Capítulo 10

Luc había evitado los canales habituales y había acudido directamente a las altas esferas. Era demasiado lo que estaba en juego. Si eso lo enemistaba con compañeros de la universidad y con los burócratas regionales del departamento de Dordoña, que así fuera.

Había que proteger la cueva.

Se aprovechó de todo el peso de su cargo académico y de su amistad con un importante senador de Lyon para conseguir una reunión cara a cara en el Palais-Royal con la ministra de Cultura y sus consejeros en antigüedades, incluido el director del Centro Nacional de la Prehistoria, un respetado arqueólogo llamado Maurice Barbier que por suerte mantenía una relación cordial con Luc. La participación del subdirector de Barbier, Marc Abenheim, no pudo considerarse tan afortunada. Luc había tenido varios encontronazos con Abenheim en los últimos años, y ambos hombres sentían una antipatía mutua.

Con la ayuda de un informe profusamente ilustrado con fotografías, Luc solicitó una orden de protección de emergencia, que le concedieran un permiso de forma urgente y le proporcionaran una asignación de fondos del ministerio lo bastante grande para proteger la cueva y empezar la excavación.

Haciendo caso de su amigo senador, restó importancia al enigmático manuscrito de Ruac para que la reunión de alto nivel se centrara en un único tema. Y, siguiendo otro consejo, se tomó la libertad de usar la expresión «nuevo y espectacular monumento nacional».

El grupo valoró la importancia de tener otro Lascaux y Chauvet desde el punto de vista del prestigio internacional y el desarrollo económico local. Maurice Barbier alcanzó un estado de agitación que parecía rayar lo enfermizo. Con la cara encendida y casi temblando, afirmó que se redactaría de inmediato una orden de emergencia que concedería a la cueva la categoría de Monumento Histórico. Asimismo, se crearía una comisión para determinar el procedimiento y la metodología correctos y para elegir al director de la campaña de excavación.

En ese momento, Abenheim, que había escuchado la presentación de Luc en silencio y con el ceño fruncido, decidió meter baza y defendió la idea de que el ministerio se implicara de forma directa y que debía ser él quien encabezara la comisión y se ocupara personalmente de la excavación de la nueva cueva. A Luc le hirvió la sangre al oír aquella intervención tan empalagosa. Abenheim era de la generación de Luc, un par de años mayor, y poseía buenas credenciales académicas en arqueología, sin embargo no era un hombre de campo, Luc lo veía como un burócrata autocrático, más como un contable esquelético y pálido que como un arqueólogo. A Luc le gustaban las palas y los picos y sentir el sol en la espalda. Abenheim, imaginó, sentía una afinidad inquebrantable por los teléfonos, las hojas de cálculo y los despachos gubernamentales con fluorescentes. Abenheim, por su parte, veía a Luc como un aventurero que solo buscaba la gloria.

Barbier tuvo la habilidad de posponer cualquier debate sobre liderazgo e instó al grupo a que se limitara a tratar los temas más importantes que tenían entre manos.

La ministra tomó la iniciativa y dio su consentimiento para la orden de protección y la concesión de fondos de emergencia. Ordenó a Barbier que enviara sus recomendaciones sobre la comisión y pidió que la mantuvieran informada de todas las novedades. Y acto seguido la reunión se dio por finalizada.

Luc salió de la sala silbando alegremente por los pasillos de mármol del poder. Fuera, al sol, se quitó la corbata, la guardó en el bolsillo y se reunió con Hugo cerca del Louvre para celebrarlo todo con una cena.

Para una burocracia tan bizantina como la del Ministerio de Cultura, las medidas posteriores se tomaron a una velocidad vertiginosa. Luc respiró aliviado cuando al cabo de dos semanas Barbier le informó de que la recién formada Comisión de la Cueva de Ruac lo había nombrado director de la excavación, con un único voto en contra.

—No hace falta que te diga quién fue —bromeó Barbier, pero pidió a Luc que intentara mantener informado a Abenheim y que no lo hiciera enfadar, aunque solo fuera para no complicarle la vida a él—. Te acabarán nombrando Caballero de las Artes y de las Letras, lo sabes. Solo es cuestión de tiempo —añadió Barbier en un tono preñado de envidia.

—Si tengo que ponerme traje y corbata ya no me entusiasma tanto la idea —replicó Luc con sarcasmo.

Al cabo de una semana se puso en marcha una operación de estilo militar en el valle del Vézère. Un destacamento del cuerpo de ingenieros francés, con la ayuda de la gendarmería local, acompañó a Luc a los acantilados de Ruac, donde se instaló una enorme puerta de titanio, como las de los bancos, en la pared de roca, sobre la entrada de la cueva. Se tendieron cables eléctricos desde la cima del acantilado, se instalaron cámaras de circuito cerrado, una garita prefabricada para un guardia y lavabos portátiles en el bosque, y se colgaron escaleras de aluminio con rejas sobre el borde para proporcionar un acceso más fácil que no obligara a los arqueólogos a recorrer las cornisas.

Cuando el convoy atravesó Ruac con gran estruendo, Luc vio caras que asomaban con recelo entre las cortinas de encaje. Frente al café, el dueño de pelo blanco dejó de barrer, se apoyó en la escoba y puso cara de pocos amigos al ver el Land Rover de Luc que avanzaba lentamente. Luc resistió el impulso infantil de hacerle un gesto obsceno con el dedo corazón, sin embargo sí que le lanzó un guiño con toda la malicia del mundo, algo de lo que se arrepentiría posteriormente.

Cuando la entrada de la cueva quedó cerrada a cal y canto, Luc pudo dormir tranquilamente por primera vez desde la noche del descubrimiento. Desde el primer momento lo había acechado la preocupación de que se filtrara información, o de que la cueva fuera víctima de actos vandálicos o de saqueos. Sin embargo, ahora ya podía descansar.

Podía empezar a trabajar.

No obstante, hasta mediados de enero no podrían poner en marcha la operación a pleno rendimiento. No era tan simple como chasquear los dedos. Había que elegir el equipo, preparar el calendario de trabajo, organizar el material necesario para la excavación, crear las cuentas y encontrar alojamiento.

Esta última tarea, a pesar de lo mundana que era, resultó ser más difícil de lo esperado. Luc estaba decidido a encontrar alojamiento en la zona, a ser posible en Ruac. Nada lo frustraba más que perder un tiempo muy valioso para desplazarse a diario hasta la excavación. Le aconsejaron que se pusiera en contacto con el alcalde de Ruac, un tal monsieur Bonnet, para averiguar si podían alquilar alguna casa. En caso de que no fuera posible, bastaría con que les dieran permiso para aparcar caravanas y montar tiendas en el prado de algún granjero y que tuvieran agua potable. No le parecía mal tener que vivir sin comodidades. De hecho, en ese tipo de empresas hacer acampada mejoraba la camaradería. La falta de comodidades acostumbraba a forjar unos vínculos muy útiles.

Fue desagradable, por decirlo de forma suave, averiguar en el último momento que el alcalde y el dueño canoso del café eran la misma persona.

Con un gesto muy significativo, Bonnet le indicó a Luc que se sentara a la misma mesa con mantel de plástico que la vez anterior, y sin abrir la boca escuchó su petición, con los brazos rollizos cruzados con fuerza sobre el pecho, como si quisiera evitar que se le desparramaran las tripas.

Luc echó mano de todas las armas retóricas en su haber: el alcalde beneficiaría a su café, a su pueblo y a su país. Los excavadores serían unos vecinos buenos y respetuosos. Él mismo se encargaría de organizarle una visita personal a la maravillosa cueva; si el alcalde tenía mujer, ella también estaba invitada, por supuesto. Sin duda el alcalde debía de sentir curiosidad sobre la razón que había generado todo aquel alboroto. Sin duda. Mientras Luc proseguía tenazmente con su monólogo, la mandíbula sin afeitar del alcalde permanecía inmóvil.

Luc se arrepintió de haberle lanzado aquel guiño.

Cuando acabó, Bonnet negó con la cabeza y le espetó:

—En Ruac nos gusta disfrutar de paz y tranquilidad. Aquí su valiosa cueva no le interesa a nadie. No nos interesan sus estudios. No queremos turistas. No pueden alojarse en ningún sitio, monsieur. —A continuación se levantó de la mesa y se fue a la cocina.

—Qué bien ha ido —murmuró Luc para sí mientras se dirigía hacia la puerta.

Un par de adolescentes con pinta de estar aburridos no se movieron ni un centímetro del lugar que ocupaban en la acera, y obligaron a Luc a bajar a la calzada. Ambos se rieron del rodeo que tuvo que dar.

Luc estaba de humor para armar una buena bronca y por un momento se imaginó que les daba una paliza. Pero al final se mordió la lengua, se reprimió y subió a su Land Rover hecho una furia. Al menos esta vez no le habían roto la ventanilla, pensó con amargura mientras el pueblo desaparecía en el espejo retrovisor.

Por suerte, el abad Menaud acudió a su rescate. En los terrenos de la abadía había un campo llano y con un buen drenaje situado detrás de los viejos establos, lo bastante apartado para que monjes y arqueólogos apenas repararan en la presencia del otro. No quiso ninguna compensación, aunque añadió la humilde petición de visitar la cueva cuando no resultara una gran molestia.

Un domingo de octubre en el que soplaba un fuerte viento empezaron a llegar uno tras otro los miembros del equipo de la cueva de Ruac al campamento de la abadía. Luc ya llevaba una semana ahí con dos de sus alumnos de posgrado, Pierre, un parisino originario de Sierra Leona, y Jeremy, un británico con fuerte acento de Manchester. Formaban una extraña pareja: Pierre, negro como el ónice, alto y atlético, y Jeremy, un chico soso y enclenque, pero compartían un sentido del humor algo infantil y se sentían muy agradecidos de poder participar en un acontecimiento histórico. Trabajaron infatigablemente para montar el campamento y preparar una buena bienvenida al equipo.

Las caravanas estaban dispuestas en un círculo gigante, como una hilera de carretas del viejo Oeste para protegerse de un ataque. Los directores de la excavación tendrían su propia caravana, los ayudantes compartirían una cada dos, y los estudiantes de posgrado una cada tres. Los universitarios se instalarían en unas tiendas en la periferia. Las caravanas tenían unas literas bastante cómodas y las más lujosas un pequeño escritorio empotrado y una silla. No había electricidad, pero cada unidad tenía un par de lámparas de gas. Todo estaba muy pensado y se adaptaba a una jerarquía.

Sin embargo, en beneficio del igualitarismo Luc insistió en que su caravana fuera igual a las demás. Meditó con detenimiento dónde podía ubicar a Sara. Si la ponía demasiado cerca, enviaría un mensaje. Si la ponía demasiado lejos, enviaría otro. Al final optó por situarla a dos caravanas de la suya.

En el centro del círculo montaron la cocina y la despensa, ambas cubiertas, y al lado levantaron una gran carpa con mesas de picnic para comer en grupo cuando las inclemencias del tiempo no permitieran hacerlo al aire libre. La última estructura era un edificio modular que albergaba la oficina y el laboratorio de la excavación, junto con un generador para conectar los ordenadores y una antena parabólica para tener conexión a internet. Al lado construyeron un foso para hacer las obligatorias hogueras nocturnas y lo rodearon con cajas de botellas de vino a modo de asientos.

En una parte del granero medio en ruinas se instalaron los lavabos portátiles para los hombres. Y en el otro lado el de las mujeres. Se montaron también dos duchas de agua fría, lo mejor que pudieron conseguir teniendo en cuenta las circunstancias.

Eso era todo; para bien o para mal, ese iba a ser su pueblo, pero Luc estaba convencido de que cuando el equipo viera la cueva, nadie se quejaría de las condiciones de vida.

Ese mismo día, al amanecer, Luc reconoció que estaba nervioso por la llegada de Sara. Por lo general prestaba más atención al trabajo que a las emociones. Así pues, ¿qué era lo que le hacía sentirse tan inquieto? Tenía muchas ex novias. Cuando se reencontraba con viejos ligues, ya fuera por casualidad o no, todo transcurría con buen humor. Sin embargo esa mañana, sentado a su escritorio, bebiendo café, sentía un vacío que lo corroía por dentro. Su «relación» parecía algo lejano y descolorido por el paso del tiempo, como una fotografía sobreexpuesta. Recordaba algunos detalles de forma muy clara, en especial los asociados con el aspecto de Sara, incluso su olor, pero había olvidado otros, relacionados principalmente con sus propios sentimientos.

Siempre esclava de la puntualidad, fue de las primeras en aparecer, y cuando Pierre llamó a la puerta de Luc para comunicarle que Sara Mallory había llegado, se estremeció y se puso nervioso como un colegial.

Era pequeña, delgada y adorable.

También parecía inquieta, y fría. Lo dedujo por el modo en que fruncía los labios, que lucían un brillo color melocotón, en una sonrisa forzada. La saludó y la besó en ambas mejillas de un modo formal, como si nunca hubieran sido íntimos. Tenía una piel suave, casi translúcida, que mostraba el tono rosado de los capilares bajo la superficie. Antes de apartarse pudo olerle el pelo. No percibió ninguna fragancia química, tan solo su aroma natural, y recordó el modo en que disfrutaba quitándole la horquilla y dejando que su melena castaño claro se derramara sobre sus pechos, donde él hundía su nariz bronceada.

—Tienes buen aspecto —dijo él.

—Tú también.

Era una mujer con estilo propio, capaz de darle un toque femenino a una chaqueta masculina de motero de cuero negro con un pañuelo turquesa de seda que hacía conjunto con sus ojos. La falda de ante y las botas de media caña se ceñían a los pantis de color granate.

—¿Qué tal el vuelo?

—Tranquilo. —Miró al suelo—. ¿Dónde puedo dejar las bolsas?

Luc se puso a caminar alrededor del círculo mientras esperaba a que Sara saliera de su caravana. El sol de mediodía brillaba con fuerza, pero en esa época del año no calentaba demasiado. Se alegró al ver que no se había cambiado de ropa. Tenía buen aspecto, se parecía mucho a la Sara que había conocido.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Mejor que en la mayoría de las excavaciones.

—Hemos recibido buena financiación para variar.

—Eso veo.

Luc sonrió y señaló la abadía.

—Antes de que lleguen los demás, quiero mostrarte el manuscrito original.

Dom Menaud se alegró de sacar de nuevo el libro de su lugar de descanso, una caja de palisandro con incrustaciones que se encontraba en su escritorio. Pero el anciano monje parecía sentirse incomodado por la belleza de Sara y no tardó mucho en excusarse para asistir al oficio de sexta.

Una vez solos, se sentaron cada uno en un sillón. Luc miró a Sara mientras esta pasaba las páginas, y disfrutó cada vez que ella enarcó una ceja o hizo una mueca de sorpresa. Tenía el libro en el regazo. La falda ceñida la obligaba a mantener las piernas juntas con recato.

Al final Sara alzó la mirada y dijo:

—Todo esto es extraordinario.

—¿Tal y como te había dicho?

Sara asintió.

—¿Y aún no lo has mandado a traducir?

—Estamos trabajando en ello. ¿Qué piensas de las plantas?

—Son bastante estilizadas. Aunque no como si hubieran utilizado una cámara lúcida. Tengo algunas ideas, pero de momento preferiría reservármelas. Antes me gustaría ver las pinturas rupestres. ¿Te parece bien?

—¡Por supuesto! No quería ponerte en un aprieto. Acabamos de empezar un proceso muy largo.

Sara cerró el libro, se lo devolvió y evitó el contacto visual.

—Gracias por incluirme en el equipo —dijo de repente—. Ha sido un detalle por tu parte.

—Todos los miembros de la comisión se mostraron de acuerdo. Te has labrado una buena reputación.

—Aun así, podrías haber elegido a otra persona.

—No quería a otra persona. Te quería a ti.

Se arrepintió de haberse expresado de aquel modo, pero ya no podía hacer nada al respecto. La reacción de Sara fue una mirada gélida y muda.

A través de la ventana del abad, Luc vio un taxi que se acercaba a la abadía.

—Ah, llega otro invitado —dijo, aliviado.

Al anochecer ya habían llegado todos los directores de la excavación. El último en aparecer fue el israelí Zvi Alon, que lo hizo en su propio coche de alquiler, y después de que le enseñaran su caravana dijo que no necesitaba tanto espacio.

También se encontraba presente, y a insistencia de la ministra de Cultura, el redactor jefe de Cultura de Le Monde. A cambio de acceso exclusivo el día de la inauguración de la excavación, el periodista se había comprometido a no publicar el reportaje hasta que llegara la autorización del ministerio.

Luc sabía que la velada requería cierto ceremonial, de modo que después de cenar un contundente estofado de cordero reunió a todo el mundo alrededor de una hoguera, abrió varias botellas de un champán decente y pronunció un breve discurso de bienvenida en inglés.

Con la copa en alto, declaró que para él era un honor ser el máximo responsable de la excavación. Alabó al gobierno francés y al CNRS, el Centro Nacional Francés de Investigaciones Científicas, por haber actuado con tanta rapidez, y se alegró de haber recibido plenas garantías de que contaba con un año de estudio como período de prueba y de que era muy probable que se ampliara a un programa trienal cuando se hubiera entregado el informe preliminar.

Fue también el encargado de hacer las presentaciones. El equipo Ruac, tal y como lo llamó él mismo, estaba formado por los mejores y más brillantes especialistas de sus disciplinas, un grupo internacional de geólogos, gurús del arte rupestre, expertos en talla lítica, huesos y polen, conservacionistas y excavadores que se conocían entre sí tras varios años de colaboración y debate. Había incluso un experto en murciélagos, un hombre diminuto llamado Desnoyers, que asintió tímidamente cuando lo presentó y a continuación desapareció en la periferia del campamento, como un pequeño mamífero alado.

En último lugar, Luc dio las gracias a los estudiantes, muchos de su propio programa de Burdeos, y ordenó a Pierre y Jeremy que repartieran forros polares con el logotipo de la excavación: un estilizado bisonte.

Justo entonces se oyó un fuerte ruido en uno de los establos y un hombre bajito y gordo, acompañado por un ayudante que sostenía una linterna, exclamó:

—¡Hola! ¡Hola! Siento llegar tarde. ¡Soy monsieur Tailifer, el presidente del Consejo de Périgueux! ¿Dónde está el profesor Simard? ¿Es demasiado tarde para dirigirme al grupo?

Luc dio la bienvenida al político de la prefectura local, que estaba a punto de hiperventilar, le dio una copa de champán y una caja a la que subirse, y escuchó con educación mientras el recién llegado los sometía a un discurso demasiado largo, demasiado pomposo y demasiado predecible.

Luego Luc y monsieur Tailifer charlaron junto a la hoguera y bebieron otra copa de champán. El político rechazó una invitación para visitar la cueva, dijo que era demasiado claustrofóbico para hacer espeleología, pero que en el exterior sería un excelente defensor de su trabajo en la zona. Mencionó que ya estaba pensando en una posible atracción turística, en una «Ruac II», una reproducción facsímile de la cueva para el gran público, similar a Lascaux II, y quiso saber qué opinaba del tema. Luc respondió con paciencia que aún no habían empezado a estudiar «Ruac I», pero que todo era posible a su debido tiempo.

Cuando Tailifer le preguntó por qué habían acampado en los terrenos de la abadía, Luc le explicó el trato cómico y a la vez grosero que les había brindado el alcalde del pueblo, lo que provocó una risa cómplice del político.

—Ese Bonnet es una vergüenza, un imbécil, si me permite, pero le ruego que no me cite —añadió, indignado—. No lo conozco muy bien, pero lo conozco. ¿Sabe por qué se dice que el alcalde y los habitantes del pueblo son tan antipáticos?

Luc no lo sabía.

—¡Circula la leyenda de que el pueblo se hizo muy rico gracias a la piratería! ¿Nunca lo había oído? ¿No? Bueno, seguramente no es más que un cuento de hadas, pero es un hecho que hubo un famoso robo en el Périgord en el verano de 1944, durante la guerra. Los nazis transportaban un cargamento muy valioso en un tren militar, unos depósitos enormes que habían robado de la Banque de Paris, obras de arte, antigüedades y cosas por el estilo; resulta que el convoy se dirigía a Burdeos para pasar a manos de las autoridades navales alemanas. Los miembros de la Resistencia atacaron la vía ferroviaria principal, cerca de Ruac, y huyeron con una fortuna, quizá unos doscientos millones de euros en dinero de hoy, y algunos cuadros muy famosos, incluido, según corre el rumor, el Retrato de un joven de Rafael, cuyo destinatario era el propio Goering. Parte del botín fue a parar a De Gaulle, en Argel, y estoy seguro de que se hizo un buen uso de él, pero gran parte del dinero y de las obras de arte se esfumaron. Del cuadro de Rafael nunca más se supo. Siempre han circulado rumores de que los habitantes de Ruac son tan encantadores porque aún están encubriendo el robo, pero ya sabe cómo son estas historias. Sin embargo, ¡no se le ocurra preguntar a nadie del pueblo por la Resistencia y el robo del tren o podrían pegarle un tiro!

El ayudante de Tailifer le recordó que tenían otro compromiso y el hombre se acabó el champán de un trago, le dio la copa vacía a Luc y se disculpó.

Luc intentó encontrar a Sara entre la multitud, pero fue acorralado por el experto en arte paleolítico, Zvi Alon, y Karin Weltzer, la geóloga del Pleistoceno, que querían hablar sobre la logística del día siguiente. Luc no sabía quién era más avasallador, si el israelí calvo y con la cabeza puntiaguda o la pugnaz alemana que llevaba unos pantalones de peto. Mientras intentaba calmar a ambos y les aseguraba que podría satisfacer las exigencias de ambos, vio que Sara y el joven arqueólogo español Carlos Ferrer charlaban.

Estaba a punto de unirse a su conversación cuando el redactor jefe de Le Monde, un periodista flemático con muchos años de experiencia llamado Gérard Girot, lo abordó para conocer su opinión personal sobre aquella ocasión tan trascendental. Luc lo atendió con amabilidad y el hombre empezó a tomar nota frenéticamente en su libreta.

Con el rabillo del ojo Luc vio que Sara y Ferrer se alejaban de la hoguera y se perdían en la oscuridad.

Aún le quedaba champán en la copa y se lo bebió de un trago.