Capítulo 12

Abadía de Claraval, Francia, 1118

Era una radiante mañana de invierno y los grandes bosques que rodeaban el nuevo monasterio permanecían en silencio.

En el interior de una habitación gélida en la que solo había un colchón de paja, un orinal y un lavamanos cubierto por una capa de hielo, el joven abad había apartado la basta manta porque estaba ardiendo a pesar del frío. Estaba empapado, como si acabara de salir del agua. La tos convulsa que no le había dejado conciliar el sueño en toda la noche había remitido, pero sabía que podía volver en cualquier momento para sacudir su cuerpo y golpearle la cabeza. Intentó respirar por la nariz para evitar otro espasmo.

Cuando Bernardo enfermó, siendo entonces un joven privilegiado, siempre había una dama que lo atendía, una tía o una prima. Sin embargo había prohibido la entrada a las mujeres en la congregación, y como consecuencia de ello estaba obligado a depender de los cuidados menos atentos de los hombres. Sus lamentos febriles iban dirigidos a su querida madre, que había muerto mucho tiempo atrás. Todavía conservaba un recuerdo desvaído de sus primeros años de infancia, en la cama con la garganta irritada, mientras su madre lo aliviaba con una canción, una bebida con miel y su bello rostro. Ahora era un hombre de veintiocho años y el superior de la abadía de Claraval. No había ninguna madre, ninguna mano dulce que pudiera aliviarlo. Tenía que soportar la enfermedad con estoicismo y confiar en la benevolencia de Jesucristo para salvarse.

Si su madre hubiera vivido tantos años se habría henchido de orgullo por el modo en que se había desarrollado su piadoso plan. Al nacer había ofrecido a cada uno de sus hijos —seis niños y una niña— a Dios, y se había entregado por completo a su educación cristiana.

Cuando Bernardo hubo finalizado sus estudios, su madre murió. Sus tutores lo habían considerado un talento especial, un joven que, además de ser de noble linaje y poseer un intelecto superior, destacaba por su carácter dulce, un ingenio muy agudo y por ese inmenso encanto tan poco habitual en un hombre. A pesar de un fugaz devaneo con las seducciones seculares de la literatura y la poesía, nadie dudó nunca que Bernardo llegaría a ser pastor de Dios.

El camino más fácil lo habría llevado, por supuesto, a la cercana abadía benedictina de Fontaines, pero rechazó esa opción con vehemencia. Ya se había alineado filosóficamente con los nuevos hombres de la Iglesia: Roberto de Molesmes y Alberico de Císter, los cistercienses que opinaban que las abadías y el clero habían renunciado a la estricta observancia de la Regla de san Benito de Nursia. Estos cistercienses estaban decididos a eliminar los excesos de la carne y el espíritu que habían infectado a los benedictinos. Rechazarían las colchas, las sábanas, las pieles, los calzones y las camisas de lino fino. Sus abadías y claustros nunca se adornarían con gárgolas y quimeras. Comerían pan duro, sin manteca ni miel. No cobrarían por oficiar funerales, ni recaudarían diezmos, construirían sus comunidades alejadas de las ciudades, pueblos y aldeas y prohibirían la entrada de mujeres para evitar todas las distracciones terrenales. Y solo interrumpirían sus plegarias y meditaciones para realizar el trabajo físico necesario para subsistir.

Con este ideal espartano en mente, el joven Bernardo estaba rezando un día en una pequeña iglesia situada a la vera de un camino pidiéndole a Dios que lo guiara, y cuando se levantó, obtuvo su respuesta. Paralizado por la claridad de su decisión, convenció a sus hermanos Bartolomé y Andrés, a su tío, Galdrico, y poco después a treinta y un nobles borgoñeses para que se aventuraran con él hasta Císter, dejando el reino de Francia para el Sacro Imperio Romano y abandonando su antigua vida para emprender una nueva. Gerardo y Guido, dos hermanos que por entonces se encontraban fuera luchando como soldados, habrían de unirse también a su causa. Tan solo dejaron atrás al hermano más pequeño, a Nivardo.

—Adiós, Nivardo —le había dicho Bernardo a su hermano favorito el día en que partió el grupo—. Quedan todas las tierras y todas las fincas para ti.

—¡Entonces tú te quedas con el Cielo y a mí solo me dejas la tierra! —exclamó el chico entre lágrimas—. ¡Es un reparto muy desigual!

Esas palabras conmovieron a Bernardo sobremanera, que sintió un vacío en el estómago hasta el día en que volvió a reunirse con Nivardo.

En el año 1112, la abadía de Císter aún era únicamente de madera. Se había fundado quince años antes, pero el abad, Esteban Harding, un inglés despiadado, hacía tiempo que no recibía novicios, de modo que se llevó una gran alegría al ver la llegada de tanta gente, y recibió a Bernardo y su séquito con los brazos abiertos.

Esa primera noche fría en el dormitorio de los legos, Bernardo permanecía despierto y feliz, en una sala abarrotada que resonaba con los ronquidos de los hombres exhaustos. En los días y semanas posteriores, cuanto más duras fueran las penas, mayor sería su placer, y en el futuro habría de decirles a todos los novicios en la puerta de entrada:

—Si deseáis vivir en esta casa, dejad vuestro cuerpo fuera; aquí solo pueden entrar los espíritus.

Sus habilidades eran tan excepcionales y su trabajo tan vigoroso, que al cabo de dos años Esteban había decidido que Bernardo estaba preparado con creces para poner en marcha una nueva abadía hermana. Lo nombró abad y lo envió junto con sus hermanos Andrés y Gerardo y doce hombres más a una casa de la diócesis de Langres, en la región de Champaña.

En un claro llano construyeron una morada sencilla y emprendieron una vida de privación extrema, incluso en comparación con sus propios principios. La tierra era pobre, hacían el pan con la cebada más basta y el primer año tuvieron que arreglárselas con hierbas silvestres y hojas de haya hervidas. Sin embargo perseveraron y construyeron su monasterio. Lo llamaron Claraval.

Gracias al carisma de Bernardo, los discípulos acudieron en masa a Claraval, y cuando enfermó, el monasterio ya albergaba a más de cien monjes. Echaba de menos el sentimiento de unión de dormir con sus hermanos en el gran dormitorio, pero había accedido a trasladarse a una pequeña cámara abacial situada junto a la iglesia. Los ataques de tos, que ya duraban un mes, habrían privado a los monjes de las pocas horas de sueño de que disponían.

Gerardo siempre había sido el más robusto de los seis hermanos. Aparte de un tajo en el muslo, un trofeo digno de un soldado, no había estado enfermo nunca. Se deshizo en atenciones para con su frágil hermano e intentó que tomara sopas e infusiones, pero Bernardo se apagaba, era un saco de huesos. Demasiado débil para dirigir las plegarias, delegó la autoridad en el prior, pero insistió en que lo ayudaran a desplazarse a la iglesia para asistir a las misas y observar los oficios divinos.

Un día, Gerardo decidió partir a caballo para ir a ver al poderoso clérigo Guillermo de Champeaux, obispo de Châlonsen-Champagne, e informarle del estado de salud de Bernardo. Guillermo expresó su agradecimiento a Bernardo y tuvo la perspicacia de reconocer su potencial como futuro jefe de la Iglesia. Tras informar de su enfermedad, obtuvo el permiso de la orden cisterciense para dirigir el monasterio como superior durante un año. Con el decreto en la mano, ordenó que el joven abad fuera relevado de todas las obligaciones clericales y liberado de la estricta observancia de la orden hasta que hubiera sanado. Bernardo fue trasladado hacia el sur en una carreta de caballos, hacia los climas más cálidos de una abadía más rica y cómoda donde unos años antes habían enviado a su hermano mediano, Bartolomé. Y así es como Bernardo de Claraval acabó residiendo en la abadía de Ruac.

Ruac era una comunidad benedictina que iba liberándose poco a poco de los excesos contra los que había luchado Bernardo. Aún no estaba preparada para formar parte de la orden cisterciense. Aunque ya no admitía a monjas, el abad, un hombre mayor y benevolente, no tuvo el valor de expulsar a las que ya residían allí. Tampoco se deshizo de la bodega ni de la cervecería, ni vació la abundante despensa y los graneros. Bartolomé y algunos de los recién llegados habían sido enviados como avanzadilla para poner en marcha la reforma, pero empezaron a disfrutar de las comodidades que encontraron, después de varios años de penalidades en Claraval. A decir verdad, cambiaron más ellos por culpa de Ruac que al revés.

Al llegar, Bernardo estaba demasiado enfermo para percatarse de los defectos eclesiásticos de su entorno, y menos aún para quejarse de ello. Lo alojaron en una casa de piedra con una única habitación, en las inmediaciones de la abadía, con chimenea, una cama cómoda, una mesa para leer, una silla tapizada con crin de caballo y un buen surtido de velas gruesas. Su hermano Bartolomé se encargó de alimentar el fuego y no se apartó de la cabecera de la cama, como un amante preocupado; y una monja mayor, la hermana Clotilde, lo agasajó con comida fresca y bebidas saludables.

Al principio pareció que Bernardo no habría de sobrevivir. Perdía y recuperaba la conciencia, solo reconocía a su hermano a ratos, lo bendecía cada vez que lo veía, y llamaba «madre» a la monja, algo que parecía satisfacerla sobremanera.

Al vigésimo día, la fiebre empezó a remitir y Bernardo pasó a ser consciente de lo que le rodeaba.

Se incorporó mientras su hermano le ajustaba la colcha.

—¿Quién me ha traído aquí? —preguntó.

—Gerardo y algunos de los monjes de Claraval.

Bernardo se frotó los ojos y tuvo la astucia de hacer pasar una reprimenda por cumplido.

—¡Mírate! ¡Tienes muy buen aspecto, Bartolomé! —Su hermano mayor era de complexión robusta, estaba algo entrado en carnes, tenía la tez sonrosada como un cerdo y necesitaba una buena tonsura.

—Estoy un poco entrado en carnes —dijo Bartolomé, tocándose la panza en un gesto defensivo.

—¿A qué se debe?

—¡El abad de este monasterio no es tan estricto como tú!

—Ah, en el pasado habían dicho también eso de mí —dijo Bernardo. Su mirada baja impidió adivinar si lamentaba la austeridad que había impuesto a su comunidad o la actitud displicente de Bartolomé—. ¿Cómo es la vida aquí, hermano? ¿Sirves a Dios como es debido?

—Creo que sí, pero temo que puedas juzgar mi satisfacción con recelo. Me gusta mucho este monasterio. Creo que he encontrado mi lugar.

—¿Qué haces, además de rezar y meditar? ¿Tienes una vocación? —Recordaba la aversión que sentía su hermano por el trabajo manual.

Bartolomé admitió que lo atraían más las actividades de interior. El abad lo había eximido de plantar y cosechar. En Ruac había un pequeño scriptorium en el que se dedicaban a realizar copias de la Regla de san Benito, actividad que les permitía obtener buenos beneficios, y Bartolomé había hecho de aprendiz de un venerable monje con buena mano para el oficio. También era hábil en el cuidado de los enfermos, tal y como había podido comprobar Bernardo de primera mano. Ayudaba al hermano Jean, el enfermero, y pasaba una hora larga diaria trasteando en la enfermería, asegurándose de que no se apagara el fuego, ocupado en encender las velas para el oficio de maitines, en limpiar los cuencos utilizados para sangrar a los enfermos, en lavar los pies a los enfermos y en sacudirles la ropa para quitarles las pulgas.

Ayudó a Bernardo a ponerse en pie y dejó que el esqueleto humano se apoyara en su espalda mientras le aguantaba el orinal. Comentó, entusiasmado, la mejora del flujo y del color de la orina de su hermano.

—Venga —dijo Bartolomé cuando hubo acabado—, vamos a dar unos pocos pasos.

A lo largo de las semanas, los pocos pasos se convirtieron en muchos y Bernardo pudo empezar a dar cortos paseos para disfrutar del aire primaveral y asistir a misa. El viejo abad, Esteban, y su prior, Luis, permanecían fortificados en las antiguas costumbres benedictinas y, tal y como se admitieron el uno al otro, temían al estimado joven. Era un agitador, un reformista, y sus mentes provincianas no estaban a la altura de su intelecto ni de su poder de persuasión. Esperaban que se comportara como un huésped humilde y que les permitiera conservar los barriles de vino y a hermanas como la anciana y querida Clotilde.

Un día, mientras paseaba por el prado que había junto a la enfermería, Bartolomé señaló el edificio bajo y comentó:

—Bernardo, aquí hay un clérigo, enviado a Ruac por unos confidentes, para recuperarse de una herida horrible. Es el único hombre que he conocido que está a tu altura en cuanto a discurso, conocimiento y sabiduría. Quizá cuando haya recuperado las fuerzas te gustaría conocerlo, y a él a ti. Se llama Pedro Abelardo y, a pesar de que desaprobarás rotundamente ciertos aspectos de su tempestuosa vida, te resultará una compañía más estimulante que tu apático hermano.

Una vez plantada la semilla, Bernardo se preguntó por ese tal Abelardo. Cuando la primavera dio paso al verano y recuperó parte de las fuerzas, cada vez que recorría el perímetro de la abadía miraba por entre las ventanas en forma de arco de la enfermería con la esperanza de vislumbrar al misterioso hombre. Al final, una mañana, tras las plegarias de prima, Bartolomé le dijo que Abelardo había solicitado una visita. Pero antes de que tuviera lugar creía que su hermano debía escuchar la historia de Abelardo para que ninguno de los dos hombres sintiera vergüenza alguna.

En su juventud habían enviado a Abelardo a París para que estudiara en la gran escuela de la catedral de Notre-Dame, bajo las órdenes de Guillermo de Champeux, ahora superior de Bernardo. El joven estudioso no tardó en ser capaz de derrotar a su maestro en retórica y debate, y a la edad de tan solo veintidós años había creado su propia escuela a las afueras de París, a la que acudían estudiantes de todo el país que se peleaban por sentarse a su lado. Al cabo de diez años, él mismo ocupó la cátedra de Notre-Dame, y en 1115 se convirtió en su canónigo. Bernardo lo interrumpió y señaló que sí, ¡por supuesto que había oído hablar de ese brillante erudito y se preguntaba qué había sido de él!

La respuesta: una mujer llamada Eloísa.

Abelardo la conoció cuando ella tenía quince años, era joven y menuda, ya poseía fama y era célebre en el mundo de las letras clásicas. Vivía en París, en el lujoso hogar de su tío, el acaudalado canónigo Fulberto. Abelardo quedó tan locamente enamorado que se las arregló para que su tío le diera alojamiento con la excusa de convertirse en el tutor privado de la sagaz muchacha.

Podría convertirse en objeto de debate averiguar quién sedujo a quién, pero nadie podría negar que ambos se enzarzaron en una apasionada relación. Abelardo cometió la frivolidad de descuidar sus obligaciones como maestro y cayó en la grave indiscreción de permitir que las canciones que había compuesto sobre ella se cantaran en público. Desgraciadamente su relación culminó en un embarazo. Abelardo envió a Eloísa con unos parientes que tenía en Bretaña, donde dio a luz a su hijo, al que llamó Astrolabio, por el instrumento astronómico; un nombre que dice mucho de la sorprendente modernidad de Eloísa.

Dejó a su hermana a cargo del niño y ambos amantes regresaron a París, donde Abelardo empezó a negociar de forma tensa un pacto con el tío de Eloísa. Aceptaba casarse con ella pero se negaba a hacer público el matrimonio por miedo a poner en peligro su cargo en Notre-Dame. Fulberto y él estuvieron a punto de llegar a las manos debido al desacuerdo en este punto. Abelardo aprovechó la agitación para convencer a Eloísa de que se trasladara al convento de Argenteuil, donde había estudiado de pequeña.

Ella accedió en contra de su voluntad, ya que era una persona realista sin inclinación por la vida religiosa. Escribió cartas a Abelardo en las que cuestionaba por qué tenía que someterse a una vida por la que no tenía vocación, una vida, sobre todo, que los obligaba a estar separados.

Corría el año 1118, unos cuantos meses antes de que Bernardo llegara a la abadía de Ruac. El tío de Eloísa se enfureció por el hecho de que Abelardo hubiera intentado solucionar el inconveniente que suponía su sobrina enviándola lejos de él, en lugar de adoptar una postura pública al respecto y decantarse por una unión honesta. Fulberto no podía permitir que el problema acabara de aquel modo. Pidió a tres de sus aduladores que abordaran a Abelardo en su posada. Dos lo sujetaron a la cama y uno lo castró con un cuchillo, como si fuera un animal de granja. Dejaron los testículos en el lavamanos y lo abandonaron entre gemidos y un charco de sangre coagulada.

Abelardo creyó que moriría, pero no fue así. Ahora era un monstruo, una abominación. Retorciéndose de dolor, vislumbró su destino: ¿acaso no rechazaba Dios a los eunucos y los excluía de su servicio por considerarlos criaturas impuras? Se apoderó de él la fiebre y la astenia aturdidora causada por la hemorragia. Languideció en un estado peligrosamente precario hasta que Guillermo de Champeaux, el eterno protector de las mentes más refinadas, intervino y lo envió a Ruac para que lo atendiera el destacado enfermero, el hermano Jean. Y en la tranquilidad del campo, tras una larga convalecencia física y espiritual, se mostró dispuesto para conocer al otro distinguido inválido de Ruac, Bernardo de Claraval.

Bernardo habría de recordar durante mucho tiempo ese primer encuentro. Aguardó esa mañana estival frente a la enfermería, de la que salió un hombre extremadamente delgado, con los hombros caídos y la frente prominente, surcada por arrugas y con una sonrisa tímida, casi infantil. Caminaba lentamente, arrastrando los pies, y Bernardo, al verlo, se estremeció de empatía. Abelardo tenía cuarenta años, aunque aparentaba más, y a pesar de sus propias dolencias Bernardo se sentía robusto en comparación con esa pobre alma.

Abelardo le tendió la mano.

—Abad Bernardo, tenía muchas ganas de conoceros. Conozco bien vuestra merecida reputación.

—Yo también quería conoceros.

—Tenemos mucho en común.

Bernardo enarcó una ceja.

—Ambos amamos a Dios —dijo Abelardo—, y ambos hemos recobrado la salud gracias a las sopas verdes de la hermana Clotilde y a las infusiones marrones del hermano Jean. Vayamos a dar un paseo, pero, por favor, a paso lento.

A partir de ese día, ambos hombres se convirtieron en fieles amigos. Bernardo no podía creer la buena suerte que había tenido. Abelardo era algo más que su par en cuestiones de teología y de lógica. Mediante el debate y el discurso podría ejercer la mente, así como el cuerpo. Mientras tomaban el aire discutían sobre Platón y Aristóteles, el realismo y el nominalismo, la moral del hombre, cuestiones concretas y abstractas. Se entrenaban verbalmente, intercambiaban el papel de maestro y estudiante, se enzarzaban en debates que podían llegar a durar horas. En ocasiones Bartolomé alzaba la vista y señalaba a través de las ventanas de la enfermería a los dos hombres que caminaban por el prado gesticulando.

—Mirad, hermano Jean. Vuestros pacientes han mejorado mucho.

A Bernardo le gustaba hablar del futuro: de su deseo de retomar cuestiones eclesiásticas, de su ardor por extender los principios cistercienses. Abelardo, por su parte, se negaba a mirar hacia delante. Insistía en vivir el presente como si no tuviera pasado ni futuro. Bernardo no se inmiscuía. No servía de nada insistirle a esa alma lastimosa que fuera más franca.

Una mañana, a cierta distancia de la abadía, mientras descansaban en uno de sus lugares favoritos, un punto que se alzaba sobre el río, se detuvieron para deleitarse con las vistas. Ambos se sentaron en las rocas y permanecieron en silencio. Las primeras temperaturas cálidas y los primeros pétalos de la estación se combinaron para crear una fragancia embriagadora.

—Conocéis mi pasado, ¿no es cierto, Bernardo? —preguntó Abelardo de sopetón.

—Lo conozco.

—Entonces conocéis a Eloísa.

—La conozco.

—Me gustaría que la conocierais mejor, ya que de este modo me conoceréis mejor a mí.

Bernardo le lanzó una mirada de incomprensión.

Abelardo se metió la mano en el hábito y sacó un pergamino doblado.

—Es una carta de ella. Sería un honor para mí que la leyerais y me dierais vuestra opinión. Ella no pondría ningún reparo.

Bernardo empezó a leer y apenas pudo creer que fuera la obra de una mujer de dieciocho años. Era una carta de amor, en absoluto vulgar, sino noble y pura. El monje se sintió conmovido por la melodía de sus palabras y la pasión de su corazón. Al cabo de unos minutos tuvo que parar para secarse una lágrima.

—¿Qué fragmento habéis leído? —preguntó Abelardo.

Bernardo lo leyó en voz alta:

—«Estos claustros nada deben a las limosnas públicas; no nos han enriquecido las usuras ni penitencias de los publicanos, ni los cimientos son fruto de la extorsión. El Dios a quien servimos solo ve riquezas inocentes y los devotos inofensivos a los que habéis puesto aquí. Sea lo que sea este joven viñedo, lo es gracias a vos, y es vuestra misión dedicarle toda la atención para cultivarlo y mejorarlo; este debería ser uno de los principales fines de vuestra vida. Mediante nuestra sagrada renuncia, nuestros votos y nuestra forma de vida parecen librarnos de toda tentación».

Abelardo asintió con tristeza.

—Sí, acabadla, por favor.

Cuando llegó al final, Bernardo dobló la carta y se la devolvió.

—Es una mujer extraordinaria.

—Gracias. A pesar de que estamos casados, ya no puede ser mi mujer. Estoy muerto en mi interior, la dicha ha desaparecido para siempre. No obstante, voy a dedicarles el resto de mi vida a ella y a Dios. Viviré como un humilde monje. Ella vivirá como una humilde monja. Seremos como hermano y hermana en Cristo. Aunque yo viviré con el perpetuo sufrimiento de mi destino, gracias a nuestro amor por Dios podemos amarnos mutuamente.

Bernardo le dio una palmada en la rodilla.

—Vamos, hermano. Hace un buen día. Caminemos un poco más.

Siguieron el curso del río, que fluía por debajo de ellos. El verano había sido testigo de fuertes lluvias y la escorrentía de las orillas teñía las turbulentas aguas de un marrón fangoso, pero en la cornisa donde se encontraban la tierra estaba seca y firme. Las sandalias entrechocaban con los talones a cada paso que daban. Se aproximaron al punto más lejano al que habían llegado jamás en los acantilados, pero el tiempo era perfecto y ambos tenían suficiente energía para continuar. No sintieron la necesidad de hablar; habría sido una vergüenza competir con los sonidos del viento al acariciar las hojas de los árboles. En lo alto de los acantilados se sentían unos privilegiados por estar en el reino del águila, en el reino de Dios.

—¡Mirad! Descansemos aquí —dijo Bernardo al cabo de un rato.

En una cornisa ancha con una vista maravillosa del valle había un enebro viejo y retorcido que parecía nacer de las rocas. Sus ramas sinuosas ofrecían una zona de sombra fresca. Se sentaron, apoyaron la espalda en el áspero tronco y siguieron disfrutando del silencio.

—¿Regresamos? —preguntó Abelardo poco después.

Bernardo se puso en pie y miró el camino que se extendía ante ellos, haciendo visera para protegerse los ojos del sol, en busca de la cima de los acantilados.

—Creo que podríamos regresar a la abadía si seguimos caminando. Existe una subida no muy empinada que nos permitiría llegar a la cima y atravesar los prados que quedan al norte de la iglesia. ¿Os sentís capaz de intentarlo?

Abelardo sonrió.

—No tanto como vos, hermano, pero lo bastante para acometer la empresa.

El camino era algo más accidentado de lo esperado y sus pies sudorosos empezaron a resbalar en las sandalias. Justo cuando Bernardo dudaba de su decisión oyeron el maravilloso estruendo del agua. A la vuelta del recodo había un pequeño salto de agua que refulgía como un broche de piedras preciosas debido a los rayos del sol. El agua azotaba la cornisa y caía en cascada sobre los acantilados.

Tomaron un trago de agua gélida y pura con avidez entre las manos y decidieron que quizá aquella era una señal de que era buena idea seguir caminando.

Tuvieron que reducir la marcha y la cornisa se volvió traicionera, pero estaban decididos a encontrar el atajo y ambos se alegraron en silencio de que sus cuerpos estuvieran a la altura de las circunstancias. Unos meses antes habían estado tan débiles que a duras penas podían levantarse de la cama. Se sentían agradecidos y siguieron avanzando.

Encontraron una segunda cascada, lo que les permitió saciar de nuevo la sed. Bernardo se secó las manos en el hábito y estiró el cuello.

—Ahí está. —Señaló—. Si caminamos un poco más creo que llegaremos a un lugar que nos permitirá subir hasta la cima.

En el sitio en cuestión, Bernardo puso los brazos en jarra y le preguntó a Abelardo si estaba preparado para el ascenso.

—Estoy preparado, aunque parece que hay un buen trecho.

—Tranquilo. Dios no permitirá que caigamos —dijo Bernardo con alegría.

—Si uno de los dos ha de volar, rezad para que sea yo, no vos —replicó Abelardo.

Bernardo empezó a subir buscando una ruta que se pareciera lo máximo posible a una escalera. Sudando a mares, con la respiración entrecortada por el esfuerzo, llegó al siguiente nivel y se quedó paralizado.

—¡Abelardo! —gritó—. ¡Cuidado con esa roca suelta, pero subid! ¡Hay algo maravilloso!

En la pared del acantilado había un hueco tan ancho como la cama de un hombre y de la altura de un niño.

Bernardo ofreció una mano a su compañero para ayudarlo a subir.

—¡Una cueva! —exclamó Abelardo, tomando aire.

—Echemos un vistazo —dijo Bernardo, emocionado—. Al menos nos refrescaremos un poco.

Como no tenían fuego no les quedó otra que conformarse con la luz del sol para ver el interior de la cueva. El resplandor amarillo se adentraba unos cuantos metros antes de ceder a la oscuridad. Después de avanzar a gatas comprobaron que podían ponerse en pie sin problemas. Bernardo dio unos cuantos pasos y vio algo allí hasta donde llegaba la luz.

—¡Dios mío, Abelardo! ¿Veis esto? ¡Son frescos!

Caballos al galope.

Un bisonte embistiendo.

La cabeza de un toro negro y enorme sobre ellos.

Las criaturas desaparecían en la oscuridad.

—Por aquí ha pasado un pintor —murmuró Abelardo.

—Un genio —admitió Bernardo—. Pero ¿quién?

—¿Creéis que es de la antigüedad? —preguntó Abelardo.

—Tal vez, pero no podría confirmarlo.

—Los romanos conquistaron toda la Galia.

—Sí, pero estas pinturas no se parecen a ninguna estatua ni mosaico romano de los que he visto —dijo Bernardo, que miró hacia el valle—. Sea cual sea la edad a la que pertenece, es un lugar majestuoso. El artista no podría haber encontrado una mejor tabla sobre la que pintar. Debemos regresar aquí con iluminación para ver qué más hay al fondo. —Le dio unas palmadas a Abelardo en los hombros—. Vamos, amigo. Ha sido un día maravilloso. Regresemos a la abadía para asistir a la misa.

Bernardo animó a Bartolomé a que regresara a la cueva con Abelardo y él, y a su vez Bartolomé le pidió al hermano Jean que los acompañara, ya que era un experto en el mundo natural y sentía gran fascinación por él. Los cuatro hombres partieron de la abadía por la mañana, tras el oficio de tercia. Contaban con regresar para asistir al oficio de sexta, a mediodía. Iban a tener que apresurarse, porque si no llegaban a tiempo para el oficio de sexta tendrían que hacer penitencia. El mundo no se acabaría. Si Bernardo hubiera sido el abad de Ruac, no habría permitido actitudes tan laxas, pero en ese día resplandeciente se sentía más explorador que clérigo.

Llegaron a la cueva a media mañana y de excelente buen humor, como un puñado de chicos que hacían algo por diversión. Bartolomé se alegró del buen ánimo y la energía que mostraba su hermano. Jean, un enfermero rechoncho y afable, el mayor del grupo por solo unos cuantos años, tenía ganas de ver los frescos por sí mismo. Bernardo y Abelardo, por su parte, siguieron forjando el vínculo que los unía.

En esta ocasión llevaron antorchas, leños de alerce con uno de los extremos envuelto con un trapo engrasado. En la cornisa que había bajo la cueva, Jean se arrodilló, pero no para rezar, sino para abrir el zurrón donde llevaba todos los materiales necesarios para hacer fuego: el pedernal, un cilindro de hierro que era el tubo roto de una vieja llave de la abadía y un pedazo de tela carbonizada que él mismo había preparado y secado.

No se anduvo con rodeos, hizo entrechocar el pedernal con el hierro para prender las astillas. Cuando hubo encendido su antorcha, los demás lo imitaron. Al cabo de unos instantes, los cuatro hombres se encontraban en la entrada de la cueva sosteniendo las antorchas encendidas y mirando enmudecidos algunas de las obras de arte más sublimes que habían visto jamás.

En el interior perdieron por completo la noción del tiempo; cuando regresaran, el oficio de sexta ya quedaría muy atrás y tendrían suerte de llegar al de nona. A la luz de las antorchas se deleitaron con la colección de fieras. Algunos de los animales, como los bisontes y los mamuts, parecían fantasiosos, aunque los caballos y los osos eran bastante realistas. El extraño hombre pájaro priápico los sorprendió y les hizo chasquear la lengua. Y cuando tuvieron que agacharse para atravesar el túnel que había al fondo de la cueva, quedaron deslumbrados al ver las manos rojas que los rodearon en la pequeña sala.

Desde el primer instante habían debatido quién podía haber sido el artista, o los artistas. ¿Romanos? ¿Galos? ¿Celtas? ¿Otros bárbaros lejanos? A falta de una respuesta, se plantearon el porqué. ¿Por qué cubrir las paredes de una sala con manos? ¿Qué objetivo tenía?

Jean se adentró en la última sala y exclamó:

—¡Venid, hermanos, estas pinturas puedo entenderlas mejor! ¡Son plantas!

Jean examinó las pinturas con atención. Era un ávido herborista, uno de los médicos más expertos del Périgord, y sus habilidades como enfermero no tenían parangón. Sus cataplasmas, friegas, polvos e infusiones eran legendarios y su reputación había llegado hasta París. La región tenía una larga tradición de fitoterapia, y el conocimiento de plantas y medicamentos pasaba de padres a hijos, de madres a hijas y en el caso de Ruac, de monjes a monjes. Jean poseía un don especial para el adorno y la experimentación. Aunque una cataplasma para la respiración sibilante funcionara bien, ¿no podría surtir mayor efecto si se le añadía un tallo de geranio? Si el vientre suelto se podía estreñir con los brebajes habituales, ¿se podía aumentar el efecto de las infusiones añadiéndoles jugo de amapolas o de mandrágora?

Seguido por sus compañeros, Jean señaló con la antorcha las pinturas de los arbustos de las bayas rojas y las hojas de cinco lóbulos.

—En mi opinión, es un grosellero. El jugo de las grosellas es bueno para varias lasitudes. Y estas enredaderas, estas de aquí, creo que pertenecen a la familia que, en principio, sirve para bajar las fiebres.

Bartolomé estaba observando el gran hombre pájaro que se encontraba en la pared opuesta.

—¿Habéis visto esta criatura, hermanos? —Señaló el miembro erecto de la figura—. Parece tan feliz como el otro. Dicho esto, incluso yo reconozco el tipo de vegetación que lo rodea. Es la hierba de un prado.

—Estoy de acuerdo —dijo Jean con desdén—. Vulgar hierba. De limitado valor como medicamento, aunque la utilizo de vez en cuando para envolver una cataplasma.

Bernardo se desplazó lentamente por la sala, inspeccionando las paredes.

—Casi me canso de decirlo, pero no había visto un lugar tan especial en toda la Cristiandad. Me parece…

Se oyó un crujido en el suelo y Bernardo perdió el equilibrio. Se cayó, soltó la antorcha y se hizo un rasguño en las rodillas.

Abelardo se acercó corriendo hasta él y le tendió una mano.

—¿Estáis bien, amigo?

Bernardo estiró el brazo para coger la antorcha, pero lo encogió como si hubiera visto una serpiente a punto de morderle y se santiguó.

—¡Mirad ahí! ¡Dios mío!

Abelardo bajó la antorcha para ver mejor lo que había sobresaltado a Bernardo. Junto a la pared había un montón de huesos humanos de color marfil. Se santiguó de inmediato.

Jean acudió junto a ellos e inspeccionó los huesos.

—No son frescos —dijo—. No puedo decir cuánto tiempo lleva aquí este infeliz, pero no creo que sea poco. ¡Y fijaos en la calavera! —Detrás del orificio del oído izquierdo, el hueso temporal estaba aplastado y hundido—. Tuvo una muerte violenta, que Dios se apiade de su alma. Me pregunto si se trata de nuestro pintor.

—Nunca lo sabremos —dijo Bernardo—. Sea quien sea, debemos suponer que se trata de un cristiano y nuestra obligación es darle un entierro cristiano. No podemos dejarlo aquí.

—Estoy de acuerdo, pero tendremos que regresar otro día con un saco para enterrar los restos —dijo Abelardo—. No me gustaría deshonrarlo dejando aquí algunos de los huesos y esparciendo los demás en otra parte.

—¿Lo enterramos con su cuenco? —exclamó Bartolomé como un niño.

—¿Qué cuenco? —preguntó Jean.

Bartolomé acercó la antorcha al cuenco de piedra caliza hasta casi tocarlo; era del tamaño de un puño y estaba en el suelo, entre dos montones de huesos de los pies.

—¡Ese! —dijo—. ¿Lo enterramos con su viejo cuenco para cenar?

Tiempo después de que se enterraran los huesos en el cementerio y de que se celebrara una misa por el difunto, Jean tomó de nuevo el cuenco de piedra color carne que tenía en la mesa de lectura, junto a la cama. Era pesado, suave y frío al tacto, y al acariciarlo con las manos no pudo evitar pensar en el hombre de la cueva. Él mismo tenía un pesado mortero y una mano que utilizaba para triturar las hierbas y convertirlas en remedios. Un día se dejó llevar por un impulso, cogió el mortero que tenía en el banco de la enfermería y lo puso junto al cuenco del hombre. No eran tan distintos.

Su ayudante, un joven monje llamado Michel, lo miraba con recelo desde un rincón.

—¿Acaso no tienes trabajo con el que mantenerte ocupado? —preguntó Jean, enfadado. El joven, de rostro enjuto y anguloso, era incapaz de no inmiscuirse en los asuntos de los demás.

—No, padre.

—Pues ya te diré cómo puedes aprovechar el tiempo hasta el oficio de vísperas. Cambia la paja de todos los colchones de la enfermería. Han vuelto las chinches.

El joven monje se fue con gesto avinagrado y murmurando entre dientes.

La celda de Jean era un espacio cerrado situado en la larga enfermería. Por lo general, en cuanto se quitaba las sandalias y apoyaba la cabeza en la paja se quedaba dormido, sin que le molestaran los ronquidos y gemidos de sus pacientes. Sin embargo, desde el día en que había estado en la cueva dormía mal, acechado por las imágenes de las paredes y el esqueleto de la sala. En una ocasión, mientras soñaba, el esqueleto se rearticuló, se levantó y se convirtió en el hombre pájaro. Jean se despertó empapado en un desagradable sudor.

Esa noche permanecía despierto, mirando fijamente la vela que había dejado encendida en su escritorio entre los dos cuencos de piedra.

Un impulso se apoderó de él.

Sabía que no iba a poder pasarlo por alto.

Sabía que no se desvanecería hasta que arrastrara a Bartolomé, Bernardo y Abelardo con él hasta los prados cubiertos de rocío y los bosques frondosos que rodeaban la abadía.

Sabía que no se desvanecería hasta que hubieran recogido cestos rebosantes de hierba, grosellas y hojas de enredadera.

Sabía que no se desvanecería hasta que Jean hubiera machacado las grosellas, cortado y molido las plantas en su mortero y luego hervido la pulpa fibrosa para hacer una infusión.

Sabía que no se desvanecería hasta la noche en que los cuatro se sentaran juntos en la celda de Jean y uno por uno tomaran la infusión agria y rojiza.