Dana se había inclinado junto a Nawin y observaba su rostro, preocupada. Sus pupilas mostraban un aspecto extraño, como si algo en su interior girase a toda velocidad.
—Maestra… —musitó ella—. Me están… robando…
No pudo hablar más, pero Dana entendió perfectamente lo que quería decir.
Los espectros le estaban robando tiempo.
Ahora Nawin tenía el aspecto de una muchacha de unos quince o dieciséis años; pero los elfos no alcanzaban aquella apariencia hasta que superaban el siglo y medio de vida. En apenas unos minutos, los espectros le habían arrebatado a Nawin varias décadas de existencia, y continuaban sorbiendo su fuerza vital.
Dana se volvió hacia los demás. Jonás, Conrado y Salamandra seguían manteniendo la barrera activa, pero no parecía que fueran a aguantar mucho más.
—Enseguida estoy con vosotros —murmuró.
—No —atajó Jonás—. Tienes que recuperarte del todo. De lo contrario, no servirá de nada que unas tu magia a la nuestra.
Dana suspiró, contrariada. Sabía que Jonás tenía razón. Miró de nuevo a Nawin, y casi pudo observar el lentísimo proceso de envejecimiento que se operaba sobre su rostro, haciéndole perder, poco a poco, sus rasgos infantiles. La Archimaga se preguntó qué habría pasado si los espectros hubiesen elegido a un ser humano en lugar de un elfo. Su mirada se topó por casualidad con la de Iris, que se había acurrucado en un rincón, cerca de ella, e involuntariamente se la imaginó envejeciendo a una velocidad de vértigo. Se estremeció. Habían calculado mal las necesidades de las fuerzas espectrales. De haber escogido a Iris como fuente de vida, los espectros la habrían matado en apenas unos minutos. «Y deberíamos haberlo adivinado», se reprochó a sí misma la Señora de la Torre.
Se removió, inquieta. Hacía rato que se sentía mal, y no era debido al esfuerzo sobrehumano que había realizado en su intento por devolver a los espectros a su mundo.
«Kai tiene problemas», pensó, angustiada. No era una simple intuición; de alguna manera, lo sabía. Deseaba con toda su alma acudir en su ayuda, dejar atrás la Puerta y a los espectros para ir a buscar a Kai… Pero sabía que no podía, no debía dejar solos a los jóvenes magos. «Esta vez no», se dijo con firmeza, pero no sin cierta congoja.
Se levantó con esfuerzo y miró hacia el espejo. Alrededor de aquel legendario objeto se había acumulado una niebla de color azul-grisáceo compuesta por rostros cambiantes coléricos y llenos de odio. Solo la magia de Jonás, Conrado y Salamandra los mantenía allí y evitaba que se extendiesen más allá. Pero los espectros tenían cada vez más consistencia en el mundo de los vivos, gracias a la vida que estaban robándole a Nawin; y, por otra parte, todos los demás fantasmas que ansiaban regresar a la vida los empujaban desde el Otro Lado y les impedían regresar. «Es como un gigantesco embudo», se dijo Dana. «Todos están intentando entrar por un hueco muy pequeño, un hueco que nosotros estamos taponando. Pero llegará un momento en que nuestra magia no soporte tanta presión…».
—¿Qué podemos hacer? —se preguntó en voz alta.
—Podéis dejarme pasar —sugirió fríamente una voz tras ella—. He de cruzar esa Puerta.
Salamandra fue la única que reaccionó.
—¿Tú? —exclamó.
—No —susurró Kai—. No.
Era de nuevo el fantasma de un muchacho de poco más de dieciséis años, un fantasma incorpóreo, inmaterial, invisible e intangible. De nuevo, poco más que nada.
Desolado, contempló el cuerpo del magnífico dragón dorado, consumiéndose entre las llamas. El cuerpo que lo había mantenido atado a la vida.
«Uno de ellos se consumirá en su propio fuego», recordó. «¡Maldita sea! ¿Es que no hemos interpretado nada bien?».
Miró a su alrededor, intentando no fijar la vista en la hoguera donde ardía su cuerpo.
El laboratorio de Morderek estaba completamente destrozado. Ya no quedaba nada del techo, y la mitad de las paredes se habían derrumbado, por no hablar de los muebles, libros y utensilios, que se habían carbonizado hacía mucho rato. Kai oyó los chillidos de terror de los animales en las jaulas de los demás módulos, y sintió lástima por ellos y horror ante lo que hacía Morderek. «Tiene el poder de comunicarse con los animales», se dijo, «y se aprovecha de ello cruelmente». Kai no podía imaginar una manera más horrible de emplear un don que debía ser usado para el bien.
«Pero ahora yo no puedo hacer nada», pensó. «Ya no».
No pudo evitar mirar los restos de su cuerpo de dragón, que se consumía entre las llamas.
Amargamente, dijo adiós a la vida.
El hecho de que Morderek estuviese allí solo quería decir una cosa: que había derrotado a Fenris y a Kai. Dana recordó, angustiada, su mal presentimiento acerca de Kai; pero en aquellos momentos no había tiempo para preocuparse por otra cosa que no fuesen Morderek y los espectros.
—Apartaos de ahí —gruñó el mago, de mal humor—. He de cruzar la Puerta.
Conrado le miró, sorprendido, pero Salamandra hizo una mueca burlona.
—¿De verdad? —dijo—. Entonces pídeles permiso a ellos.
Fue en ese momento cuando Morderek vio a los espectros, y retrocedió unos pasos, intimidado.
—Puede que no tengan bastante con la vida de Nawin y decidan beberse la de alguien más —añadió ella maliciosamente.
Morderek le dirigió una mirada desdeñosa y avanzó de nuevo hacia el espejo. Algunos de los rostros espectrales se volvieron para mirarle, pero Morderek sostuvo su mirada sin pestañear.
—Dejadme pasar —ordenó.
Los espectros rieron. «¿Por qué habríamos de hacerlo?», preguntaron; y en esta ocasión todos lograron entender sus palabras con espantosa claridad.
—Porque así lo quiere mi destino —replicó el mago.
Los espectros se rieron despectivamente. Morderek chasqueó la lengua con disgusto y se aplicó a sí mismo el hechizo de repulsión de espíritus. Así protegido avanzó hacia la Puerta. Inmediatamente, los espectros se apartaron a su paso.
Dana reaccionó y se incorporó inmediatamente para atacar a Morderek con su magia. La barrera mágica se iba debilitando por momentos, y ninguno de los magos debía abandonarla, o se vendría abajo. Para hacer frente a Morderek solo quedaban Iris, Nawin y la propia Señora de la Torre; y, a pesar de que esta seguía estando muy débil, era la única que podía tratar de detener al mago negro.
El hechizo de Dana golpeó a Morderek por la espalda y lo hizo tambalearse, pero su propia magia reaccionó ante el ataque, y el joven logró salir bien del trance. Se volvió hacia Dana.
—¿Qué es lo que pretendes?
La Señora de la Torre se irguió. Sus ojos azules mostraban una serena cólera.
—Yo te acogí en la Torre como alumno y te enseñé todo lo que sabes, Morderek —dijo—. Todos los que llegan aquí han sido bendecidos con algún tipo de don o poder. Es mi responsabilidad, sin embargo, que lleguen a emplearlo correctamente. Tú eres el más estrepitoso de mis fracasos.
—Cuánto lo siento —se burló Morderek, pero Dana no había terminado de hablar.
—Aún estoy a tiempo de enmendar mi error —concluyó.
Retumbó un trueno. Fue entonces cuando todos se dieron cuenta de que súbitamente el cielo fuera de la Torre se había cubierto de pesadas nubes plomizas cargadas de lluvia y electricidad.
—El Momento ya ha llegado —dijo Dana—. Yo, de entre todos los mortales, lo sé mejor que nadie. Pero también sé que tú no eres digno de alcanzar la inmortalidad.
—Bobadas —gruñó Morderek, de mal humor—. El poder está al alcance de todo el que sea lo bastante osado como para buscarlo.
Se volvió de nuevo hacia la Puerta. Un relámpago iluminó su figura, resaltando su túnica negra y dándole un cierto aspecto de cuervo; resultaba una imagen inquietante, el mago vestido de negro frente al espejo, rodeado de la masa de espectros que, sin embargo, no llegaban a tocarle.
—Tú lo has querido —dijo Dana—. ¡Fuerzas elementales, acudid a mí! —gritó en arcano, el lenguaje de la magia.
De nuevo retumbó un trueno. Fuera, el viento aullaba con fuerza, y las nubes comenzaron a descargar una lluvia densa y pesada.
Morderek se volvió para mirar a Dana, y lo que vio no lo tranquilizó lo más mínimo. Los ojos de la Archimaga relucían llenos de furia, aunque su semblante permanecía sereno. Una extraña aura sobrenatural envolvía su figura. Tenía abierta la palma de la mano, y sobre ella brillaba algo parecido a una bola reluciente formada por miles de pequeños rayos que giraban entrelazándose.
—¿Cómo has hecho…? —empezó Morderek, pero no pudo acabar.
Dana alzó la mano y arrojó su proyectil hacia él. La bola relámpago aumentó de tamaño y fue a estrellarse contra Morderek, que logró deshacerla en el último momento. El mago gruñó algo y lanzó una mirada dubitativa al espejo, considerando sus opciones. Si trataba de acercarse, distrayéndose solo un momento, Dana lo atacaría. Y, por alguna extraña y misteriosa razón que Morderek no lograba entender, la hechicera había sacado fuerzas de donde parecía que no quedaba nada. El mago comprendió enseguida que, si quería cruzar la Puerta, tendría que pasar primero por encima de la Señora de la Torre.
—¿Quieres jugar? —murmuró—. Muy bien; juguemos, entonces.
—¿Por qué? —murmuró Kai—. ¿Por qué?
Seguía contemplando los restos calcinados de su cuerpo de dragón, y no se dio cuenta de que había alguien junto a él.
—Porque la profecía había de cumplirse —dijo Saevin.
Kai se volvió inmediatamente hacia él.
—¡Tú! —exclamó—. ¿Qué haces aquí? ¿Y por qué puedes verme?
—Porque el Momento ha llegado —dijo el muchacho, dirigiéndole una mirada inescrutable.
Kai sintió que lo inundaba una oleada de ira.
—¡El Momento! —exclamó amargamente—. ¿De qué me sirve a mí el Momento si no puedo cambiar el hecho de que estoy muerto?
Saevin no dijo nada, pero lo miró fijamente. Sus ojos azules se encontraron con los ojos verdes de Kai, llenos de rabia y dolor. Uno junto al otro, los dos muchachos no parecían tan diferentes. Aparentaban una edad similar, aunque en realidad Kai rondaba el medio milenio. Y, sin embargo, Saevin parecía poseer una sabiduría mayor que la de Kai…
—¿Quién eres tú? —exigió saber.
—Desgraciadamente, solo un instrumento de alguien superior —respondió Saevin, y sus fríos ojos parecieron por fin mostrar un atisbo de sentimientos—. Pero ahora no tenemos tiempo para explicaciones, Kai; hemos de regresar a la Torre antes de que sea demasiado tarde.
—¿Qué? ¿De qué me estás hablando? Yo no voy a ir contigo a ningún sitio. Tú y tus demonios estáis de parte de Morderek…
—Solo momentáneamente —replicó Saevin—, porque era necesario. Podría decirse, Kai, que yo no estoy de parte de nadie, porque no me está permitido.
Kai sacudió la cabeza, confuso.
—La profecía iba a cumplirse de todas maneras —dijo Saevin—. Todo tenía que suceder exactamente como ha sucedido. Dana fue tentada por el mal, Iris escuchó la llamada de los muertos, Salamandra fue traicionada, Jonás abrió la Puerta, Conrado emprendió un peligroso viaje por el Otro Lado, Nawin está entregando su aliento vital, tú te has consumido en tu propio fuego…
—No… no tenía que suceder así —balbuceó Kai.
—Te equivocas. Todo tenía que suceder exactamente así.
Saevin avanzó hacia los restos calcinados del cuerpo de dragón de Kai. Se inclinó junto a ellos y recogió algo del suelo. Era una larga pluma dorada.
—¿Lo ves? —dijo—. ¿Por qué necesitas más pruebas?
—¿Qué quieres decir?
—Es una pluma de fénix. Acércate, Kai. Sospecho que este frasquito que hay aquí no es sino el agua de vida que trajo la Señora de la Torre.
Saevin alzó la pluma en voz alta.
—Ven, Fénix —dijo—. Acude a mi llamada.
Kai pensó que aquello era completamente absurdo, pero por un momento esperó que el ave fénix entrase por el enorme boquete del techo.
Se equivocó. De pronto una voz sin voz se oyó en sus corazones:
«¿Quién me llama? ¿Eres tú, Señor?».
Kai se quedó sin habla cuando vio que en el centro de la habitación acababa de aparecer un espíritu de color dorado y rojizo, un espíritu que parecía tener la forma de un bello y enorme pájaro.
—¿Qué es eso?
—Fénix, el espíritu —respondió Saevin calmosamente, como si fuera evidente; clavó en Kai una mirada seria y pensativa—. No solo los demonios escuchan mi voz, Kai —añadió suavemente.
Kai no supo qué responder. No entendía absolutamente nada. Saevin miró a Fénix y este pareció entender enseguida lo que debía hacer. Planeó sobre los restos del dragón y descendió en picado, atravesando el enorme cuerpo como si fuese humo. Hubo un breve resplandor y, cuando Kai volvió a mirar, le pareció que el dragón se estremecía…
No tuvo tiempo de pensar en nada más, porque algo tiró de él con fuerza…
Cuando abrió los ojos, miraba de nuevo desde el cuerpo del dragón.
—Estoy… vivo —murmuró, pero el dolor lo golpeó de pronto como una terrible maza.
Descubrió entonces que el dragón estaba vivo, pero horriblemente calcinado.
—Bebe esto —dijo Saevin, tendiéndole el agua de vida.
Con una mueca de dolor, Kai abrió las fauces, y Saevin derramó en ellas el contenido de la redoma. Kai sintió entonces cómo un torrente revitalizador recorría sus venas llenándolo de energía. Cuando volvió a mirarse a sí mismo vio que sus escamas volvían a relucir como oro bruñido.
—Increíble —murmuró—. ¿Cómo lo has hecho?
Saevin se encogió de hombros y se dirigió a las jaulas donde los animales chillaban de terror. Los fue liberando, uno tras otro.
—Dale las gracias a Fénix y al Momento —dijo finalmente—. Ya te he dicho que yo no soy más que un instrumento.
—Ya —murmuró Kai, aún confuso—. Y dime, ¿en qué consisten tus… habilidades, si puede saberse? ¿Por qué esa criatura te llamaba «Señor»?
Saevin sonrió con tristeza, pero no respondió. Kai frunció el ceño.
—¿Saevin?
—No tenemos mucho tiempo —dijo el muchacho; acababa de abrir la última jaula—. Hemos de buscar a Fenris.
Fenris corría por el extraño bosque del cráter del volcán, confuso y asustado. Había olvidado completamente su vida como elfo. Había olvidado que era algo más que un lobo. Solo recordaba la voz terrible de Morderek, el miedo que habían inspirado en él sus ojos, y su orden de marcharse lejos, muy lejos…
Algo en su interior lloraba porque sentía que había perdido una parte muy importante de su ser. Pero no sabía de qué se trataba. No lo recordaba, y tal vez no lo recordaría nunca. Sin embargo, intuía que esa dolorosa sensación de pérdida lo acompañaría para siempre, en una huida que duraría el resto de su vida.
De pronto hubo un cegador destello de luz, y Fenris frenó en seco y retrocedió unos pasos.
—¿Fenris?
La voz le resultaba conocida, pero el olor del dragón disparó todas sus alarmas internas. Gruñó amenazadoramente mientras seguía retrocediendo.
—¿Qué le han hecho? —preguntó el dragón.
De pronto su conciencia racional despertó…
…Y Fenris se encontró, sin saber muy bien cómo, en medio del bosque, frente a Kai y Saevin.
—¿Qué demonios está pasando? —gruñó; fijó su mirada en Kai y Saevin y añadió—: Espero que tengáis una buena explicación para todo esto.
—Por supuesto —replicó Saevin—. Hemos despertado tu conciencia racional, y con ello te hemos devuelto tu capacidad de transformación, que tú habías perdido, aunque no te hubieses dado cuenta.
Fenris lo miró, suspicaz, y probó a transformarse. En apenas unos segundos volvía a ser un joven hechicero elfo.
—«Otro recuperará su verdadero cuerpo» —dijo Saevin, satisfecho.
Fenris se volvió hacia ellos.
—Estoy esperando una explicación —le dijo a Saevin.
—Debemos volver a la Torre —replicó este—. La Puerta ha sido abierta.
Fenris lanzó una mirada ceñuda a Saevin y se obligó a sí mismo, de mala gana, a concentrarse en el problema más urgente.
—Tardaremos mucho si vamos volando —dijo—. Y no tengo fuerzas para teletransportar también a Kai, es muy grande.
Saevin sonrió levemente y pronunció una palabra cuyo significado era desconocido para Kai, e incluso para Fenris. Al momento un rostro de rasgos difusos y alargados apareció ante ellos, un extraño rostro asexuado, sobrenatural, que poco o nada tenía de humano.
—¿Qué es eso? —susurró Kai, mientras Fenris retrocedía, suspicaz.
—Un limban —respondió Saevin—. Se mueven entre los pliegues del espacio físico. Para ellos no existen las distancias.
—¡Un limban! —repitió Fenris, estupefacto—. Pero ¿cómo…?
—No lo entiendo —murmuró Kai—. Si puedes… hablar con todas estas criaturas… Si tienes tanto poder… ¿por qué estabas con Morderek?
—Ya te lo he dicho, tenía que asegurarme de que la profecía se cumplía, pero no estoy de su parte.
—¡Pero atacaste a Dana!
—No, Kai. Al invocar a ese demonio salvé la vida de Dana, porque si el bastón de Shi-Mae hubiese reaccionado, Morderek la habría matado. Ni siquiera él entiende del todo el poder que encierra ese objeto. El demonio los entretuvo a los dos hasta que la Puerta se abrió.
—Es otra manera de verlo —gruñó Kai, no muy convencido—. Pero no termino de entender tu papel en todo esto.
—No tardarás en entenderlo —dijo Saevin, y Kai percibió, de nuevo, una nota de tristeza en su voz.
Se volvió hacia el limban y le pidió que los llevase a los tres a la Torre. La criatura no respondió, pero se lanzó hacia ellos y los envolvió con su cuerpo inmaterial, y Kai y Fenris sintieron que todo empezaba a girar y a girar…
Los espectros aullaban y la barrera estaba a punto de venirse abajo.
Dana se dio cuenta de los apuros de los jóvenes magos y deseó ardientemente poder ayudarles, pero no debía apartar la mirada de Morderek, o él cruzaría la Puerta, y las consecuencias podían ser absolutamente imprevisibles.
Dana había arrojado contra Morderek una bola de fuego, y él había respondido con un hechizo de petrificación que la Señora de la Torre había logrado neutralizar a tiempo. Ahora, los dos simplemente se vigilaban el uno al otro, aguardando a que su oponente diese el siguiente paso, pero ambos eran perfectamente conscientes de las limitaciones que les imponía el lugar. No era una sala muy grande, y debían tener cuidado. No podían invocar a criaturas demasiado poderosas o de gran tamaño, puesto que corrían el riesgo de que destrozaran la Puerta, o de que dañasen a los magos que estaban conteniendo a los espectros.
No, ambos se jugaban mucho; los dos debían encontrar la manera de neutralizar al rival, pero estaban atados de pies y manos.
Su vida dependía de aquel espejo y aquella barrera.
—Parece que estamos en una encrucijada, ¿eh? —dijo Morderek.
Dana frunció el ceño y lanzó contra él una maldición tóxica.
Morderek sintió de pronto que su cuerpo se debilitaba rápidamente, como si hubiese ingerido un poderoso veneno o hubiese sido infectado por un virus especialmente agresivo. Efectuó enseguida un hechizo de autocuración, pero solo funcionó en parte. Satisfecha, Dana se disponía a arrojar sobre él un conjuro final cuando, nuevamente, el bastón del mago negro reaccionó por él, envolviéndolo en una brillante luz dorada.
Cuando el resplandor desapareció, Morderek se alzaba de nuevo, desafiante y completamente curado.
—Menudo mago —se burló Salamandra—. Eres incapaz de hacer nada por ti mismo. ¡Si no tuvieses ese bastón, habrías muerto hace mucho rato!
—Concéntrate en la barrera, Salamandra —la reprendió Conrado.
Morderek ignoró a la joven y alzó el bastón hacia Dana.
—Se acabó, Señora de la Torre —dijo—. He perdido la paciencia.
De pronto una súbita llamarada entró por una ventana y prendió en la túnica de Morderek, que aulló e inmediatamente invocó una pequeña nube de tormenta para que arrojase lluvia sobre él. Dana se volvió inmediatamente hacia la ventana y descubrió allí un enorme ojo de color esmeralda que le hacía un guiño de complicidad.
—¡Kai! —exclamó ella, encantada.
—Hemos vuelto, Dana —dijo la voz de Fenris junto a ella.
La barrera se resquebrajó, pero Fenris la reforzó con su propia magia.
—Saevin tiene algo que decirte —le indicó a la Señora de la Torre.
Ella frunció el ceño y miró al muchacho con interés. Iris había corrido inmediatamente a recibirle, y ambos se habían fundido en un cálido abrazo.
—Todo ha de suceder, Señora de la Torre —dijo Saevin, separándose suavemente de Iris—, porque así está escrito.
Morderek había apagado el fuego y volvía a estar dispuesto a enfrentarse a quien fuera. Fenris se aseguró de que la barrera volvía a estar firme y la abandonó para plantarle cara al mago.
—Muy bueno lo del hechizo espejo —reconoció—, pero apostaría a que no tienes ni la más remota idea de cómo lo has hecho, ¿eh?
Morderek alzó su bastón amenazadoramente.
—Tienes más vidas que un gato, Fenris, pero algún día se te acabará la buena suerte.
Dana se reunió con Saevin, que se había arrodillado junto a Nawin. La elfa presentaba ya el aspecto de una joven de unos veintidós o veintitrés años.
—Ya le han robado más de un siglo de vida —suspiró la Señora de la Torre; miró a Saevin fijamente—. Dime, ¿qué diablos está ocurriendo aquí?
—Los fantasmas quieren cruzar a nuestro mundo, pero eso es algo que no debe suceder bajo ningún concepto —dijo Saevin—. Y solo hay una manera de detenerlos.
—¿Cuál?
—Tú lo sabes —respondió Saevin misteriosamente—. Siempre hemos hablado de la Puerta, de una Puerta, pero en realidad puede haber varias.
Dana calló un momento, meditando sus palabras. Entonces comprendió; palideció mortalmente y sus ojos azules se abrieron al máximo.
—¿Quieres decir…?
—Supone un gran riesgo para ti, pero es la única manera —dijo Saevin—. Por eso estás aquí. Por eso naciste con los poderes de un Kin-Shannay.
—Aonia me dijo que había una razón —murmuró Dana—. Una razón para mi existencia.
—También había una razón para la mía —dijo Saevin—. Pero, a pesar de las profecías, siempre tenemos nosotros la última palabra. Yo puedo elegir, y tú también. Y a veces el camino correcto no es el más sencillo.
Dana asintió, pensativa. Parecía haber olvidado la doble lucha encarnizada que tenía lugar en la Torre, parecía haber olvidado a los espectros, que trataban de pasar a través de la barrera; a Morderek, que intentaba superar a Fenris en un peculiar duelo de magia; a Nawin, que envejecía cada vez más deprisa; a Iris, que la miraba con los ojos abiertos de par en par, sin comprender lo que estaba sucediendo; a Kai, que trataba de mirar a través de la ventana y acertar a Morderek con su llamarada sin llegar a rozar a nadie más.
—Ahora es tu decisión, Dana —concluyó Saevin.
Dana asintió, pensativa.
—Una decisión difícil —murmuró—. Si accedo… ¿cuáles serían las consecuencias?
—Eso ni siquiera yo puedo saberlo.
Dana se mordió el labio inferior y miró hacia la ventana; vio pasar el cuerpo de Kai, como una llama dorada.
—Kai —susurró—. Me has protegido durante tanto tiempo y no sabías por qué. Y quizá no lo sepas nunca.
—Al principio no sabía por qué te protegía —dijo Saevin suavemente—. Ahora lo sabe. Lo hace por amor, Dana.
—Pero al principio había una razón, aunque él no lo supiera. Porque suele haber una razón para todo —añadió, recordando las palabras de Aonia.
Se levantó trabajosamente. En sus ojos azules brillaba una nueva llama.
—¿Maestra? —susurró Iris, insegura.
—Dana… —murmuró Nawin.
Ella les brindó una cálida sonrisa.
—Suerte en la vida —dijo solamente.
Avanzó hacia el espejo sin dejarse intimidar por el ejército de espectros que trataban de pasar más allá de la Puerta.
—Dana, ¿qué haces? —preguntó Jonás, preocupado.
Dana no respondió. Cerró los ojos y buscó el camino en su interior. Sabía que no sería sencillo ni agradable, porque no era la primera vez que lo hacía.
Pero, precisamente por eso, sabía también que podía lograrlo.
Recordó las lejanas palabras de Kai: «¿Aún no lo has entendido?».
Sonrió, a su pesar. Se dijo a sí misma que todo iría bien. Que no había otra manera.
«Dana», había dicho Kai, mucho tiempo atrás, «la Puerta eres tú».
Dana halló el camino. Al Otro Lado la esperaban los espíritus de aquellos que habían sabido aceptar su muerte. Al frente de todos ellos estaba Aonia.
Dana les franqueó el paso. Los espíritus lanzaron un grito de júbilo y atravesaron el Umbral, todos a la vez, a través de la mujer que caminaba sobre el delgado hilo que separaba la vida de la muerte en el Momento en que ambas podían ser una sola dimensión.
El corazón de la Señora de la Torre dejó de latir.
De pronto, en la cúspide de la Torre, todo se desbocó. Dana había caído al suelo, pálida como una muerta, mientras de su cuerpo salía una extraña y densa niebla compuesta por muchos rostros, de apariencia más agradable que la de los espectros. El cuerpo yacente de la Señora de la Torre parecía ser una fuente inagotable de fantasmas que salían de ella súbita y enérgicamente, como si llevasen mucho tiempo atrapados en alguna parte. Pero, en lugar de dispersarse en busca de una vida a la que pudiesen aferrarse, los espíritus se encararon directamente con los espectros.
Los magos no aguantaron más, y la barrera de repulsión se vino abajo; pero los espíritus habían ocupado su lugar y chocaron frontalmente contra los espectros, obligándolos a retroceder.
—¡¡DANA!! —chilló Kai, tratando de ver algo desde fuera.
Del cuerpo de Dana seguían saliendo fantasmas justicieros que, pese a estar muertos, protegían la vida y todo lo que ella significaba.
De pronto la masa gris-azulada desapareció.
Los espíritus habían derrotado a los espectros tan rápida y eficazmente que los magos no daban crédito a sus ojos.
Pero no todo se había acabado allí.
Había más fantasmas. Fantasmas que no deseaban destruir a los vivos, sino volver a ser como ellos. Fantasmas que querían aprovechar el Momento para regresar a la vida.
Los espíritus no tenían poder sobre ellos, porque solo podían enfrentarse a sus contrarios, y los otros fantasmas eran una fuerza neutra.
Y el primer fantasma que cruzó el Umbral fue el de una mujer elfa de sorprendente belleza y mirada desdeñosa. Sus ojos almendrados se posaron en Morderek, que la miraba, aterrado.
La maga extendió el brazo.
—Ven a mí —dijo.
El bastón salió despedido de las manos de Morderek y regresó a su legítima dueña.
—Me traicionaste, aprendiz —dijo Shi-Mae—. Has subestimado las leyes de la magia. Mi maldición cayó sobre ti, y ya es hora de que cumpla mi venganza.
—¡¡No!! —chilló Morderek, aterrado.
Entonces Saevin se levantó, no sin cierta dificultad, y plantó cara a Shi-Mae.
—Vuelve atrás —ordenó—. Tú y todos los tuyos. No podéis quedaros aquí.
—¿Ah, no? ¿Y quién lo dice?
—Yo —dijo Saevin; parecía que le costaba trabajo pronunciar cada palabra—. Porque yo he venido hoy hasta aquí para ser, de ahora en adelante, el Guardián de la Puerta.
Los fantasmas lo miraron, en un silencio incrédulo y temeroso. Por alguna razón que los vivos no lograban entender, no se atrevían a enfrentarse a Saevin.
—¡La Puerta se está cerrando! —susurró entonces uno de ellos—. ¡El Momento acaba!
Los fantasmas murmuraron entre ellos, preocupados. No habían logrado volver a la vida. Y si no regresaban al Otro Lado, se verían obligados a vagar por el mundo de los vivos como almas en pena por toda la eternidad.
—Volved —dijo Saevin—. El Momento llegó y pasó. Ya nada puede devolveros la vida que perdisteis.
La Puerta se estaba cerrando. Tras un instante de vacilación, el primer fantasma dio media vuelta y la cruzó de nuevo. Uno por uno, los demás fantasmas, resignados, regresaron al Más Allá.
La última fue Shi-Mae.
—Me voy —anunció a regañadientes—, pero no me iré sola.
Todos supieron que se refería a Morderek. El mago negro temblaba violentamente.
—Tú… No puedes…
Shi-Mae sonrió.
—¿Quieres apostar?
Señaló con su bastón a Morderek, y este chilló de pronto, como si estuviese sufriendo lo indecible. El fantasma de la hechicera apuntó entonces con el bastón hacia el espejo, y Morderek, que había perdido el dominio sobre su cuerpo, se precipitó a través de él con un alarido.
Después, desapareció.
La Archimaga elfa dio una mirada circular. Pareció un tanto sorprendida al ver que Nawin, que se había incorporado, ya totalmente consciente, presentaba el aspecto de una elfa adulta.
Después, sus ojos se posaron en un desconcertado Fenris, y se suavizaron un tanto.
—Hasta siempre, Fenris —dijo, pronunciando por primera vez el nuevo nombre de él.
El mago elfo sonrió, inseguro.
—Hasta siempre, Shi-Mae —dijo—. Y no seas muy dura con él —añadió, preocupado.
—Solo morirá entre horribles sufrimientos —respondió ella fríamente—. ¿No era eso lo que decía la profecía?
Fenris pareció sorprendido.
—Sí, pero… siempre pensé que…
—Tú eres un lobo, Fenris. El escucha la voz de los lobos. No se necesita ser un lince para comprender la diferencia —se volvió de nuevo hacia los demás, con un gesto torvo—. Y vosotros, disfrutad de la vida.
Y con estas últimas palabras, Shi-Mae desapareció a través del Umbral.
Entonces Saevin se volvió hacia los demás y les sonrió, y fue una sonrisa triste, de despedida. Después, lentamente, dio media vuelta hacia el espejo.
—¡Saevin, no! —chilló Iris.
Corrió hacia él, pero el muchacho ya había traspasado el Umbral. La Puerta se cerraba tras él. «Adiós, pequeña Iris», oyeron su voz, muy lejana.
Iris sollozó; quiso seguirle, pero Jonás no la dejó.
La Puerta se cerró definitivamente.
Todos se quedaron quietos durante un momento, sin acabar de entender lo que había pasado, hasta que un golpe los hizo reaccionar. La Torre entera se tambaleó.
—¿Qué diablos…? —empezó Fenris, pero un aullido de rabia y dolor lo hizo enmudecer.
—¡¡¡DANA!!! —gritó Kai desde fuera; estaba tratando de entrar en la Torre, y se golpeaba contra el muro exterior, preso de la desesperación.
Y fue entonces cuando todos se dieron cuenta de que Dana estaba demasiado pálida para haber sufrido un simple desmayo.
Los rayos de la aurora iluminaron el cuerpo exánime de la Señora de la Torre, mientras por todo el Valle de los Lobos resonó un lamento que expresaba un dolor inimaginable, un dolor que traspasaba la frontera entre la vida y la muerte, un dolor que solo podía sentir una criatura que existía desde hacía más de quinientos años.