Lunes por la mañana
La reunión en Planta-Genetics con Fred Prentice, el biólogo amigo de Sara, estaba prevista para las nueve de la mañana. La compañía de biotecnología, fundada por un profesor de botánica de la Universidad de Cambridge, se dedicaba al negocio de encontrar nuevas moléculas biológicamente activas en extractos de plantas. Los laboratorios funcionaban las veinticuatro horas, en ningún momento cesaba el zumbido de los cientos de brazos robóticos que subían y bajaban, trasvasaban especímenes extraídos de plantas recolectadas en todo el mundo y enviadas a Cambridge para que las analizaran.
Sara y Fred trabajaban en los mismos círculos botánicos, y aunque nunca habían tenido oportunidad de colaborar, seguían el trabajo del otro con atención y coincidían en conferencias. A decir verdad, Sara sabía que a Fred le gustaba ella. En un congreso celebrado en Nueva Orleans, la había invitado a cenar a pesar de su timidez; Sara aceptó porque era un hombre dulce y parecía sentirse solo, y pudo evitar el beso de buenas noches gracias a la reacción alérgica de Fred a una especia que llevaba el gumbo que había tomado.
Esa mañana, sentados en el taxi, Luc y Sara parecían zombis de una película de serie B. Él tenía el antebrazo y la mano vendados, y le dolía la cadera. Ella llevaba unas cuantas tiritas. A pesar de que se saltaron el desayuno, ambos aparecieron en el vestíbulo más tarde de lo pactado. Salieron corriendo a buscar un taxi, y cuando por fin se echaron un vistazo en el asiento trasero rompieron a reír.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó Luc al taxista.
—Solo diez minutos. Iremos por Milton Road hasta el parque científico. ¿Llegan tarde?
—Un poco —dijo Sara. Ya eran las nueve.
—¿Quieres llamar? —preguntó Luc.
Sara aceptó la sugerencia.
—Hola, Fred, soy Sara —dijo fingiendo un tono alegre—. Lo siento pero vamos a llegar un poco…
De repente vieron un fogonazo a lo lejos, deslumbrante como el magnesio. Luego, un ruido sordo.
Una cúpula de humo blanco se alzó por encima de las copas de los árboles.
—¡Joder! —gritó el taxista—. ¡Eso no puede estar muy lejos del lugar adonde vamos!
Sara tenía el teléfono pegado a la oreja.
—¿Fred? ¿Fred?
No lograron llegar al parque científico. Los servicios de emergencia cortaron la carretera y desviaron el tráfico.
Lo único que pudieron hacer fue regresar a su hotel, poner las noticias en el televisor del vestíbulo y ver las crónicas en directo de Sky e ITV acompañadas por el ruido de los helicópteros que los sobrevolaban y el gemido de las sirenas.
La explosión había arrasado un ala entera del parque científico. A las once de la mañana, un periodista de Sky leyó una lista de las compañías ubicadas en el edificio. Una de ellas era Planta-Genetics.
Se habló de un escape de gas o de una explosión química. También se mencionó la posibilidad de que fuera un atentado terrorista. El ala se había convertido en un montón de escombros humeantes. Había varios heridos. Las unidades de quemados de Cambridgeshire y de los hospitales más cercanos se estaban llenando. Se necesitaban donantes de sangre.
Entonces, a mediodía, sonó el teléfono de Sara.
Miró la pantalla y dijo:
—¡Oh, Dios mío, es Fred!
Regresaron al servicio de urgencias del hospital Nuffield. La noche anterior apenas había unos cuantos pacientes en la sala de espera, y ninguno en estado grave.
En ese momento parecía una zona de guerra. Era un hospital pequeño, con solo cincuenta camas, y estaba al borde del colapso.
Después de abrirse paso, Luc y Sara lograron decirle a una enfermera que eran amigos de una de las víctimas de la explosión. «Un momento, chicos», dijo ella, y se quedaron plantados durante media hora mientras la gente circulaba a su alrededor entre el caos. Después de varios intentos, un joven que empujaba una silla de ruedas vacía se apiadó de ellos y los ayudó a pasar al otro lado de las puertas del servicio de urgencias para que buscaran a su amigo en los pasillos llenos de camillas.
La escena, un hospital al límite de su capacidad, impresionaba. Luc siguió a Sara mientras ella miraba a todas las víctimas buscando el rostro de Fred. Al pasar junto a Radiología lo encontraron, con el brazo y el hombro escayolados. También tenía los pies enyesados hasta las pantorrillas. Tenía poco más de cuarenta años, entradas y una tez tan pálida como la escayola. Además, entornaba los ojos, como si hubiera perdido las gafas.
—¡Ahí estás! —le dijo a Sara.
—¡Oh, Fred! ¡Mírate! Estaba muy preocupada.
Fred se mostró tan dulce y afectuoso como era habitual en él. Insistió en presentarse educadamente a Luc, como si fueran a iniciar una reunión en torno a una mesa.
—Gracias a Dios que os retrasasteis —dijo—. De lo contrario, os habría atrapado de pleno.
Cuando sucedió todo, él estaba en el baño. Se sentía avergonzado porque cuando Sara lo llamó tenía los pantalones en los tobillos.
Lo siguiente que recordaba fue que los bomberos lo tumbaron en una camilla y que sentía un dolor insoportable en los pies y el hombro. En el aparcamiento le pusieron una inyección de morfina que le levantó mucho el ánimo, les dijo, y aparte de la tortura mental que suponía no saber la suerte que habían corrido varios colegas y amigos, se encontraba bastante bien.
Sara le cogió la mano buena y le preguntó si podía hacer algo por él.
Fred negó con la cabeza.
—Habéis venido desde Francia a verme. No puedo permitir que os vayáis sin que sepáis lo que descubrimos.
—¡No digas tonterías! —exclamó Luc—. Has estado a punto de morir. Ya hablaremos dentro de unos días. ¡Por favor!
—Había preparado una presentación en PowerPoint —dijo Fred con un deje de tristeza—. Ahora todo se ha ido al garete. Mi ordenador, mi laboratorio, todo. En fin. Al menos dejad que os hable de los resultados. Quizá podamos reproducirlos algún día. Nuestra abogada se enfadó conmigo porque analicé vuestra muestra sin firmar el papeleo ni ningún tipo de acuerdo. Resulta que obtuvimos unos datos muy importantes y no estaba claro a quién pertenecía la propiedad intelectual. La abogada no me permitió poner nada por escrito ni por correo electrónico. La semana pasada todo parecía de vital importancia —dijo con un hilo de voz que se fue apagando—. Me han dicho que ha muerto esta mañana. Se llamaba Jane.
—Lo siento, Fred —dijo Sara, que le agarró la mano con más fuerza.
Pidió que le acercaran el vaso de agua con la pajita.
—Bueno, ese líquido que nos enviasteis era de lo más interesante. Encendió todas las lucecitas de nuestras pantallas como si fueran un árbol de Navidad. ¿Por dónde podría empezar? A ver, ¿sabíais que tenía ergotina?
—¡Bromeas! —exclamó Sara, que al ver la expresión de perplejidad de Luc explicó—: Son compuestos psicoactivos. El LSD de la naturaleza. ¿Cómo llegó la ergotina hasta ahí? Te di la lista de las plantas, Fred. —Entonces adivinó la respuesta y dijo—: ¡Claviceps purpurea!
—¡Exacto! —dijo Fred.
Sara se contuvo para explicárselo todo a Luc.
—Es un hongo. Contamina las plantas silvestres y cultivadas, como nuestra cebada. El hongo produce los compuestos de ergotina. En la Edad Media, decenas de miles de europeos cayeron enfermos de ergotismo debido a un centeno que se contaminó de forma natural, lo que causó alucinaciones, locura y en ocasiones la muerte. Los aztecas mascaban semillas de dondiego que contenían ergotina natural. Era su manera de comunicarse con los dioses. ¡Joder, estudié el ergotismo en la universidad! En la actualidad, la contaminación por ergotina en los cereales utilizados para alimentar al ganado todavía es un problema grave.
—Estoy completamente seguro de que era un derivado del género Claviceps —dijo Fred con una mirada de emoción, como si hubiera olvidado sus circunstancias—. Las ergotinas predominantes eran agroclavina y elimoclavina.
Sara asintió con la cabeza.
—¿Averiguasteis algo más?
—Ya lo creo. La ergotina solo fue el principio. ¡Ya verás cuando te diga lo demás!
Sonó el teléfono de Luc. Cuando lo abrió, alguien con una tarjeta identificativa del hospital le dijo que no podía utilizarlo ahí dentro.
Luc se disculpó e intentó abrirse paso por el pasillo mientras se dirigía hacia la entrada de urgencias.
—¿Diga?
—¿Es el profesor Simard?
—Sí, ¿con quién hablo?
—Soy el padre Menaud, de Ruac. Tengo que hablar con usted.
—Sí, un momento. Déjeme salir a la calle.
De camino, Luc vio a dos hombres corpulentos que se dirigían hacia él, pegados el uno al otro, y le pareció que uno de ellos decía «Oui», algo inesperado en los pasillos del hospital Nuffield. Uno de los tipos llevaba una sudadera y el otro, una cazadora acolchada. Ambos tenían un aspecto demacrado. Cuando los miró, tuvo la impresión de que ambos apartaban la mirada de forma deliberada, pero todo sucedió muy rápido y enseguida salió por la puerta.
La explanada que había frente al servicio de urgencias estaba atestada de ambulancias, coches de la policía y furgonetas con parabólicas de las diversas cadenas de televisión. Luc intentó encontrar un lugar tranquilo.
—¿En qué puedo ayudarlo, dom Menaud?
No había muy buena cobertura. La voz del monje se oía entrecortada.
—Me temo que no hay supervivientes. No sé cómo decírselo.
Luc estaba confundido.
—Disculpe, ¿a qué se refiere cuando dice que no hay supervivientes?
—A los miembros de su equipo que quedaban en el campamento. Han muerto todos. Es una tragedia horrible. ¡Por favor, profesor, venga en cuanto pueda!