Domingo por la noche
Se alojaron en un pequeño hotel situado en el corazón de la universidad. El viaje de Ruac a Cambridge los había obligado a cambiar de planes, trenes y taxis, y cuando llegaron y entraron en sus respectivas habitaciones individuales estaban exhaustos.
Sin embargo, Sara aceptó la proposición de Luc de ir a dar un paseo en el gélido aire nocturno. A ambos les gustaba la ciudad y Luc tenía la costumbre de ir a tomar una pinta en The Anchor, un pub que se encontraba a orillas del río, cada vez que iba a Cambridge. Años antes, el arqueólogo británico John Wymer lo había llevado allí a tomar unas pintas de Abbot Ale tras una conferencia. Los detalles de esa noche eran algo difusos, pero Luc había acabado metiéndose en el río Cam hasta la cintura mientras Wymer se partía de la risa en la orilla. Sus visitas a The Anchor para tomar una Abbot eran un homenaje a aquel excéntrico inglés.
Era tarde y en el pub reinaba un ambiente sosegado. Se sentaron a una mesa junto a una ventana, y aunque no podían ver el río debido a la impenetrable oscuridad, el hecho de saber que estaba ahí los reconfortaba. Entrechocaron las pintas tres veces y brindaron por Ruac, Zvi y en último lugar por Hugo.
—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Sara con voz cansada.
Era una pregunta curiosa e indefinida. Luc no sabía a qué se refería ni cómo responderla. ¿En relación contigo? ¿En relación con Ruac? ¿En relación con nosotros?
—No lo sé —respondió de forma vaga—. ¿Tú qué opinas?
—Creo que hemos pasado unas semanas locas —dijo. Estaba bebiendo la fuerte cerveza más rápido que él—. No sé tú, pero yo necesito un buen baño con agua caliente y unos cuantos días de descanso para leer una novela mala, me da igual el tema mientras no haya polen ni arte rupestre.
—Te refieres a pasado mañana.
—Pasado mañana, sí. Me pregunto qué habrá encontrado Fred y por qué no ha querido decirme nada.
Luc se encogió de hombros.
—Nada podría sorprenderme ya. Aunque no tardaremos en averiguarlo.
Sara se ciñó a la pregunta que le interesaba de verdad.
—Bueno, ¿qué harás a partir de pasado mañana?
—Lo mismo de siempre, supongo. Volveré a Burdeos, a mi despacho, mi laboratorio y mis papeles. Hemos generado una cantidad increíble de datos. Hay que organizarlo y coordinarlo todo. —Miró por la ventana e intentó ver el río—. El ministerio espera un informe. Tenemos que planear la presentación oficial de la cueva, ya sabes. Mi buzón de voz está lleno de mensajes de cadenas de televisión francesas, británicas y americanas que quieren los derechos en exclusiva de los primeros documentales. Luego está el manuscrito; aún no han acabado de traducirlo. Tengo que llamar a la secretaria de Hugo y averiguar cómo puedo ponerme en contacto con el descifrador belga. Tengo un millón de cosas en la cabeza.
Sara también miró por la ventana. Era más cómodo mirar el reflejo del otro.
—Deberíamos intentar mantenernos en contacto. Profesionalmente. Ya sabes a qué me refiero.
Algo de lo que dijo o el modo en que lo dijo hizo que Luc se entristeciera. ¿Se estaba abriendo o se estaba cerrando una puerta? Por supuesto que la quería. Era una mujer adorable. Pero había sido suya en el pasado y la había obligado a alejarse de él con una eficacia despiadada. ¿Por qué iba a ser distinto ahora?
Decidió quitarse aquel pensamiento de la cabeza apurando la cerveza y propuso que regresaran al hotel a descansar antes de la reunión de la mañana.
Las calles del centro de Cambridge estaban casi vacías. Caminaron en silencio por Mill Lane hacia las fachadas de Pembroke College y, cuando doblaron hacia Tumpington Street, Luc se fijó en un coche aparcado a unos cien metros de distancia y que encendió los faros.
Al principio no le dio importancia, hasta que el coche aceleró en su dirección y se metió en el carril de sentido contrario.
El aire frío de la noche y la adrenalina mitigaron los efectos de la cerveza. Aunque todo sucedió en cinco o seis segundos, tuvo una imagen maravillosamente nítida de esos momentos, y fue probablemente esa claridad lo que les salvó la vida.
El coche avanzaba hacia ellos en diagonal y con la intención de matarlos.
Cuando saltó al bordillo, a menos de diez metros de ellos, dos ruedas en la acera y dos en el aire, Luc ya había agarrado a Sara de la manga de la chaqueta de cuero y tiró de ella con toda la fuerza rotacional que fueron capaces de generar el hombro y el pecho. Sara giró sobre sí misma y fue arrastrada hacia la calzada como un ovillo de lana deshilachado.
Luc se dejó arrastrar por el mismo impulso y en el momento del impacto el guardabarros del coche le rozó la cadera. La diferencia de tres o cuatro centímetros, una fracción de segundo, o como prefiera uno expresar el estrecho margen por el que se salvó, supuso la diferencia entre un cardenal y una pelvis destrozada.
Luc cayó en la calzada, rodó sobre sí mismo y se detuvo lo bastante cerca de Sara para que cuando ambos estiraron los brazos de forma instintiva pudieran tocarse la punta de los dedos.
El coche chocó de lado contra los bloques de piedra caliza de una residencia de Pembroke College, arrancó un bajante y regresó a la calzada para acelerar de nuevo y alejarse derrapando.
Tirados en mitad de la calle, Luc y Sara entrelazaron los dedos.
—¿Estás bien? —preguntaron ambos simultáneamente.
—Sí —respondieron al unísono.
No pudieron irse a dormir hasta al cabo de cuatro horas.
Tuvieron que declarar ante la policía. Los sanitarios de la ambulancia les administraron los primeros auxilios y curaron los cortes y los rasguños que Luc se había hecho contra el asfalto, y en el hospital Nuffield le hicieron una radiografía de la cadera. La joven doctora asiática que lo atendió parecía más preocupada por los nudillos rojos de Luc que por las heridas más recientes.
—Esto está inflamado —dijo—. Se ha convertido en celulitis, el tejido está infectado. ¿Cuándo se lo hizo?
—Hace siete o diez días.
Le examinó la mano con mayor atención y vio la cicatriz del cuarto dedo.
—¿Se cortó usted mismo?
Luc asintió.
—Tomé eritromicina, aunque no me sirvió de mucho.
—Le haremos un cultivo, pero temo que pueda tratarse de SARM. Un estafilococo resistente. Le recetaré otras pastillas, rifampicina y trimetoprima sulfa. Aquí tiene mi tarjeta, llámeme dentro de tres días para saber los resultados del cultivo.
La policía se tomó el incidente en serio, pero no hicieron caso de la intuición de Luc y Sara de que habían ido a por ellos con toda la intención y emprendieron la búsqueda de un turismo azul y un conductor ebrio. Emitirían avisos por las frecuencias de la policía y revisarían las grabaciones de las cámaras de seguridad de la ciudad. Se pondrían en contacto con Luc y Sara si encontraban al culpable, etcétera.
Enmudecidos por el cansancio y algo alterados por el hecho de que hubieran estado a punto de matarlos, de repente se encontraron mirándose el uno al otro en el vestíbulo desierto. A Luc se le pasó por la cabeza la idea de abrazarla, pero no quiso desquiciarla aún más.
Sara se le adelantó.
Le gustó la sensación de notar los brazos de Sara alrededor de su cintura, pero no duró demasiado. Al cabo de unos instantes se separaron y cada uno entró en su habitación.
Gatinois casi deseaba que volviera a sonar su teléfono para tener una excusa que le permitiera escabullirse de su cuñado. El tipo, un fanfarrón adinerado con un apartamento decorado con un gusto chabacano, era algo así como un corredor de divisas. Le había explicado los pormenores de su trabajo más de cien veces, pero Gatinois siempre desconectaba cuando su cuñado empezaba a quejarse de un euro débil y un dólar fuerte y cosas por el estilo. La idea de ganar dinero moviendo electrónicamente grandes cantidades de divisas de un lado para otro le parecía algo digno de un parásito. ¿Qué hacía ese hombre por el bien común? ¿Qué hacía por su país?
Su esposa y su cuñada parecían interesadas por cuanto decía mientras tomaban un sorbo de su copa de coñac; una última ronda tras una cena para celebrar el ascenso de aquel tipo a jefe de una de las divisiones de su banco.
Gatinois no tenía la menor duda sobre lo que él hacía por su país. Ese día se había pasado varias horas colgado del teléfono, incluso había ido hasta la Piscina —algo inaudito en domingo— para mantener una reunión con su equipo.
Había acertado de pleno en su predicción sobre la falta de escrúpulos de Bonnet, algo que se encargó de recordar a Marolles. Durante las últimas dos semanas Bonnet había absorbido hasta la última noticia de Ruac con sombría admiración. Ahora el campamento. Al viejo le gustaba la sangre.
Bueno, más poder para él.
Casi como si hubiera resucitado por deseo expreso de Gatinois, el teléfono empezó a sonar. Agradecido, se puso en pie de un salto y se disculpó para atender la llamada en la biblioteca.
—¡Se ha pasado todo el día hablando por teléfono con el despacho! —le dijo su mujer a su hermana.
El banquero pareció lamentar que su público hubiera disminuido.
—En fin, supongo que nunca sabremos cómo se gana la vida André, pero estoy convencido de que vela por nuestra seguridad. ¿Más coñac?
Gatinois se dejó caer en uno de los sillones de la biblioteca de su cuñado. Las estanterías estaban llenas de viejos volúmenes encuadernados en cuero y únicamente recibían las caricias del plumero de la mujer de la limpieza.
Marolles parecía cansado.
—Bonnet ha actuado otra vez.
—¿Es que nunca se cansa? —preguntó Gatinois con incredulidad—. ¿Qué ha hecho ahora?
—Han intentado atropellar a Simard y a Mallory en Cambridge. Uno de nuestros hombres lo vio con sus propios ojos. Tan solo han sufrido heridas leves. El conductor logró huir.
Gatinois resopló.
—¡De modo que sus tentáculos llegan hasta Inglaterra! Es increíble, de verdad. Tiene agallas, eso hay que reconocérselo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marolles.
—¿Con respecto a qué?
—A nuestros planes.
—¡Absolutamente nada! —exclamó Gatinois—. Esto no tiene nada que ver con nuestros planes. No cambies ni un detalle de la operación. ¡Ni un detalle!