Capítulo 24

Martes

Luc llamó a Sara una, dos y tres veces, y luego lo intentó de nuevo aproximadamente cada hora. Le saturó el móvil de mensajes. Consiguió el número de su casa de Londres gracias al servicio de información telefónica y probó suerte también con el fijo. La llamó al despacho. Cuando se cansó de dejar mensajes, empezó a colgar al oír el «bip».

Había vuelto a su piso de Burdeos, un pequeño apartamento de soltero en un gran edificio, a pocos minutos del campus. Estaba luchando contra un mar agitado de emociones turbias, y a duras penas lograba mantener la cabeza sobre el agua.

Ira. Frustración. Pena. Anhelo.

Luc no era el tipo de hombre al que le gustaba recrearse en sus sentimientos, pero no podía evitarlo. Era como si le golpearan en la cabeza, como si estuvieran golpeándole en el estómago, como si lo obligaran a golpear los muebles, a gritar sobre una almohada, a reprimir la necesidad de llorar.

No respondió a ninguna llamada. Si no reconocía el número, dejaba que el teléfono sonara. Los periodistas, incluido Gérard Girot de Le Monde, no paraban de llamarlo, pero el ministerio le había impedido realizar declaraciones; el encargado de hablar con la prensa era Marc Abenheim.

¿Con quién podía hablar si no era con Sara?

Habría llamado a Hugo, pero estaba muerto.

Habría quedado con Jeremy y Pierre para tomar una cerveza, pero estaban muertos.

No tenía ninguna mujer a la que recurrir. Todas sus relaciones habían finalizado.

El cabrón de su padre estaba muerto.

Su madre se encontraba en otro mundo, tanto en sentido geográfico como neurológico, ya que sufría las primeras acometidas del Alzheimer; ¿de qué serviría angustiarla? Además, quizá tendría la mala suerte de que se pusiera al teléfono el dermatólogo.

Eso significaba que Sara era la única opción. ¿Por qué no cogía el teléfono ni respondía a los mensajes de texto ni de correo electrónico? La había dejado en el infierno del hospital de Nuffield, presa del pánico, sin ser consciente de sus necesidades. «Ha habido una emergencia», y se fue. En sus mensajes aludió a la crisis. Se había publicado todo en los periódicos. Estaba convencido de que otros miembros del equipo se habrían puesto en contacto con ella. Tenía que saberlo.

¿Dónde estaba?

No le gustaba beber solo, pero a lo largo de la tarde dio buena cuenta de una botella de ron haitiano que había sobrado de una fiesta. Con la mente enturbiada por el alcohol, llegó a la siguiente conclusión: Sara no quería saber nada más de él. No era solo que no le hiciera caso, era algo más tajante y definitivo. El puente se había quemado y solo quedaban los cimientos. A Sara siempre le sucedían desgracias cuando él andaba cerca. Le había hecho daño una vez. Seguramente a ella le dolía que la hubiera dejado tirada en Cambridge. Era un tipo tóxico. Los coches se precipitaban hacia él. Sus allegados morían. La próxima vez que volviera a tener noticias de ella sería mediante un mensaje de correo electrónico con un informe adjunto sobre sus descubrimientos respecto al polen de Ruac, firmado con un: «Saludos, Sara». O quizá ni tan siquiera eso. Tal vez Abenheim ya se había puesto en contacto con ella y le había dicho que a partir de ese momento solo se comunicara con él. Quizá le había prohibido hablar con Luc.

Abenheim podía irse al infierno. La de Ruac era su cueva.

Se dio un baño y mientras estaba en el agua intentó no cerrar los ojos porque siempre que lo hacía veía los cuerpos tirados en la oficina, o el cadáver de Hugo, aplastado en el coche, o el de Zvi, destrozado junto a la orilla del río. Cerró las manos con fuerza y se dio cuenta de que la derecha había mejorado, estaba menos roja y no le dolía tanto. No le importaba demasiado, pero había seguido tomando las pastillas que le había recetado la doctora asiática. El teléfono sonó unas cuantas veces. No contestó.

Envuelto en una toalla, escuchó su propia voz en los mensajes. Uno era de Gérard Girot de nuevo, que le pedía una declaración urgente. El siguiente era del padre de Pierre, que llamaba desde París.