—¿Eso es todo? —preguntó Luc.
Hugo había parado de traducir. Cerró el archivo adjunto del correo electrónico y levantó las palmas de las manos en un gesto a medio camino entre la impotencia y la disculpa.
—Es lo que ha conseguido descifrar de momento.
Luc dio un taconazo que hizo temblar el edificio modular.
—De modo que hacían una infusión con las plantas. Y luego ¿qué?
—Con un poco de suerte nuestro amigo belga no tardará en enviarnos más material. Le escribiré un mensaje de ánimo. No querría que se distrajera con un asunto trivial como una convención de Star Trek y que perdiera el interés.
—¡Un esqueleto, Hugo, y herramientas! Pero en la décima sala no había nada a simple vista. ¡Menuda pérdida!
Hugo se encogió de hombros.
—Bueno, seguramente hicieron lo que dijeron que iban a hacer. ¡Debieron de darle un entierro cristiano al hombre de las cavernas precristiano!
—Es como encontrar una tumba egipcia saqueada por ladrones de tumbas. Un esqueleto in situ de la época habría sido de gran valor.
—Te dejaron las pinturas, no lo olvides.
Luc se dirigió hacia la puerta.
—Envíale un mensaje de correo electrónico a tu amigo y dile que se dé prisa con el resto del manuscrito. Me voy a ver a Sara para hablar de las plantas.
—Si yo estuviera en tu lugar, haría algo más que hablar.
—Por el amor de Dios, Hugo. Madura de una vez.
La caravana de Sara estaba a oscuras, pero aun así Luc llamó a la puerta. Se oyó un débil:
—¿Quién es?
—Soy Luc. Tengo una noticia importante.
Al cabo de unos instantes, el arqueólogo español Carlos Ferrer abrió la puerta, con el torso desnudo, y le dijo:
—Enseguida sale, Luc. ¿Quieres beber algo?
Sara encendió una lámpara de gas y apareció en la puerta, sonrojada y abochornada, como una adolescente a la que habían pillado haciendo algo malo. Se había abotonado mal la blusa, y cuando se dio cuenta lo único que pudo hacer fue poner los ojos en blanco.
Ferrer le dio un beso en la mejilla y se fue después de decirle, sin un deje de amargura, que lo primero eran los negocios.
Luc le preguntó si se sentiría más cómoda hablando fuera, pero ella lo invitó a entrar y encendió la lámpara que había junto a la mesa. El siseo rompió el silencio.
—Parece un tipo agradable —dijo al final Luc.
—¿Carlos? Mucho.
—¿Lo conocías antes de venir aquí?
Sara arrugó la frente.
—Luc, ¿por qué me siento como si me estuviera interrogando mi padre? Esto es un poco raro, ¿no te parece?
—A mí no. Siento que te lo parezca. No era mi intención.
—Seguro. —Tomó un sorbo de la botella de agua—. ¿De qué querías hablar?
—De nuestras plantas. Creo que las utilizaban con un fin concreto.
Sara se inclinó hacia delante y, sin darse cuenta, reveló un magnífico escote.
—Sigue —dijo ella, y mientras Luc repetía la historia relacionada con el manuscrito de Bartolomé, Sara jugueteaba a enredarse de forma obsesiva mechones de pelo con el dedo, con tanta fuerza que el dedo se le ponía blanco. Era un tic nervioso que Luc había olvidado. En su última noche como pareja lo repitió varias veces.
No estaba seguro de si era su presencia o la historia de Bartolomé lo que le provocaba tanta tensión. Fuera como fuese, cuando acabó y ambos hicieron comentarios entusiasmados sobre el trabajo que tenían por delante, Luc le dijo que se lo tomara con calma y que descansara.
A juzgar por la expresión burlona de ella, Luc sospechaba que su tono había sonado más a reprimenda que a consejo.
El segundo día de excavación enseguida se complicó y se enredó como un hilo de pescar enmarañado.
Zvi Alon no se presentó al desayuno. Encontraron su coche en los acantilados. La puerta de la cueva estaba cerrada e intacta. Jeremy se apresuró a contarle a Luc que Alon le había pedido la llave la noche anterior y, hecho una furia, Luc negó que hubiera dado permiso al israelí.
Presa del pánico, el equipo empezó a buscar en los subacantilados y no encontró nada. Entonces Luc tomó una decisión como máximo responsable y ordenó a los miembros del turno de mañana que empezaran a trabajar en el interior de la cueva mientras él se ponía en contacto con las autoridades.
Dada la importancia de la excavación de Ruac, un teniente de la gendarmería local llamado Billeter respondió personalmente a la llamada. Cuando confirmó que el tema era complejo, llamó a su superior de la Agrupación de la Gendarmería de la Dordoña en Périgueux, el coronel Toucas, y movilizó una lancha de la policía de Les Eyzies para que recorriera el Vézère.
A media mañana, Luc recibió una comunicación por radio mientras se encontraba en la cueva: le informaron de que había llegado Toucas. El coronel era un hombre de aspecto tosco, con algo de sobrepeso, calvo, con marcados rasgos faciales y los lóbulos de la oreja largos y surcados de arrugas. Llevaba un bigote demasiado corto para la amplia extensión que tenía entre la nariz y el labio superior, lo que dejaba una delgada línea de piel desnuda, y al igual que la mayoría de los hombres con carencias capilares, intentaba compensarlas con una perilla. Sin embargo tenía una voz suave y elegante que no se correspondía a su imagen, y un acento parisino bastante culto. Luc habría confiado más en él si hubieran hablado por teléfono.
Se encontraron junto al coche de alquiler de Alon. Acababan de empezar a hablar cuando el joven teniente se acercó corriendo y les informó, emocionado, de que habían encontrado un cuerpo cerca de la orilla del río.
Ese día Luc ya no regresó a la cueva.
Su primer deber era tomar una lancha e ir a identificar el cadáver. La tarea lo dejó alterado e intranquilo. Alon estaba ensangrentado y había sufrido varios traumatismos. Una rama de árbol arrancada de cuajo le atravesaba el bajo abdomen. A causa de la caída tenía la cara destrozada y los brazos y las piernas retorcidos de un modo increíble, como las ramas del viejo enebro que había en la cornisa. Aunque era un día frío y seco, los insectos ya habían empezado a darse un banquete.
Había que tomar declaración a varias personas. Luc cedió el uso de la oficina a Toucas y sus hombres para que pudieran llevar a cabo los interrogatorios. El último en prestar declaración ante la policía fue Jeremy, y acabó cuando ya empezaba a atardecer. Salió tan pálido de la oficina como los restos de Alon. Pierre lo estaba esperando. Le puso el brazo sobre el hombro en un gesto de afecto y se lo llevó a tomar un trago.
El ambiente en el campamento era sombrío. Después de cenar, Luc se sintió obligado a dirigirse al grupo. Toucas lo había informado de que, a falta de los resultados de la autopsia, parecía probable que Alon hubiera resbalado mientras intentaba bajar hasta la cueva a oscuras; no había motivos para sospechar que hubiera sucedido otra cosa. El cuerpo había caído en línea recta desde lo alto de la escalera. Los traumatismos que había sufrido se correspondían con los de una caída desde gran altura. Luc transmitió toda esta información al apesadumbrado grupo.
Después de repasar las contribuciones del profesor Alon a su campo de estudio mantuvieron un minuto de silencio, y Luc acabó pidiendo a todo el mundo que aceptara que estaba estrictamente prohibido acceder a la cueva fuera de las horas establecidas en el protocolo. Añadió que él sería el único que tendría copia de las llaves. Una la guardaría en su llavero y la otra en su escritorio, bajo llave.
Luc apenas cenó. Hugo lo llevó a su caravana, le suministró una dieta de bourbon y le puso jazz de Nueva Orleans en su reproductor de mp3 hasta que cayó dormido con la ropa puesta. Entonces Hugo apagó la música y se durmió escuchando el ulular de un búho.
A pesar de la tragedia, la excavación de Ruac siguió adelante. Habría que sustituir a Alon, pero Luc decidió dejar esa decisión para la siguiente campaña.
Continuaron con el plan que habían establecido para la primera campaña. El objetivo de la excavación inicial serían dos salas: el suelo de la sala de entrada, o la Sala 1, según su designación oficial, y la Sala de las Plantas, la Sala 10.
En la Sala 10 no había mucho espacio y Luc limitó el acceso a unas pocas personas simultáneamente. Ese grupo incluía a Sara, Pierre, Craig Morrison, el experto en talla lítica de Glasgow, y Carlos Ferrer, su autoridad en microfauna, los huesos diminutos de mamíferos, reptiles y anfibios pequeños. Luc sabía que había tomado una decisión arriesgada al poner en el mismo grupo a Sara y a Carlos, se le revolvían las tripas cada vez que los veía trabajar uno junto al otro, casi rozándose. Por suerte Desnoyers tenía razón. La población de murciélagos empezó a descender de forma casi inmediata. Quedaban unos cuantos reductos aleteando en las salas del fondo, pero el equipo se llevó un gran alivio cuando el techo dejó de moverse.
Sara había centrado su trabajo en un metro cuadrado de tierra que limitaba con la pared sudoeste de la Sala 10, donde Luc había descubierto la hoja de sílex. Las capas superiores estaban recubiertas por una capa de guano moderna, lo que complicaba su trabajo ya que los excrementos de murciélago eran ricos en el tipo de polen que estaba buscando. Su objetivo para la primera campaña era encontrar una capa de tierra sin guano y realizar una evaluación preliminar de los tipos y la frecuencia de polen y esporas. En una excavación normal sus atribuciones como paleobotánica habrían consistido en analizar la flora y el clima durante el período de estudio. Pero las pinturas de la Sala 10 eran un recordatorio constante de que Ruac no era para nada una excavación normal.
A unos diez centímetros de la superficie, la tierra pasaba del negro al color habano y el guano desaparecía. La zona de transición se encontraba a la altura del lugar donde reposaba la punta de la hoja dispuesta en posición vertical que había encontrado Luc antes de retirarla.
El grupo de la Sala 10 se puso en pie y observó a Pierre mientras este raspaba con alegría los últimos restos de tierra negra del metro cuadrado. Tras una serie de fotos decidieron seguir excavando.
Antes de proceder se pusieron nuevos trajes, botas y mascarillas, y cambiaron todas las palas, cepillos y espátulas para no contaminar los niveles más antiguos con polen moderno. Sara se introdujo en el metro cuadrado para realizar los honores y extrajo una muestra de tierra para la colección. Apenas había empezado cuando exclamó:
—¡Caray! —Y dejó de trabajar.
Ferrer estaba inclinado sobre ella y repitió de forma acelerada:
—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad!
—¿Es sílex? —preguntó Pierre.
Morrison pidió permiso para entrar e intercambiar posiciones con Sara. El canoso escocés, que medía casi dos metros, se agachó y desenfundó su pincel. Era un objeto suave y amarillento, pero no era piedra.
—Me temo que esto no es para mí —dijo—. Parece un hueso. Todo tuyo, Carlos.
El español quitó un poco más de tierra y recorrió el contorno del objeto con un instrumento dental.
—No, no es un hueso. Más champán esta noche. ¡Es marfil!
Después de desenterrar con sumo cuidado el objeto y de fotografiarlo, Pierre fue a buscar a Luc, que estaba trabajando en el extremo más alejado de la Sala 1.
—¿A qué viene tanta emoción? —le preguntó Luc.
A pesar de que llevaba una mascarilla, Luc adivinó por las arrugas que se le marcaban en torno a los ojos que Pierre exhibía una gran sonrisa, como si fuera un niño.
—Estoy enamorado, jefe.
—¿De quién?
—No de quién, sino de qué. —Pierre se estaba divirtiendo a su costa.
—De acuerdo, pues ¿de qué?
—De la criaturita de marfil más bonita que hayas visto jamás.
Cuando llegó a la Sala 10, Luc no pudo contenerse.
—¡Muy bien! Es precioso y complementa lo que habíamos visto hasta el momento. Ahora podemos decir que Ruac tiene de todo, incluso arte portátil. Ojalá Zvi lo hubiera visto. Parece auriñaciense, como la hoja.
Era un bisonte tallado en marfil de unos dos centímetros de largo, pulido y suave como un guijarro de río. El animal podría haberse sostenido sobre sus lisas patas. Tenía un cuello ancho que le ayudaba a mantener la cabeza erguida, orgullosa. Ambos cuernos estaban intactos. Se podía ver la cuenca del ojo derecho, y en el costado había una serie de líneas paralelas que pretendían imitar la piel.
—Cuando lo hayamos fotografiado tomaré la primera muestra de polen —dijo Sara.
—¿Cuánto tardarás en saber algo? —preguntó Luc.
—Empezaré el análisis cuando regrese al laboratorio esta tarde y espero tener algo esta noche.
—Pues tenemos una cita. Nos vemos en el laboratorio esta noche. —Le pareció que Ferrer resoplaba bajo la mascarilla, pero no estaba seguro.
El resoplido se transformó en una especie de grito y de extrañas palabras en español. Sara llamó de nuevo a Luc. Los ojos de Ferrer, acostumbrados a buscar huesos, habían visto algo que a ellos se les había pasado por alto. A unos cuantos centímetros de la estatuilla de marfil había una mota de color marrón y Ferrer estaba a cuatro patas con una sonda dental.
—Dios —exclamó—, creo que estamos encima de ello.
—¿Qué es? —preguntó Luc.
—Espera, espera, déjame trabajar.
Era algo pequeño, no tan diminuto como para pertenecer al reino de la microfauna del que Ferrer era especialista, sino bastante pequeño, alrededor de cincuenta milímetros de largo y veinticinco de ancho. Debido a su tamaño, no tardó en desenterrar el hueso.
—¿Y bien? —preguntó Luc, que se inclinó sobre el cuadrado como un padre expectante.
—Vas a tener que comprar champán del mejor, amigo mío. Es la punta de un dedo, una falange distal.
—¿De qué especie? —preguntó Luc, conteniendo la respiración.
—¡Es humana! ¡Es el dedo de un niño! ¡Hemos encontrado oro!
Sara tomó las muestras de polen y el resto del equipo siguió trabajando en el cuadrado de tierra buscando más huesos humanos. Al finalizar la jornada laboral no habían encontrado más huesos, pero ya les había tocado el premio gordo. Los huesos humanos del Paleolítico Superior eran algo del todo inusitado. El hallazgo se convirtió en la comidilla del campamento y Ferrer pasó el huesecito en una caja de plástico de mano en mano, como si fuera la reliquia de un santo. Ninguno de ellos poseía suficientes conocimientos en huesos infantiles de homínidos para calcular la edad, y menos aún para establecer el género y la especie. Tendrían que consultar con otros estudiosos.
Esa noche, a las nueve, Luc se dirigió al laboratorio y encontró a Sara trabajando. Odile estaba haciendo cuentas en el escritorio que compartían Jeremy y Pierre.
Odile no había tardado en encontrar un nicho: se encargaba del papeleo relacionado con la intendencia, más o menos lo mismo que hacía para su padre. Su hermano pasaba menos tiempo en el campamento, solo una hora por la tarde, para ayudar al cocinero a cortar verduras y otras tareas similares.
Sara y Odile estaban hablando en francés y riendo como adolescentes cuando Luc entró ruidosamente, haciendo crujir el suelo con sus botas de vaquero.
Odile calló y retomó su trabajo. Sara le hizo saber que estaba casi lista para examinar muestras con el microscopio binocular. Se había pasado la cena trabajando, sometiendo el material a pruebas de tamiz húmedo y preparando químicamente las muestras con ácido hidrofluórico para digerir los minerales silicatos.
Observó cómo sus delgados dedos preparaban el primer portaobjetos de cristal, cómo añadía una gota de glicerol y lo tapaba con una lámina cubreobjetos.
Empezó el examen con luz de baja intensidad y afirmó aliviada que parecía «algo bueno». Al pasar a alta intensidad movió el portaobjetos hacia delante y hacia atrás y lanzó un suspiro. Luc no se había dado cuenta de que hasta entonces había contenido la respiración.
—Esto es algo que no se puede inventar —dijo Sara, muy emocionada.
—¿De qué se trata?
—Hay los típicos restos de helechos y coníferas, pero veo tres poblaciones abundantes y muy especiales de polen. Échale un vistazo.
Ajustó el microscopio hasta que vio bien. No era un experto pero comprobó que había tres especies predominantes de esferas huecas microscópicas. Una semejaba balones de rugby peludos, otra neumáticos de coche pinchados y la tercera embriones de cuatro células.
—¿Qué son?
Sara miró a Odile, que estaba enfrascada en sus cuentas, ajena a lo que decían. No sabía inglés, pero Sara lanzó una mirada de advertencia a Luc para que mantuviera la discreción. «Hablamos fuera, ¿de acuerdo?»
Se disculparon y se dirigieron hacia la hoguera, que chisporroteaba alegremente.
—Bueno —insistió Luc—, ¿qué?
—El polen es de las tres plantas representadas en la Sala 10 y en el manuscrito: Ribes rubrum, el grosellero; Convolvulus arvensis, la correhuela o hierba de la posesión, tal y como la llamaba Bartolomé; y Hordeum spontaneum, cebada silvestre. ¡Las concentraciones son asombrosas!
Luc se apresuró a meter baza y dijo lo que creía que estaba a punto de añadir Sara.
—¡Eso significa que llevaron grandes cantidades de estas plantas al interior de la cueva! Las utilizaron con algún propósito. ¡Nunca habíamos visto este tipo de actividad en el Paleolítico!
Sara sonreía de oreja a oreja. El resplandor anaranjado de las llamas le iluminó el rostro. De pronto Luc recordó lo mucho que le gustaba su mandíbula afilada, el modo en que realzaba su cuello largo y delicado. No era la típica zona erógena, pero desencadenó una reacción inesperada y la besó en los labios antes de que ella pudiera reaccionar. La estaba sujetando por los hombros y al principio le pareció sentir la pasión del beso correspondido, pero acabó dándose cuenta de que las manos de Sara apoyadas en su pecho intentaban apartarlo.
Había dejado de sonreír. Echó un vistazo alrededor para comprobar si los había visto alguien.
—Luc, tú y yo tuvimos nuestro momento. Decidiste ponerle fin, yo lo he superado y ya está. No voy a pasar por lo mismo de nuevo.
Luc inspiró aire lentamente y saboreó su pintalabios.
—Lo siento, no ha sido premeditado. Es la emoción, ya sabes, y quizá algo más, pero tienes razón, no deberíamos repetir lo vivido. Además, parece que Carlos y tú habéis congeniado.
Sara se rio.
—Ya sabes cómo es esto. El equivalente en arqueología de un romance en alta mar. Cuando desembarcas, se ha acabado.
—Admito que conozco el síndrome.
Sara le lanzó una mirada astuta y le dijo que quería analizar más muestras y poner por escrito sus descubrimientos.
Luc se maldijo a sí mismo mientras veía cómo se iba. No sabía si estaba enfadado por haberla besado o por no haber sabido explicarse mejor, por no haber intentado reparar los daños causados en el pasado. Sea como fuere, no se sentía bien consigo mismo, pero al menos las sensaciones sobre Ruac eran muy buenas.
Y había vuelto a tropezar con la misma piedra, su viejo problema del trabajo y las mujeres. Faltaba la tercera pata que diera estabilidad al taburete. Quizá necesitaba una afición, pensó, pero negó con la cabeza cuando le asaltó la imagen ridícula de Luc Simard con un palo de golf en las manos.
Decidió que iría a buscar a Hugo para tomar un trago junto a la hoguera.
A pesar del beso que Luc le había robado, Sara no faltó a su palabra y asistió a la doble cita de Hugo, que echó mano de todos los recursos posibles y eligió el espectacular entorno de Domme, un antiguo pueblo fortificado situado en lo alto de una colina, con las murallas aún intactas. Antes de cenar en L’Esplanade, el mejor restaurante de la zona, las dos parejas pasearon por las murallas y se recrearon en las vistas del anochecer que les ofrecía el valle del río Dordoña.
Odile lo observaba todo como una turista y le pidió a un desconocido que les tomara una fotografía con el teléfono móvil. El viento jugueteaba con su vestido de verano, vaporoso y corto a pesar de que era una noche fresca de otoño. Era una mujer morena y sensual, tenía aspecto de estrella de cine. Hugo prestó atención a las ráfagas de viento y vio recompensado su empeño con atisbos de sus muslos y otras zonas. Pero también vio manchas grandes de color negro y azulado, cardenales recientes que parecían dolorosos y algo inflamados.
Luc había adoptado una actitud educada y caballerosa y se había limitado a hablar con Sara en un tono neutral sobre los restos de la arquitectura original del siglo XIII de la cuidad. Más tarde, cuando Hugo arrinconó a su amigo con la intención de mencionarle los moratones de Odile, Luc se encogió de hombros y le dijo que no era asunto suyo.
Disfrutaron de una cena abundante y Hugo se gastó una fortuna en vino del caro. Ninguno se cohibió con el vino salvo Luc, que aceptó de buena gana el papel de conductor y la disciplina que exigía. A fin de cuentas, hasta que terminara la excavación al cabo de una semana, era el jefe de Sara, y los jefes tenían cierta responsabilidad en cuanto a su comportamiento.
Hugo no estaba sujeto a ninguna de esas obligaciones. Odile y él se sentaron juntos, vieron la puesta de sol desde la mesa con vistas al valle. Se devoraban con la mirada el uno al otro, hacían bromas insinuantes y se acariciaban el brazo cuando reían. Sara se unió a aquel derroche de alegría en la medida de lo posible, pero Luc percibía la existencia de una barrera invisible, de un campo de energía negativo que él mismo había creado.
Hugo estaba contando un chiste malo que Luc ya le había oído contar varias veces, cuando un disparate se apoderó de su mente: si pudiera viajar en el tiempo una única vez, ¿adónde iría? ¿A la noche con Sara en Les Eyzies de dos años antes o al Ruac de treinta mil años atrás? La decisión se vio interrumpida por la llegada de los entrantes.
Odile no parecía ser el tipo de mujer al que le gusta hablar de sí misma, pero se compenetraba a la perfección con un hombre como Hugo, a quien le encantaba ser el centro de todas las anécdotas e historias. Ella se reía de sus bromas y le hacía preguntas para que siguiera hablando. Hugo estaba disfrutando a lo grande y quería un recuerdo de la noche, así que le pasó el teléfono móvil a Sara para que le sacara fotos haciendo muecas con su cita.
Hasta que Hugo no dejó de hablar para comer la ternera, Sara no pudo preguntarle nada a Odile.
—Bueno, siento curiosidad. ¿Cómo es la vida en un pueblo pequeño?
Odile frunció los labios en un gesto que daba a entender «Es lo que es», y dijo:
—No conozco otra vida. He estado en París, de modo que sé cómo es la vida ahí fuera, pero no tengo pasaporte, por ejemplo. Vivo en una casa a tres puertas de la casa en la que nací, que estaba encima del café de mi padre. Crezco en Ruac como una de vuestras plantas. Si me arrancas de raíz, seguramente me moriré.
Hugo tragó un bocado de carne justo a tiempo de terciar:
—Quizá necesites un poco de fertilizante.
Odile se rio y le acarició el brazo de nuevo.
—Ya hay suficiente estiércol en Ruac. Tal vez un poco de agua y luz del sol.
—Debe de ser difícil conocer a gente en un pueblo pequeño —comentó Sara.
Odile movió los dedos de la mano izquierda.
—Mira, no llevo anillo. Tienes razón. Por eso quería trabajar con vosotros. ¡No para casarme, sino para conocer a gente!
—¿Cuál es la primera impresión que te has llevado de momento? —preguntó Luc.
—¡Sois todos muy inteligentes! Es un entorno muy estimulante.
—Para mí también —dijo Hugo, que le llenó la copa con una sonrisa al límite de la lascivia.
En el camino de vuelta, Sara permaneció en silencio, pero los dos ocupantes achispados del asiento trasero no pararon de hablar. Por el espejo retrovisor Luc vio un beso por ahí, un magreo por aquí. Cuando estaban a punto de llegar a la abadía oyó que Hugo le susurró a Odile que lo acompañara.
—No —respondió ella también con un susurro.
—¿Y mañana?
—¡No!
—¿Por qué? ¿Es que vives con alguien?
—No.
—Va, venga.
—Estoy chapada a la antigua. Quiero que salgamos más veces.
Hugo se sentó en la cama mirando a Luc, que se quedó en calzoncillos y se cepilló los dientes.
Hugo no se desvistió.
—¿No piensas dormir? —preguntó Luc.
—Tengo que verla —se quejó Hugo.
—¡Por el amor de Dios!
—¿Has visto qué piernas tiene?
—Es como un regreso a la universidad. Siempre hacías lo mismo.
—Y tú también.
—Pero he madurado.
—¿De verdad?
Hugo se puso en pie y empezó a buscar las llaves del coche.
—Has bebido mucho —le advirtió Luc.
—Estoy bien. Iré despacito y con la ventanilla bajada. El aire fresco es mi amigo. ¿Tú eres mi amigo? —preguntó, aunque arrastraba tanto las palabras al hablar que aquello no hizo sino acrecentar la preocupación de Luc.
—Sí, Hugo, soy tu amigo. Yo te llevo.
—No, créeme, estoy bien. Tú tienes que dirigir la excavación.
Discutieron un rato más hasta que Luc se rindió y dijo:
—Ve con cuidado.
—Te lo prometo. No me esperes despierto.
Cuando Hugo llegó al pueblo estaba lo bastante sobrio como para dudar de su propia cordura. Lo único que sabía era que Odile vivía «tres puertas más allá» del café. Pero ¿hacia qué lado o en qué acera?
Si aquello iba a convertirse en un ejercicio de azar consistente en ir llamando a las puertas, las probabilidades de quedar como un tonto eran muy altas. Siento despertarla, señora, ¿sabe dónde vive la hija del alcalde? He venido a tirármela.
La calle principal estaba vacía, no se veía ni un alma, lo cual no resultaba sorprendente ya que era casi medianoche. Avanzó lentamente hacia el café contando las puertas. Tres puertas más allá en la misma acera, la casa estaba a oscuras. Había una motocicleta grande junto a la puerta. Podía tachar esa, pensó. Seguramente.
Contó tres puertas más hacia el otro lado del café. La casa tenía las luces encendidas en ambos pisos. Se detuvo para observarla con mayor detenimiento. ¿Qué era lo que había dicho Odile sobre un huerto? Había realizado un comentario al respecto en el punto culminante de su embriaguez, antes de los postres. ¿Y qué tipo de huerto? ¿De manzanos, cerezos, perales? ¿Cómo iba a saberlo en esa época del año en la que no había fruta? Con sus habilidades de urbanita a duras penas era capaz de diferenciar un arbusto de un árbol. Aparcó a un lado y se deslizó por un lateral de la casa para poder echar un vistazo al jardín trasero. La luna le echó una mano. Había luna llena y le proporcionó suficiente luz para ver al menos una docena de árboles dispuestos en hileras.
Sin duda parecía un huerto de árboles frutales, lo que le dio esperanza.
La puerta era azul y la casa de arenisca amarillenta. Llamó a la puerta con suavidad y esperó.
A continuación llamó con más fuerza.
Las cortinas de las ventanas de la planta baja estaban corridas. Sin embargo, una de las cortinas que había en la sala de estar estaba ligeramente entreabierta, lo que le permitió ver el interior y comprobar que no había rastro de ella ni de nadie.
Retrocedió unos pasos para ver la ventana del dormitorio del piso de arriba. Las cortinas estaban iluminadas. Cogió unas cuantas piedrecitas del arriate y las tiró contra la ventana como un adolescente que intentara no despertar a los padres.
De nuevo, nada.
Lo racional habría sido volver al coche e irse; ni tan siquiera estaba seguro de que hubiera acertado con la casa. Pero un arrebato de temeridad parisina se apoderó de él y lo arrastró hacia la puerta. Probó suerte con el pomo.
Giró por completo y la puerta se abrió.
—¿Hola? —dijo, esperanzado—. ¿Odile? ¡Soy Hugo!
Entró en el salón y miró alrededor. Estaba todo muy ordenado y muy bien arreglado, como cabría esperar de una mujer soltera.
—¿Hola? —dijo de nuevo.
Echó un vistazo a la cocina. Era pequeña y estaba inmaculada, no había platos en el fregadero. Estaba a punto de entrar para examinarla mejor cuando vio el correo en el taquillón del recibidor. El primer sobre era la factura de la electricidad. Odile Bonnet. Se sintió mejor.
—Hola, ¿Odile?
Se quedó al pie de la escalera y dudó. Solo los violadores subían al dormitorio de una mujer sin avisar y sin que los hubieran invitado.
—¡Soy yo, Hugo! ¿Estás ahí?
Se oyeron unos compases amortiguados de música. Estaba convencido. Siguió el sonido hasta la cocina.
Entonces lo vio, sobre la mesa de la cocina, por sorpresa.
—¡Joder! —exclamó, abriendo los brazos de forma involuntaria—. ¡Joder!
Miró alrededor para asegurarse de que aún estaba a solas y sacó el móvil para tomar una fotografía rápidamente.
La música sonaba más cerca. Pensó que debía dar media vuelta e irse, mirar la fotografía por la mañana y meditar sobre lo sucedido con la luz sobria del nuevo día, pero aun a sabiendas de que era un error siguió la melodía.
Había una puerta en la despensa. Cuando la abrió, vio unas escaleras que conducían a un sótano. La música sonaba más fuerte, guitarras, un acordeón, una batería… Una gaita, que no era su instrumento favorito. Una bombilla sucia y desnuda iluminaba la escalera.
Había recorrido la mitad de los escalones cuando la luz se apagó y se quedó a oscuras.
—¿Odile?