Capítulo 9

Gatinois estaba sentado en una postura rígida frente a su escritorio antiguo de estilo chinesco, con los tobillos, las rodillas y las caderas fijos en ángulos de noventa grados. Siempre se sentaba completamente derecho, incluso en casa o en el club. Era así como lo habían educado, uno de los artificios sociales de una familia de mercaderes que se aferraba vagamente a su herencia aristocrática. En el despacho, la visión de su postura erguida contribuía a ensalzar su imagen imperiosa, cultivada con sumo cuidado.

En la mano tenía un expediente titulado: «Propuesta para la creación de una excavación importante en la cueva de Ruac, Dordoña, por el catedrático Luc Simard, Universidad de Burdeos». Lo había leído, con diligencia, estudiando con detenimiento las fotografías y asimilando las implicaciones sin filtrar por la reacción negativa de sus subordinados.

Después de nueve largos años al frente de la Unidad 70 era la primera y verdadera crisis a la que se enfrentaba, y estaba suscitando emociones encontradas. Por una parte, era un desastre, por supuesto. La misión de la unidad, desde hacía sesenta y cinco años, se veía amenazada. Si había un fallo grave de seguridad, el escándalo sería de proporciones épicas. Su cabeza rodaría, sin duda, pero no sería la única. ¿Podría sobrevivir el ministro de Defensa? ¿Y el presidente?

Sin embargo, el temor a que todo pudiera acabar mal se vio atemperado por el perfumado aroma de la oportunidad. Por fin iba a convertirse en el epicentro del ministerio. Su instinto le decía que debía actuar. Inquietar a sus superiores, no dejar de echar leña al fuego. De ese modo, si lograba mantener en secreto la existencia de la Unidad 70 llegaría su reconocimiento.

El puesto de responsabilidad del ministerio estaba al alcance de su mano.

Deslizó el dedo por la portada acrílica de la carpeta que contenía el expediente. ¿Era su camino al cielo o al infierno?

Entró Marolles, tal y como había pedido, y permaneció de pie, moviendo el bigote, esperando a que le concediera la palabra.

Gatinois le hizo un gesto para que se sentara.

—Lo he leído. De cabo a rabo —dijo el general con serenidad.

—Sí, señor. Es un problema, sin duda.

—¿Un problema? ¡Es un desastre!

El pequeño hombre asintió con solemnidad.

—Sí, señor.

—En la historia de esta unidad, ¿alguien ha estado en el interior de la cueva?

—No, no. He comprobado los archivos y Chabon se lo preguntó a Pelay. Ha estado sellada desde 1899. Siempre hemos considerado que era mejor no revolver el asunto. Y, por lo que sabemos, nadie de fuera lo ha descubierto.

—Hasta ahora —añadió Gatinois con frialdad.

—Sí, hasta ahora.

—¿Qué sabemos de Luc Simard?

—Bueno, es profesor de arqueología en Burdeos…

—Marolles, he leído su biografía. ¿Qué «sabemos» de él? De su personalidad, sus motivaciones.

—Estamos elaborando un perfil. Estará listo esta semana.

—¿Y qué podemos hacer para detener esto antes de que empiece? —preguntó Gatinois con una calma que pareció sorprender al coronel.

Marolles respiró hondo y realizó una valoración negativa.

—Me temo que el proyecto ya ha recibido un impulso positivo del Ministerio de Cultura. Lamento informar que no cabe la menor duda de que será aprobado y recibirá los fondos necesarios.

—¿Quién es tu fuente?

—Ah, un rayo de esperanza en un cielo oscuro —dijo Marolles—. El primo de mi mujer trabaja en el departamento afectado. Es un tipo empalagoso llamado Abenheim. En las reuniones familiares siempre hace referencias veladas a sus sospechas de que trabajo en los servicios secretos. Siempre he intentado evitarlo.

—¿Hasta ahora, quizá?

—Exacto.

Gatinois se inclinó hacia delante y bajó la voz en un gesto cómplice, como si hubiera alguien más en el despacho.

—Utiliza a ese hombre. Déjale entrever que alguien de la DGSE está interesado en Simard y su trabajo. Insinúa algo negativo, pero sin concretar. Dile que te mantenga informado de todo, que se inmiscuya en el proyecto tanto como pueda. Dile que si lo hace bien, ciertas personas del aparato del Estado le estarán agradecidas. Mantenlo a ese nivel.

—Entiendo, señor.

Gatinois se echó hacia atrás e irguió la espalda para que recuperara su postura habitual.

—A fin de cuentas, es probable que Bonnet solucione esto. Es un cabrón despiadado. Quizá lo único que tendremos que hacer es tomar asiento y observar la carnicería.