Jonas sintió que la puerta cedía poco a poco. Se mordió el labio inferior y frunció el ceño en señal de concentración. Tenía los ojos cerrados y, por tanto, no podía ver si se había operado algún cambio en el espejo, pero no era necesario.
Sabía que lo estaba consiguiendo. Lo notaba, lo intuía, lo presentía.
Al Otro Lado, los espectros aullaron, rebosantes de odio, y se agolparon junto al lugar donde debería abrirse el paso al mundo de los vivos. Tras ellos, pero manteniendo una prudente distancia, una gran multitud de fantasmas aguardaba también su oportunidad para cruzar la Puerta y volver a la vida.
Los espectros rugían de impaciencia. Todos los habitantes del mundo de los espíritus podían oírlos… pero su voz era inaudible para las criaturas vivas y, por tanto, el joven mago que trataba de abrir la Puerta no podía saber lo que estaba sucediendo detrás del espejo.
Dana saltó a un lado para evitar un rayo mágico salido del bastón de Morderek. Rodó por el suelo hasta quedar protegida por una de las jaulas, inspiró profundamente y pronunció las palabras de un hechizo. De pronto, Morderek parpadeó, confuso y temeroso; se miró las manos y vio que se le estaban congelando rápidamente. Cuando el hechizo de hielo alcanzaba ya sus hombros, el mago negro, con un soberano esfuerzo de voluntad, concentró todas sus energías en el bastón mágico. Lentamente, su mano derecha comenzó a descongelarse, y Morderek no tardó en liberarse completamente del hechizo.
Pero Dana ya lanzaba su siguiente conjuro. El ataque con hielo no había sido más que una maniobra de distracción que podía darle tiempo para invocar a aliados más poderosos. Morderek lo descubrió, súbitamente, cuando sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. De improviso, las baldosas se resquebrajaron y algo surgió de debajo de la tierra con furiosa violencia. Todo el edificio se tambaleó. Morderek, inseguro, creó una barrera mágica de protección. El hechizo se cerró justo a tiempo; cuando el mago negro alzó la mirada, vio que ante sí, rozando el techo con su cabeza deforme, se alzaba un enorme gólem de piedra, mirándolo con sus ojos negros y profundos como pozos sin fondo.
El gólem gruñó y descargó su puño sobre Morderek. Este se esfumó en el aire en el último momento, y el enorme puño de piedra golpeó el suelo de la habitación, haciendo que todo temblase y que las paredes se resquebrajasen aún más. Morderek se materializó justo detrás de él y apuntó con su bastón a la enorme mole pétrea. Apenas una palabra mágica, y un potente rayo salió del bastón para impactar en el gólem, que estalló en mil pedazos.
Dana se refugió en su escondite para protegerse de los trozos de piedra proyectados por la explosión del gólem. Un poco desconcertada ante la facilidad con que Morderek se había deshecho de la criatura, se preguntó si tendría tiempo de invocar a un demonio o un elemental. Necesitaba para ello mucha concentración, y era algo que no podía obtener en un duelo de magia.
Si todo seguía como hasta el momento, ella y Morderek no podrían hacer otra cosa que lanzar hechizos elementales, hechizos que ambos sabían muy bien cómo parar. Las fuerzas estaban igualadas, y ninguno de los dos vencería a no ser que pudiese introducir en la lucha un elemento desestabilizador.
Lanzó un nuevo hechizo contra Morderek, tratando de ganar tiempo. El mago detuvo el rayo mágico con su bastón, y un intenso fulgor iluminó el objeto. Dana comprendió enseguida lo que estaba pasando: el bastón de Shi-Mae había reaccionado y desataba todo su poder.
Morderek pareció sorprendido y asustado al principio, y estuvo a punto de dejar caer el bastón. Pero finalmente lo aferró con fuerza y logró controlarlo.
Dana percibió el inmenso poder que emanaba de aquel objeto, y se preguntó si sería capaz de hacerle frente. No estaba muy segura de lograrlo.
De pronto, la temperatura de la habitación descendió considerablemente, sin razón aparente. Otro poder había entrado en juego, eclipsando el del bastón, cuya luz se apagó de forma súbita.
Dana se estremeció. Sintió que se le helaba la sangre. Alzó la mirada.
Ante ella se hallaba una criatura humanoide verde, delgada, con cuernos de cabra y ojos amarillos, que la miraba malévolamente. «Un demonio», pensó ella, conmocionada. Los demonios eran inmortales, y si aquel luchaba en favor de Morderek, no había nada que hacer. «Pero ¿cómo lo habrá conseguido?», se preguntó.
Tras el demonio descubrió de pronto una figura vestida con una sencilla túnica blanca, una túnica de aprendiz de primer grado. Oyó la risa complacida de Morderek.
—Bien hecho, Saevin —dijo el mago negro.
Jonás sabía que la resistencia inicial estaba vencida. Un poco más de energía mágica y la Puerta se abriría, y él pasaría al Otro Lado a rescatar a sus amigos…
De pronto, alguien entró en la estancia, y Jonás oyó un grito de horror que le pareció muy lejano, pero no se volvió ni abrió los ojos. Se hallaba tan concentrado en lo que estaba haciendo que no se daba cuenta de que la pulida superficie mostraba rostros cambiantes, rostros feroces que no eran más que ojos furiosos y gargantas que gruñían rezumando odio.
Era esta imagen la que había hecho gritar a Nawin, quien, tras despedir a los emisarios elfos, acababa de entrar en la habitación.
Dana palpó su cinturón en busca de la sustancia mágica que empleaba para trazar el Círculo cuando invocaba a seres de otros planos. Sí, parecía que guardaba un saquillo. Era arriesgado, pero, si lograba trazar una línea cerrada en torno al demonio, este quedaría atrapado en su interior…
La criatura de cuernos de cabra sonrió.
—Sigue soñando, humana —dijo, con voz gutural.
Alzó las manos sobre ella y lanzó su maldición. La Archimaga alzó las manos a su vez, tratando de detenerla. Sintió el impacto de la energía demoníaca de aquel ser venido desde otra dimensión y notó que las manos le ardían insoportablemente, como si hubiesen tomado contacto con algún tipo de ácido, pero no cedió. Sabía que, si la maldición la alcanzaba, podría sucederle cualquier cosa horrible, desde verse transformada en un pálido esqueleto viviente hasta quedar reducida a un simple montón de cenizas.
La Señora de la Torre gimió a causa de aquel dolor insoportable, preguntándose cuánto tiempo más podría resistir.
—¡Detente, Jonás, no lo hagas! —chilló Nawin.
El joven no pareció escucharla, por lo que Nawin lo agarró de la túnica y lo sacudió desesperadamente.
—¡Maldita sea! ¿Es que no te das cuenta? ¡Mira el espejo!
Jonás reaccionó y abrió los ojos, como despertando de un trance. Lo primero que vio ante sí fue la aterradora aglomeración de los espectros en el espejo. Se echó hacia atrás, asustado, y trató de romper el vínculo entre la Puerta y su propia magia, pero era demasiado tarde. La Puerta estaba prácticamente abierta.
Al Otro Lado, los espectros aullaron y empujaron.
Dana sintió que algo la golpeaba a nivel interno y le hacía un daño insoportable, y por un momento pensó que la maldición del demonio la había alcanzado. Pero enseguida se dio cuenta de que aquella reacción respondía a algo que había sucedido a mucha distancia de allí y que, sin embargo, afectaba a dos mundos enteros.
La Puerta estaba abierta.
Dana perdió la concentración, y su escudo se deshizo.
La figura de Conrado atravesó el Umbral, gritando:
—¡Cerrad la Puerta, cerrad la Puerta!
Jonás trató de reaccionar, Nawin ahogó un grito e intentó avanzar hacia adelante…
Algo parecido a una masa gris-azulada se abalanzó desde las profundidades del espejo y empujó a Conrado, que cayó al suelo de bruces. Se oyó un chillido de terror; Jonás se volvió y vio a Iris, Iris despierta, con una mueca de horror pintada en su rostro de niña y sus enormes ojos abiertos de par en par, fijos en el ejército de espectros que llegaba del Más Allá al mundo de los vivos.
Jonás jadeó. Los espectros lo ignoraron, y cientos de pares de ojos sin vida se volvieron hacia la persona que se había apoyado contra la pared, absolutamente paralizada por el terror.
Nawin.
Dana perdió el equilibrio y cayó al suelo, pero la maldición del demonio no la alcanzó. Alzó la mirada, sorprendida, y se dio cuenta de que, inexplicablemente, la criatura había desaparecido… en el mismo momento en que la Puerta había sido abierta. La Señora de la Torre cruzó una mirada con Morderek. También él lo había sentido, y no estaba menos confuso que ella.
De pronto se oyó un rugido y un golpe que sonó como si se derrumbase toda una montaña, y el techo cayó al suelo con estrépito.
Dana retrocedió y se cubrió la cabeza con las manos para evitar los cascotes que caían. Cuando se atrevió a alzar la cabeza para mirar, lo que vio la dejó sin aliento. Asomando por el enorme boquete del techo, recortada contra el cielo nocturno, una gran cabeza de dragón, de ojos verdes y escamas doradas, la miraba con seriedad. —Kai… —susurró ella.
Fenris descendió del lomo de Kai y corrió a abrazar a la Señora de la Torre. —¿Estás bien, Dana?
Ella estrechó a su amigo entre sus brazos y miró a su alrededor. Vio a Salamandra, saltando al suelo desde el lomo de Kai. No se veía a Morderek por ninguna parte, ni tampoco a Saevin.
La Señora de la Torre alzó la cabeza y miró al dragón. Sus ojos mostraban una mezcla de sentimientos contradictorios. No podía evitar, al ver a Kai, sentir un profundo dolor por la oportunidad que acababa de dejar pasar liberando al fénix; por otro lado, algo golpeaba su subconsciente con la fuerza de una maza, algo que no admitía ser ignorado y cuyas consecuencias podían resultar absolutamente pavorosas.
—Fenris, Kai… —susurró—. Ha llegado el Momento. Y alguien ha abierto la Puerta.
—–¿Cómo? —exclamó Fenris, desconcertado.
Dana se irguió.
—Yo he de volver —dijo—. Ya he eludido mis responsabilidades durante demasiado tiempo.
—Jonás estaba en la Torre —susurró Kai, con un brillo de preocupación en sus ojos verdes.
Salamandra estaba buscando a Morderek, con el ceño fruncido, pero oyó perfectamente sus palabras, y se volvió hacia ella.
—¿Jonás? —preguntó, temblando.
Se descubrió a sí misma temiendo por la vida del joven mago, y dirigió una insegura mirada a Dana. Kai captó inmediatamente la situación.
—Volved vosotras dos a la Torre —dijo—. Fenris y yo… acabaremos el trabajo sucio —añadió, buscando a Morderek con la mirada.
Lo descubrió finalmente entre los escombros, sacudiendo la cabeza para despejarse. Le sangraba la sien.
—Puedes apostarlo —gruñó el mago elfo, cuyos ojos ambarinos relucían de furia.
Morderek miró a su alrededor; se sorprendió al ver viva a Salamandra, y se hizo cargo enseguida de cuál era la situación. Se dio cuenta de que le superaban en número (¿dónde diablos se habían metido Saevin y sus demonios?) y de que, aunque Dana y Salamandra abandonasen la casa, si peleaba contra Fenris y Kai iba a perder un tiempo precioso. El Momento no duraría eternamente. Decidió, por tanto, que había llegado la hora de teletransportarse a la Torre. Sin embargo, cuando lo intentó se dio cuenta de que el hechizo no funcionaba; alguien lo había bloqueado.
Morderek miró a Fenris, tratando de comprender qué era lo que había pasado. El elfo mantenía su ambigua sonrisa, y el joven mago negro recordó que, al fin y al cabo, aquel hábil hechicero había sido su Maestro.
Sería una lucha larga y difícil, se dijo Morderek con rabia. Y el tiempo corría en su contra.
Dana miró a Salamandra, que asintió, con la angustia pintada en sus ojos oscuros. Después se volvió hacia Kai.
—Kai, yo… tengo que decirte algo…
—Lo sé —la tranquilizó él—. Todo está bien, Dana. Ten fe.
Dana sonrió. Sus labios dijeron «Te quiero», y aunque de su boca no salió sonido alguno, el dragón lo entendió perfectamente.
—Vete —dijo con suavidad—. Te esperan en la Torre. Olvida esa dichosa profecía y haz lo que tengas que hacer.
Salamandra ya estaba junto a Dana.
—Tened cuidado con Saevin —advirtió la Señora de la Torre antes de marcharse—. Está aquí… y sabe invocar a los demonios.
Fenris se volvió un momento hacia ella, creyendo que no había oído bien, desconcertado por aquellas sorprendentes noticias. Kai rugió y avanzó hacia Morderek.
En apenas unos segundos, una nueva lucha se había iniciado, y los protagonistas eran Fenris, Kai y el mago negro.
Dana y Salamandra, en cambio, habían desaparecido.
Nawin gritó y cayó al suelo, de rodillas. Se cubrió el rostro con las manos, gimiendo, con los hombros hundidos, como si estuviese soportando una pesada carga. Jonás la miró, desconcertado. Algo le estaba sucediendo a la reina de los elfos, algo que tenía que ver con los espectros, pero no alcanzaba a entender…
—¡Jonás, ayúdame! —gritó Conrado—. ¡Tenemos que detenerlos!
El joven se esforzó por apartar la vista de Nawin y se volvió hacia Conrado, que estaba ejecutando un complicado hechizo de repulsión. Jonás lo conocía. Confiando en los conocimientos de su amigo, unió sus fuerzas a las de él.
La magia brotó de ellos con una energía nacida de la desesperación, chocó frontalmente contra los aullantes espectros y los obligó a retroceder de nuevo hasta el espejo.
—¡Funciona! —exclamó Iris, que se había refugiado detrás de Conrado.
Jonás miró a Nawin. La joven elfa se había acurrucado en un rincón, encogida sobre sí misma. No se movía.
—Maldita sea… —murmuró Conrado—. Esto los retendrá durante un rato, pero no los hará regresar.
—¿Cuánto podremos resistir?
Conrado movió la cabeza mientras apretaba los dientes y se concentraba por seguir manteniendo activa la barrera que repelía a los espectros y les impedía avanzar.
—No lo sé, Jonás. Hay que tener en cuenta que nosotros estamos cada vez más débiles, mientras que ellos van fortaleciéndose…
—¿Fortaleciéndose? ¿Qué quieres decir?
Conrado no respondió, pero, de pronto, Jonás lo comprendió. Volvió a mirar a Nawin, horrorizado, y logró entrever su rostro.
Ya no era el rostro de una niña, sino el de una joven elfa adolescente.
Nawin estaba envejeciendo.
—¡No! —jadeó Jonás—. ¿Por qué ella?
—Porque es la que tiene más vida por delante —respondió Conrado—. Desde ese punto de vista, es la más joven del grupo. A cualquiera de nosotros podrían robarnos algo más de medio siglo, pero a ella…
No concluyó la frase, pero no fue necesario.
—Los elfos pueden llegar a vivir mil años —susurró Jonás—. Por eso la han elegido a ella. ¡Pero debemos hacer algo!
—Ellos han atrapado su fuerza vital. Solo podríamos liberarla enviando de nuevo a los espectros al Otro Lado… y cerrando la Puerta tras ellos. Algo que, lamentablemente, no sé cómo diablos hacer. Por suerte, Nawin tiene mucha vida por delante. Eso nos dará tiempo para pensar en algo.
Iris gimió.
—¿Cómo luchar contra algo que ya está muerto? —murmuró Jonás, pero nadie supo darle la respuesta.
Miró entonces a Conrado con impotencia. Pequeñas gotas de sudor perlaban su frente. Ambos magos seguían de pie frente al espejo, aportando su magia al conjuro de repulsión que rodeaba la Puerta. Mientras este continuase activo, los espectros no se alejarían de ella.
Pero las fuerzas de Conrado y Jonás no eran ilimitadas, Iris era apenas una aprendiza de primer grado, y Nawin no estaba en condiciones de ayudar.
Jonás trataba de seguir concentrándose en el conjuro, mientras sus pensamientos giraban a la velocidad de un torbellino.
—Entonces… ¿la profecía se está cumpliendo?
—Tú abriste la Puerta, yo emprendí un peligroso viaje, Iris escuchó la llamada de los muertos, y Nawin está entregando su aliento vital —dijo Conrado—. Todo es exactamente como dijo el Oráculo.
—Lo interpretamos todo al revés —susurró Jonás, desolado—. Maldita sea… Ojalá no sea demasiado tarde.
—No lo es —dijo de pronto una voz tras ellos—. Nunca es demasiado tarde.
Y sintieron que un nuevo aporte de energía mágica revitalizaba y fortalecía la barrera, y apenas tardaron unos segundos en ver a Dana y Salamandra, que se habían unido a ellos. La barrera cobró fuerza, y los espectros retrocedieron.
—¡Maestra…! ¡Salamandra! —exclamó Jonás, entre la alegría, la preocupación y un inmenso alivio.
Salamandra se colocó a su lado y le brindó una cálida y alentadora sonrisa. El rencor parecía haber quedado olvidado. Ambos se sentían de nuevo tan unidos como en los viejos tiempos.
—¡Maestra! —dijo Conrado—. He estado al Otro Lado, he visto a Aonia…
Dana parpadeó, sorprendida, pero el joven no había terminado de hablar.
—Me dijo que hay fantasmas sabios que están dispuestos a luchar contra los espectros, porque solo ellos pueden derrotarlos; pero no pueden pasar a través de la Puerta, porque los espectros están taponando la entrada. Dijo que tú sabrías lo que debías hacer.
Dana sacudió la cabeza, tratando de pensar. No entendía del todo el mensaje de Aonia. «Pero no importa», pensó. «Si ella cree que yo puedo hacer algo, debo intentarlo».
Avanzó hacia los espectros, serena y desafiante.
—¡Volved atrás! —les ordenó.
Ellos rieron; eran unas carcajadas despectivas y desagradables.
«No tienes poder sobre nosotros, Kin-Shannay», dijeron.
Los jóvenes magos que acompañaban a Dana oyeron a los espectros, pero sus voces les parecieron muy lejanas y confusas, y apenas lograron entender lo que decían.
Incluso en aquel instante, cuando ambas dimensiones estaban tan próximas, solo Dana poseía el poder de comunicarse con los muertos.
—Marchaos —insistió—. No hay sitio para vosotros entre los vivos.
«Pronto ya no habrá vivos, Kin-Shannay», replicaron los espectros. «Pronto solo los muertos gobernaremos en el mundo».
El Momento había llegado, y Morderek no podía marcharse a la Torre, a menos que derrotase primero a Fenris y a Kai.
Fenris no poseía tanto poder como Dana o el propio Morderek, pero sí el doble de experiencia, y era silencioso, rápido y absolutamente imprevisible. En cuanto a Kai, pese a que no sabía emplear la magia, no dejaba de ser un dragón. Morderek se había aplicado a sí mismo un hechizo de frío que lo protegía del fuego del dragón, el único tipo de llama al cual no eran inmunes los hechiceros. Pero eso no solucionaba el problema de las garras y los dientes de Kai, de modo que el mago negro se veía obligado a esquivar no solo la magia de Fenris, sino también los ataques físicos del dragón, mientras que, por supuesto, trataba de contraatacar.
No era sencillo, pero Morderek no pensaba rendirse.
«Es inútil que trates de detenernos», prosiguieron los espectros. «No podréis mantener esa barrera durante mucho tiempo».
Dana sabía que tenían razón, y decidió que debía hacer algo. A lo largo de toda su vida como hechicera había tenido que utilizar la magia en numerosas ocasiones, pero siempre había sabido que no se estaba empleando a fondo. «Bien, pues ahora es el momento», pensó. «Ahora he de sacar toda la magia que hay en mí». Se separó de los demás y buscó en su interior toda su energía mágica. Inspiró profundamente y abrió su alma y sus sentidos internos para canalizar la energía del universo y volverla contra los espectros bajo la forma de un hechizo. Por eso era una Archimaga. Mucho tiempo atrás, un unicornio le había otorgado un poder que había henchido su espíritu y la había convertido en un ser capaz de albergar en su interior un poder mucho más grande que el de la mayor parte de los magos. Ella era muy joven cuando esto había sucedido, y había alcanzado el grado de Archimaga antes de lo normal. Pero el poder estaba ahí, y Dana no tenía más que llamarlo. Siguió absorbiendo del universo toda la energía que fue capaz de aguantar.
Iris lanzó una exclamación cuando vio a Dana cargada de todo su poder, como un volcán a punto de entrar en erupción, con los ojos brillando con un fulgor inhumano, como si contuvieran todas las estrellas del cosmos. La Señora de la Torre extrajo entonces de su interior hasta la última gota de magia y la dejó salir, súbitamente, a borbotones, bajo la forma del hechizo de repulsión. Sintió que se vaciaba, pero no se detuvo; volcó toda su energía en aquel hechizo.
La violencia de la intervención de Dana hizo que tanto Jonás como Conrado y Salamandra perdiesen el equilibrio y cayesen al suelo. El conjuro repulsor de los tres jóvenes magos se deshizo, pero los espectros aullaron y retrocedieron hasta el espejo, empujados por la magia de la Señora de la Torre.
—¡Sí! —gritó Salamandra.
Dana se tambaleó, extenuada, y cayó al suelo. Se había quedado sin fuerzas.
—¡Cerremos la Puerta! —exclamó Conrado, entusiasmado.
Jonás avanzó junto a él, pero, de pronto, algo sucedió.
Los espectros volvieron a lanzarse al ataque con inusitada violencia. Salamandra gritó y ejecutó de nuevo el hechizo de repulsión, al que no tardaron en sumarse Conrado y Jonás. De nuevo lograron retener a los espectros, pero Dana había agotado toda su magia y no habían logrado devolverlos a su mundo. Y tardaría bastante en recobrarse.
«No lo entiendo», pensó la Señora de la Torre, tratando de incorporarse. «¿Qué ha pasado?».
«Tú no puedes verlo desde ahí», dijo una voz en su corazón, una voz lejana y muy débil.
—Aonia —susurró Dana, reconociendo la voz de la Archimaga muerta—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué está sucediendo?
«Los espectros no pueden retroceder más», respondió Aonia; a Dana le resultaba difícil entender sus palabras, «porque todos los otros fantasmas los empujan hacia tu dimensión».
Dana enmudeció, aterrada.
—Entonces —susurró finalmente—, no hay nada que hacer.
El espíritu de Aonia no respondió, porque ya había perdido todo contacto con ella.
De pronto, como si se hubiesen puesto de acuerdo, Fenris y Kai atacaron a la vez. Morderek apenas tuvo tiempo de alzar el bastón y pronunciar la primera palabra mágica que se le ocurrió.
El efecto fue inmediato y, multiplicado por la poderosa magia del bastón de Shi-Mae, resultó espectacular.
Se trataba del hechizo espejo, que hacía rebotar los ataques contra las personas que los habían lanzado. Un hechizo defensivo sencillo que hasta los aprendices de primer grado sabían usar. Pero, de alguna manera, el bastón potenció y perfeccionó sus efectos.
En primer lugar, la llama salida de las fauces de Kai se volvió contra él, aumentada de manera increíble.
En segundo lugar, el conjuro lanzado por Fenris se deshizo, y su magia rebotó hacia el mago elfo, buscando la manera de neutralizarle.
Morderek se encontró de pronto con que la situación había dado un giro completo. Fenris se transformaba rápidamente en lobo sin que el joven mago pudiese entender muy bien por qué, mientras que el enorme cuerpo de Kai ardía en una inmensa hoguera. Morderek trató de ignorar los aullidos de dolor del dragón y se concentró en el lobo, que gruñía, no con voz humana, sino como lo habría hecho cualquier lobo corriente. Morderek entendió entonces que el hechizo lanzado por Fenris había tenido como objetivo dañarle en su punto débil, fuera cual fuese. Al rebotar contra el mago elfo, el hechizo no solo lo había neutralizado, sino que, además, le había dado a Morderek una importante ventaja sobre él.
La parte racional de Fenris parecía estar completamente dormida. Ahora no era más que un lobo corriente, un animal.
Y, en tal caso, Morderek tendría poder sobre él.
Por eso entendió perfectamente los gruñidos del lobo, y supo que acataría sus órdenes.
Una sonrisa maligna se extendió por el rostro del mago negro. Tenía a Fenris en sus manos y Kai estaba muriendo abrasado. «Es una lástima que tenga prisa», se dijo.
—Márchate —le ordenó a Fenris.
El lobo dejó de gruñir, agachó las orejas y gimió.
—No volverás a ser un elfo —le dijo Morderek.
El lobo retrocedió, con el rabo entre las piernas, temblando bajo la mirada de Morderek. No podía comprender lo que significaban las palabras del mago, pero sí entendía, de alguna manera, que lo había castigado de una manera horrible.
—¡Largo! —gritó Morderek.
El lobo salió huyendo con un gemido.
Morderek no perdió tiempo. Kai se revolcaba por el suelo, tratando de apagar las llamas que quemaban su cuerpo, y destrozando lo poco que quedaba del laboratorio del mago negro. Este salió de la habitación apresuradamente, en busca de Saevin. Recorrió la casa, llamándolo, pero el aprendiz no respondió.
Morderek se encogió de hombros. En realidad, ya no necesitaba a Saevin, porque la Puerta estaba abierta.
Con un solo gesto de su mano, el mago se esfumó en el aire.