Capítulo 19

Domingo

El domingo por la noche el campamento de la abadía de Ruac era un lugar melancólico.

La mayoría del equipo había recogido sus pertenencias y se había marchado a lo largo de la mañana; Luc y Sara se habían ido a mediodía para tomar un vuelo a Londres. Tan solo quedaba el personal mínimo necesario para cerrar la cueva.

Durante quince días, el campamento había sido un hervidero de actividad científica, una zona cero en el mundo de la arqueología paleolítica. Había rebosado de emoción, se había convertido en el lugar donde todo el mundo quería estar. En ese momento estaba vacío y era un poco triste.

Jeremy y Pierre eran los encargados de limpiarlo todo y estaban al mando de un grupo de cuatro estudiantes universitarios que se morían de ganas de volver a los bares y clubes de Burdeos. El único científico importante que quedaba era Elizabeth Coutard, que estaba preparando un protocolo de control medioambiental para evaluar las condiciones en el interior de la cueva durante el período en que estuviera cerrada.

El cocinero también se había ido, por lo que la calidad de las comidas no era muy buena. Después de una cena en la que cada uno había tenido que buscarse la vida, Jeremy y Pierre se dirigieron a la oficina para guardarlo todo en cajas y se llevaron un par de cervezas.

Bien entrada la noche, Pierre vio algo con el rabillo del ojo. Se irguió y volvió la cabeza hacia la pantalla del ordenador.

—¿Has visto eso? —preguntó.

Jeremy parecía aburrido.

—¿Si he visto qué?

—¡Creo que hay alguien en la cueva!

—No puede ser —dijo Jeremy entre bostezos—. Está cerrada a cal y canto.

Pierre se puso en pie, apretó el botón de repetición del programa de vigilancia y retrasó el reloj treinta segundos.

—Mira, ven.

Observaron la grabación.

Apareció un hombre con una mochila, y la cueva estaba bien iluminada.

—¡Joder! —exclamó Pierre—. ¡Está en la Sala 9 y se dirige a la 10! ¡Marca el 17! ¡Avisa a la policía! ¡Date prisa! ¡Voy a bajar!

—No es buena idea —se apresuró a decir Jeremy—. ¡No lo hagas!

Pierre cogió un martillo que había en la mesa y se precipitó hacia la puerta.

—¡Tú llama!

Pierre tenía el coche junto a la caravana, por lo que no tardó nada en arrancar y salir disparado hacia la cueva. Jeremy escuchó el rugido agudo del motor que se apagó al alejarse.

Miró el monitor del ordenador, hecho un manojo de nervios. O el intruso se había ido, o estaba en un ángulo muerto fuera del alcance de las cámaras.

Cogió el teléfono, marcó el 1 y acto seguido todo se volvió negro.

Pierre bajó rápidamente por la escalera del acantilado, aprovechando sus cualidades atléticas para saltar varios peldaños de golpe; llevaba el martillo ceñido al cinturón.

La puerta estaba abierta de par en par; las luces interiores, encendidas. Nunca había entrado en la cueva sin el equipo de protección, pero no tenía tiempo para las medidas de precaución. Entró y cogió el martillo del cinturón.

Pierre había sido un futbolista bastante bueno en la escuela; cruzó la cueva corriendo y sin perder el equilibrio a pesar del piso irregular. Atravesó las salas, las pinturas rupestres difuminadas en su visión periférica. Tuvo la ilusión óptica de que corría entre una manada de animales, entrando y saliendo, evitando pezuñas y garras.

Cuando llegó a la Sala 9 estaba sumamente alterado. No había ni rastro del intruso.

Tenía que estar en la Sala 10.

A Pierre nunca le había resultado fácil recorrer a gatas el estrecho conducto. Tenía las piernas demasiado largas para agacharse cómodamente. Intentó no hacer ruido y rezó para no chocar con el hombre en mitad del túnel: una pesadilla claustrofóbica.

Llegó a la Bóveda de las Manos y siguió avanzando. Oía ruido de actividad en la Cámara de las Plantas.

El intruso estaba arrodillado, de espaldas, concentrado en los cables y los paquetes de material que estaba sacando de la mochila. No vio llegar a Pierre.

—¿Quién eres? —gritó Pierre.

El intruso, sobresaltado, lo miró por encima del hombro. El estudiante era alto y musculoso, tenía un martillo en las manos y una actitud intimidatoria que resultaba incongruente con su apariencia de conejo asustado.

El hombre se puso en pie despacio. Tenía unos brazos musculosos y fuertes y una barba moteada. El susto al ver a Pierre desapareció enseguida y fue sustituido por una expresión gélida como el hielo.

Pierre pudo ver con más claridad lo que había dejado en el suelo de la cueva: un revoltijo de cables, detonadores, baterías y ladrillos de un color a medio camino entre el amarillo y el marrón. Había visto ese tipo de material con anterioridad, en las minas de Sierra Leona.

—¡Son explosivos! —gritó—. ¿Quién demonios eres?

El hombre no dijo nada.

Agachó la cabeza gris, como si estuviera haciendo una reverencia, pero en realidad se abalanzó sobre Pierre, le dio un cabezazo en el pecho y lo lanzó contra el hombre pájaro que estaba ahí de pie, con el pico abierto y su ridículo pene.

Pierre empezó a agitar el martillo en un gesto defensivo, intentando repeler los puños y dedos del hombre, que impactaban en las zonas más sensibles: las ingles, los ojos, el cuello. Pretendía infligirle el máximo dolor posible para inmovilizarlo.

Los martillazos no lo habían arredrado lo más mínimo ya que el sentido de la humanidad de Pierre le impedía golpearlo en la cabeza. En lugar de eso, se centraba en los hombros y la espalda, pero aquello no bastaba: el desconocido no se amedrentaba.

Entonces el hombre le dio un puñetazo muy fuerte en la garganta que le dolió de verdad y lo hizo estremecerse de pánico. Tosió, sintió que se ahogaba y por primera vez en su vida pensó que iba a morir. Desesperado, lanzó un martillazo más, con todas sus fuerzas, y esta vez apuntó al hueso frontal del cráneo.

Había tres hombres más en el campamento, armados con escopetas y rifles.

Fueron de caravana en caravana, como una jauría de perros salvajes, entraron en todas ellas y, cuando encontraron las que estaban ocupadas, sacaron a rastras a estudiantes asustados.

Elizabeth Coutard oyó alboroto, asomó la cabeza y vio a un estudiante al que obligaban a caminar a punta de pistola.

Echó a correr en dirección a la abadía mientras hurgaba en los bolsillos para encontrar el teléfono. Su coleta blanca le rebotaba en los hombros.

Tan solo llegó al granero.

Pierre observó la horrible imagen de aquel hombre tirado a sus pies. Emitía unos ruidos guturales y tenía una herida en la bóveda craneal de la que brotaba sangre en círculos concéntricos; parecía como si llevara un solideo rojo.

Entonces Pierre sintió un dolor atroz e inimaginable, un golpe fulminante en los riñones que le cortó la respiración y le impidió gritar.

Había cuatro estudiantes más acurrucados junto a Elizabeth Coutard en la oficina. Jeremy estaba inmóvil en el suelo. La única chica de los estudiantes, Marie, de la Bretaña, temblaba de forma incontrolada, y Coutard se acercó a ella para abrazarla, desafiando a uno de los hombres que los amenazaba con un arma.

—¿Qué queréis? —preguntó Coutard con valentía—. Jeremy necesita atención médica. ¿Es que no lo veis?

Había un hombre que parecía estar al mando. No le hizo caso y les gritó a los tres chicos que se sentaran en el suelo. Los estudiantes obedecieron dócilmente, el hombre los apuntó con su escopeta de dos cañones y adoptó una postura tensa, listo para disparar en cualquier momento. A continuación señaló a las mujeres con la cabeza, en un gesto acordado de antemano.

Sus dos compatriotas reaccionaron y se llevaron a las mujeres a rastras gritando cual guardas de prisiones enloquecidos.

—¡Moveos! ¡Moveos! ¡Venga!

Al llegar a la hoguera obligaron a Coutard y a Marie a separarse y las metieron en caravanas distintas a punta de pistola.

El hombre mayor del cuchillo observó cómo Pierre se desangraba hasta morir en el duro y frío suelo de la Sala 10.

Bonnet conocía bien el arte de matar. Una cuchillada larga que atravesara el riñón y seccionara la arteria renal. La víctima se desplomaba rápidamente y moría al cabo de unos instantes a causa de una hemorragia interna. Cortar la carótida era demasiado desagradable para su gusto.

Tenía la respiración entrecortada después de recorrer toda la cueva, arrastrarse por el túnel y matar a un hombre. Le dolían las rodillas y las caderas. Hizo una pausa para limpiar el cuchillo con la camisa de Pierre y para recuperar el ritmo cardíaco normal. Entonces se acercó a su compañero, que había sido atacado, le dio la vuelta y lo sacudió para intentar que recuperara el conocimiento.

—¡Despierta! —le ordenó—. ¡Eres el único que sabe preparar las malditas cargas!

Miró el embrollo de cables y explosivos y negó con la cabeza. No tenía ni la más remota idea de cómo se montaba la bomba, y los demás tampoco. No había tiempo para llamar a otro experto en explosivos. Lo único que podía hacer era proferir una retahíla de palabrotas y ponerse a dar gritos por el walkie-talkie.

No obtuvo respuesta; recordó que se encontraba en la profundidad del acantilado y soltó más palabrotas.

Reparó en el hombre pájaro de la pared que había tras él y, en lugar de recrearse con la imagen, tuvo una reacción más prosaica.

—A la mierda —dijo, y se volvió.

Luego escupió con desdén al cadáver de Pierre.