El ecosistema de una cueva sellada durante siglos tenía un equilibrio muy delicado. La mezcla de condiciones —la temperatura, la humedad, el pH y el equilibrio gaseoso de la sala, cortesía de los murciélagos— había contribuido a crear un entorno que, en este caso, había permitido de manera fortuita la excelente conservación de las pinturas rupestres.
Lo peor que podía hacer Luc era alterar ese equilibrio e iniciar una reacción en cadena de destrucción como había ocurrido en otros lugares. En Lascaux, varios años de acceso sin trabas a estudiosos y turistas habían provocado la aparición de moho verde y, en los últimos tiempos, de manchas blancas de calcita, resultado de un exceso de CO2, que ahora amenazaban las pinturas. En la actualidad Lascaux estaba sellada mientras la comunidad científica hallaba soluciones.
En Ruac habían preferido ser precavidos desde el principio.
A pesar de que Desnoyers, el hombre de los murciélagos, era probablemente el miembro más famoso del equipo, Luc consideraba que la conservacionista, Elisabeth Coutard, era la más importante. Como tuvieran problemas de moho o sucediera cualquier otra catástrofe medioambiental, se iba a armar la gorda.
El lunes, justo después del amanecer, Luc, Coutard, Desnoyers y el experto en cuevas Giles Moran se encontraban en la cornisa del acantilado bajo la entrada de la cueva. Estaban a punto de subir por las escaleras de hierro que los ingenieros habían instalado en la pared de piedra caliza. Detrás de ellos, a poca distancia, los estudiantes de posgrado Pierre y Jeremy iban cargados con las esteras patentadas de Moran, especiales para el suelo de la cueva, unas láminas semirrígidas, cubiertas con una capa de goma, diseñadas para proteger cualquier tesoro delicado que pudiera encontrarse debajo de los pies.
Moran, un hombre pequeño pero fuerte, tenía la constitución ideal para atravesar los conductos más estrechos de la cueva. Sería el responsable no solo de la protección de la cueva y de la seguridad de los exploradores, sino de elaborar los detallados mapas de la arquitectura de las salas.
Coutard era una mujer majestuosa, casi elegante, que llevaba su larga melena blanca recogida en un práctico moño. Cargaba con varias piezas de su equipo electrónico más delicado, y Luc se ocupaba de lo demás.
Desnoyers llevaba una luz de infrarrojos en la frente y unas gafas de visión nocturna, y cuando caminaba se oía el traqueteo de los diversos objetos que le colgaban del cinturón.
Iban vestidos con un mono blanco con capucha de Tyvek, llevaban guantes de goma, sombrero de minero y una careta desechable para protegerse de gases tóxicos y no transmitir sus gérmenes a la cueva. Después de que el equipo posara en la escalera para tomar una fotografía destinada al archivo, cual escaladores del Everest, Luc abrió la pesada puerta.
La excavación oficialmente había empezado.
La luz del amanecer iluminó con suavidad los primeros metros de la sala. Luc sintió un inmenso placer cuando observó la reacción de Coutard al ver los frescos; cuando encendió una serie de lámparas montadas en trípodes que iluminaron vívidamente la sala entera, la mujer se quedó paralizada, como la estatua de sal bíblica, y no dijo nada, nada en absoluto. Se limitó a respirar a través de la máscara, hechizada por la belleza de los caballos al galope, la potencia de la manada de bisontes y la majestuosidad del gran toro.
Moran se comportó más como un cirujano, echó un vistazo rápido para situarse y luego empezó a trabajar con el paciente, tendiendo con sumo cuidado las primeras esteras. Desnoyers se situó sobre una de ellas. Enfocó su visor nocturno hacia el techo.
—Pipistrellus pipistrellus —dijo señalando de forma impasible unas cuantas figuras que se movían velozmente sobre ellos, pero entonces se emocionó y exclamó—: ¡Rhinolophus ferrumequinum! —Y estuvo a punto de abandonar la estera para seguir una forma alada que se adentraba en la oscuridad, sin embargo Moran lo reprendió de inmediato e insistió en que esperara a que hubiera tendido más esteras.
—Imagino que eso significa que ha encontrado algo especial —le dijo Luc a Coutard.
La mujer respondió con un bello y profundo suspiro, teñido de emoción, sorprendida al parecer del efecto que causaba en ella el entorno. Luc le dio una palmada en el hombro.
—Lo sé, lo sé —dijo el director de la excavación.
El contacto de su mano la devolvió al momento presente. Recobró la compostura y se puso a trabajar, instalando una serie de monitores ambientales y microclimáticos: temperatura, humedad, alcalinidad, oxígeno, dióxido de carbono y los importantes caldos de cultivo para bacterias y hongos. Había que realizar lecturas iniciales antes de que los demás pudieran empezar a trabajar.
Gracias a las lecciones aprendidas del pasado habían creado un protocolo de antemano. El trabajo de campo se limitaría a dos campañas de quince días al año. Solo podrían entrar en la cueva doce personas al mismo tiempo, y trabajarían por turnos siguiendo un horario alterno. Aquellos que no se encontraran en el interior de la cueva deberían realizar tareas de análisis en el campamento base.
Dedicaron gran parte de ese primer turno a distribuir las esteras protectoras por toda la cueva y a instalar el equipo de análisis de Coutard en diversos puntos.
Moran utilizó su LaserRace 300 para medir la longitud lineal de las diez salas, y comprobaron que era de ciento setenta metros, un poco menos que las de Lascaux o Chauvet.
Los estudiantes bajaron varios montones de esteras desde lo alto del acantilado formando una gran cadena, como peones transportando sacos de arena para construir un dique. Luc tuvo que esperar a que acabaran de tender todas las esteras antes de poder visitar de nuevo las salas más profundas. En cierto modo, ya echaba de menos la dichosa libertad del primer día de descubrimiento, cuando pudo pasear a su antojo por la cueva y dejarse llevar por la adrenalina. Sin embargo, hoy era más un científico que un explorador. Había que hacerlo todo de acuerdo a un protocolo.
Una lista interminable de cuestiones técnicas y logísticas hacía que la cabeza le diera vueltas; era un proyecto monumental, mucho mayor que cualquiera de los que había sido responsable hasta entonces. Sin embargo, al ver de nuevo las pinturas, el minucioso bestiario y el hombre pájaro, todo tan fresco y con unos colores tan vivos, reproducidos de forma tan magnífica, todos los pensamientos relacionados con detalles del proyecto desaparecieron como copos de nieve al posarse sobre una frente caliente. Solo se sobresaltó en la Sala de la Caza de los Bisontes al oír el sonido de su propia voz amortiguada por la máscara. Se decía a sí mismo:
—Estoy en casa. Esta es mi casa.
Antes de descansar para comer, Luc habló con Desnoyers para saber cuál era la situación de los murciélagos.
—No les gusta la gente —dijo el hombrecillo, como si estuviera de acuerdo con ellos—. Son una población mixta, pero sobre todo hay Pips. Es una colonia grande, aunque no enorme. Estoy casi seguro de que se irán por voluntad propia y que se establecerán en algún otro lado.
—Cuanto antes mejor —dijo Luc. Sin embargo, cuando vio que el experto en murciélagos le lanzaba una mirada gélida, le preguntó—: ¿Qué te parecen las pinturas?
—Apenas me he fijado en ellas —respondió el hombre murciélago.
A primera hora de la tarde, los miembros del segundo turno se reunieron en la cornisa y esperaron con impaciencia. Luc hizo una visita guiada al resto de los directores de la excavación y al periodista de Le Monde, y se comportó como un artista el día de la inauguración de su propia exposición. Cada grito ahogado, cada murmullo, cada exclamación lo hizo estremecerse de placer.
«Sí, es extraordinario». «Sí, sabía que te impresionaría», dijo una y otra vez.
Zvi Alon alcanzó a Luc entre la Sala de la Caza de los Bisontes y un pasillo que llamaban la Galería de los Osos, donde había tres osos pardos y grandes, con bocas expresivas y abiertas, y unos morros cuadrados, solapados uno sobre el otro.
—Escucha, Luc —dijo con emoción—, no sé si estoy de acuerdo con tu afirmación de que esto es auriñaciense. ¡No puede ser tan antiguo! Las sombras policromáticas son demasiado avanzadas.
—No es una afirmación, Zvi. Solo es una observación basada en una única herramienta de sílex. Fíjate en el perfil de los osos. Es carbón, ¿verdad? No tardaremos en tener dataciones por radiocarbono, y entonces no hará falta que sigamos especulando con la edad. Lo sabremos a ciencia cierta.
—Eso ya lo sé —insistió Alon con brusquedad—. Pertenece al mismo período, o es posterior, que la cueva de Lascaux. Es demasiado avanzado. Pero aun así me gusta. Es una cueva muy buena.
Luc no se acercó a Sara hasta el final de la visita. Se encontraban casi al fondo de la cueva, en la Sala 9, despojada de cualquier adorno. Pidió a los otros miembros del grupo que se pusieran manos a la obra, pero se quedó al lado de ella. Todos los demás parecían bultos sin forma con sus trajes protectores. Pero a Sara le quedaba de fábula el pequeño mono de Tyvek que llevaba. Era casi una incongruencia que pareciera tan elegante; obviamente no le quedaba como un traje de alta costura, pero aun así irradiaba mucho estilo.
—¿Qué tal estás? —preguntó Luc.
—Bien —respondió ella, con mirada soñadora debido a las pinturas—. Muy bien.
—Te he preparado una visita privada. ¿Estás lista para gatear y ver la décima sala?
—Gatearía un kilómetro. Pero, solo para prepararme, ¿hay muchos murciélagos?
—No. Parece que no les gustamos. Tendré que preguntarle el motivo a nuestro amigo Desnoyers.
Sara echó una mirada fugaz a la colonia ondulante que colgaba del techo.
—Bueno, vamos a gatear.
Las esteras acolchadas de Moran fueron como un bálsamo para sus rodillas. Sara siguió a Luc, a quien le pareció gracioso tenerla tan cerca de su trasero. Entraron en la décima sala y se pusieron en pie. Luc se dio cuenta de que Sara estaba deslumbrada por la exuberante muestra de humanidad que llenaba las paredes en forma de cúpula. Había siluetas de manos por todas partes, brillantes como las estrellas en una noche sin luna.
—Había visto tus fotografías, Luc, pero esto…
—Es solo el principio. Ven.
En la última sala únicamente había una lámpara que emitía un destello halógeno deslumbrante. Luc vio que a Sara le temblaban las rodillas y la agarró de forma instintiva de la cintura para que no se cayera.
—Estoy bien —murmuró ella, enfadada, mientras se apartaba y fijaba las rodillas.
Empezó a darse la vuelta lentamente con pequeños movimientos y acabó trazando un círculo completo. A Luc le recordó la bailarina de una caja de música que tenía su madre cuando era pequeño, que hacía piruetas sobre un espejo al son de una melodía oriental.
—Es muy verde —dijo al fin Sara.
—Además de ser la primera representación de flora del Paleolítico Superior, es el único caso del que hay constancia de esta era en el que se haya usado pigmento verde. Debe de ser malaquita, pero tendremos que comprobarlo. Las bayas marrones y rojas son óxidos de hierro, de eso no hay duda.
—La hierba —susurró Sara, maravillada—. Es del todo compatible con las estepas secas que tenía que haber en el período auriñaciense durante las estaciones cálidas. Y fíjate en el fantástico hombre con pico que se encuentra en el centro del prado, como un espantapájaros gigante.
—Es mi nuevo mejor amigo —dijo Luc con ironía—. ¿Qué te parecen las otras plantas?
—Bueno, es lo que resulta más interesante. Las ilustraciones del manuscrito son más realistas que las pinturas de la cueva, pero parece haber dos variedades —dijo ella, moviéndose hacia la derecha—. Aquí podemos ver un arbusto con bayas rojas. El patrón de las hojas es bastante impresionista e impreciso, ¿ves esto? ¿Y esto? Pero los arbustos del manuscrito tienen claramente hojas de cinco lóbulos en espiral. Si tuviera que decantarme por una opción, diría que son Ribes rubrum. —Se movió hacia la izquierda—. Y estas enredaderas… De nuevo la versión del manuscrito es más clara, con los tallos largos y las hojas alargadas, en forma de punta de flecha. Supongo que serán Convolvulus arvensis, pero solo es una suposición. La correhuela. Es una pesadilla debido a las malas hierbas, pero en verano echa unas florecillas rosas y blancas muy bonitas. Pero aquí, como puedes ver, no hay flores.
—Entonces, hierba, malas hierbas y grosella, ¿es ese el veredicto?
—Yo no lo llamaría veredicto. Es una primera impresión. ¿Cuándo podré ponerme con el polen?
—Será lo primero que hagas mañana. Bueno, ¿te alegras de haber venido?
—A nivel profesional, sí.
—¿Solo profesional?
—Joder, Luc. Sí. Solo profesional.
Él se volvió, incómodo, y le señaló la Bóveda de las Manos.
—Tú primera. Yo me encargo de la luz.
El ambiente de celebración impregnaba el aire como el olor a pólvora después de unos fuegos artificiales. Hacía frío, pero como no había amenaza de lluvia la gente cenaba al aire libre, sentada en sillas plegables y cajas de vino. Luc le dedicó los últimos minutos al periodista, Girot, antes de que el hombre partiera hacia París. Antes de irse, intercambiaron tarjetas de visita de forma cordial y Luc le pidió que le confirmara que no publicarían el artículo hasta que les dieran permiso.
—Tranquilo —dijo Girot—. Un trato es un trato. Se ha portado muy bien conmigo, profesor. Puede confiar en mí.
Alon fue a buscar a Luc y se sentó a su lado. En lugar del plato principal que había preparado el cocinero, costillas de cordero con romero y patatas asadas, se había decantado por un poco de pan con mantequilla y algo de fruta. Luc miró su plato.
—Lo siento, Zvi, ¿no hemos tenido en cuenta tus necesidades dietéticas?
—No sigo los preceptos kosher —contestó Alon—, es que no me gusta la comida francesa.
Luc sonrió por su sinceridad.
—En fin, ¿qué te parece la cueva?
—Bueno, creo que has encontrado uno de los yacimientos más extraordinarios de la prehistoria. Precisará toda una vida de estudio. Ojalá pudiera vivir más años. Mira, Luc, no soy un hombre emotivo, pero esta cueva me conmueve. Siento una especie de temor reverencial por ella. La de Lascaux se ha calificado como la Capilla Sixtina del Paleolítico. Ruac es mejor. Los artistas de aquí eran maestros. Los colores son más intensos, lo que significa que poseían una tecnología de pigmentos excelente. Los animales son incluso más naturalistas que los de Lascaux, Altamira, Font de Gaume o Chauvet. El uso de la perspectiva es muy avanzado. Fueron los Da Vinci y los Miguel Ángel de su época.
—Opino lo mismo que tú. Mira, Zvi, tenemos la oportunidad de estudiar esto bien y de lograr un avance muy importante en la materia de la que has escrito con tanta elocuencia: ¿por qué pintaban?
—Ya sabes que soy un hombre de opiniones rotundas.
—Por eso te elegí.
—Hiciste la elección adecuada —dijo Alon sin la menor modestia—. Como sabrás, he sido duro con Lewis-Williams y Clottes por sus teorías chamanísticas.
—Ambos me han compadecido —contestó Luc—. Pero te respetan.
—Siempre he pensado que ponen demasiado énfasis en observaciones del chamanismo moderno de África y el Nuevo Mundo. Toda esa idea de que la pared de la cueva es una membrana entre el mundo real y el de los espíritus y que el chamán es una especie de Timothy Leary hasta arriba de alucinógenos y con la piel cubierta de pigmentos… resulta difícil de creer. Sí, la gente de Ruac y Lascaux eran Homo sapiens, como nosotros, pero sus sociedades se encontraban en un estado continuo de transformación, no eran estáticas como las culturas modernas de la Edad de Piedra. Por eso no puedo aceptar extrapolaciones de la etnografía moderna. Tal vez no había diferencias neurológicas entre nuestro cerebro y el suyo, pero, por Dios, había diferencias culturales que sencillamente no podemos entender. Ya sabes cuál es mi postura. Soy de la vieja escuela, un descendiente directo de Laming-Emperaire y Leroi-Gourhan. Opino que hay que dejar que el análisis de la arqueología hable por sí solo. Fíjate en los tipos de animales, las parejas, los grupos, las asociaciones. Luego se pueden adivinar las historias mitológicas comunes, la importancia de los clanes, intentar encontrarle el sentido. Piensa en ello, durante un período que abarca al menos veinticinco mil años, un espacio de tiempo enorme, utilizaron un conjunto básico de motivos animales: el caballo, el bisonte, el ciervo y los toros, y en ocasiones también felinos y osos. Pero nunca renos, a pesar de que los comían, ni pájaros ni peces (bueno, quizá alguno que otro), y tampoco árboles ni plantas, al menos hasta ahora. No pintaban aquello que les gustaba. Estos motivos tienen su razón de ser. Pero…
Dejó la frase en el aire, se quitó las gafas y se frotó sus ojos legañosos.
—¿Pero? —preguntó Luc.
—Pero Ruac me inquieta.
—¿En qué sentido?
—Con el paso del tiempo he acabado siendo más un estadístico que un arqueólogo. Me paso el día entero peleándome con modelos computacionales y algoritmos. Sé más que nadie del planeta sobre la correlación entre la posición de la cueva y los caballos que miran hacia la izquierda. ¡Pero hoy…! Hoy me he sentido más como un arqueólogo, lo cual es bueno, pero también me he sentido como alguien que no sabe nada, lo cual resulta inquietante.
Luc le dio la razón y añadió:
—Aquí vamos a encontrar mucho material revolucionario. No eres el único que va a tener que replantearse sus creencias. Todo el mundo tendrá que hacerlo. Basta con fijarse en la Sala de las Plantas. Y si es auriñaciense, algo con lo que no estás de acuerdo, y lo entiendo, entonces ¿qué?
—Sí, claro, son algo completamente nuevo. Pero es algo que va más allá. La configuración general del sitio me afecta. Los hombres pájaro, sobre todo. El de los bisontes, el que se encuentra entre la vegetación. Los miraba y no paraba de venirme a la cabeza la maldita palabra: chamán. —Le dio una palmada en la rodilla—. Como le digas a Lewis-Williams que he dicho esto, ¡te mato!
—Soy una tumba.
Pierre se acercó hasta ellos.
—¿Tienes un momento, Luc? —preguntó.
A Alon le crujieron las rodillas cuando se levantó. Se puso de puntillas y se apoyó con un brazo en el hombro de Luc para susurrarle unas palabras al oído con su cálido aliento.
—¿Podría ir solo a la cueva esta noche? Solo necesito unos minutos. Tengo que sentirlo yo mismo, sin apenas luz, como hacían ellos.
—Creo que debemos atenernos al protocolo, Zvi.
Alon asintió con tristeza y se fue.
Luc se volvió hacia Pierre.
—¿Qué pasa?
—Han venido un par de personas de Ruac a hablar contigo.
—¿Traen horcas?
—De hecho, han traído un pastel.
Los había visto antes. Era la pareja del café de Ruac.
—Soy Odile Bonnet —dijo la mujer—, y este es mi hermano Jacques.
Odile se dio cuenta de que Luc los había reconocido.
—Sí, el alcalde es nuestro padre. Creo que lo trató con brusquedad, así que…, bueno, aquí tiene un pastel.
Luc le dio las gracias y los invitó a su caravana a tomar una copa de coñac.
Ella tenía la sonrisa deslumbrante y el aspecto sensual de una estrella de cine de la época dorada que ya había dejado atrás sus días más gloriosos; no era su tipo, quizá un poco fácil y muy de campo, pero era de las que le gustaban a Hugo, sin duda. A pesar de que hacía frío, no tenía reparos en enseñar las piernas. Su hermano, de rostro inexpresivo y algo torpe, no parecía tan contento de estar allí. Permaneció en silencio, como si fuera un cero a la izquierda. Luc imaginó que ella lo había arrastrado hasta ahí.
Odile tomó un sorbo del coñac mientras su hermano lo tomaba a grandes tragos, como si fuera cerveza.
—Mi padre no es un hombre moderno —explicó ella—. Prefiere la calma y las viejas costumbres. No le gustan los turistas ni los forasteros, y menos los alemanes y los americanos. Cree que las cuevas con pinturas rupestres, en especial la de Lascaux, ha cambiado el carácter de la región, con el tráfico, las tiendas de postales y las camisetas. Ya sabe a qué me refiero.
—Por supuesto —dijo Luc—. Entiendo perfectamente su postura.
—Mi padre encarna la opinión de la mayoría de los habitantes del pueblo, por eso ha sido el alcalde desde que tengo uso de razón. Pero yo, mi hermano y yo, tenemos una mentalidad más abierta, y estamos emocionados con el descubrimiento. ¡Una cueva nueva! ¡Justo en nuestras narices! Debemos de haber pasado por delante de ella docenas de veces.
—Puedo organizar una visita —dijo Luc con entusiasmo—. No os imagináis lo importante que es tener el apoyo del pueblo. Sí, es un tesoro nacional, pero ante todo es un tesoro local. Creo que la implicación de las administraciones locales desde el principio servirá para moldear el futuro de la cueva de Ruac como institución pública.
—Nos encantaría verla, ¿verdad, Jacques? —El hermano asintió de forma automática—. También nos gustaría ofrecernos como voluntarios. Podemos hacer lo que prefiera: Jacques puede excavar o mover trastos de un lado a otro; es fuerte como un animal de carga. Yo puedo archivar papeles, sé dibujar bien. Cocinar. Lo que sea.
Se oyeron dos golpes en la puerta, que se abrió de golpe. Era Hugo, y llevaba una botella mágnum de champán adornada con un lazo rojo en el cuello.
—¡Hola! —Entonces, al ver que Luc estaba acompañado, añadió—: ¡Ah, lo siento! ¿Vuelvo más tarde?
—¡No, pasa! ¡Bienvenido! ¿Recuerdas a la agradable pareja del café de Ruac? Han venido a vernos.
Hugo entró en la caravana y centró de inmediato toda su atención en la mujer; cuando supo que el hombre que la acompañaba era su hermano, dijo en broma que el champán era para ella. Charlaron un rato, hasta que Odile descruzó las piernas y dijo que tenían que irse.
—La respuesta es sí —le dijo Luc—. Vuestra ayuda nos vendría de perlas en el campamento. El trabajo de excavación en la cueva estará muy restringido, pero aquí hay mucho que hacer. Venid cuando queráis. Pierre, el chico que os ha acompañado hasta aquí, os dirá qué podéis hacer.
En esta ocasión, la sonrisa que Odile le dedicó a Hugo no fue en absoluto ambigua. Luc percibió el mismo zumbido que sentía a veces en las inmediaciones de una línea de alto voltaje.
—Si hubiera sabido que estaba aquí habría venido ayer —dijo Hugo, que barrió con la mirada la caravana abarrotada—. ¿Es aquí donde duerme el famoso Luc Simard, codescubridor de la cueva de Ruac? No es precisamente Versalles. ¿Dónde duermo yo?
Luc señaló la cama libre que había en un extremo de la caravana, sepultada bajo la colada de Luc.
—Ahí. Tómate una copa de coñac y no te atrevas a quejarte.
Zvi Alon acorraló a Jeremy en la cocina, donde el estudiante se estaba preparando una taza de té.
—Luc me ha dado permiso para visitar la cueva a solas durante un rato —le espetó el hombre calvo—. Déjame la llave.
Jeremy se sentía muy intimidado por Alon y su fama de duro. Casi le temblaban las rodillas del miedo.
—Por supuesto, profesor. ¿Quiere que lo acompañe para abrir la puerta? No es fácil bajar hasta allí de noche.
Alon le tendió la mano.
—No es necesario. Cuando tenía tu edad estuve al mando de un tanque en el Sinaí.
Luc empezó a poner al corriente a Hugo sobre las actividades del primer día, pero mientras hablaba tuvo la sensación de que su amigo estaba inquieto. De pronto Luc se calló y le preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Por qué no me preguntas por el manuscrito?
—¿Hay alguna novedad?
—Supongo que no habrás oído hablar del cifrado César, ¿no?
Luc negó con la cabeza, impaciente.
—Bueno, es un código muy simple que utilizaba Julio César para enviar mensajes secretos. Es tan fácil que tu enemigo tendría que ser analfabeto para no descifrarlo. Basta con reemplazar cada letra por otra que se encuentra un número fijo de posiciones más adelante o más atrás en el alfabeto. La mayoría de los enemigos de César ni tan siquiera sabían leer latín, por eso le funcionó. Con el tiempo, los descifradores y los creadores de códigos compitieron entre sí para crear métodos más complejos.
Luc se puso rojo de ira.
—Vale, vale. Bueno, según mi contacto en Bruselas, uno de los genios de Voynich, nuestro manuscrito fue codificado con un método llamado el cifrado Vigenère, algo que es excepcional en sí mismo ya que se cree que se inventó en el siglo XVI. Parece que nuestro Bartolomé u otro colega se adelantó unos cuantos cientos de años a su era. No te aburriré con los detalles, pero es una variante mucho más complicada del cifrado César que, además, requiere conocer una serie de palabras clave secretas para descifrar el mensaje.
—Como no vayas al grano te mataré con mis propias manos —gritó Luc.
—Hoy por la mañana, antes de irme de París, el empollón belga me ha dicho que estaba a punto de descifrar unas cuantas páginas. Cree que hay al menos tres secciones, cada una con su propia palabra clave. Se estaba estrujando la cabeza con números, o con aquello con lo que trabajen los informáticos, y me dijo que me enviaría un mensaje de correo electrónico cuando tuviera algo definitivo. ¿Dónde puedo consultar el correo?
Luc lo agarró prácticamente de la chaqueta.
—En la oficina. Vamos.
Al pasar junto a la hoguera, Luc señaló a una mujer y le dijo a Hugo:
—Esa es Sara, por cierto.
Se arrepintió de inmediato, porque Hugo se dirigió hacia ella y se presentó como un viejo amigo de Luc, por no mencionar que era el codescubridor de la cueva.
—He oído hablar de ti —dijo Sara—. No puedo creer que no nos conociéramos cuando, bueno, ya sabes, Luc y yo…
—¡Yo también he oído hablar de ti! —exclamó Hugo—. Muy guapa, muy inteligente. ¡Ven aquí, Luc!
Luc se acercó, negando con la cabeza, consciente de la que se le venía encima.
—No crees problemas, Hugo.
—¿Problemas? ¿Yo? Es que, bueno, Sara, voy a ser sincero. Esta noche he conocido a una señorita y me gustaría pedirle una cita, pero he pensado que quizá se sentiría menos intimidada si la invitara a una cita doble. ¿Por qué no nos acompañáis Hugo y tú algún día de esta semana? Solo voy a estar unos días aquí.
—Joder, Hugo —gruñó Luc.
—Me encantaría —dijo Sara, lo que desconcertó a Luc pero dibujó una sonrisa de complicidad en el rostro de Hugo.
—Entonces ya está decidido. Lo único que tengo que hacer ahora es pedirle una cita a la señorita en cuestión. Ya te contará Luc lo que pienso del campo. Pero gracias a ti resultará más llevadero.
Luc encendió las luces de la oficina. El suelo del pequeño y robusto edificio vibró con el estruendo del generador. Se conectó a internet y dejó que Hugo accediera a su portal de correo electrónico.
Su pulcro amigo sacó pecho y le comunicó que tenía veinte mensajes nuevos, varios de amigas, y entonces vio el importante.
—¡Ah, es nuestro descifrador!
Abrió el mensaje.
—¡Fantástico! Dice que ya tiene seis páginas. La palabra clave de la sección era NIVARDO, sea lo que sea lo que eso signifique. Ha enviado las páginas descifradas como archivo adjunto y dice que se pondrá manos a la obra con la siguiente sección enseguida.
—¿Qué dice? —preguntó Luc.
—Espera, déjame abrirlo. No creo ni que lo haya leído. ¡Solo le interesa el código, no el texto! Además, dice que está en latín, que para nuestro amigo belga es un cifrado más, y de los aburridos.
Hugo echó un vistazo al documento para acostumbrarse al tono.
Luc se arrimó a su hombro y Hugo empezó a leer. Enseguida dejó el tono neutro de un traductor, puesto que el lenguaje era demasiado volátil, y reprodujo con vehemencia las palabras del anciano monje.
Estoy convencido de que hallaré una muerte horrible y dolorosa. A diferencia de un mártir que muere por sus creencias y su devoción, yo moriré por el conocimiento que poseo. Ya se ha derramado mucha sangre y aún ha de derramarse mucha más. Perder a un amigo no es algo fácil. Perder a un hermano es horrible. Perder a un hermano que también ha sido un amigo durante casi doscientos años es insoportable. Yo enterré tus huesos, querido Nivardo. ¿Quién enterrará los míos? No soy un santo, oh, Señor, sino un alma lastimosa que se desvivió por el conocimiento. ¿Desplazó esta pasión mi amor por Ti? Rezo para que no haya sido así, pero es mi Dios quien debe juzgarlo. Pagaré mis pecados con sangre. No puedo confesarme con mi abad puesto que está muerto. Escribiré mi confesión hasta que vengan a por mí. Ocultaré su significado en un cifrado creado por el hermano Jean, un erudito y un alma afable a quien añoro muchísimo. El conocimiento que alberga mi confesión no está destinado a todo el mundo, y cuando me haya ido, desaparecerá. Si alguna vez lo encuentra alguien será porque a Jesucristo le ha parecido adecuado revelarlo por motivos que solo Él conoce. Soy un escriba y un encuadernador de libros. Si el Señor me diera tiempo suficiente para acabarlo, encuadernaré el libro y se lo dedicaré a san Bernardo. Si el libro se quema, que así sea. Si es hecho pedazos, que así sea. Si lo encuentra otro hombre en su escondite y desentraña el significado de las palabras, a ese hombre le digo que Dios se apiade de su alma, porque el precio que pagará será muy alto.
Hugo paró para parpadear y se humedeció los labios.
—¿Hay más? —preguntó Luc.
—Sí —susurró su amigo—. Hay más.
—Pues sigue, por el amor de Dios.
Alon conducía su coche de alquiler tal y como se comportaba en su vida diaria: de forma agresiva. Aceleraba bruscamente, frenaba bruscamente, y recorrió la corta distancia que había hasta la cueva dando bandazos y acelerones. Cerca de la cima del acantilado habían organizado un aparcamiento de grava; cuando Alon llegó, frenó de golpe y levantó una ola de piedras. Las nubes difuminaban los bordes de la media luna y el cielo nocturno estaba surcado por zarcillos negros, como las venas del dorso de una mano. Ya no estaba la garita temporal para el guardia que se había montado antes de que se instalaran las puertas. Las imágenes del circuito cerrado de televisión y los datos de telemetría de la entrada y las salas de la cueva se transmitían directamente a la oficina del campamento.
Alon cerró el coche y subió la cremallera de su cazadora de aviador hasta la garganta. Unas ráfagas de aire frío azotaban el valle. Buscó la llave de la puerta de la cueva en el bolsillo. Era grande y pesada, un objeto de lo más adecuado, casi medieval. Habría preferido la autenticidad absoluta, un quinqué titilante, pero tendría que conformarse con la pequeña linterna que sujetaba con la mano. Iluminó el camino y se dirigió hacia la escalera del acantilado.
Tenía ganas de estar media hora a solas paseando por los pasillos con luz tenue. Por la mañana se disculparía ante Luc a su propia manera. Alegaría locura transitoria, pero tenía que hacerlo. Luc desaprobaría lo sucedido, pero estaba convencido de que el incidente no tendría mayores consecuencias. La cueva lo llamaba. Tenía que mantener una conversación privada con ella. Quería escribir sobre esa noche. Le ayudaría a dar forma a sus pensamientos, quizá incluso le serviría para renunciar a algunas ideas antiguas y persistentes.
—Malditos chamanes —susurró con fuerza de forma involuntaria. «¿Es posible que me haya equivocado?», pensó.
Aminoró el paso cuando se acercó a la escalera. Era un buen trecho y a su edad ya no tenía la agilidad de una cabra montesa.
¡Ruido de pasos! Corriendo.
Se sobresaltó y se dio la vuelta, pero no pudo hacerlo del todo.
No vio el tronco que le golpeó en la cabeza, no notó cómo lo arrastraban hasta el borde y, en el último instante, al atravesar la membrana, no oyó el aleteo frenético de una pareja de elanios asustados por el sonido de su cuerpo al caer sobre los robles.