Luc fue a desayunar con una sonrisa en los labios. La cama de Hugo estaba intacta. Estaba claro que el muy sinvergüenza se había salido con la suya y que no tardaría en acribillarlo con la crónica de su conquista.
Cuando Luc envió al primer turno a la cueva emprendió un viaje de estudio a la antigua usanza con Sara, pertrechados con bolsas para especímenes y libretas. Envueltos por la húmeda neblina de primera hora de la mañana, iniciaron la excursión en la parte posterior de los muros de la abadía y recorrieron un prado húmedo, en dirección al río.
Jeremy y Pierre estaban junto al edificio de la oficina y los vieron marcharse.
—¿Adónde crees que van? —preguntó Jeremy.
—No tengo ni idea —respondió Pierre, guiñándole el ojo—, pero el jefe parece feliz.
Caminaron en silencio inhalando la fertilidad del campo. La noche anterior había llovido a cántaros durante una hora o más y las botas de agua no tardaron en empezar a brillar debido a la hierba mojada. El sol por fin logró hacer acto de presencia y la tierra empezó a centellear, lo que los obligó a ponerse las gafas de sol.
Realizaron el primer hallazgo a solo un kilómetro del campamento. Sara se fijó en que en el límite entre el prado que estaban atravesando y el bosque se daba una mezcla de tonos verdes y amarillos. Vio unos brotes altos amarillos que se alzaban sobre la hierba verde y echó a correr hacia ellos. Luc le siguió el ritmo con zancadas largas, sin esforzarse demasiado. Ambos dejaron una estela de hierba aplastada a su paso.
—Cebada silvestre —dijo Sara—. Hordeum spontaneum, hay muchísima.
A Luc le parecía cebada cultivada normal y corriente, pero ella cogió una cabeza puntiaguda y le mostró dos hileras de grano, en lugar de seis.
Sara tenía unas tijeras de podar y Luc una navaja, por lo que ambos se pusieron a cortar las cabezas doradas de los tallos de cebada y llenaron una bolsa.
—Seguramente fue la precursora de la especie domesticada —le explicó Sara con alegría mientras trabajaban—. La transición al grano cultivado tuvo lugar en el Neolítico, pero no hay nada que nos haga suponer que la gente del Mesolítico e incluso del Paleolítico Superior no hubiera recolectado cebada silvestre como alimento y quizá también para hacer cerveza.
—O con otros objetivos —añadió Luc.
—O con otros objetivos —admitió Sara—. Creo que con esto basta. —Enderezó la espalda—. La primera ya está, ahora solo nos quedan dos.
Luc cargó el saco de cebada y la siguió mientras se adentraba en el bosque. La débil luz del sol apenas lograba atravesar los árboles, y a medida que avanzaron aumentó el frío.
Sara no intentaba eludir matorrales ni zarzas; los buscaba, lo que entorpecía su marcha. Luc la seguía, feliz de dejar que su mente vagara. Ella sabría a qué debían estar atentos; él sabía a qué quería estar atento: a sus caderas, perfectamente ceñidas por los pantalones caqui. Sus hombros eran pequeños y femeninos incluso bajo la gruesa chaqueta de cuero. Luc tuvo que reprimir la imperiosa necesidad de agarrarla por detrás, darle la vuelta y atraerla hacia sí. Se besarían. Esta vez ella no opondría resistencia. Él le pediría la absolución. Era la mujer de su vida, le diría. Entonces no lo sabía, pero ahora estaba convencido. La echaría al suelo. Ella le perdonaría todos sus pecados. La fría humedad del suelo del bosque les haría olvidarse de todo.
—Estamos buscando una enredadera que trepe por árboles pequeños y medianos —dijo Sara, que rompió el hechizo—. Las hojas tienen forma de cabeza de flecha alargada. Estamos a finales de la estación, así que no esperes flores rosas y blancas, pero podría haber alguna de floración tardía.
Oyeron un sonido de goteo y sus botas empezaron a empaparse de barro. Luc se preguntó si el arroyo iba a desembocar en uno de los saltos de agua de Bartolomé. A lo largo del lecho del arroyo había una población mezclada de encina y haya junto con un denso sotobosque de maleza y acacia nilótica. Los vaqueros de Luc se enredaron en unas zarzas y cuando se arrodilló para soltarse oyó que de la boca de Sara empezaban a brotar palabras en latín, como si estuviera cantando un himno:
—¡Convolvulus arvensis! ¡Ahí!
La correhuela sin flores había atacado árboles jóvenes, tal y como ella había predicho. Se aferraba con fuerza alrededor de la corteza y la ahogaba, alzándose por encima de sus cabezas.
Había gran abundancia de maleza. El problema no era la cantidad, sino la recolección. Las enredaderas estaban enroscadas de tal modo que resultaba imposible arrancarlas de los troncos. Se vieron obligados a realizar un ejercicio meticuloso, que les dejó los dedos doloridos —cortar y desenroscar, cortar y desenroscar—, hasta que llenaron una segunda bolsa con tallos y hojas.
—Ya tenemos dos, solo falta una —dijo Sara, que volvía a encabezar la marcha.
Los acantilados y el río se encontraban más adelante. Se volvió hacia los prados. Había estudiado los mapas de topografía y sabía que había unas vías de tren abandonadas cerca, un ramal olvidado. Su último objetivo era común en el tipo de tierra que en el pasado había sido domada y que no estaba en barbecho. Estaban buscando arbustos. Sara no paraba de hablar de ellos, pero Luc no prestaba atención a la clase de botánica. Sentía un gran dolor en su interior y estaba furioso consigo mismo por haber acabado siendo la persona en la que se había convertido.
Su padre había sido un alto ejecutivo de una compañía petroquímica, el estereotipo de los hombres de su generación, con sus clubes privados, su afición al alcohol, su arrogancia narcisista y su insistencia en mantener amantes jóvenes a pesar de tener una mujer adorable. De no haber sido por el infarto, aún seguiría igual, bebiendo y conquistando mujeres, un penoso donjuán septuagenario.
Los genes o el entorno, la eterna pregunta. ¿Quién era el responsable del hecho de que Luc imitara a su padre? Había sido testigo del efecto que el comportamiento de su padre había tenido en su madre. Por suerte, ella había sido capaz de recuperar la dignidad con un divorcio, regresar a Estados Unidos y retomar una vida interrumpida durante un cuarto de siglo como la frágil esposa de un ejecutivo de una compañía petrolífera, desecándose en el calor del desierto entre los confines amurallados y los clubes de campo de Doha y Abu Dabi, sufriendo por su hijo único, internado en una escuela suiza.
Su madre volvió a casarse, esta vez con un dermatólogo adinerado de Boston, un hombre de carácter afable y cuerpo flácido. Luc lo toleraba pero no sentía afecto por él.
De repente, la pregunta obvia y evidente inundó su cabeza. ¿Por qué había alejado a Sara de él? ¿No había sido la relación que más lo había llenado de todas las que había tenido? ¿La más satisfactoria?
¿Y por qué no se lo había preguntado antes?
Las viejas vías del tren discurrían en paralelo al río y estaban cubiertas de maleza. Sara señaló en la dirección de una franja lineal y llana que había en el límite de un campo y se dirigió hacia ella. Luc, cuyos pensamientos se filtraban como el poso caliente del café, la siguió en silencio.
Las vías no se veían hasta que uno se situaba sobre ellas. Sara, con la intensidad de un sabueso, percibió que el norte era una dirección más adecuada que el sur. Siguieron las vías ajustando sus pasos a las franjas de tierra que había entre las traviesas. En el lado del río crecían espinos silvestres y Sara le dijo que era un entorno tan bueno como cualquier otro para encontrar lo que estaban buscando.
Se despejó el cielo y salió el sol. Al cabo de media hora aún caminaban por las vías y Luc empezó a preocuparse por la excavación. Su teléfono móvil no tenía cobertura y no le gustaba estar desconectado. Estaban a punto de abandonar y dar media vuelta cuando Sara se puso a saltar como una niña pequeña y a gritar en latín de nuevo:
—¡Ribes rubrum! ¡Ribes rubrum!
El grupo de arbustos que crecían del seto tenían hojas de cinco lóbulos de un color verde pálido y, tal y como ella le explicó, el hecho de que hubiera bayas a esas alturas de la estación se debía a que habían disfrutado de un verano más largo de lo habitual y de unas temperaturas suaves hasta hacía poco.
Las bayas refulgían en el sol como perlas de color rojo rubí. Sara probó una y cerró los ojos de placer.
—Ácida pero deliciosa —dijo.
Luc abrió la boca en un gesto juguetón y Sara accedió a regañadientes a su deseo y le puso una baya entre los labios.
—Le falta azúcar —dijo Luc, y ambos se pusieron a coger bayas hasta que llenaron la bolsa de plástico y se les tiñeron las puntas de los dedos de rojo.
Echaron al cocinero de la cocina y se apropiaron de las tablas de cortar, los utensilios y la olla más grande. Siguiendo la simple descripción del manuscrito, cortaron las enredaderas y la hierba como si fueran lechuga para una ensalada, las aplastaron con un mortero improvisado —un cuenco para ensaladas y una maza para carne— y las pusieron a hervir con agua y con las grosellas picadas. La cocina se impregnó de un aroma especial a fruta y hierbas, y Sara y Luc se quedaron junto a la olla, con los brazos en jarras, viendo cómo hervía el brebaje.
—¿Cuánto tiempo te parece que deberíamos dejarlo? —preguntó Luc.
—Creo que no mucho. Debería ser algo parecido a un té. Ese acostumbra a ser el enfoque etnobotánico correcto —dijo Sara, que se rio y añadió—: En realidad, no tengo ni idea. Esto es una locura, ¿no crees?
—Una locura demasiado grande como para comentarla en público, de eso no hay duda —admitió Luc—. Esto quedará entre tú y yo. ¿Cómo vamos a enviarlo a Cambridge?
Sara tenía un termo personal en la caravana, un modelo muy bonito de acero inoxidable y cristal que utilizaba para hacer té de verdad. Después de remover la olla una vez más, bajó un poco el fuego y fue a buscarlo.
Antes de que hubiera regresado, apareció el abad arrastrando las sandalias, demasiado colorado para un día tan fresco.
—Aquí estás, Luc. Te estaba buscando. Hasta te he llamado al móvil.
Luc hurgó en el bolsillo. Tenía varias llamadas perdidas.
—Lo siento, donde estaba no había cobertura. ¿En qué puedo ayudarlo?
El peculiar aroma dulzón que impregnaba la cocina distrajo por un momento al abad.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando los fogones.
A Luc no le parecía bien recurrir a evasivas con un hombre que le había demostrado tanta generosidad, pero aun así eludió la pregunta.
—La profesora Mallory está cocinando algo. Yo solo vigilo la olla.
El abad resistió el impulso de probar lo que se cocía a fuego lento, tal y como acostumbraba a hacer en su propia cocina. De repente recordó el motivo por el que había ido a ver a Luc. La abadía había recibido diversas llamadas del joven jefe de la gendarmería local, el teniente Billeter, que había dejado su número y se había mostrado cada vez más insistente.
Luc le dio las gracias y se preguntó en voz alta si había habido alguna novedad en la investigación del accidente de Zvi. Sara estuvo a punto de tropezar con el abad en la puerta, pero ambos se apartaron el uno del otro como imanes de polos iguales. El viejo monje miró el termo y mientras se iba murmuró que el plato que estaba cocinando olía muy bien y que un día le gustaría probarlo. Sara no dijo nada y Luc selló el momento con un guiño.
Luc llamó al teniente mientras Sara empezaba a colar el brebaje en un cuenco limpio.
Luc esperaba oír el nombre de Zvi en la primera frase, pero el agente lo sorprendió al preguntarle algo del todo inesperado.
—¿Conoce a un hombre llamado Hugo Pineau?
En la carretera que iba de la abadía al pueblo de Ruac había una curva cuesta abajo muy pronunciada. No se consideraba un punto especialmente peligroso, pero si a ello se le añadía una noche oscura, una lluvia torrencial, un exceso de velocidad y tal vez un par de copas de vino, parecía fácil imaginar el resultado.
El punto de impacto estaba situado a unos diez metros de la carretera, oculto a los vehículos que circulaban por ella. Era como si el bosque se hubiera abierto para recibir el coche y luego se hubiera cerrado de nuevo tras el choque. Poco después de las nueve de la mañana, un motociclista con ojos de lince vio unas ramas rotas y lo descubrió todo.
El coche y el árbol formaban un amasijo de madera y metal, una masa irregular, amorfa y retorcida. La fuerza del impacto fue tal que el tronco se empotró en el compartimiento del copiloto y desplazó el motor del bastidor. Las ruedas delanteras habían ido a parar lejos del coche. El parabrisas delantero había desaparecido como por arte de magia. Aunque reinaba un fuerte olor a gasolina, el coche no había ardido, lo que no le había servido de nada al conductor.
Un camión de bomberos de la SPV estaba limpiando con una manguera el aceite que se había derramado en la carretera y que corría cuesta abajo. Dos gendarmes mantenían la carretera abierta, dando paso alternativo a los vehículos en ambos sentidos de la marcha.
El teniente Billeter y Luc hablaron durante un rato con tono lúgubre en el interior del coche patrulla. Luc siguió al agente hasta la escena del accidente; arrastraba los pies como un hombre que se dirige a la horca. Antes de llegar, Pierre detuvo el coche y Sara bajó de un salto. Después de la llamada había acabado deprisa y corriendo la preparación del brebaje. Hasta que llegó al lugar del siniestro lo único que sabía era que Hugo había sufrido un accidente de coche.
Sara miró a Luc a los ojos y eso le bastó para comprender lo que había sucedido.
—Lo siento mucho.
Fue incapaz de contener las lágrimas cuando vio que Luc rompía a llorar, y ambos sollozaban cuando abandonaron la calzada y se dirigieron hacia el arcén húmedo.
Como arqueólogo, Luc estaba acostumbrado a los restos humanos. Había algo limpio, casi antiséptico en los esqueletos; sin los desagradables tejidos y la sangre, uno podía ser hipercientífico y desapasionado. Había que esforzarse mucho para encontrar algo de emoción en restos de esqueletos.
Sin embargo, en el comprimido espacio de pocos días, Luc había tenido que hacer frente a la muerte no una sino dos veces; no estaba preparado para enfrentarse a ella, y menos aún en ese momento.
Hugo se encontraba en muy mal estado, pero Luc no pudo juzgarlo de forma precisa porque volvió la cabeza al cabo de un segundo; tiempo suficiente para echar un vistazo por la ventanilla del conductor e identificar la elegante chaqueta color aceituna de Hugo y su pelo áspero, muy bien cortado y esculpido alrededor de la ensangrentada oreja izquierda.
De repente, al otro lado de los restos del coche, Luc vio a un hombre que miraba por la ventanilla del acompañante. Era mayor y tenía unos ojos oscuros y penetrantes; el hombre bien arreglado al que había visto unas semanas antes en el café de Ruac.
Luc y el hombre se irguieron al mismo tiempo y se miraron fijamente por encima del techo abollado del coche.
—Ah, es el doctor Pelay —dijo Billeter—. ¿Lo conoce, profesor? Es el médico de Ruac. Ha tenido la amabilidad de venir a certificar la defunción de la víctima.
—La muerte fue instantánea —dijo Pelay bruscamente—. Una fractura limpia de la nuca, C1/C2. Era imposible que sobreviviera.
El rostro y el tono de voz de Pelay, impasibles como una roca, enfurecieron a Luc. Quería que su amigo, aunque ya estuviera muerto, fuera atendido por alguien con buenos modales.
Cuando acabó de ponerse derecho e intentó irse, la gravedad hizo mella en él. El agente y Sara lo agarraron de forma simultánea y lo apoyaron contra la furgoneta de la gendarmería para que no se desplomara.
—Nos hemos puesto en contacto con su secretaria. Nos ha dicho que Hugo Pineau se alojaba con usted —dijo Billeter, que se esforzó por encontrar una expresión lo más neutral posible.
—Estaba previsto que mañana regresara a su casa —repuso Luc, limpiándose la nariz con la manga.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—En torno a las once y media de anoche, en el campamento.
—¿Fue entonces cuando salió de la abadía?
Luc asintió.
—¿Por qué?
—Para ir a ver a una mujer de Ruac.
—¿Quién?
—Odile Bonnet. Anoche cenamos los cuatro. —Señaló a Sara—. Insistió en ir a verla.
—¿Sabía ella que iba a recibir su visita?
—Hugo no tenía su número. No creo ni que supiera dónde vivía. Pero estaba muy motivado, ya me entiende.
—No llegó al pueblo. Si salió del campamento a las once y media, el accidente no pudo suceder más tarde de las once y cuarenta —dijo el agente de manera inexpresiva—. A juzgar por el estado en que ha quedado el coche, debía de ir muy rápido. No frenó. No hay marcas de derrape. Se precipitó contra los árboles hasta que se detuvo por completo al impactar contra uno grande. Dígame, profesor Simard, ¿bebió su amigo anoche?
Luc tenía un aspecto lastimoso. No pretendía que lo eximieran del sentimiento de culpa que lo embargaba. Sin embargo, antes de responder, Sara intervino para protegerlo.
—Todos, excepto Luc, bebimos durante la cena. Luc condujo el coche en el trayecto de vuelta de Domme. Cuando llegamos, creo que todos estábamos sobrios.
—Mire —dijo Billeter—, el médico forense ya ha tomado las muestras del cuerpo. No tardaremos en saber cuánto había bebido.
—No debería haber permitido que fuera solo —balbució Luc—. Debería haberlo llevado.
El agente ya tenía su respuesta y los dejó solos.
Sara no parecía saber qué hacer ni qué decir. Le puso una mano en el hombro tímidamente y Luc no se apartó.
Llegó otro coche, este procedente del pueblo. Salió una pareja, Odile y su hermano. Ella miró a Luc y a Sara y echó a correr hacia el coche accidentado, pero uno de los hombres de Billeter la detuvo y le dijo algo.
Odile rompió a gritar.
Sara le dijo a Luc que debía ir junto a ella, pero antes de que pudiera reaccionar, uno de los bomberos apareció por detrás del camión y agarró a Odile del brazo. Era su padre, el alcalde, vestido con su uniforme de la SPV.
Bonnet se alejó con su hija y Sara hizo lo mismo con Luc, se lo llevó en dirección al coche.
—Vamos —le dijo—, aquí ya no hacemos nada.
La tenue luz del atardecer se filtraba por las ventanas de la caravana de Luc. Estirado en su cama, la oscuridad había ganado la partida a la luz. Sara se sentó a su lado en una silla y tomó un trago de la última botella de bourbon de Hugo.
A Luc se le trababa la lengua al hablar; el alcohol lo había aturdido. Sacó las manos de debajo del cuello e hizo crujir los nudillos.
—¿Tienes muchos amigos? —preguntó.
—¿A qué tipo de amigos te refieres?
—A amigos del mismo sexo. En tu caso, amigas.
Sara se rio de la elaborada explicación.
—Sí, unas cuantas.
—Yo no tengo amigos —dijo con tristeza—. Creo que en ese aspecto Hugo era el único. ¿A qué crees que se debe? O sea, tú me conoces.
—Te conocía. —Sara también había bebido, lo suficiente para mostrarse sociable.
—No, no, aún me conoces —insistió Luc con terquedad.
—Creo que pasas demasiado tiempo con tus amigas y en el trabajo como para tener amigos. Eso es lo que creo.
Luc se volvió y la miró con una expresión de revelación.
—¡Creo que tienes razón! Mujeres y trabajo, trabajo y mujeres. No es bueno. Un taburete necesita tres patas, ¿no? —Empezó a divagar—. Creo que Hugo iba a ser mi tercera pata. Habíamos recuperado la buena relación, nos llevábamos bien, y ahora se ha ido. El muy cabrón se estampó contra un árbol. —Intentó abrazarla.
—No, Luc —dijo Sara, que se puso en pie—. Tus instintos te están jugando una mala pasada. Ahora mismo necesitas apoyo emocional, no amor físico.
—No, yo…
Sara ya estaba en al puerta.
—Voy a buscar al cocinero para que te traiga algo para comer y luego prepararé el termo para enviarlo esta tarde por mensajero urgente. Quiero que llegue mañana por la tarde a Cambridge. Lo están esperando en Planta-Genetics.
—¿Volverás? —preguntó en tono lastimero, como un niño.
—¡Cuando te hayas dormido! —respondió ella con dulzura—. Cierra los ojos y relájate. Y sí, volveré a ver cómo estás. Pero solo a eso.
Cuando se fue, Luc se puso en pie, a pesar de que las piernas le flaqueaban, y se refrescó la cara en el lavamanos.
Se detuvo junto a la cama vacía de Hugo y empezó a temblar con la ira impotente que había contenido durante todo el día. Cerró los ojos y lo vio todo de color naranja. Necesitaba violencia, cualquier tipo de violencia. Eso era lo que le decía el cerebro, de modo que dio un puñetazo al panel que separaba su cama de la mesa, con tanta fuerza que dejó un hueco en la plancha de conglomerado. Se estremeció a causa del dolor que se había infligido a sí mismo y vio la sangre en la tabla. Tenía un corte profundo en el cuarto nudillo. Se lo envolvió con un pañuelo y se sentó en la cama, empapando el pañuelo de sangre y bebiendo bourbon.
Esa noche Sara lo protegió con un instinto feroz, casi maternal. Vio la herida, el hueco en forma de puño del panel, se rio y le vendó la mano. No iba a dejar que lo molestara nadie. Por un día la gente podría solucionar por sí sola cualquier problema relacionado con la excavación, así que colgó una nota en la puerta de la caravana de Luc para asegurarse de que nadie lo incordiara.
Regresó esa misma tarde, al cabo de unas horas, y se arrepintió de no haberse llevado la botella de bourbon. Estaba vacía, la bandeja de la comida estaba intacta, y Luc roncaba. Le quitó las botas y lo tapó con una manta sin desvestirlo.
Más tarde, cuando oscureció, regresó de nuevo. Apenas se había movido. Decidió acabar el trabajo en el escritorio de Luc para no perderlo de vista. Se quedaría hasta tarde, leyendo sus notas y trabajando con el portátil mientras la calma y el silencio se apoderaban del campamento.
Un haz de luz atravesó la oscuridad de la oficina. El escritorio de Luc estaba en el rincón más alejado de la puerta. La luz se deslizó por los cajones de la mesa y se detuvo en el de abajo.
Los cajones laterales no podían abrirse si no se abría antes la cerradura del cajón central. Sobre la mesa había una taza alta repleta de lápices y bolígrafos. Los quitaron, le dieron la vuelta a la taza y cayó una llavecita.
La llave abrió el cajón central, y el lateral también se abrió. Había archivadores colgantes, en orden alfabético, que abarcaban gran variedad de cuestiones administrativas.
Una mano fue directa a la «D» y otra separó la carpeta con la etiqueta DIVERS, dedicada a cuestiones varias. Entre los papeles había un sobre sin nombre, cerrado y sin sello.
En el interior había una copia de la llave de la puerta de titanio que sellaba y protegía la cueva de Ruac.