«Entonces, ¿este era tu destino, Saevin?».
«Lo supe desde niño. No fue fácil aceptar que yo no era un ser humano como los demás. Debía renunciar a la vida en favor de la inmortalidad… Qué irónico, ¿verdad?».
«Supongo que lo es. Siempre hemos soñado con la inmortalidad, pero, por ejemplo, el Oráculo deseaba morir».
«Y lo ha logrado, por fin».
«¿Lo sabes?».
«He de saberlo. No en vano soy el Guardián de la Puerta. De todas las Puertas, en realidad. Me he convertido en el eterno Vigilante de la frontera entre la vida y la muerte».
«Un muchacho tan joven… Has tenido que renunciar a muchas cosas. A Iris, por ejemplo».
«¿Lo sabías? Nunca dejé entrever que sentía algo especial por ella. Habría sido peor, más doloroso para los dos».
«Y, sin embargo, yo lo intuía. Lo siento por vosotros».
«Podría no haber cruzado la Puerta. Pero sabía que debía hacerlo. Igual que tú sabías que debías hacer de puente una vez más. Y has pagado un alto precio por ello».
«Pero estoy aquí, en el Umbral. Siento que algo en mi cuerpo late todavía. No estoy muerta, ¿verdad?».
«Todavía no. Pero puedes elegir si sigues adelante o vuelves hacia atrás».
«¿Puedo hacerlo?».
«Considéralo un regalo por tu generoso sacrificio, Kin-Shannay».
«¿Sacrificio? Si realmente me permites regresar, ¿qué clase de sacrificio sería ese?».
La risa del Guardián de la Puerta resonó por la frontera.
«El tiempo aquí no transcurre como en el mundo de los vivos, Dana. ¿Tienes idea de todo lo que ha sucedido desde que iniciamos esta conversación?».
«¿Quieres decir…?».
«Asómate y mira…».
La nieve caía blandamente sobre el Valle de los Lobos cuando la comitiva llegó a los pies de la Torre. Habían venido paseando desde el pueblo porque les parecía agradable estar de vuelta en casa, y porque les apetecía hablar un rato antes de entrevistarse con el Amo de la Torre. Eran cinco: tres elfos y dos humanos. Los elfos eran jóvenes. Una de ellos vestía ropas sencillas, pero caras, y sus ojos verdes miraban a su alrededor con una serenidad regia y majestuosa. Los otros dos elfos, una pareja, tenían un cierto aspecto salvaje, pero se notaba que habían tratado de estar presentables para la ocasión. La elfa se había recogido sus largos cabellos color rubio ceniza en una trenza, y el elfo se había puesto su mejor túnica.
Los dos humanos, en cambio, eran ya maduros. El hombre era alto y delgado, y se había quedado calvo tiempo atrás. La mujer sonreía dulcemente, pero sus grandes ojos oscuros parecían tristes y nostálgicos.
Salió a recibirlos una muchacha de cabello rojo como el fuego y ojos tranquilos y reflexivos.
—Lis —saludó el hombre—. Caramba, cuánto has crecido.
—¡Qué alegría volver a veros a todos! —dijo ella.
Impulsivamente, los abrazó, uno a uno. Las dos mujeres elfas se sintieron un poco abrumadas ante el afecto de la muchacha, pero enseguida sonrieron de nuevo.
—¿No están tus padres por ahí? —preguntó el hombre, sonriendo también.
—Mamá fue a las montañas, pero no tardará en volver.
Otro hombre salió a la puerta de la Torre. Vestía una túnica dorada y era también maduro, como los humanos recién llegados; las canas blanqueaban su cabello moreno.
El hombre calvo acudió enseguida a saludarle.
—¡Jonás! —exclamó alegremente—. Los años te tratan muy bien… ¿Puede ser que conozcas un conjuro rejuvenecedor mejor que el mío?
—Tú no usas conjuros rejuvenecedores, Conrado —intervino la mujer de los ojos tristes, sonriendo—. De lo contrario, tendrías más pelo.
—¿Qué tal va vuestra Escuela, Iris? —le preguntó Jonás.
—Bien, porque yo mantengo los pies en el suelo —dijo ella—. Pero aquí, mi socio —añadió, señalando a Conrado— no piensa más que en sus estudios de alto nivel…
—¡Eh! Impresionamos al Consejo gracias a mis teorías sobre la existencia de pliegues temporales; sin eso, no habría Escuela, y lo sabes.
—Lo sé —dijo Iris, conciliadora.
Conrado sacudió la cabeza y observó a Lis y a Jonás.
—Hum —dijo—. El pelo de su madre, los ojos de su padre… ¿Y de quién ha sacado el carácter?
—De su madre —gruñó Jonás, con aspecto resignado.
—¡Papá! —exclamó Lis, dolida.
Jonás sonrió.
—Era broma, cariño.
—Me alegra ver que el nuevo Amo de la Torre no ha perdido el sentido del humor —dijo el elfo.
Jonás lo miró de arriba abajo.
—Condenados elfos… no has cambiado absolutamente nada, Fenris. Si no estuvieses comprometido, creo que podrías casarte con mi tataranieta.
Fenris acogió el comentario con una alegre carcajada, y miró a su compañera, que sonreía enigmáticamente junto a él.
—Gaya, Nawin, Iris —dijo Jonás, inclinándose cortésmente ante ellas—. Bienvenidas de nuevo a la Torre.
Ellas le sonrieron con gentileza.
—Me gustaría mostraros una cosa —dijo el Amo de la Torre—, pero supongo que querréis descansar…
—Ni lo sueñes —atajó Fenris; sus ojos ambarinos brillaban con impaciencia—. No nos has llamado a todos por nada, Jonás. Quiero verla inmediatamente.
Los demás estuvieron de acuerdo con él.
La comitiva atravesó el jardín y pasó junto a una gran mole dorada parcialmente cubierta de nieve, tumbada al pie de la Torre. El dragón alzó ligeramente la cabeza, fijó en ellos sus ojos verdes y les sonrió levemente. Después, volvió a dejar caer la cabeza y sus ojos se cerraron de nuevo.
—¿Sigue sin reaccionar? —susurró Fenris al oído de Jonás.
—Así es —suspiró el Archimago—. No se ha movido desde… bueno, desde entonces. No ha querido separarse de debajo de su ventana. Ya no habla. Simplemente… espera.
—¿Espera, a qué?
—A saber a qué atenerse, supongo.
Fenris frunció el ceño.
—Pero han pasado varios años…
—¿Varios años? —Jonás lo miró, serio—. Varias décadas, amigo mío.
Fenris parpadeó, perplejo.
—Pobre Kai —dijo solamente.
Lis llevó a Gaya, que se sentía algo incómoda entre los magos, a descansar a su habitación. Los demás subieron los doce pisos hasta la cúspide de la Torre. Un pesado silencio se había adueñado de ellos.
Poco antes de llegar a las almenas se tropezaron en la escalera con una mujer pelirroja; las canas ya comenzaban a blanquear sus sienes, pero sus ojos brillaban con energía y decisión.
—Ah, Salamandra, ya has vuelto —murmuró Jonás.
Ella le dio un rápido beso en la mejilla y abrazó a sus amigos en silencio, con una sonrisa. Después, poniéndose un dedo sobre los labios, abrió la puerta de la habitación.
Ellos entraron, sobrecogidos. Al fondo había una cama con dosel y, tendida sobre ella, una mujer anciana, de cabello blanco como la nieve, dormía tan profundamente que parecía que su pecho no se movía cuando respiraba.
Fenris se colocó junto a ella y no pudo reprimir un suspiro.
—Amiga mía —susurró—. ¿Cómo es posible? Aún recuerdo la primera vez que te vi… Eras solo una niña… Y ahora… Y yo apenas he cambiado desde entonces…
Se enjugó una lágrima indiscreta.
—Por eso dicen los sabios que los elfos no deberíamos tener amigos entre los humanos —murmuró Nawin, conmovida—. Es tan triste verlos envejecer y luego vivir sin ellos…
—Bueno, no os pongáis así —dijo Salamandra, incómoda—. Os hemos llamado porque…
No pudo seguir. Miró a Jonás, pidiendo ayuda.
—Sabéis que Dana cayó en coma después de haber servido de puente para que los espíritus derrotasen a los espectros, aquella noche, hace ya tantos años. Desde entonces ha estado caminando entre la vida y la muerte, y hemos logrado mantenerla aquí, con nosotros, gracias a la magia. En todo este tiempo no hemos apreciado la más mínima reacción en ella. Pero ayer…
—Ayer se movió —afirmó Salamandra—. Jonás cree que eso indica que algo va a cambiar…
—…Para bien o para mal —concluyó el Amo de la Torre—. Por eso creí conveniente avisaros.
Fenris asintió.
—¿Lo sabe Kai?
—Nadie se lo ha dicho, pero lo sabe, de alguna manera.
El mago elfo se asomó a la ventana y miró hacia abajo. Al pie de la Torre seguía Kai, sin moverse, sin reaccionar a nada, desde que Dana se había alejado de la vida.
—Dana —susurró Fenris—, ¿dónde estás? ¿Cómo has soportado estar tanto tiempo sin Kai?
«No lo he soportado», dijo Dana, conmovida. «Yo… oh, no, ojalá lo hubiese sabido…».
«Ahora ya lo sabes. Puedes volver a la vida, si lo deseas».
Dana meditó largamente qué decisión tomar.
«Kai me echa de menos», dijo. «Pero si vuelvo lo ataré de nuevo a mí. Como dragón, tiene una larga vida por delante. ¿Cómo pedirle que se quede junto a una anciana humana?».
El Guardián no respondió. Dana cerró los ojos, sintiendo que el dolor traspasaba su alma. Cuando los abrió de nuevo y miró a su amigo, no había dudas en su mirada.
«No quiero volver», dijo. «Mi tiempo ya ha tocado a su fin».
El Guardián asintió.
—¡Mirad! —exclamó Fenris—. ¡Parece que vuelve en sí!
Los ojos azules de Dana se abrieron momentáneamente. Lo primero que vio fue la mirada color miel de Fenris, su gran amigo. Ella sonrió y trató de hablar, pero sus cuerdas vocales llevaban años sin ser utilizadas y no respondieron.
—No hables —dijo Fenris—. Te pondrás bien.
Pero ella negó con la cabeza. Dio una mirada circular y sonrió de nuevo, y sus ojos brillaron con orgullo al detectar la túnica dorada de Jonás. Después volvió a mirar a Fenris.
—Has…ta… siempre —logró decir, en un susurro.
Y, con un suspiro, Dana, la Señora de la Torre, la Dama del Dragón, la última Kin-Shannay, abandonó el mundo de los vivos.
Al pie de la Torre Kai alzó la cabeza y supo que ella se había ido. Y sonrió.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la fría nieve.
Y, simplemente, se dejó morir, porque ya nada lo ataba al mundo.
Dana miró a su alrededor. De nuevo encontró al Guardián de la Puerta, que sonreía.
«¿Ya está?», preguntó.
«Ya está», asintió él.
«Ha sido… fácil, y difícil a un tiempo. Los echaré de menos a todos, en especial a…».
No pronunció su nombre, pero suspiró y cerró los ojos, llena de dolor.
El Guardián sonreía.
«Tienes buen aspecto», dijo. «Inconscientemente has elegido tu imagen de adolescente, y me parece muy apropiado».
Dana frunció el ceño.
«¿Apropiado?», repitió. «¿Para qué?».
«¡Dana!».
Ella se volvió de pronto, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Entre las brumas de la frontera vio aparecer a un muchacho rubio de unos dieciséis años que venía en su busca, con la ansiedad pintada en sus ojos verdes.
«Kai…», susurró ella.
Él llegó junto a ella. Se miraron.
«Kai, no puede ser: ¿Estás…?».
«Estoy muerto», afirmó él, como si fuese una gran noticia. «No me resultó muy difícil morir; no era la primera vez que lo hacía».
Dana alzó la mano para acariciarle la mejilla, temerosa. Y lo sintió real, consistente, verdadero.
«Kai, no puede ser…».
«¿Qué no puede ser? Ahora somos iguales, Dana, por fin somos iguales. Te dije que sucedería algún día, y así ha sido».
El muchacho le ofreció su mano, sonriendo. Dana la tomó, vacilante. Los dedos de él se cerraron sobre su mano, y ella suspiró, maravillada. Los había sentido cálidos y reales.
Sollozando, Dana se refugió en brazos de Kai. Él la estrechó con fuerza, y Dana bebió de aquel abrazo como si no hubiese nada más valioso en el mundo.
«Por fin», susurró. «Por fin».
Cogidos de la mano avanzaron por la frontera, hasta que el Guardián les salió al paso.
«¿Saevin?», exclamó Kai, sorprendido.
El Guardián de la Puerta sonrió.
«Bienvenidos al Otro Lado», dijo solamente. «Disfrutad juntos de toda una eternidad que ya nadie podrá arrebataros».
Se apartó para dejarles pasar.
Ellos avanzaron, sonriendo, hasta que vieron dos figuras que los esperaban entre la niebla; una de ellas, una mujer, vestía una túnica dorada. La otra era de muy corta estatura, y mostraba una cálida sonrisa en un rostro surcado de arrugas.
—Aonia… Maritta… —murmuró Dana.
—Bienvenida, niña —respondió la enana; miró a Kai, y su sonrisa se ensanchó—. Bienvenidos —rectificó.
Dana respiró profundamente y se abrazó a Kai. Sus dos anfitrionas dieron media vuelta y se perdieron entre las brumas del Más Allá.
Dana y Kai cruzaron una mirada, sonrientes y ebrios de felicidad, y las siguieron. Aún cogidos de la mano, dejaron atrás la vida para adentrarse en el que iba a ser su nuevo mundo para siempre. Dieron la espalda a la vida sin importarles lo que sucedería después, porque por primera vez eran iguales, y ya nada podría separarlos.
Y estarían unidos para siempre.
El Guardián de la Puerta los vio perderse entre las brumas del Más Allá, tan juntos que parecían un solo ser, y sonrió.
—Hasta siempre, Dana y Kai —susurró—. Los vivos no os olvidarán fácilmente.