Capítulo 8

Luc miró fijamente el teléfono durante un buen rato antes de coger el auricular y marcar el número que había encontrado en su página web.

No fue fácil hacer la llamada, de hecho era algo fuera de lo común en él, pero, a fin de cuentas, también se encontraba en una situación que era extraordinaria.

Necesitaba a los mejores, y en su campo no había nadie mejor. Simplemente se negaba a ceder en ese aspecto.

Estaba en su despacho del campus de la Universidad de Burdeos viendo cómo una tormenta atlántica que avanzaba rápidamente inundaba el patio. El insistente tono de llamada británico, tan familiar, atronó en el auricular y acto seguido oyó su voz suave y rotunda.

—Hola, ¿Sara?

—¿Luc?

—Sí, soy yo.

Siguió un silencio que lo obligó a preguntarle a Sara si aún seguía ahí.

—Estoy aquí, pero es que estoy decidiendo si te cuelgo o no.

Habían transcurrido dos años desde la última vez que se vieron.

Ella había pasado el verano en París trabajando en su libro, Una perspectiva palinológica de la transición magdaleniense al Mesolítico, cuyo objetivo no era colarse en las listas de libros más vendidos sino consolidar sus credenciales, cada vez más imponentes.

Él estaba en Les Eyzies, haciendo un trabajo de investigación e inaugurando la primera parte de lo que habría de convertirse en una campaña de varios años.

Eran pareja desde hacía dos años. Él había oído una conferencia suya en su mal francés, en un congreso sobre el Pleistoceno organizado por la Universidad de París, y después, durante la recepción, se le había acercado sigilosamente. Más adelante ella les diría a sus amigas que lo había visto venir de lejos, moviéndose con agilidad entre los congresistas, como un asesino, y que había esperado que el tipo atractivo de pelo oscuro se dirigiera hacia ella. Él la desarmó con sus efusivos cumplidos por su trabajo en un inglés estadounidense perfecto. Esa noche cenaron juntos. Y también la siguiente.

Ella había dicho a sus amigas, incluso a su madre, que estaba en California, que había caído en sus garras; había caído en la trampa y ahora no quería que nadie la rescatara. El hecho de que hablaran el mismo idioma profesionalmente era un punto a su favor, aunque no bastaba para explicar la atracción que sentía. Conocía la reputación de Luc, pero aparte de eso había algo salvaje e indomable en él que hizo que se tomara la relación como un reto. Él era casi diez años mayor, y ella quiso creer que Luc ya habría conquistado suficientes corazones como para ser capaz de sentar cabeza y adoptar un estilo de vida similar a la monogamia. Ella insufló energía en la relación como la operaria de una sala de calderas en un viejo barco de vapor de carbón, echando una palada tras otra. Él le había dicho tantas veces con su estilo provocador que era la relación más larga que había tenido, que ella se hartó de oírlo. Sara decidió salvar la distancia que había entre su puesto de profesora en París y el de Luc en Burdeos viviendo en el tren. Había esperado recibir una invitación de él para que lo acompañara a la excavación en verano pero esta nunca llegó a materializarse, y corría el rumor de cierta amistad especial con una geóloga húngara de su equipo.

De modo que, espoleada por la preocupación derivada de la escasez de mensajes y llamadas de móvil, alquiló un coche y un viernes por la tarde llegó de forma imprevista a la excavación. A juzgar por la forzada expresión de placer del rostro de Luc al verla, y las miradas de reojo de la húngara que, por desgracia para Sara, era despampanante, los rumores eran ciertos. Su visita finalizó al día siguiente, por la mañana. Alrededor de las tres de la madrugada acabó estallando, y se pasó el resto de la noche en el rincón más alejado de la cama y lo dejó durmiendo cuando se fue al amanecer. Al cabo de unos meses había aceptado una plaza en el Instituto de Arqueología de Londres, donde desapareció por completo de la vida de Luc.

—No me cuelgues, por favor. Te llamo por un asunto importante.

—¿Estás bien? —preguntó Sara algo preocupada.

—Sí, sí, estoy bien, pero tengo que hablar contigo de algo. ¿Estás delante del ordenador?

—Sí.

—¿Puedo enviarte un material para que le eches un vistazo mientras hablamos por teléfono?

Sara vaciló pero acabó dándole su dirección de correo electrónico.

Él oyó su respiración en el auricular mientras adjuntaba unos archivos y se los enviaba.

—¿Los has recibido? —preguntó.

—Sí.

—Abre primero la foto 93.

Luc esperó, mirando fijamente su copia de la imagen, todavía cautivado por ella, e intentó imaginarse a Sara mientras la descargaba. Dos años no era mucho tiempo. No podía haber cambiado demasiado. Se alegraba de tener una excusa para llamarla.

Ella pareció sobresaltarse, como si alguien hubiera dejado caer una vajilla de porcelana a su espalda.

—¡Dios! ¿De dónde ha salido esto?

—Del Périgord. ¿Qué opinas?

Era una fotografía de una manada compacta de pequeños bisontes con el hombre pájaro en medio.

—Es magnífica. ¿Es nueva?

A Luc le gustó la emoción que percibió en su voz.

—Muy nueva.

—¿Lo has descubierto tú?

—Me alegra decir que sí.

—¿Sabe alguien algo al respecto?

—Eres de las primeras.

—¿Por qué yo?

—Abre la número 211 y luego la 215.

Las había tomado en la última de las diez salas, la Sala de las Plantas, tal y como la había llamado Luc.

—¿Son reales? —preguntó ella—. ¿Las has retocado con Photoshop?

—Están sin manipular, sin retocar, al natural —respondió él.

Ella permaneció en silencio un instante.

—Nunca había visto algo así —añadió con un susurro.

—Es lo que suponía. Ah, y una cosa más. También he encontrado una hoja lítica auriñaciense, relacionada de forma directa con las pinturas.

—Caray… —susurró ella.

—De modo que necesito a un experto en plantas. ¿Quieres venir a jugar?