Capítulo 5

Para Luc, el hecho de visitar el Périgord era como volver a casa. Era una región verde y fértil y siempre parecía recibirlo como una madre, con los brazos abiertos. Desde su más tierna infancia, en la casita de vacaciones que la familia tenía en Saint-Aulaye, donde pasó los veranos chapoteando en la playa del pueblo a lo largo del Dronne, Luc nunca había sido tan feliz como cuando se encontraba en esos parajes.

El terreno ondulante, los abruptos cañones del río, los acantilados de piedra caliza, los bancales bañados por el sol que se extendían más allá de las laderas que producían el vino, las tupidas zonas boscosas, los ciruelos y las encinas que abundaban en aquel suelo arenoso, las antiguas aldeas y pueblos de piedra caliza que salpicaban las carreteras secundarias; todo aquello le estremecía el alma y lo atraía una y otra vez. Sin embargo, ninguna de esas cosas era tan importante como los fantasmas del pasado lejano del Périgord, las almas perdidas que acudían a él como si estuviera soñando despierto, unas sombras que corrían por los bosques y a las que nunca podía alcanzar.

Las visiones que tenía de niño de un hombre primitivo arando la tierra, alimentadas por los viajes a las cuevas oscuras con pinturas rupestres de la región y la novela de Jean Auel El clan del oso cavernario, que prácticamente devoró a la precoz edad de once años, lo empujaron a tomar el camino académico que lo llevó a la Universidad de París, a la de Harvard y ahora a la de Burdeos.

Luc había recogido a Hugo en la estación de tren principal de Burdeos, la Gare Saint-Jean, y de ahí se dirigieron hacia el oeste en su desvencijado Land Rover. Luc siguió la ruta de forma automática; casi podría haber cerrado los ojos. El Land Rover, que una alumna de posgrado inglesa muy bromista había apodado como Land Lover, había recorrido varios cientos de miles de kilómetros. De día, cuando había alguna excavación en marcha, servía para transportar a los estudiantes y el equipo hasta el yacimiento con sus amortiguadores implacables, y de noche transportaba a jóvenes excavadores con las hormonas descontroladas y alguna que otra cerveza de más de café en café.

Llegaron a la abadía antes de la hora de la comida y se sentaron con dom Menaud en el estudio de la casa abacial, una sala llena de polvo y libros que más parecía el apartamento de un profesor universitario que el de un clérigo. Hugo hizo las presentaciones y se apresuró a disculparse por su ropa informal. Fanático de la moda como era, le mortificaba tener que asistir a una reunión vestido como un senderista.

Hugo había intercambiado correspondencia con el abad sobre el estado de la restauración y se había fijado un calendario para la devolución de todos los volúmenes. Pero ahora dom Menaud tenía unas ganas irrefrenables de ver el manuscrito de Bartolomé con sus propios ojos, y cuando Hugo lo sacó de la bolsa lo agarró como un niño goloso al que ofrecen una chocolatina.

El abad estuvo cinco minutos en silencio, pasando las páginas, estudiando el texto a través de sus bifocales antes de negar con la cabeza, maravillado.

—Esto es extraordinario. ¡Y que sea precisamente san Bernardo! ¿Y por qué este tal Bartolomé sintió la necesidad de ocultarlo todo tras un código? ¡Y estas fantásticas ilustraciones! Estoy encantado y perplejo al mismo tiempo, lo admito, y también algo inquieto por su posible significado.

—Estamos de acuerdo —dijo Hugo con un tono carente de emoción que sirvió de contrapeso. Siempre le gustaba comportarse con profesionalidad ante sus clientes—. Por eso hemos venido aquí. Nos gustaría encontrar explicaciones, y el profesor Simard ha tenido la amabilidad de ofrecernos su ayuda.

El abad se volvió hacia Luc sin dejar de proteger el manuscrito con las manos.

—Le estoy muy agradecido, profesor. Le pedí a uno de los hermanos que buscara información en internet. Tiene un currículum brillante para ser tan joven. Una licenciatura en París, en mi antigua universidad, un doctorado en Harvard, una plaza de profesor en esa universidad, y recientemente ha ganado una prestigiosa cátedra en Burdeos. Enhorabuena por sus éxitos.

Luc inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.

—¿Por qué Harvard, si me permite la curiosidad?

—Mi madre era estadounidense y mi padre francés. De pequeño fui a un internado mientras mis padres vivían en Oriente Próximo, aunque en verano volvíamos a Francia. Cuando se divorciaron, lo más natural fue partir al bebé en dos, en este caso yo. De modo que fui a un instituto americano para estar con mi madre, y luego a París para realizar los estudios universitarios y estar cerca de mi padre, y finalmente a Harvard para estar cerca de mi madre de nuevo. Complicado, pero funcionó.

—Sin embargo, gran parte de sus investigaciones se han centrado en esta región, ¿no es cierto?

—Sí, al menos el noventa por ciento, creo. En las últimas décadas he excavado en muchos yacimientos paleolíticos franceses, incluida la cueva de Chauvet, en Ardèche. En los últimos años me he dedicado a ampliar unas viejas trincheras excavadas originalmente por el profesor Movius de Harvard en Les Eyzies. He estado ocupado.

—¿Pero no lo demasiado para atender este asunto? —preguntó el abad señalando el libro.

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a darle la espalda a una gran intriga?

Dom Menaud asintió y miró fijamente la cubierta.

—San Bernardo de Claraval es una figura muy importante de nuestra orden, ¿es consciente de ello?

Hugo reconoció que así era.

De repente el abad, que llevaba el sencillo hábito de monje, frunció los labios, preocupado.

—A pesar de lo emocionado que estoy por tener un documento asociado con él, deberíamos ser conscientes de ciertas sensibilidades. No sabemos qué pretende decir Bartolomé. San Bernardo fue uno de nuestros hombres más importantes. —A continuación señaló cada punto con un dedo—: Fue un fundador de la orden cisterciense. Participó en el Concilio de Troyes que confirmó la orden de los caballeros del Temple. Predicó la Segunda Cruzada. Fundó casi doscientos monasterios por toda Europa. Su influencia teológica fue inmensa. Gozó de la confianza de papas y fue quien denunció a Pedro Abelardo al papa Inocencio II. —Cuando a Luc no se le alteró el semblante lo más mínimo, el abad añadió—: Ya sabe, el famoso romance entre Abelardo y Eloísa, la gran y trágica historia de amor de la Edad Media.

—¡Ah, sí! —exclamó Luc—. A todos nos obligaron a leer sus cartas de amor en la escuela.

—Bueno, posteriormente, mucho después de su tragedia física, Bernardo volvió a complicarle la vida, aunque en esta ocasión fue por un asunto teológico, ¡no del corazón! Es sin duda una información interesante. Sin embargo, Bernardo no fue únicamente canonizado por sus grandes obras, sino que el Papa lo nombró Doctor de la Iglesia en 1174, ¡cuando apenas habían pasado veinte años de su muerte! De modo que lo que estoy diciendo, caballeros, es que a pesar de que este tal Bartolomé dedica un tratado al santo casi doscientos años después de su muerte, debemos ser conscientes de la reputación de Bernardo. Si voy a permitirles que investiguen este asunto, insisto en que obren con la discreción adecuada y que me informen de todos sus hallazgos para que pueda comunicárselos a mis superiores y recibir instrucciones. En esto, como en los demás asuntos de mi vida, solo soy un siervo.

A partir del ambiguo mapa del libro, Luc decidió que el mejor lugar para empezar la búsqueda era el extremo sur de Ruac, situado en la margen oriental del Vézère. Ruac era un pueblo antiguo que, a diferencia de sus vecinos, carecía por completo de atracciones turísticas, por lo que la vida cotidiana no se veía alterada en ninguna época del año. No había museos ni galerías, tan solo un café, y ningún cartel que indicara a los visitantes el camino que conducía a las cuevas prehistóricas o los abrigos rocosos. Había una calle principal adoquinada con casas de piedra de color limón a ambos lados, varias de las cuales aún tenían los tejados originales de lajas, hechos con losas muy pesadas de roca de vetas grises, en el pasado muy común en la región, aunque en la actualidad estaba desapareciendo, sustituida por las tejas de terracota, mucho más prácticas. Era un enclave pequeño y ordenado, con jardines modestos y jardineras rebosantes de flores, y mientras Luc avanzaba por el centro, buscando un lugar donde aparcar, hizo algunos comentarios idílicos sobre cómo había logrado mantener su belleza natural. Hugo reaccionó con indiferencia y se estremeció al ver a una anciana de anchas caderas que frunció la frente cuando el coche pasó a su lado por la estrecha calle. Al final de la hilera de casas, cuando Luc meditaba qué dirección tomar, una cabra atada a un cobertizo situado en el interior de un prado con una valla muy baja se alivió sin reparos, y Hugo fue incapaz de reprimir sus sentimientos durante más tiempo.

—¡Dios, cómo odio el campo! —exclamó—. ¿Cómo demonios me has convencido para que te acompañe?

Luc sonrió y giró hacia el río.

No había ningún sitio para aparcar, por lo que Luc detuvo el Land Rover junto a un jardín, en las afueras del pueblo. No se podía ver el río a través del bosque, pero se oía su murmullo. Dejó una nota en el parachoques avisando de que estaban trabajando en un asunto oficial de la Universidad de Burdeos, lo cual tal vez no impediría que los multaran; todo dependía de lo puntillosos que fueran los gendarmes del pueblo. Ayudó a Hugo a ponerse bien la mochila y ambos se adentraron en el bosque.

Hacía calor y se oía el zumbido de los insectos. No había ningún sendero, solo matorrales, pero los helechos y las malas hierbas no formaban una telaraña demasiado enredada. No tuvieron muchos problemas para abrirse paso entre los castaños de Indias, los robles y las hayas que formaban un manto que impedía que se filtraran los rayos del sol de mediodía y que refrescaba el aire. No era un territorio del todo virgen. Una pila de latas aplastadas atestiguaban las recientes correrías nocturnas que había habido en la zona. Luc se indignó con semejante violación. La imagen perfecta de unos macizos colgantes de flores color crema sobre un fondo verde había quedado arruinada por la basura y masculló que en el camino de vuelta deberían pararse a limpiarlo. Hugo puso los ojos en blanco ante la reacción de explorador de su amigo y siguió avanzando.

A medida que se acercaban al río, el murmullo del agua aumentaba, hasta que atravesaron un matorral y se encontraron de repente a unos veinte metros por encima del río. Tenían una vista fantástica de su curso centelleante hacia el fértil valle de la otra orilla. La vasta llanura, un patchwork de campos asimétricos de trigo y judías y ganado que pastaba, parecía difuminarse y desaparecer en el horizonte brumoso.

—Ahora ¿hacia dónde vamos? —preguntó Hugo mientras intentaba ajustarse la mochila.

Luc sacó una copia del mapa y señaló.

—Bueno, estoy dando por sentado que este grupo de edificios representan Ruac, porque esta torre de aquí es, con toda probabilidad, la torre románica de la abadía. Es obvio que no está dibujada a escala, pero las posiciones relativas tienen sentido, ¿lo ves?

Hugo asintió.

—Entonces, ¿crees que estamos en algún lugar de aquí? —Señaló con el dedo un punto del mapa cerca de la línea azul serpenteante.

—Eso espero. De lo contrario va a ser un día muy largo. Creo que deberíamos empezar por recorrer los acantilados hasta que encontremos algo parecido a esto. —Señaló el primer grupo de líneas azules ondulantes—. No creo que podamos fiarnos del extraño árbol azul que dibujó. ¡Me sorprendería que existiera después de seiscientos años! —Entonces se rio y añadió—: Y, por favor, ve con cuidado y no te caigas. Sería trágico.

—No tanto para mí —dijo Hugo con tristeza—, pero las dos mujeres que cobran mis cheques de la pensión alimenticia se pondrían de luto.

Debido a la geografía del abrupto valle, el acantilado en el que se encontraban era más bajo que los que había un poco más adelante.

A medida que avanzaban, la zona que atravesaban se convirtió en subacantilados con muchos árboles, mientras una pared de piedra caliza se alzaba veinte metros por encima de sus cabezas. No era una excursión peligrosa. La cornisa de los subacantilados era lo bastante ancha y estable, y la vista del río era de postal. Sin embargo, Luc era consciente de que su amigo era novato en ese tipo de actividades al aire libre, por lo que mantuvo un ritmo pausado y optó por los puntos de apoyo más seguros para que Hugo pudiera seguirlo paso a paso.

Conocía estos acantilados, pero no de memoria. Hacía quince años que había explorado esa sección, pero había sido una exploración superficial, un pasatiempo sin motivación concreta. Todo el valle estaba lleno de cuevas y refugios prehistóricos y era un hecho comúnmente aceptado que aún quedaban importantes yacimientos, quizá incluso espectaculares, por descubrir. Algunos serían encontrados por arqueólogos o geólogos profesionales, otros por espeleólogos en busca de emociones nuevas, y otros por senderistas o incluso, como había sucedido en el pasado, por el perro de la familia.

Antes de la expedición de ese día con Hugo, Luc había echado un vistazo a sus viejos diarios sobre los acantilados de Ruac. Las notas eran escasas. Había dedicado un día o dos a curiosear en la zona durante el verano, tras haber obtenido el doctorado. Tomó notas sobre águilas ratoneras y milanos negros que se mecían en las corrientes térmicas y sobre los placeres de comer al aire libre, pero no había ni una sola mención de ningún descubrimiento arqueológico. Pensando en el pasado, lo que mejor recordaba de ese verano era la sensación de alivio al ser consciente de que había finalizado una época de su vida y que empezaba otra. Sus días de estudiante habían acabado y aún no había ganado la cátedra. Todavía podía disfrutar de la maravillosa libertad.

Mientras se documentaba para el viaje, Luc descubrió que, varios años antes, un colega de Lyon había realizado un estudio en helicóptero sobre las superficies rocosas de color pajizo del valle del Vézère, lo cual podía ser mucho más útil que sus propias notas. Así pues, le pidió a su compañero que le enviara por correo electrónico fotografías y mapas de la zona. Estudió todo el material cotejándolo con el mapa de Bartolomé, utilizó una lupa para intentar encontrar cualquier pista útil —saltos de agua, grietas, entradas de cuevas—, pero, al igual que el arqueólogo de Lyon, no vio nada de interés especial.

Cuando ya llevaban una hora de caminata se detuvieron para beber agua embotellada. Hugo se quitó la mochila de los hombros y se sentó en cuclillas, con la espalda apoyada en una roca, para que no se le manchara la parte trasera del pantalón. Se encendió un purito y su rostro reflejó el primer momento de placer de la tarde. Luc permaneció de pie, mirando hacia el sol. Sacó el rudimentario mapa del bolsillo trasero de los vaqueros, le echó otro vistazo y volvió a doblarlo.

Hugo hizo un mohín.

—No me había dado cuenta de lo inútil que iba a ser esto hasta que he llegado aquí. ¡Apenas podemos ver las rocas que hay bajo nosotros! ¡Y es casi imposible distinguir las que se alzan por encima de nuestras cabezas! Supongo que si hubiera una gran entrada a una cueva en esta cornisa, quizá la encontraríamos. No me dijiste que esto iba a rozar lo ridículo.

Luc se encogió de hombros al oír los comentarios de su amigo.

—El mapa es la clave. Si es real, tal vez encontremos algo. Si resulta que es el producto de la imaginación de este tipo, entonces podremos consolarnos pensando que hemos tomado el sol y hecho ejercicio para toda la semana, eso es todo. Además, habremos reforzado nuestros vínculos.

—Yo no quiero reforzar vínculos contigo —dijo Hugo, enfadado—. Tengo calor, estoy cansado, las botas nuevas me rozan y quiero irme a casa.

—Acabamos de empezar. Relájate y disfruta. ¿No te he dicho que tienes unas botas preciosas?

—Gracias por darte cuenta. Bueno, ¿qué le dice el mapa, profesor?

—Aún nada. Tal y como he dicho —le explicó Luc con paciencia—, después de conducirnos hacia una zona extensa orientándonos a partir de la posición de la abadía, el pueblo y el río, los únicos puntos de referencia son ese árbol peculiar y un par de saltos de agua. Como es probable que el árbol haya desaparecido hace tiempo, si encontramos las cascadas quizá eso signifique que estamos en el buen camino. Si no, lo más seguro es que volvamos a casa de vacío. ¿Qué te parece, nos ponemos en marcha?

A medida que avanzaba la tarde, el camino se fue haciendo más difícil. En algunos tramos la cornisa se estrechaba y desaparecía, lo que obligaba a Luc a encontrar otra cornisa un poco más arriba o abajo en la pared del acantilado. Los ascensos y descensos no eran muy complicados y no requerían conocimientos técnicos de escalada, pero eso no evitaba que se preocupara por la capacidad de Hugo para mantener el equilibrio. En un par de ocasiones le dijo a su amigo que le pasara la mochila colgada de una cuerda corta antes de que Hugo empezara a buscar puntos de apoyo para manos y pies en la pared vertical. Su amigo refunfuñó y dio un poco la lata, pero Luc logró distraerlo y siguieron avanzando con paso lento pero seguro.

Debajo, un grupo de kayakistas, con embarcaciones de colores estridentes como los juguetes de los niños, avanzaban río abajo. Una bandada de milanos negros volaba en dirección opuesta. El sol empezaba a ponerse y la llanura inundable se teñía del color de la buena cerveza. Luc miró el reloj. Si emprendían el camino de vuelta pronto podrían llegar al coche con luz natural, pero decidió seguir avanzando un poco más. Se acercaban a un promontorio. Cuando lograran sobrepasarlo confiaba en que podría tener una visión más clara de la pared de roca. Sería entonces cuando decidiría si debían seguir adelante o dar media vuelta.

Por desgracia, al llegar al promontorio la cornisa dejaba de existir y el único modo de seguir adelante era escalar hasta otra cornisa escarpada y cubierta de arbustos. No era una decisión fácil. Hugo estaba irritable y cansado, y Luc sabía que el esfuerzo extra retrasaría su vuelta al coche. Sin embargo, el aventurero que llevaba dentro siempre sentía la irrefrenable necesidad de saber qué había al otro lado, de modo que le pidió a Hugo que se quedara en la cornisa, le dejó su mochila y le dijo que volvería al cabo de un cuarto de hora, más o menos. Su amigo, al que ya había dejado de preocuparle su aspecto personal, se sentó con las piernas cruzadas y le dio un mordisco a una manzana.

Subir hasta la nueva cornisa no fue muy complicado, pero Luc se alegró de dejar atrás a Hugo y así poder avanzar a su ritmo. La cima del promontorio era una extensión llana de piedra caliza que se encontraba en la mitad superior de la pared del acantilado. La vista del valle era espléndida, casi exigía una fotografía, pero el sol estaba bajo y no disponía de mucho tiempo, por lo que se dejó la cámara colgada al cuello y siguió avanzando río abajo para ver el terreno que se extendía más adelante.

Entonces vio algo que le hizo soltar un sonido gutural e involuntario de sorpresa.

Justo debajo de él, en una cornisa ancha, había un enebro solitario y grande que crecía entre los matorrales. Su tronco enorme, seco, áspero, retorcido y de color cenizo se abría en abanico y desplegaba un laberinto de ramas en espiral que se alzaban en todas las direcciones posibles. Apenas tenía hojas, unas cuantas aquí y allí, como un chucho viejo con sarna.

Luc bajó por la pared tan rápido como buenamente pudo y corrió hacia el árbol. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocarlo, sacó de nuevo el mapa, miró aquel amasijo imposible de ramas y asintió con la cabeza. El parecido era asombroso, ¡incluso después de seiscientos años! Si un árbol podía sobrevivir durante siglos en esa tierra yerma tenía que ser el indómito enebro, el gran superviviente. Algún ejemplar había vivido dos milenios o más.

En ese momento Luc decidió que no darían media vuelta.

Sabía que Hugo iba a quejarse airadamente, pero le daba igual. Pasarían la noche al raso. Si no había ningún lugar adecuado algo más adelante, siempre podían volver y dormir bajo la protección de aquel árbol antiguo.

Hugo se quejó.

Era un árbol, sin duda, pero creía que era un acto de fe extrema pensar que era el árbol en cuestión. Fue tal su escepticismo que casi resultó odioso. Al final Luc le espetó que pensaba seguir adelante y que, si él quería, podía volver, coger el Land Rover y buscar un hotel.

A Hugo no le gustaba ninguna de las dos opciones. Refunfuñó tanto por tener que dormir a la intemperie como por verse obligado a encontrar el camino de vuelta al coche por sí solo. Al final acabó cediendo y siguió a Luc por la nueva cornisa en busca de, según sus propias palabras, «los unicornios y los saltos de agua míticos».

El sol casi se había puesto. La temperatura empezaba a bajar y el cielo se había teñido de un rosa crepuscular. Hugo, que ya se había resignado a la idea de pasar una noche incómoda bajo las estrellas, pidió un descanso para sus hombros doloridos. Pararon en un saliente seguro y bebieron agua. Entonces Hugo se bajó la cremallera y se puso a orinar junto al borde.

—Ahí tienes tu salto de agua —dijo sin un ápice de humor.

Luc también se quitó la mochila. Se reclinó y apoyó la cabeza en la pared del acantilado, dispuesto a endilgarle una réplica infantil, pero lo que dijo fue:

—¡Eh! —Había sentido algo húmedo en el cuero cabelludo. Se volvió y apoyó ambas manos en la roca. Estaba mojada. Retrocedió hasta donde pudo, alzó la mirada y señaló una franja oscura y ancha—. ¡Mira! Llega hasta arriba. ¡Es nuestro salto de agua!

Hugo también alzó la vista, pero no se dejó impresionar.

—Si eso es un salto de agua, yo soy el Papa.

—Ha sido un verano seco. Estoy convencido de que después de una primavera lluviosa se convertirá en un salto de agua de verdad. Venga, vamos antes de que nos quedemos sin luz. Si hay otra cascada te invito a cenar.

Siguieron caminando durante casi una hora a pesar de la escasez de luz. Ahora, en lugar de mirar, Luc no apartaba las manos de la roca para sentir el agua.

El anochecer empezaba a engullirlos. Luc estaba a punto de cejar en su empeño cuando ambos oyeron algo al mismo tiempo: un chorro de agua, como un grifo abierto. Unos pasos más adelante las rocas estaban empapadas y el agua caía por el borde de la cornisa y se precipitaba hacia el río. Era un chorro más que un salto de agua, pero en lo que respectaba a Luc estaban bien encaminados. Hasta Hugo se animó y accedió a seguir caminando hasta que el sol se pusiera por completo.

Luc sacó el mapa una vez más y señaló los dos saltos de agua y la x que marcaba la cueva.

—Si esta parte del mapa está dibujada a escala, la cueva tiene que estar cerca, pero no podemos saber si está por encima o por debajo. Creo que nos quedan unos quince minutos de luz antes de que sea inútil seguir con la búsqueda.

Pasó el cuarto de hora y utilizaron las linternas de LED de Luc, pequeñas pero potentes, para compensar la falta de luz natural. Por encima tenían una buena línea de visión, pero para explorar la pared de roca que tenían debajo Luc se echaba al suelo y barría la superficie de la pared con la linterna. Aparte de las fisuras y la estratigrafía normal, no había nada que indicara ni remotamente la entrada de una cueva por encima ni por debajo de ellos.

Había oscurecido demasiado para continuar. Se encontraban en un saliente lo bastante ancho para acampar y pasar la noche, de modo que no tuvieron que dar marcha atrás, lo cual fue una suerte ya que ambos estaban hambrientos y cansados.

Hugo se quitó la mochila y se dejó caer sobre ella.

—Bueno, ¿qué hay de cena?

—Enseguida estará lista. No te llevarás una decepción.

En poco tiempo Luc preparó una cena deliciosa con el camping gas: solomillo a la pimienta con patatas fritas, pan crujiente, un poco de queso de cabra y una botella de un cahors decente; él mismo reconoció que había valido la pena cargar con él todo el día.

Comieron y bebieron hasta entrada la noche. El cielo sin luna pasó por diversos tonos de gris cada vez más oscuro, hasta teñirse de un negro casi invisible. Encaramados a la cornisa, parecían encontrarse solos en los confines del universo. Eso, y el vino con cuerpo que bebieron, hizo que la conversación tomara derroteros más melancólicos, y Hugo, metido en el saco de dormir para entrar en calor, no tardó en empezar a lamentarse por el tipo de vida que llevaba.

—¿A cuántos hombres conoces —preguntó— que hayan estado casados con dos mujeres pero se hayan divorciado tres veces? Debo decir que cuando Martine y yo nos casamos de nuevo fue un momento de locura transitoria. Y¿qué pasó? Pues que vi recompensados esos tres meses de locura con un nuevo asalto a mi cartera. Su abogado es mejor que el mío, pero es que el mío es mi primo Alain, y no puedo hacer nada.

—¿Sales con alguien ahora? —preguntó Luc.

—Con una banquera que se llama Adèle y que es tan fría como un paquete de guisantes congelados, y con una artista que se llama Laurentine y que es bipolar, creo, y…

—Y ¿quién más?

Hugo suspiró.

—He vuelto con Martine.

—¡Increíble! —exclamó Luc casi a gritos—. Eres un idiota de campeonato.

—Lo sé, lo sé… —La voz de Hugo se apagó y cuando apuró el vino se sirvió un poco más en el vaso de aluminio—. ¿Y tú? ¿Estás más orgulloso de tu historial?

Luc estiró el colchón de espuma y puso el saco de dormir encima.

—No, señor, no estoy orgulloso. Una chica, una noche, tal vez dos, esa es mi historia. Las relaciones serias no son lo mío.

—Pero esa chica americana, ¿cómo se llamaba…? Erais pareja hace unos años.

—Sara.

—¿Qué pasó?

Luc se metió en el saco de dormir.

—Era diferente. Es una historia triste.

—¿La dejaste?

—Al contrario. Fue ella quien me dejó, pero me lo merecía. Fui un estúpido.

—Así que tú eres un estúpido, yo un idiota y los dos estamos durmiendo en una cornisa, a un paso del abismo, lo que confirma nuestro nivel de inteligencia. —Subió la cremallera de su saco y añadió—: Ahora voy a dormir para intentar olvidar lo desgraciado que soy. Si por la mañana no estoy aquí, es que me levanté a mear y me olvidé de dónde estábamos.

Al cabo de poco Hugo empezó a roncar y Luc se quedó solo, intentando distinguir una estrella o un planeta a través de las nubes y la neblina que le enturbiaba la vista por culpa del vino.

Lentamente fue cerrando los ojos, o eso creyó, porque era consciente de las sombras negras que se movían por encima de él, quizá un sueño incipiente. Sin embargo, aquel zigzagueo impredecible y alocado, aquella velocidad ultrasónica… Había algo en todo aquello que le resultaba familiar, y entonces cayó en la cuenta: murciélagos.

Abrió rápidamente la cremallera del saco, cogió la linterna y enfocó hacia arriba. Había docenas de murciélagos revoloteando alrededor de los acantilados.

Dirigió el rayo de luz hacia las rocas y esperó.

Entonces un murciélago se precipitó hacia la pared del acantilado y desapareció. Luego otro. Y otro.

Ahí arriba había una cueva.

Despertó a Hugo y tuvo que sujetarlo para orientarlo y que no perdiera el equilibrio. Mientras salía del saco de dormir, Hugo murmuraba «¿qué?, ¿qué?», totalmente desorientado.

—Creo que la he encontrado. Voy a subir. No puedo esperar hasta mañana. Tan solo necesito que no me pierdas de vista. Si me pasa algo, ve a buscar ayuda, pero no me pasará nada.

—Estás loco —dijo Hugo al final.

—Un poco, lo reconozco —dijo Luc—. Ilumina con la linterna hacia ahí. No parece muy difícil.

—Joder, Luc. Espera hasta mañana.

—Ni hablar.

Le indicó hacia dónde debía enfocar la linterna y encontró un punto de apoyo para la mano con el que iniciar el ascenso. Los distintos estratos de la pared de roca formaban una especie de escalera y nunca sintió un peligro inminente; sin embargo se lo tomó con calma, consciente de que escalar de noche y el vino no formaban una combinación ideal.

Al cabo de unos minutos había alcanzado el lugar donde creía que desaparecían los murciélagos, aunque no estaba seguro. No había nada que se pareciera a la entrada de una cueva o un refugio. Como podía agarrarse cómodamente, pudo coger la linterna que llevaba en el bolsillo de la chaqueta para inspeccionar la superficie con mayor detenimiento. Justo entonces un murciélago salió volando del acantilado y le pasó rozando la oreja. Asustado, hizo una pausa para recuperar la respiración y asegurarse de que no le había resbalado el pie.

Había una grieta en la pared de roca. De apenas unos centímetros de ancho. Después de cambiar la linterna a la mano izquierda pudo introducir la derecha por el resquicio y hundió los dedos hasta los nudillos. Bajó la mano y sintió un temblor. Cuando lo inspeccionó de forma más detenida comprobó que el temblor procedía de una roca plana encajada en la pared. Al cabo de un instante se dio cuenta de lo que sucedía. Estaba mirando una pared de piedras planas levantada en la pared del acantilado, construida con tal maestría que imitaba los estratos naturales.

Sacó la piedra con algún que otro esfuerzo y cuando la quitó la dejó con sumo cuidado en la estrecha cornisa; avisó a Hugo de que se apartara, pues si caía podía ser mortal; tenía el tamaño de un libro ilustrado de gran formato. Las otras rocas salieron con mayor facilidad, pero se quedó sin sitio donde ponerlas, de modo que empezó a introducirlas en la abertura. Al cabo de un rato tenía ante sí un agujero lo bastante grande por el que adentrarse.

—Voy a entrar —avisó a Hugo.

—¿Estás seguro de que es buena idea?

—Nada me detendrá —replicó Luc en tono desafiante antes de estirar los brazos e introducir la cabeza y los hombros por el hueco.

Desde la cornisa de abajo Hugo observó cómo desaparecían los hombros, luego el pecho y finalmente las piernas de su amigo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Luc lo oyó pero no respondió.

Se encontraba en el interior de la entrada de la cueva, a gatas, hasta que se dio cuenta de que el lugar era lo bastante alto para ponerse de pie. Iluminó hacia delante con la linterna y luego a los lados.

Sintió que le fallaban las rodillas y estuvo a punto de perder el equilibrio.

La sangre le inundó las orejas.

Oyó el aleteo sibilante de la colonia de murciélagos.

Entonces oyó su propia voz áspera:

—¡Oh, Dios mío!