Capítulo 2

A medio camino entre Burdeos y París, en el compartimiento de primera clase del TGV, Luc Simard libraba una batalla campal entre los dos intereses que lo consumían de forma permanente: el trabajo y las mujeres.

Estaba sentado en el lado derecho del vagón, en la hilera de un único asiento, revisando un artículo suyo sometido a revisión por pares en Nature. Las vistas del campo verde pasaban a toda velocidad al otro lado de las ventanas tintadas, pero no podía reparar en el paisaje mientras se esforzaba por encontrar la expresión adecuada en inglés que le permitiera expresar sus conclusiones. Hace tan solo cuatro años, cuando vivía en Estados Unidos, ese bloqueo habría sido inconcebible; le resultaba increíble lo rápido que se podían oxidar esos conocimientos cuando no se utilizaban, incluso para alguien bilingüe de verdad como él.

Había visto a dos mujeres preciosas, sentadas una junto a la otra en el lado izquierdo del vagón, un par de filas más adelante, que se volvían una y otra vez, sonreían y charlaban entre sí, tan alto que podía oírlas.

—Creo que es una estrella de cine.

—¿Cuál?

—No lo sé. Quizá es un cantante.

—Ve y pregúntaselo.

—No, ve tú.

Habría sido facilísimo recoger los papeles e invitarlas a tomar algo en el vagón restaurante. Luego, indefectiblemente, tendría lugar el intercambio de números de teléfono antes de bajar en la estación de Montparnasse. Quizá una de ellas, quizá ambas, podría quedar para más tarde y tomar una copa después de la cena con Hugo Pineau.

Sin embargo debía acabar el artículo como fuera y luego preparar una clase antes de volver a Burdeos. No tenía tiempo para esa reunión improvisada, algo que ya le había dicho a Hugo, pero su viejo compañero de escuela le había pedido, le había suplicado literalmente, que sacara tiempo de donde pudiera. Tenía que enseñarle algo y tenía que hacerlo en persona. Le había prometido que no se llevaría una decepción y, en cualquier caso, iban a darse un buen banquete por los viejos tiempos. Y, ah, sí, viaje en primera clase y una buena habitación en el Royal Monceau, cortesía de la empresa de Hugo.

Luc volvió a concentrarse en el artículo, un estudio sobre cinética de poblaciones en los cazadores recolectores europeos durante el Máximo Glacial del Paleolítico Superior. Era increíble pensar que hace treinta mil años solo había unos cinco mil humanos en Europa, si los cálculos de su equipo eran correctos. Cinco mil almas, ¡un número peligrosamente cercano al cero! Si esas pocas personas no hubieran encontrado un refugio lo bastante bueno para protegerse del frío entumecedor en el Périgord, Cantabria y las costas ibéricas, ninguna de esas mujeres que no paraban de reír, ni nadie más, estaría ahí hoy.

Sin embargo, las mujeres siguieron lanzándole miraditas y murmurando sin tregua. Al parecer estaban aburridas, o quizá él era un tipo irresistible, con sus facciones duras, la melena negra que le caía sobre el cuello de la camisa, la barba recia de dos días, el lápiz colgando de los labios como un cigarrillo, las botas camperas que sobresalían por debajo de los vaqueros ajustados y ocupaban medio pasillo. En algunos aspectos parecía más joven, pero las gafas para leer servían de contrapunto y le conferían un aspecto que se adecuaba más al profesor de cuarenta y cuatro años que era en realidad.

Una última sonrisa furtiva de la más guapa de las dos chicas, la que estaba sentada en el pasillo, acabó haciendo mella en su débil resistencia. Suspiró, guardó los papeles y dio tres pasos largos para acercarse hasta ellas. Le bastó con un simpático «Hola».

—Hola. Mi amiga y yo nos estábamos preguntando quién es —balbució la chica del pasillo.

—Luc, ese soy yo —dijo él con una sonrisa.

—¿Es actor de cine?

—No.

—¿De teatro?

—Tampoco.

—Entonces, ¿qué es?

—Soy arqueólogo.

—¿Como Indiana Jones?

—Efectivamente. Como él.

La chica del pasillo miró fugazmente a su amiga y le preguntó al profesor:

—¿Le gustaría tomar un café con nosotras?

Luc se encogió de hombros y pensó en el artículo inacabado.

—Sí, por supuesto —respondió—. ¿Por qué no?