El tiempo se convirtió en una materia prima extraña.
De pronto se detuvo por completo pero arrancó de nuevo a una velocidad asombrosa. Fue la noche más larga y más corta de su vida, y en el futuro, cuando Luc hablara de ella, la gente arrugaría la frente sin comprenderlo, lo que le obligaría a decir: «Confiad en mí, es lo que sentí».
Había ordenado a Hugo que no se moviera y que se quedara con las manos en los bolsillos mientras él hacía dos viajes para subir las mochilas. Cuando acabó, apuntó con la linterna por encima de la cabeza para proporcionarle un abanico de luz y pronunció un discurso breve y solemne.
—Ahora esto es un yacimiento arqueológico, un tesoro nacional. Hemos contraído una responsabilidad con la ciencia, con Francia y con el mundo, y debemos hacer bien nuestro trabajo. No vamos a tocar nada. Pisa únicamente donde pise yo. No enciendas ninguno de tus puritos apestosos. Si en algún momento no sabes qué hacer, pregunta.
—Joder, Luc, no soy idiota.
—Creía que habíamos llegado a la conclusión de que sí lo eras —replicó Luc en tono burlón—. Venga, vamos.
No tardaron demasiado en comprobar de forma fehaciente que se trataba de la cueva del manuscrito. Enseguida encontraron tres pinturas que destacaban entre las demás —un caballo, un ciervo y un toro moteado— y que eran idénticas a las de las ilustraciones de Bartolomé.
Luc avanzó con gran cuidado hacia el interior de la cueva, enfocaba el suelo cubierto de guano con la linterna antes de dar un paso para asegurarse de que no aplastaba algo valioso con la bota. Por encima de ellos, los murciélagos no cesaban de proferir unos chillidos agudísimos que amenazaban con perforarles los tímpanos. El ambiente era horrible, no irrespirable, pero sumamente desagradable. Hugo sacó un pañuelo y se tapó la boca y la nariz para protegerse del hedor cáustico a amoníaco de la orina de los murciélagos.
—¿Va a matarme esto? —se quejó Hugo, temblando a causa de la humedad y el frío.
—El pañuelo es una buena idea —se limitó a responder Luc, que no quería distracciones.
Cada pocos pasos, quitaba la tapa del objetivo de su Leica, tomaba una serie de fotografías y les echaba un vistazo en la pantalla LCD para asegurarse de que todo aquello no era producto de su imaginación.
—¡Fíjate en la calidad de los caballos, Hugo! La comprensión de la anatomía. La forma en que expresan el movimiento. Son pinturas muy elaboradas. ¿Ves las patas cruzadas de este? Es una muestra de dominio absoluto de la perspectiva. Esto excede el nivel artístico de Lascaux. Es absolutamente increíble. ¡Y estos leones! Fíjate en la paciencia y sabiduría de su rostro.
El amoníaco debía de haber surtido el mismo efecto que las sales aromáticas. Hugo estaba completamente sobrio y preguntó con seriedad, como un estudiante:
—¿Cuántos años crees que tienen?
—Es difícil de decir. Las pinturas de Lascaux tienen unos dieciocho mil años de antigüedad. Estas parecen más adelantadas. Utilizaron una gran paleta de pigmentos: carbón, grafito, arcilla, óxido de hierro rojo y amarillo y manganeso, de modo que si tuviera que hacer un cálculo diría que son más recientes.
El final de la primera sala parecía estar marcado por una pintura muy imaginativa de un mamut con una trompa tan gigantesca que le llegaba por debajo de las patas. A partir de ese punto seguía una zona más estrecha y empinada que no los obligaba a agacharse pero sí a apretujarse. En el pasillo solo había una pintura: a la altura de los ojos podían ver la silueta de un par de manos humanas. En este caso, el autor había esparcido el pigmento rojo ocre con la boca sobre las manos estiradas, dejando unos negativos pálidos, casi del color de la carne, en la roca.
—¿Las manos del artista? —preguntó Luc con tono reverencial. Estaba a punto de explicar la técnica cuando vio algo más adelante, iluminado por la linterna de Hugo, que lo distrajo—. ¡Mira ahí! ¡Dios mío, fíjate en eso!
La cueva se abría para dar paso a una cámara bulbosa, más grande que la que habían dejado atrás.
Estaban en el centro de algo maravilloso.
Había docenas, literalmente docenas, de bisontes negros y marrones a galope tendido, cada uno de los cuales medía un metro de largo, con las patas en movimiento, las crines y barbas ondeando al viento, los ojos, unos círculos brillantes que nadaban en unas cabezas grandes y negras. La manada era inmensa, y como se extendía por las paredes a ambos lados parecía un efecto estereoscópico, lo que daba a Luc y Hugo la impresión de que corrían con la manada. No era imposible oír el estruendo, percibir que la tierra temblaba bajo ellos y sentir el aliento que expulsaban por sus bocas barbudas.
—Esto es algo absolutamente extraordinario, del todo… —empezó a murmurar Luc, pero entonces vio una figura humana a la izquierda, un homínido en un mar bovino.
Hugo también lo vio y lanzó un grito a través del pañuelo.
—¡Es nuestro hombre!
La primitiva figura, reproducida de forma muy acertada en el manuscrito de Bartolomé, se encontraba de pie, con cabeza de pájaro, brazos longilíneos estirados y manos de cuatro dedos, un cuerpo largo representado con una forma oblonga y sencilla, unas piernas de palo con pies exagerados en forma de canoa y ese pene, un gran cuchillo erecto, apuntando como un arma a uno de los bisontes de la estampida. Sobre las cabezas de las bestias había un enjambre de lanzas puntiagudas que las acechaban. Una parecía haber alcanzado su objetivo. Estaba clavada en el estómago de un bisonte, derramando círculos concéntricos de vísceras.
Luc se apresuró a tomar doce fotografías y luego dejó que la cámara colgara sobre el estómago.
—Un hombre solitario contra una manada. El primer héroe del mundo, ¿no crees?
—Yo diría que parece excitado por su propio cometido —bromeó Hugo.
—Es una señal de virilidad, no de excitación sexual —dijo Luc con seriedad, y siguió avanzando.
—Sí, profesor —replicó Hugo—, lo que usted diga.
La cueva parecía tener una disposición lineal, una serie de cámaras que horadaban el acantilado como segmentos rollizos de un gusano. Cada cámara contenía más maravillas, un bestiario prehistórico de animales de caza dibujados con gran vitalidad. Luc disfrutaba con todo, como un gato ante un plato lleno de crema de leche, y al final tuvo que ser Hugo quien dijo que ya debía de haber amanecido. Además, el olor a amoníaco podía con él. Tenía dolor de cabeza y empezaba a sentir náuseas.
Luc se mostró reacio a salir hasta que no hubiera llevado a cabo al menos una inspección superficial de todo el complejo, por abrumadora que pudiera resultar la tarea. Siempre parecía haber un rincón más, una sala y una galería más, cada una adornada con criaturas que parecían tan frescas como el día en que las pintaron. Sin embargo, a medida que se adentraban en la cueva, más tenían que esquivar a los murciélagos, que reaccionaban de forma frenética y poco agradecida a la luz de las linternas.
Luc convenció a Hugo de que se quedara con él un rato más, de que exploraran una sala más, una galería más, hasta que llegaron a lo que parecía el final, una sala sin salida y sin pinturas, llena de excrementos de murciélago, lo que provocaba un hedor casi asfixiante. Luc estaba a punto de poner fin a su noche y de rendirse al cansancio y a las náuseas que el amoníaco le estaba provocando cuando vio una pequeña abertura a la derecha, un agujero en la pared lo bastante grande para atravesarlo a gatas pero solo apto para temerarios.
Luc se quitó la mochila y la dejó atrás. Hugo sabía que no tenía sentido intentar detenerlo. Se negó a seguirlo a pesar de que no tenía ganas de quedarse solo porque los murciélagos no dejaban de moverse en el techo, espoleados por la intrusión y revoloteando de vez en cuando. Casi sentía el roce de las puntas ásperas de las alas en la cara, y tuvo que hacer esfuerzos para controlar la respiración. No soportaba iluminar la turba enfebrecida que colgaba sobre su cabeza, pero tampoco quería quedarse a oscuras, por lo que enfocó la linterna en dirección al agujero. Lo único que podía hacer era pedirle a Luc que se diera prisa mientras se tapaba la cara con el pañuelo. Sintió un escalofrío cuando las suelas de su amigo desaparecieron en la oscuridad.
Luc recorrió con cuidado varios metros del conducto estrecho y duro. Tenía la extraña sensación de que estaba atravesando un canal de parto.
De repente pudo ponerse de pie; estaba en una pequeña sala, del tamaño de una sala de estar modesta. Barrió las paredes con la linterna y parpadeó, sobrecogido, por lo que vio. Mientras se humedecía los labios para llamar a Hugo, se dio cuenta de que tan solo estaba en una especie de antesala. Un poco más adelante había una gran sala, una cúpula en forma de iglú que lo dejó, literalmente, con la respiración entrecortada.
—¡Hugo, tienes que venir!
Al cabo de un instante apareció Hugo, a cuatro patas, refunfuñando y gruñendo, pero cuando se puso en pie soltó un grito de admiración:
—¡Dios!
La antesala entera estaba adornada con manos estarcidas en ocre rojo, 360 grados de marcas de manos, izquierdas y derechas, todas del mismo tamaño, lo que confería a la sala un aspecto de planetario en el que las manos eran las estrellas.
Luc le hizo un seña.
—¡Ven aquí!
Las paredes de la última cámara estaban decoradas con unas pinturas espléndidas, lo cual no era una sorpresa, pero no había animales. Ni uno solo.
—Me estaba preguntando por los otros dibujos del libro de Bartolomé, ¿qué pasa con las plantas? ¡Y mira!
Estaban en un jardín, un paraíso. Había enredaderas verdes con hojas estrelladas, plantas en forma de arbusto con bayas rojas, y en una pared un auténtico mar de hierba alta marrón y ocre, cada tallo dibujado de forma individual, todos ellos inclinados en la misma dirección, como si el viento los empujara. Y en medio de esta sabana había un hombre de tamaño natural representado con un perfil negro, una versión mucho mayor del hombre pájaro de la escena de caza de bisontes, con los brazos estirados, priápico, de cara al viento, invisible con el pico abierto. Llamando, tal vez llamando.
—Es nuestro héroe —dijo Luc sin alzar la voz mientras intentaba quitar la tapa del objetivo.
No había duda de que había llegado el momento de irse. No quedaba nada que explorar, ambos amigos estaban exhaustos física y mentalmente, y habían respirado aire viciado durante demasiado tiempo. Al final Luc ya no sabía cómo expresar que lo que estaban experimentando no tenía precedentes. Los animales eran una muestra magnífica de naturalismo, y en muchos sentidos eran excepcionales por su calidad y abundancia, pero no había ningún otro ejemplo en el arte paleolítico que pudiera compararse ni remotamente con esa representación de la flora.
Después de la enésima expresión de asombro de Luc, Hugo empezó a impacientarse.
—Sí, sí, ya lo has dicho, pero tenemos que salir de aquí, en serio. Tengo la sensación de que se me escurre la vida entre las manos.
Luc miró a los ojos al hombre pájaro y sintió la necesidad de hablarle, pero por el bien de Hugo decidió reproducir la conversación mentalmente: «Volveré pronto. Tú y yo vamos a conocernos muy bien».
En ese momento no supo qué le hizo mirar abajo, pero en la tenue periferia del haz de luz de su linterna había algo junto a su pie izquierdo que no podía pasar por alto.
Un borde de sílex negro junto a la pared de la cueva.
Se arrodilló y soltó una palabrota. Tenía la pala en la mochila, que había dejado en la sala anterior.
Llevaba un bolígrafo Bic en el bolsillo de la camisa, le quitó el tapón y empezó a hurgar entre la tierra y el guano con el tubo de plástico.
—Creía que habías dicho que no tocáramos nada —se quejó Hugo.
—Tranquilo. Soy arqueólogo —replicó Luc—. Esto es importante.
No tardó en apartar suficiente tierra de la que había alrededor, lo que dejó al descubierto una hoja larga y fina de sílex, casi el doble de larga que su dedo índice. Estaba apoyada contra la pared, casi como si la hubieran puesto ahí a propósito. Luc agachó la cabeza y la acercó tanto que casi podía rozar la lasca de sílex con los labios. Sopló para eliminar los restos de tierra de la superficie y a continuación puso la cámara en macro y disparó.
—¿Qué pasa? —preguntó Hugo.
—¡Es auriñaciense!
—¿Ah, sí? —contestó Hugo, que no se dejó impresionar—. ¿Podemos irnos ya, por favor?
—No, escucha. Esta espina de aquí, este dibujo desconchado y esta forma de reloj de arena…, esta herramienta es auriñaciense, sin duda. Fue hecha por el primer Homo sapiens de Europa. Si, y recalco el si, es contemporánea a las pinturas, ¡eso significa que la cueva tiene unos treinta mil años! Más de diez mil años que Lascaux, ¡y es más adelantada que Lascaux en todos los aspectos artísticos y técnicos! No me lo puedo creer. No sé qué decir.
Hugo lo agarró de la manga de la chaqueta.
—Ya se te ocurrirá algo durante el desayuno. ¡Ahora, por el amor de Dios, vámonos!
El sol matinal había convertido el Vézère en una cinta resplandeciente. Al salir al exterior fueron recibidos por una bocanada de aire fresco y el canto de los pájaros. Una sensación purificadora se apoderó de ellos cuando respiraron profundamente.
Antes de dejar atrás la cueva, Luc reconstruyó con cuidado el muro exterior y se esforzó por ocultar la entrada de forma tan efectiva como los hombres que la habían construido originalmente, fueran quienes fuesen. Estaba cansadísimo y algo mareado, y una pequeña voz interior en su cabeza le advirtió que en esas circunstancias debían extremar las precauciones al recorrer de nuevo la cornisa.
No obstante, avanzaron a buen paso y no tardaron mucho en ver de nuevo el viejo enebro. Hugo necesitaba ajustarse la mochila, y el saliente ancho que había bajo su tronco áspero y pelado era un lugar seguro en el que detenerse.
Luc tomó un sorbo de agua embotellada mientras miraba hacia el río en estado de ensoñación. ¿Había sido real esa noche? ¿Estaba listo para asimilar las consecuencias? ¿Estaba preparado para que su vida cambiara de forma irrevocable, para convertirse en un personaje público, en el rostro de este descubrimiento increíble?
Su sueño se vio interrumpido por un sonido apenas perceptible, una especie de chirrido que provenía del lugar de donde venían. Quedaba fuera del alcance de su vista, tras los arbustos y la roca que sobresalía. Estuvo a punto de ignorarlo, pero tenía unos sentidos tan aguzados que no pudo hacer caso omiso de lo que había oído. Se disculpó y retrocedió varios metros. Cuando estaba a punto de llegar a las piedras que sobresalían le pareció oír otro chirrido, pero cuando pudo mirar al otro lado de la cornisa no vio nada.
Se quedó quieto durante unos instantes mientras decidía si debía seguir avanzando. Había algo en aquellos chirridos que lo inquietaba; de repente lo embargó la preocupación, ¿o era el miedo? Sin embargo, Hugo lo llamó para comunicarle a gritos que ya estaba listo para irse, y la incómoda sensación desapareció. Se reencontró con su amigo bajo el enebro y no dijo nada de lo sucedido.
Era casi mediodía cuando, cansados, llegaron al Land Rover. Fiel a su palabra, y a pesar de los fantasmas de la noche, Luc había insistido en parar a recoger la basura.
Fue el primero que vio lo que había pasado.
—¡Joder, Hugo, mira lo que han hecho! —exclamó.
La ventanilla del conductor estaba rota y el asiento lleno de trocitos de cristal. Y el cartel de cartón de la Universidad de Burdeos estaba roto por la mitad y lo habían metido bajo los limpiaparabrisas, en un claro gesto de provocación.
—Qué amable es la gente de aquí —dijo Hugo con desdén—. ¿Dejamos las latas de cerveza donde las hemos encontrado?
—No pienso permitir que esto me ponga de mal humor —replicó Luc, apretando los dientes. Se puso a limpiar los trocitos de cristal con el cartón—. Nada conseguirá ponerme de mal humor.
Antes de meter primera, hurgó en la guantera y empezó a soltar palabrotas.
—Han desaparecido los papeles. ¿Por qué iba a robarme alguien la documentación? —Cerró la guantera y puso el coche en marcha sin dejar de refunfuñar.
En el centro de Ruac, pararon en un pequeño café sin nombre, tan solo tenía un cartel: CAFÉ, TABAC. Cuando Hugo intentó cerrar el coche con llave, Luc señaló la ventanilla rota y se burló de él, pero antes de entrar en el local advirtió a su amigo:
—Cuidado con lo que dices. Debemos proteger un gran secreto.
El café estaba iluminado con una luz tenue; había seis mesas con manteles de plástico pero solo una ocupada. El dueño estaba detrás de la barra. Tenía la piel curtida, una mata de pelo blanco y un bigote canoso. Lucía también una panza prominente. Dos clientes, un tipo joven y una mujer mayor, dejaron de hablar y los miraron como si hubieran entrado dos astronautas.
—¿Podemos pedir? —preguntó Hugo.
El dueño señaló una de las mesas y les dejó dos cartas de papel con un gesto brusco antes de retirarse a la cocina arrastrando sus pesadas piernas por el suelo de madera.
Luc le preguntó al tipo dónde estaba la gendarmería más próxima. El dueño se volvió lentamente y respondió con una pregunta:
—¿Por qué?
—Porque alguien me ha roto una ventanilla del coche.
—¿Mientras conducía?
—No, estaba aparcado.
—¿Dónde estaba aparcado?
En vista del interrogatorio al que lo estaban sometiendo, Luc lanzó una mirada de incredulidad a Hugo y no hizo caso de la pregunta.
—Da igual.
—Seguro que estaba en algún lugar prohibido —masculló el hombre mayor lo bastante alto para que pudieran oírlo. Y añadió, en voz más alta—: Sarlat. Hay una gendarmería en Sarlat.
Hugo olió el aire. Reconocería ese olor en cualquier lado. Era el que le permitía ganarse el pan.
—¿Ha habido un incendio por aquí cerca? —le preguntó al hombre mayor.
—¿Un incendio? ¿Huele algo?
—Sí.
—Seguramente es mi ropa. Soy el jefe de la SPV local. Eso es lo que huele.
Hugo se encogió de hombros y miró a la mujer de pelo negro azabache que estaba en la mesa del rincón. No debía de tener más de cuarenta años. Su melena lucía un rizo y una elasticidad natural, tenía unos labios carnosos y bajo el vestido ajustado asomaban unas piernas desnudas y bonitas, de un moreno aceituna. Su acompañante era al menos diez años más joven, tenía los hombros anchos y la tez sonrosada de un granjero, y puesto que era poco probable que fuera su novio, Luc supuso que nada impediría a Hugo comportarse como Hugo.
—Buenos días —dijo Hugo en dirección a la mujer y con una sonrisa, fiel a su forma de ser.
Ella respondió con un leve gesto facial que, si fue una sonrisa, no duró más de un segundo. Para poner punto y final a la frase, el acompañante de gesto adusto le tocó el antebrazo a propósito para retomar la conversación.
—Un lugar agradable —le dijo Hugo a Luc—. Veo que comen tortillas. Yo también. Siempre digo: allí donde fueres, haz lo que vieres.
Luc se disculpó y cuando volvió al cabo de unos minutos vio que Hugo había pedido cervezas.
—¿Estaba limpio? —preguntó Hugo.
—No mucho. —Dejó el teléfono móvil en la mesa—. Por nosotros. —Luc brindó con la cerveza que había pedido Hugo.
Hablaron en voz baja mientras daban buena cuenta de las tortillas de tres huevos y las patatas fritas.
—Voy a tener que dejar todo lo que estaba haciendo —dijo Luc con nostalgia—. Todos mis proyectos quedarán a medias, nunca acabaré ninguno de los que tenía entre manos.
—Bueno, eso es obvio —dijo Hugo—. Pero no pasa nada, ¿no?
—¡Claro que no! Pero es que de repente me siento un poco abrumado. Uno nunca se prepara para una cosa como esta.
—Me alegro por ti —dijo Hugo con elocuencia y cierto sarcasmo—. Estarás muy atareado y te harás famoso, mientras que yo regresaré a mi abyecta vida de hombre de negocios y solo saldré de vez en cuando para disfrutar de tu gloria. Por favor, no te olvides de tu viejo y pobre amigo. Quizá le pongas un nombre, Pineau-Simard o, si te empeñas, Simard-Pineau, y me lanzarás un hueso de higos a brevas, cuando vayas a un programa de televisión.
—No tengas tanta prisa en desaparecer tras el telón —dijo Luc y se rio—. Tienes un trabajo.
—¿Ah, sí?
—El manuscrito. Eres el tipo encargado del manuscrito, ¿recuerdas?
—Bueno, ahora tiene mucha menos importancia.
—En absoluto —insistió Luc con un susurro—. El manuscrito forma parte de todo esto. Cuando llegue el momento de contar la historia al mundo, tendremos que haber descubierto su significado. Existe una especie de contexto histórico importante que no podemos pasar por alto. Hay que descifrar el libro —murmuró.
—Supongo que podemos hacer indagaciones —suspiró Hugo.
—¿Con quién hablarías?
—¿Has oído hablar del manuscrito Voynich?
Luc negó con la cabeza.
—Bueno, en pocas palabras, es un manuscrito raro, seguramente del siglo XV, adquirido alrededor del 1910 por un bibliófilo experto en libros curiosos llamado Voynich. Es un volumen excepcional, de verdad, una colección increíble de ilustraciones imaginativas de hierbas, signos astronómicos, procesos biológicos, brebajes medicinales, incluso recetas, y está todo escrito con una caligrafía preciosa y en un idioma que ha desafiado un siglo de esfuerzos para descifrarlo. Algunos creen que fue escrito por Roger Bacon o John Dee, ambos genios matemáticos en su época que tuvieron sus devaneos con círculos alquímicos, otros creen que se trata de un enorme engaño del siglo XV o XVI. En fin, lo menciono porque, hasta el día de hoy, varios criptógrafos profesionales y aficionados han intentado descifrar el código. He conocido a algunos en seminarios y conferencias. Son personajes de verdad con su propio lenguaje. Deberías oírlos hablar sobre los cifrados de Beaufort y la ley de Zipf y otras chorradas, pero puedo ponerme en contacto con alguno de los que esté menos loco para ver si quiere echarle un vistazo al libro.
—De acuerdo. —Luc asintió—. Pero sé muy discreto.
La pareja de la otra mesa se levantó para marcharse sin hacer ademán de pagar. El joven salió en primer lugar por la puerta. Detrás de él, la mujer giró la cabeza, miró a Hugo y repitió la fugaz casi sonrisa antes de que la puerta se cerrara y ella desapareciera.
—¿Has visto eso? —preguntó Hugo a Luc—. Quizá el campo no está tan mal después de todo.
A continuación entraron tres hombres, dos de ellos campesinos a juzgar por el aspecto, ya que tenían las manos sucias y los zapatos cubiertos por una capa de tierra. El tercero, un hombre mayor, iba limpio y bien vestido, con un traje sin corbata. El dueño del café los saludó con un gesto de la cabeza desde detrás de la barra y se dirigió al hombre mayor por su nombre.
—Buenos días, Pelay. ¿Cómo estás?
—Igual que en el desayuno —respondió el otro con brusquedad, pero mientras lo hacía miró con naturalidad a Luc y Hugo.
El trío se sentó a una mesa del rincón de atrás, sin dejar de hablar entre sí.
Luc se sentía muy incómodo. Como el dueño del café parecía comunicarse con los hombres a sus espaldas y únicamente con la mirada, tenía la sensación de que no manejaba la situación y podía suceder algo en cualquier momento. Cada vez que giraba la cabeza para mirar hacia atrás, los hombres apartaban la mirada y retomaban la charla. Hugo parecía no darse cuenta del pequeño drama, o tal vez, pensó Luc, el problema era que él estaba demasiado susceptible.
El dueño se dirigió a los tres hombres.
—Eh, Pelay, ¿querrás un poco de beicon luego?
—Solo si es de Duval —respondió el hombre—. Solo como beicon de Duval.
—Tranquilo, será de Duval.
Luc se dio cuenta de que el dueño daba la vuelta al cartel de la puerta y lo ponía en CERRADO.
Oyó una silla que se deslizaba, madera con madera.
Sentía claramente las miradas clavadas en su espalda.
El dueño empezó a hacer ruido con los vasos, a ordenarlos estrepitosamente.
A Luc no le gustaba la desazón que sentía y estaba a punto de volverse para enfrentarse a las miradas imaginarias cuando oyó el chirrido de unos frenos.
Una furgoneta azul y blanca de los gendarmes se detuvo detrás de su Land Rover y Luc se puso en pie de buena gana.
—Les he llamado por lo de mi coche —le dijo a Hugo—. Sal cuando hayas acabado. —Aprovechó la oportunidad para fulminar con la mirada a los hombres del rincón que, sin embargo, evitaron mirarlo a los ojos.
El dueño salió de detrás de la barra y les dejó la cuenta sobre la mesa con un manotazo.
—De todos modos iba a cerrar.
Luc lo miró con desdén, dejó unos cuantos euros sobre la mesa y le dijo a Hugo:
—Quizá te has precipitado al cambiar de opinión sobre el campo.