tenía mucho que escribir y que aprender, y su energía y sus ambiciones nunca habían sido mayores. Además, podría ir a visitar a Astrolabio, que vivía en Bretaña desde su nacimiento, con la hermana de Eloísa.

Dejó lo mejor para el final. Le puso las manos sobre los hombros, en un gesto tierno y autoritario, y le concedió el título de abadesa del Oratorio de Paráclito. Ahora el monasterio era suyo. Él no regresaría a Paráclito hasta que hubiera muerto.

Eloísa rompió a llorar.

Fueron lágrimas de pena por su amor perdido, por el hijo que no conocía a su madre.

Sin embargo, también fueron lágrimas de dicha por el milagroso triunfo de Abelardo frente a su cruel tío y por su energía y espíritu indomables.

Eloísa mandó avisar a las monjas para que abandonaran Argenteuil y se reunieran con ella en el nuevo monasterio. Los hermanos de Abelardo no tardarían en irse para que el Paráclito se convirtiera en una comunidad de mujeres.

En una misa celebrada en la iglesia, Abelardo consagró oficialmente a Eloísa como abadesa y le dio una copia de la regla monástica y el báculo, el bastón pastoral, que ella agarró con fuerza, mirándolo fijamente a los ojos.

Más tarde, cuando Abelardo partió hacia el oeste, convencido de que jamás volvería a verla, Eloísa contuvo las lágrimas y se dirigió con paso sereno a la capilla, donde las monjas la esperaban para que presidiera el oficio de vísperas por primera vez.

La estancia de Abelardo en Bretaña resultó ser menos larga de lo esperado. Canalizó su tristeza y sus frustraciones en un estilo autocrático y al cabo de poco tiempo se había distanciado mucho de su nuevo rebaño, que había albergado esperanzas de que adoptara una actitud más laxa. Abelardo escribía de forma frenética, rezaba con los ojos preñados de ira, redujo de forma cruel las raciones de los monjes y los hacía trabajar como animales de carga. Tan solo se relajaba cuando tomaba el Té de la Iluminación para alejarse de sus tormentos y renovar su fervor. Pero una vez más se dio cuenta de que había llegado el momento de irse cuando sus propios hermanos de Saint-Gildas-de-Rhuys expresaron su disgusto al intentar envenenarlo.

Así empezó el último capítulo de su vida, quince años de vida itinerante que lo llevaron a Nantes, a la montaña de Santa Genoveva, y de nuevo a París, donde acumuló estudiantes del mismo modo en que una ardilla acumula bellotas. Y allí adonde fue, se aseguró de tener buenas reservas de sus valiosas plantas y bayas; no pasaba una semana en que no se permitiera ese placer.

Por una de esas extrañas vueltas que da la vida, incapaz de disfrutar de la dicha matrimonial con su único amor, le pareció que tendría poco que perder si expresara sus opiniones de forma libre. En un tratado tras otro, en un libro tras otro, atacó las tradiciones de la Iglesia haciendo gala de su portentosa inteligencia, y todas las publicaciones acabaron en el escritorio de Bernardo, que poco a poco se había convertido en un teólogo cuya influencia solo era superada por el Papa.

En Sic et Non, Abelardo rozó la parodia de las autoridades ortodoxas y quiso transmitir la idea de que los padres de la Iglesia no podían expresarse de forma clara. A Bernardo le rechinaron los dientes, pero la obra no era enjuiciable por sí misma. Finalmente Abelardo acabó cruzando la línea, siempre en opinión de Bernardo, que creía que el Expositio in Epistolam ad Romanos del eunuco era una ofensa intolerable para la Iglesia ya que negaba los fundamentos de la expiación. ¿Acaso no había muerto Jesucristo en la cruz para pagar por los pecados del hombre muriendo en su lugar? ¡Según Abelardo no era así! Él sostenía que Jesucristo había muerto para ganarse el corazón de los hombres a través del ejemplo del amor reconciliador.

¡Amor! Aquello era demasiado.

Bernardo se empleó a fondo en el objetivo de aplastar a Abelardo de una vez por todas. Se había acabado la época de las advertencias privadas: Bernardo expuso el problema ante los obispos de Francia. Abelardo fue convocado por el Concilio de Sens en 1141 para que pudiera defenderse. Contaba con que tendría la posibilidad de enfrentarse a su acusador de forma abierta, de debatir con su antiguo amigo y de hacerlo tal y como lo había hecho durante su convalecencia en Ruac.

Cuando Abelardo llegó a Sens descubrió, para su horror, que la noche anterior Bernardo se había reunido en privado con los obispos y ya habían acordado una condena. No iba a celebrarse ningún debate público ni nada que se le pareciera, pero el concilio decidió permitir que Abelardo presentara una apelación directa en Roma.

No consiguió llegar tan lejos.

Bernardo se encargó de que el papa Inocencio II confirmara la sentencia del Concilio de Sens antes de que Abelardo saliera de Francia; aunque tampoco habría importado demasiado que lo hubiera logrado, ya que unos meses antes uno de los estudiantes de Abelardo le había tosido en la cara y había plantado en sus pulmones la semilla de la consunción.

Pocas semanas después del Concilio de Sens, Abelardo enfermó. Primero tuvo fiebres y sudores nocturnos. Luego una tos irritada que se convirtió en ataques violentos de tos. El flujo verde de sus pulmones se tiñó primero de un tono rosa, luego de un rojo veteado y finalmente de un carmesí intenso. Perdió el apetito por completo. Adelgazó mucho.

Incluso dejó de tomar el té rojo.

Un antiguo compañero y benefactor, el venerable Pierre, abad de Cluny, actuó de inmediato cuando Abelardo llamó a su puerta mientras perseveraba en su esfuerzo por llegar a Roma para tener una audiencia con el Santo Padre.

Pierre le impidió seguir adelante y lo obligó a encamarse. Obtuvo de Roma una rebaja de la sentencia e incluso logró que Bernardo desistiera de su empeño cuando le comunicó que Abelardo se estaba muriendo. ¿No era cruel e inútil la persecución terrenal del monje?, le preguntó. Bernardo lanzó un profundo suspiro y le dio la razón.

Llegó el nuevo año, la primavera, y Abelardo estaba aún más débil. Pierre creía que una casa hermana de Cluny, el priorato de Saint-Marcel, era un hogar más tranquilo y con más manos atentas, y fue allí adonde envió a Abelardo a morir.

Una procesión de monjas a caballo llegó al claro. Era una noche ventosa de abril. Los hombres del campamento dejaron de cocinar y se pusieron en pie. Hubo un murmullo. Una ráfaga de viento despojó de la capucha a una mujer que montaba erguida en la silla y se llevó también el velo. Tenía una melena larga y gris recogida en una única trenza.

Un monje corrió a coger el velo y la ayudó a desmontar.

—Bienvenida, abadesa —dijo, como si se hubieran encontrado en varias ocasiones anteriormente.

—¿Os conozco, hermano? —preguntó ella.

—Soy amigo de vuestro amigo. Soy Bartolomé, de la abadía de Ruac.

—Ah, hace mucho tiempo de eso. —Lo miró con curiosidad pero no dijo nada más.

—¿Deseáis que os acompañe hasta él? —preguntó Bartolomé.

Ella lanzó un suspiro.

—No llego tarde, entonces.

Abelardo estaba tapado con una colcha hasta la barbilla. Dormía. A pesar de que la enfermedad le había consumido la carne del rostro, Eloísa susurró que tenía mejor aspecto de lo que esperaba. Luego se arrodilló junto a la cama y juntó las manos para rezar.

Abelardo abrió los ojos.

—Eloísa. —En sus débiles labios la palabra sonó como un suspiro en lugar de un nombre.

—Sí, mi amado.

—Habéis venido.

—Sí. Para estar a vuestro lado.

—¿Hasta el final?

—Nuestro amor no tendrá fin —le susurró al oído.

A pesar del susurro, Bartolomé la oyó y salió para que ambos pudieran estar a solas.

El monje esperó frente a la cabaña toda la noche, como un centinela. Eloísa se quedó hasta que empezaron a despuntar los primeros rayos de la mañana, pidió que la sustituyera durante un rato y volvió, con energías renovadas y dispuesta a seguir con la vela. Cuando Bartolomé le preguntó si necesitaba la ayuda del enfermero, Eloísa desechó la idea y le dijo que era perfectamente capaz de atender todas las necesidades de Abelardo.

Ese mismo día, un poco más tarde, se formó un gran alboroto cuando un grupo de hombres, unos soldados del rey, irrumpieron con brusquedad en el priorato. Bartolomé acudió a su encuentro, habló con el capitán y palideció.

—¿Cuándo? —preguntó.

—No está muy lejos. Quizá a una hora. ¿Y vos sois?

—Su hermano —murmuró Bartolomé—. Soy el hermano de Bernardo de Claraval.

Un soldado abrió la puerta y Bernardo bajó del elegante carruaje con aspecto pálido y demacrado. Tenía cincuenta y dos años pero parecía mucho mayor. Su piel flácida y cetrina era un reflejo de la presión de su cargo y de los años de vida en condiciones espartanas. Se había convertido en un hombre artrítico y con las extremidades rígidas. Observó el lamentable estado en que se encontraba el campamento: enclave de peregrinos y punto de encuentro de clérigos y eruditos, hombres y mujeres.

¿Generaré tanta adulación cuando me muera?, pensó. Entonces preguntó en voz alta y en tono imperioso:

—¿Quién me lleva a ver a Abelardo?

Se le acercó Bartolomé. Se miraron a los ojos fugazmente, pero Bernardo sacudió la cabeza y apartó la mirada un momento antes de volver a posarla en él.

—Hola, Bernardo.

Aquella falta de formalidad le provocó un fugaz ataque de ira. Era el abad de Císter. Los legados papales acudían a verlo en busca de su consejo. Se había sentado junto a papas y el actual Santo Padre apreciaba sus consejos más que los de ningún otro hombre. Era el fundador de los caballeros templarios. Su nombre era pronunciado por los cruzados. Había salvado varios cismas de la Iglesia. ¿Quién era ese monje que se atrevía a llamarlo Bernardo?

Lo miró de nuevo a los ojos. ¿Quién es este hombre?

—Sí, soy yo —dijo Bartolomé.

—¿Bartolomé? No puedes ser tú. Eres joven.

—Hay otro más joven aún. —Llamó a alguien que se encontraba junto a la hoguera—. Ven aquí, Nivardo.

Nivardo acudió corriendo. Había pasado una eternidad desde la última vez que Bernardo lo había visto, pero su hermano menor, Nivardo, tenía que haber cumplido los cuarenta, no podía ser ese joven fornido que veía ante sí.

Los tres hombres se abrazaron, pero los abrazos de Bernardo fueron cautos y recelosos.

—Tranquilízate. Te lo explicaremos todo, hermano —dijo Bartolomé—. Pero apresúrate, ven a ver a Abelardo mientras aún respira.

Cuando Bernardo y Bartolomé entraron en la cabaña, Eloísa se volvió para hacerlos callar, hasta que se dio cuenta de que había entrado el gran hombre de la Iglesia.

Se levantó con la clara intención de besar el anillo de Bernardo, pero este le indicó con un gesto que no se moviera y permaneciera junto a Abelardo.

—Vuestra Excelencia, soy…

—Sois Eloísa. Sois la abadesa del Paráclito. Os conozco. Conozco también vuestro intelecto y vuestra devoción. ¿Cómo se encuentra?

—Apenas le quedan fuerzas. Venid. Aún estáis a tiempo.

Acarició el hombro huesudo de Abelardo.

—Despertad, querido. Ha venido a veros alguien. Vuestro viejo… —Miró a Bernardo para que la orientara.

—Sí, llamadme su viejo amigo.

—Vuestro viejo amigo Bernardo de Claraval ha venido para estar a vuestro lado.

Una débil tos les indicó que había despertado. Bernardo pareció asustarse al verlo, pero no porque fuera un saco de huesos, sino porque tenía un aspecto muy joven.

—¡Abelardo también! —murmuró.

Bartolomé se encontraba en un rincón, con los brazos cruzados sobre el pecho. Asintió.

Abelardo logró esbozar una sonrisa. Con el fin de poder hablar sin sufrir un ataque de tos, había aprendido a susurrar utilizando la garganta más que el diafragma.

—¿Habéis venido a dejar caer un peso sobre mi cabeza y rematarme? —bromeó.

—He venido a ofreceros mis respetos.

—No era consciente de que me respetarais.

—Como persona, gozáis de mi máximo respeto.

—¿Y mis opiniones?

—Esa es otra cuestión. Pero esas discusiones son agua pasada.

Abelardo asintió

—¿Conocíais a Eloísa?

—Acabo de conocerla ahora.

—Es una buena abadesa.

—No me cabe la menor duda.

—Es una buena mujer.

Bernardo no dijo nada.

—La amo. Siempre la he amado.

El abad se removió, incómodo.

Abelardo pidió que lo dejaran a solas con Bernardo y, cuando Eloísa y Bartolomé se retiraron, le hizo un gesto para que se acercara.

—¿Puedo hablaros con franqueza, como lo haría un amigo con otro?

Bernardo asintió.

—Sois un gran hombre, Bernardo. Cumplís con las tareas religiosas más difíciles. Ayunáis, guardáis vela, sufrís. Pero no soportáis las más fáciles, no amáis.

El anciano se dejó caer en una silla junto a la cama y las lágrimas le inundaron los ojos.

—Amor —dijo, como si la palabra le resultara desconocida—. Quizá, viejo amigo, tenéis razón.

Abelardo esbozó una sonrisa pícara.

—Os perdono.

—Gracias —respondió Bernardo con un leve regocijo—. ¿Os gustaría confesaros?

—No estoy seguro de disponer de suficiente tiempo para confesar todos mis pecados. No nos hemos visto desde esa noche en Ruac, cuando bebimos té juntos.

—Sí, el té.

Abelardo tuvo un ataque de tos y manchó el pañuelo de rojo. Cuando logró controlar la respiración dijo:

—Permitidme que os hable del té.

Abelardo murió al cabo de dos días.

Eloísa trasladó el cuerpo al Paráclito y lo enterró en un pequeño otero cerca de la capilla.

Ella aún vivió varios años más, y en 1163, de acuerdo con sus deseos, fue enterrada a su lado, para que ambos descansaran uno junto al otro para la eternidad.