Capítulo 17

Cueva de Ruac, 30000 AP

La primera lanza rebotó contra la dura piel del animal, que se enfureció pero no sufrió ninguna herida.

Los cazadores lo rodearon.

El animal era un macho de gran tamaño. El hecho de que hubieran podido aislarlo de la manada con tanta facilidad era una prueba, creían, de su disposición para ser sacrificado. Sin duda el enorme animal los había oído cantar la noche anterior y había accedido a rendirse a su propósito.

Sin embargo era demasiado noble para entregarse sin presentar batalla.

Nago, el único hermano de Tal, se unió a la caza.

El bisonte quedó acorralado junto a la orilla del río de aguas rápidas; las pezuñas se hundieron en el barro. Cuando resoplaba se le hinchaba el hocico. Iba a tener que cargar. No le quedaba más remedio.

Así es como morían los hombres, pensó Tal.

Tenía diecisiete años, era un hombre hecho y derecho, el más alto de su clan, lo que despertaba los recelos de su hermano, ya que durante generaciones el jefe del clan del Bisonte siempre había sido el más alto. Su padre aún era el jefe, pero la pierna no le había sanado por completo desde que se la había roto. Apestaba como la carne podrida. De noche gruñía en sueños. No tardarían en tener nuevo jefe. Todos los miembros del clan sabían que algo iba a pasarle a uno de los hermanos. Nago, el más bajo, no podría ser el jefe si el más alto, Tal, seguía con vida. Tal, el más joven, no podría ser el jefe si Nago, el mayor, seguía con vida.

No eran esas sus costumbres.

Nago se aseguró de que la punta de la lanza estuviera bien alineada con la estólica de hueso.

Un hombre podía matar a un ciervo con una lanza sin necesidad de estólica, pero para acabar con un bisonte se necesitaba más fuerza. Solo mataban un bisonte dos veces al año: uno, como ahora, en la estación cálida, y otro en la estación fría. Tenían derecho a ello, era su vocación secreta, pero estaba prohibido matar a más de un bisonte cada vez.

Un único animal les proporcionaba suficiente piel para remendar las ropas de invierno y confeccionar prendas nuevas para los niños. Un animal les proporcionaba suficientes huesos para fabricar herramientas para excavar y desmenuzar alimentos y para producir estólicas. Un único animal les proporcionaba suficiente comida para alimentar a todo el clan durante mucho tiempo antes de que la carne empezara a oler mal.

Sentían veneración por el bisonte, y el bisonte —estaban convencidos— sentía veneración por ellos.

Nago profirió el grito de caza y lanzó el brazo hacia delante.

La lanza trazó una trayectoria recta y baja e impactó en el pecho de la bestia, entre las patas delanteras, pero la punta de sílex debió de alcanzar el hueso, porque no se hundió demasiado.

Profiriendo alaridos de dolor y miedo, el animal dio un salto hacia delante, agachó la cabeza y hundió uno de sus gruesos cuernos en el hombro de Nago.

Los gritos de Tal para que los demás hombres permanecieran unidos quedaron ahogados por los alaridos de Nago. La vida de su hermano dependía de él.

Tal echó a correr, lanzó la estólica con todas sus fuerzas y la lanza se hundió en la ijada del bisonte. Era una herida profunda, pero prefirió no correr riesgos. Fue corriendo hasta la bestia, agarró la lanza y la clavó aún más, hasta que las patas delanteras del animal cedieron y este cayó de lado, sangrando por la boca.

Nago estaba en el suelo, boqueando, con el hombro ensangrentado y el músculo desgarrado.

Tal se arrodilló a su lado y empezó a gemir. Los demás hombres llegaron junto a ellos, señalaron la herida y susurraron entre sí.

No era la primera vez que Tal veía una herida de asta. No cicatrizaban ni se curaban solas. Si Nago hubiera llevado un sayo de cuero, tal vez la herida no habría sido tan profunda, sin embargo, como hacía mucho calor, iba con el pecho desnudo y con el sayo atado alrededor de la cintura.

Nago era el líder de la cacería, pero ahora Tal iba a tener que sustituirlo. Para detener la hemorragia, cogió el sayo de Nago y lo ató con todas sus fuerzas alrededor de la herida; luego dijo a dos primos que lo llevaran de vuelta al campamento.

Entonces se detuvo junto al bisonte y le dio las gracias por contribuir al sustento del clan. Nunca había tenido el privilegio de entonar el canto de la caza del bisonte, pero lo sabía de memoria y lo interpretó con sentimiento. El resto de los hombres asintieron en un gesto de aprobación y acto seguido se abalanzaron sobre el cuerpo aún caliente del animal para iniciar el despiece ritual.

Tal se volvió y echó a correr tan rápido como se lo permitieron las piernas hacia los altos pastos de la sabana. Su padre le había enseñado a cazar y a cantar. Sin embargo, había llegado el momento de utilizar el conocimiento que le había transmitido su madre.

Hacía dos años que había perdido a su madre; dejó el mundo junto con su hija recién nacida tras un parto sumamente complicado. No pertenecía al clan del Bisonte. Se refería a sus parientes como el pueblo del Monte del Oso. De joven se había quedado atrapada en una inundación súbita y perdió el contacto con su tribu. Quizá habían escapado, o tal vez habían fallecido. Nunca lo supo. El padre de Tal, por entonces joven, estaba de caza con los ancianos, la encontró en el bosque, congelada y hambrienta, y la acogió. Quedó prendado de ella, y aunque despertó celos y causó un pequeño conflicto en el clan, la eligió como compañera.

Los miembros de su tribu eran sanadores, y ella poseía gran habilidad para preparar cataplasmas y sabía qué hojas, raíces y cortezas convenía masticar para curar diversas enfermedades. Tal recordaba una hoja amarga que había mascado cuando era pequeño para aliviar el dolor de las encías, y una corteza sabrosa que lo refrescaba cuando tenía calor.

En cuanto fue capaz de caminar, empezó a corretear detrás de su madre mientras cogía hierbas en el bosque y las praderas, y luego la ayudaba a llevarlas al campamento en zurrones hechos de piel de ciervo.

Siempre había tenido una memoria prodigiosa. Le bastaba oír el reclamo de un pájaro o un canto de su clan para no olvidarlo nunca más. Olía el pétalo de una flor, veía la huella de un animal o unas hojas, escuchaba la explicación de un fenómeno, solo una vez, y nunca lo olvidaba.

No poseía tan solo una mente especial. Desde pequeño había destacado por tener una habilidad innata con las manos. Aprendió a hacer hojas largas y delgadas de sílex. Antes incluso de llegar a la edad adulta ya era el mejor fabricante de herramientas del clan. Podía tallar madera y hueso con la misma destreza que los ancianos y tenía buena mano para hacer lanzas que trazaban una trayectoria recta y se ajustaban a la perfección a la estólica. Durante años, a Nago lo corroyó la envidia por las habilidades de Tal, quien, sin embargo, nunca dejó de respetarlo, pues siempre creyó que Nago acabaría convirtiéndose en el jefe del clan.

Su madre también le enseñó a pintar. El pueblo del Monte del Oso gozaba de una larga tradición en la decoración de abrigos rocosos y cuevas con siluetas de grandes animales en carbón y ocre. La mujer esbozaba figuras naturalistas de osos, caballos y bisontes en el barro, y el chico le cogía el palo y los copiaba.

Cuando se hizo mayor empezó a coger rocas y arcillas de colores vistosos para hacer pigmentos con los que se embadurnaba el cuerpo, para diversión de los adultos.

Nunca estaba ocioso. Siempre andaba haciendo algo, correteando de un lado a otro.

Ahora sentía unos pinchazos en los pulmones debido al cansancio. No tenía mucho tiempo. A cada paso que él daba, Nago se desangraba un poco más.

Su madre le había enseñado muchas cataplasmas. Para los cólicos, para la descomposición, para las úlceras, para los forúnculos, para el dolor de cabeza y el de dientes. Había otra para las heridas, algunas para las heridas viejas que supuraban y apestaban, como la de su padre, y otras para las heridas sangrantes recientes, como la de Nago.

El elemento clave para contener la hemorragia era una enredadera que trepaba por la corteza de los árboles jóvenes. Del mismo modo en que estrangulaba a los árboles, le explicó su madre, también cortaba el flujo de sangre. Sabía dónde encontrarla, en un claro cerca del río.

También necesitaba un tipo de baya especial que se utilizaba para limpiar heridas. Sabía que había una buena mata cerca del claro.

En último lugar, para dar consistencia a la cataplasma y que esta lograra cicatrizar la herida, necesitaba una cantidad generosa de hierba amarilla, que crecía por todas partes y era muy abundante.

Como estaban en la estación cálida, el clan del Bisonte se encontraba en un campamento al aire libre. A dos días de viaje en dirección a la puesta de sol había un abrigo rocoso al que se trasladaban durante los meses más fríos, pero la única protección que necesitaban en esta estación eran las tiendas hechas con piel de ciervo y árboles nuevos que ondeaban en la brisa del atardecer.

Nago estaba tumbado a la sombra de uno de estos refugios. Apretaba los dientes por el dolor. El vendaje estaba empapado de sangre.

Tal corrió hasta su hermano. Se había quitado el sayo y lo había utilizado para llevar las plantas y las bayas que necesitaba para preparar la cataplasma.

Los veintidós miembros del clan, hombres, mujeres y niños, se habían congregado en torno a Nago, pero se apartaron cuando el padre de Tal se acercó cojeando. Le imploró a un hijo que salvara al otro.

Tal se puso manos a la obra. Le dieron el viejo cuenco de piedra caliza de su madre y, con una hoja de sílex, empezó a cortar con ímpetu la enredadera. Una de sus tías aplastó las bayas entre hojas grandes y resplandecientes con la base de la mano y vertió el jugo en el cuenco. Tal añadió los trozos de enredadera y los machacó junto con las bayas utilizando un canto de río suave y pulido. A continuación cortó los manojos de hierba amarilla en trozos pequeños y mezcló un puñado con el mejunje del cuenco.

El producto resultante era espeso y pegajoso.

Tal le dijo a su hermano que fuera tan fuerte como el bisonte al que habían matado. Extendió la cataplasma en la herida abierta y no paró hasta que hubo rellenado el hueco con la masa que había preparado.

Nago fue valiente, pero el esfuerzo de permanecer en silencio pudo con él y acabó cerrando los ojos.

Tal pasó esa noche junto a su hermano, y la siguiente, y la otra.

Solo lo abandonaba el tiempo imprescindible para recolectar más ingredientes y evitar que la cataplasma se secara.

Lo hacía solo, pero no porque los demás no quisieran ayudarle, sino porque disfrutaba de la soledad. Una de sus primas, una chica llamada Uboas, mostraba un interés especial en seguirlo. Al igual que su hermano pequeño, Gos, que la acompañaba allí donde fuera.

Uboas era rápida y hermosa, y Tal sabía que debían ser amigos, pero aun así quería estar solo. Cuando ella se negó a regresar al campamento, él echó a correr para dejarla atrás, igual que había hecho ella con su hermano. Una vez que se libró de la chica, miró atrás. A lo lejos vio cómo se reunía con el niño y lo cogía de la mano.

Tal se encontraba en el claro, cortando la enredadera que trepaba por un árbol, cuando los vio.

De hecho, primero los oyó, un leve murmullo. Unas palabras incomprensibles. Se irguió para oírlas mejor, pero no las entendió.

En el linde del claro había dos árboles separados entre sí, lo que le permitió ver primero a uno y luego al otro.

Había oído hablar de ellos, el pueblo de la Sombra, el pueblo de la Noche, los Otros —su clan los llamaba de distintos modos—, pero nunca los había visto.

Ese primer encuentro fue breve, duró apenas un suspiro.

Uno era viejo, como su padre, el otro joven, como él. Sin embargo, ambos eran más bajos y fornidos que los miembros de su clan y tenían una barba más roja y larga; la del joven era tupida, no rala como la suya. El mayor parecía que nunca se la había cortado con una hoja de sílex, tal y como era habitual en el clan del Bisonte. Iban armados con lanzas gruesas y pesadas, ideales para clavarlas directamente en la presa pero inútiles para lanzarlas a cierta distancia. Llevaban una ropa basta forrada de piel, de oso a juzgar por el aspecto, bastante incómoda con el calor que hacía.

Y entonces, tras intercambiar una fugaz mirada, un reconocimiento tácito de la presencia de Tal, se esfumaron.

La última noche de Nago fue agitada.

Sin duda, la cataplasma de Tal había surtido algo de efecto: la herida estaba limpia, olía bien y apenas supuraba. Pero había perdido tanta sangre después de la cornada que ningún remedio ni canto podría evitar el desenlace.

En las últimas horas se le hinchó todo el cuerpo y se detuvo el flujo de orina; fue incapaz de tragar las gotas de agua que le vertieron en la boca con una hoja. Al amanecer, su respiración se volvió más dificultosa y al final se detuvo.

Cuando las mujeres empezaron a dar alaridos, el cielo se abrió y cayó una lluvia cálida, una señal de que sus ancestros daban la bienvenida a su reino al hijo del jefe del clan. Su campamento refulgía en el cielo nocturno, pero estaban demasiado lejos del clan del Bisonte para oír sus canciones.

El padre de Tal le puso las manos en los hombros y se dirigió a él delante de todos. Tal iba a ser el próximo jefe. El anciano declaró con voz cansada que no tardaría en llegarle la hora también a él. Cuando finalizara el ritual de duelo de Nago, Tal debería subir al punto más alto de la tierra para estar lo bastante cerca de sus ancestros y oír sus cantos.

No cesaba de llover, y al cabo de poco el cuenco de piedra caliza de su madre, medio lleno con la cataplasma no utilizada, rebosaba agua de lluvia.

A Tal no le daba miedo escalar la montaña.

Ascendía con seguridad y, aunque los acantilados estaban mojados por culpa de la lluvia, pudo avanzar a buen ritmo. Uno de los ancianos le había enseñado un truco unos años antes que consistía en atarse las botas de piel con cordones de cuero para que se ajustaran correctamente a los pies.

Quedaban varias horas de luz solar antes de que llegara a la cima, de modo que siguió a un ritmo normal. Llevaba dos zurrones atados al cinturón, uno con tiras de carne seca de ciervo y otro con yescas y los utensilios para hacer fuego. Cuando oscureciera haría una hoguera, cantaría y escucharía la canción de respuesta de las hogueras celestiales que ardían a lo lejos. Si tenía un corazón lo bastante puro, quizá lograra oír una canción de la hoguera de su madre.

Prefirió no cargar con un odre de agua. Sabía que había una cascada cerca y que tendría tiempo de ir hasta allí y saciar la sed.

A mitad de ascenso se detuvo en una cornisa y se volvió hacia el caudaloso río. Desde aquella altura no parecía tan impetuoso. La tierra alcanzaba hasta donde le llegaba la vista: un mar infinito de hierba. A lo lejos, dos formas marrones avanzaban por la sabana: una pareja de mamuts lanudos. Tal se rio al verlos. Sabía que eran los animales más grandes de la tierra, pero desde lo alto del acantilado parecía como si pudiera cogerlos con los dedos y echárselos a la boca.

Cuando llegó al salto de agua, bebió y se limpió el sudor.

Buscó la mejor ruta para subir hasta la cima y la trazó con la mirada.

Alcanzó otra cornisa segura, y cuando se puso en pie se detuvo y miró fijamente.

¡Una señal!

¡No había duda!

Ante sus ojos se abría una grieta negra en la pared de la roca.

¡Una cueva! Nunca la había visto.

Se acercó lentamente. Ciertas criaturas le infundían miedo. Osos. El pueblo de la Sombra.

Se adentró con cautela en la fría oscuridad e inspeccionó la entrada de la cueva hasta allí donde conseguía llegar la luz del sol.

El suelo estaba impoluto. Las paredes eran suaves. Era el primero que entraba allí. Se sentía exultante.

¡Es la cueva de Tal!

¡Yo estaba destinado a ser el jefe de mi clan!

¡Cuando llegue mi momento traeré a mi clan aquí!

Al día siguiente, cuando el sol brillaba en todo lo alto, Tal regresó al campamento.

Comunicó a su gente a gritos que había oído los cantos de sus ancestros y que había descubierto una cueva nueva en los acantilados. No entendía por qué parecían todos preocupados por otro problema, todos señalaban en dirección a la hoguera. Las mujeres lloraban.

Uboas se acercó corriendo hasta Tal y le tiró del brazo.

Su hermano, Gos, yacía en el suelo exclamando cosas sin sentido, agitando las extremidades, intentando golpear a todo aquel que se le acercara.

Tal pidió que le contaran lo sucedido y Uboas se lo dijo.

El cuenco de piedra caliza de su madre había quedado junto a la hoguera y el calor del sol y el del fuego había provocado que el contenido empezara a borbotear y sisear. Gos había pasado a su lado y, con su habitual curiosidad, había metido el dedo y probado el líquido rojo. Le gustó tanto que probó más, y más, hasta que se le manchó de rojo la barbilla.

Entonces, como si estuviera poseído, se puso a gritar cosas que no tenían sentido, a agitar los brazos y a pegar a la gente, aunque por fin se había tranquilizado un poco.

Tal se sentó a su lado, apoyó la cabeza del niño en su regazo y le acarició la mejilla. Al notar el tacto familiar, el pequeño se calmó y abrió los ojos.

Tal le preguntó cómo se sentía y le dijo que no tuviera miedo, que se quedaría con él hasta que se encontrara bien.

El niño se humedeció los labios con la lengua y pidió agua. Se incorporó y señaló el cuenco.

Tal quería saber qué estaba pidiendo, y la respuesta del pequeño asombró a todos los que habían presenciado el hechizo al que había estado sometido.

Quería más líquido rojo.