Luc era consciente del movimiento que había a su alrededor.
Se sintió completamente rodeado, en medio de una manada, una estampida.
Era una sensación asfixiante y desconcertante al mismo tiempo, exacerbada por el modo frenético en que Luc movía la linterna y enfocaba la luz sobre las paredes y las estalactitas parduzcas en el intento de abarcarlo todo, saltando de imagen a imagen, creando una mezcla estroboscópica en los confines negros de la cueva.
A la izquierda había una manada de caballos al galope, unas bestias enormes representadas con trazos vigorosos de carbón que se solapaban unos a otros, con la boca abierta por el esfuerzo y tupidas crines; sus pupilas, unos penetrantes discos negros que flotaban sobre óvalos pálidos de roca no pigmentada.
A la derecha había unos bisontes imponentes con la cola levantada y de pezuña hendida, amenazadores y rebosantes de energía, y a diferencia de los caballos, pintados de negro, sus cuerpos enormes estaban representados con trazos enérgicos de tonos negros y marrón rojizo.
Sobre su cabeza, un toro negro, gigante y en movimiento que se precipitaba hacia las profundidades de la cueva con dos patas levantadas del suelo, a galope tendido. Tenía la cabeza agachada, listo para embestir con los cuernos, la nariz hinchada y un escroto abultado.
Un poco más adelante, a izquierda y derecha, había unos ciervos enormes que lucían unas astas que equivalían a la mitad del tamaño de su cuerpo; tenían la cabeza erguida, los ojos en blanco y la boca abierta, como si estuvieran bramando.
Y había más, muchas más criaturas fantásticas que intentó ver con la tenue luz de su linterna: una manada de leones, osos, corzos, color, muchísimo color, y ¿eso era el tronco de un mamut?
Aunque las pinturas desprendían una sensación de velocidad, Luc tenía los pies pegados firmemente al suelo. Debió de permanecer en el mismo sitio durante mucho tiempo antes de ser consciente de los gritos de súplica que llegaban desde abajo.
También fue consciente de que estaba temblando agitadamente y de que tenía los ojos húmedos. Aquello no era un mero descubrimiento. Era Carter en el Valle de los Reyes, Schliemann en Troya.
Solo en la entrada de la cueva había varias docenas de pinturas rupestres, las mejores que había visto jamás; animales casi a tamaño natural ejecutados con un estilo naturalista, magistral y que rebosaba confianza. En la gran cueva de Lascaux había un total de novecientos animales. Allí, a pesar de los límites impuestos por la tenue luz, podía ver al menos una cuarta parte de esa cantidad. Y tan solo era la punta del iceberg. ¿Qué había más allá de los confines de su linterna?
Luc se dio cuenta de la grandiosidad del momento: potencialmente aquello era más importante que Lascaux o Chauvet. Nunca había mostrado ningún interés en planificar su futuro. Siempre había dejado que las cosas siguieran su curso tanto en su vida personal como en la profesional. Se había dejado arrastrar por la corriente del destino. Pero en un solo instante, emocionante y aterrador al mismo tiempo, supo que iba a pasar el resto de su vida allí, en esa cueva de las afueras de Ruac.
Retrocedió para respirar aire fresco, asomó la cabeza por el agujero y tuvo que cerrar los ojos cuando Hugo lo deslumbró con el haz de luz de su linterna.
—¡Gracias a Dios que estás bien! —gritó Hugo—. ¿Por qué no me respondías?
—Tienes que subir. —Fue lo único que pudo decir Luc.
—¿Por qué? ¿Qué has encontrado?
—¡Es la cueva de Bartolomé!
—¿Estás seguro?
—Sí, tiene que serlo. Sube por la misma ruta que he seguido yo. Con cuidado. Y piensa en esto: tu vida, amigo mío, ya no volverá a ser igual.