Capítulo 16

El último día de trabajo en la cueva de Ruac pasó rápidamente.

Esa última noche organizaron una especie de cena de celebración, aunque el ánimo estaba algo apagado debido a las dos catástrofes que habían sacudido a la excavación, dos accidentes que desataron rumores de maldiciones, desdichas y cosas similares.

Después del funeral de Hugo en París, Luc regresó a Ruac y se entregó con frenesí a su trabajo, como un derviche, sumido en un estado anestésico, durmiendo el mínimo de horas imprescindibles para no desfallecer. Se convirtió en una persona apagada, distante, solo hablaba cuando le dirigían la palabra, era profesionalmente eficiente con su equipo, pero nada más. La muerte de Hugo se había llevado su habitual encanto ingenioso del mismo modo que las olas del mar borran las letras escritas con un palo en la arena de la playa.

La situación no hizo sino empeorar con la aparición inesperada en Ruac de Marc Abenheim, que aterrizó procedente de París, dispuesto a explotar la tragedia. En cuanto llegó, el tirano enclenque pidió a todo el mundo que saliera de la oficina para poder hablar a solas con Luc. A continuación, como un actuario de seguros, cuestionó a Luc sobre las probabilidades de que se produjeran dos muertes en una excavación y en la misma temporada.

—¿Adónde quieres ir a parar? —le espetó Luc.

La voz de Abenheim adquirió un tono nasal y exasperante.

—Falta de disciplina. Falta de rigor en la dirección. Falta de sentido común al invitar a tu amigo a que se quedara en una excavación oficial del ministerio. Ahí es adonde quiero ir a parar.

Fue un milagroso acto de autocontrol que Luc fuera capaz de deshacerse de Abenheim sin partirle la nariz.

Cuando el imbécil entrometido se hubo ido, Luc dio rienda suelta a la ira que había logrado contener y, una vez solo, se fue a su caravana y cerró de un portazo. Lo primero que le llamó la atención fue la abolladura del panel que él mismo había hecho la noche después de la muerte de Hugo.

Sintió la necesidad irrefrenable de dar otro puñetazo, de atravesar la madera manchada de sangre, pero cuando cerró la mano recordó que era muy mala idea. El corte de los nudillos se le había infectado, tenía la mano hinchada y unas vetas rojas le recorrían todo el dorso. No había tenido tiempo ni ganas de ir a ver a un médico. Uno de los estudiantes tenía un bote de eritromicina que le había sobrado de una pulmonía y Luc se había estado automedicando durante los últimos días. Abrió el puño y le dio una patada a una silla.

En cuanto a Sara, si Luc había abrigado alguna esperanza de retomar la relación con ella, la había reprimido, olvidado, o quizá nunca la había tenido. No lo recordaba.

Sara lo dejó en paz y no lo obligó a enfrentarse a la pérdida de su amigo. Cuanto más se retraía él, más se alejaba Sara, que se mantenía al margen pero al mismo tiempo confesaba su inquietud por la salud y el bienestar de Luc a Jeremy y Pierre. A fin de cuentas, algo sabía sobre la depresión clínica.

El propio Luc había sido el causante de la que ella había sufrido.

Esa noche de otoño era fría y la hoguera atraía a la gente del mismo modo que a sus antepasados prehistóricos. Luc tenía la sensación de que debía dirigirse al grupo una última vez, aunque no le apetecía pronunciar ningún discurso.

Dio las gracias a todos por su trabajo incansable y repasó de forma precipitada una lista de sus logros. Habían elaborado un mapa preciso de todo el complejo, desde la primera sala hasta la décima. Habían fotografiado hasta el último centímetro. Tenían una primera datación por radiocarbono del perfil de carbón de uno de los bisontes y confirmaba la sospecha de que la cueva databa del 30000 AP, Antes del Presente. Habían empezado a comprender las fuerzas geológicas que habían moldeado la formación de la cueva. Habían excavado de modo exhaustivo los suelos de las salas 1 y 10. En la Sala 1 habían encontrado pruebas de una hoguera, gran abundancia de huesos de renos, y signos de una ocupación prolongada de la entrada de la cueva. En la Sala 10 habían encontrado más hojas y astillas auriñacienses, aquel magnífico bisonte de marfil y también podían presumir del fenomenal hallazgo de una falange infantil. Aunque era el único hueso humano que habían desenterrado, era un descubrimiento milagroso que sería analizado de forma concienzuda durante las próximas semanas. Sara Mallory también tenía gran variedad de muestras de polen que analizaría durante el invierno. Luc no dijo nada acerca de la recolección de plantas ni de los experimentos que habían hecho en la cocina. De momento no era necesario que nadie más estuviera al corriente de esa línea de investigación marginal.

A modo de conclusión les recordó que aquello solo era el principio, no el final. Ya habían recibido los fondos necesarios para financiar tres campañas más; en la primavera se reunirían de nuevo para comparar las notas que habían tomado durante ese tiempo. Les confió que creía que aún quedaría trabajo por hacer en la cueva de Ruac cuando fueran viejos y tuvieran canas, a lo que Craig Morrison replicó, con su acento escocés, que algunos de ellos ya eran viejos y tenían canas, ¡muchas gracias!

Entonces Luc alzó la copa en memoria de Zvi Alon y de Hugo Pineau y les pidió que tuvieran cuidado en el viaje de regreso a casa.

Los miembros del equipo bebieron y charlaron hasta bien entrada la noche, pero Luc se retiró a su caravana.

Sara buscaba una excusa para ir a verlo y la encontró al comprobar el correo electrónico.

—Hola —dijo Sara con dulzura cuando abrió la puerta—. ¿Te apetece un poco de compañía?

—Claro, pasa.

Solo había una pequeña luz encendida. No estaba leyendo ni bebiendo. Parecía que simplemente estaba ahí sentado, sin hacer nada.

—Me has tenido muy preocupada —dijo Sara—. A mí y a todos.

—Estoy bien.

—No, creo que no lo estás. Quizá cuando regreses a Burdeos deberías ir a ver a alguien.

—¿Qué? ¿A un loquero? Bromeas.

—Hablo en serio. Últimamente lo has pasado muy mal.

—¡He dicho que estoy bien! —repuso Luc alzando la voz. Pero cuando vio que Sara fruncía la boca, bajó el tono—: Mira, cuando regrese a la universidad y recupere la rutina habitual, volveré a estar como nuevo. De verdad. Y gracias por preocuparte.

Sara logró salir del apuro gracias a la noticia que acababa de recibir.

—Fred Prentice, mi contacto en Planta-Genetics, acaba de enviarme un mensaje de correo electrónico. Han acabado el análisis.

—¿Ah, sí?

—Al parecer está muy emocionado, pero no ha querido contarme nada por correo electrónico, dice que hay que solucionar ciertas cuestiones de propiedad intelectual y derechos de patentes. Quiere que vayamos a Cambridge en persona.

—¿Cuándo?

—Ha sugerido el lunes. ¿Me acompañarás?

—Tengo que cerrar la excavación.

—Eso pueden hacerlo Pierre, Jeremy y los demás. Creo que deberías venir conmigo. Te sentaría bien.

Luc rio entre dientes.

—Si tengo que elegir entre un psiquiatra y un viaje al Reino Unido, acepto.

En lugar de dormir, Luc se saltó su propia regla e hizo una última visita a la cueva.

Prerrogativa del director, se dijo.

Mientras bajaba por la escalera a oscuras, con la pared del acantilado iluminada por la luz de su casco de minero, le vino a la mente la desagradable imagen del momento en que Zvi resbaló y se precipitó al vacío, pero logró quitársela de la cabeza y seguir descendiendo.

En la cornisa se puso el traje de Tyvek a oscuras, abrió la pesada puerta y apretó el interruptor. Las luces halógenas iluminaron la cueva y realzaron su cara más tosca; un aspecto muy diferente del que habría tenido en la prehistoria.

Se encaminó lentamente hacia su lugar favorito, la Sala 10. Los murciélagos la habían abandonado y la cueva estaba sumida en un silencio total.

En el punto más alejado permaneció cara a cara con el hombre pájaro de tamaño natural situado en el campo de cebada silvestre. Luc tenía una vela. La encendió con un encendedor y apagó las luces eléctricas. Eso era lo que quería hacer Zvi Alon, sentir la cueva de aquel modo natural. Su instinto no lo había engañado.

A la luz titilante de la vela parecía que el campo de cebada ondeaba. El pico del hombre pájaro parecía moverse.

¿Qué decía?

Luc aguzó el oído.

Lo que yo daría, pensó, por poder estar junto al hombre que pintó estas imágenes, por verlo, comprenderlo y hablar con él.

Apagó la vela de un soplido y permaneció unos instantes en la oscuridad más absoluta en la que se había encontrado jamás.