«Conrado…», dijo la voz, una voz suave y cristalina, una voz de mujer.
Conrado trató de hablar, pero no pudo.
«¿Quién eres?», pensó.
Por alguna razón, aquella otra persona pareció escuchar sus pensamientos. Rió suavemente.
«Mírame».
Conrado miró y vio ante sí, entre las brumas, a una mujer con una túnica dorada.
«Maestra», pensó.
«No soy tu Maestra», repuso ella. «Mira bien».
Conrado lo hizo, y vio que, efectivamente, aquella mujer no era Dana. Era pequeña pero majestuosa, de cabello castaño y mirada sabia y serena.
«¿Quién eres?», repitió.
«Me llamo Aonia, y fui Señora de la Torre hace mucho tiempo. Ahora vivo en el mundo de los muertos».
Conrado se estremeció.
«¿Quieres decir… que yo estoy muerto también?».
«No, no lo estás… todavía. He sido yo quien te ha hecho pasar a través de la Puerta, y lo has hecho, sin dejar tu cuerpo atrás… lo cual quiere decir que el Momento se acerca inexorablemente».
«¿Por qué… por qué has hecho eso? ».
«Para mostrarte muchas cosas. Tenemos poco tiempo, sin embargo. Sígueme; déjame ser tu guía a través de mi mundo».
La aparición comenzó a alejarse entre las brumas, y Conrado, inquieto, la siguió.
—Pero ¿por qué os empeñasteis en mantenerlo en secreto? ¿Por qué me lo ocultabais? —preguntó Nawin.
—Era más seguro para vuestra majestad —contestó el Gran Duque—. Los rebeldes sospechaban que la Casa de los Elfos de las Brumas se había unido a vuestra causa. Para no perder el factor sorpresa, debíamos evitar que esas sospechas se vieran confirmadas. Vos debíais, por tanto, actuar como de costumbre, sin dar a entender que conocíais la nueva alianza. La operación para desenmascarar a vuestros enemigos estaba desarrollándose lenta, pero segura. Vuestra repentina huida precipitó las cosas, pero, por fortuna, nuestras redes estaban bien tendidas.
Nawin movió la cabeza, sin saber qué decir.
—Siento haber dudado de vuestra lealtad —le dijo finalmente al Gran Duque—. Y a vos —añadió, dirigiéndose al Duque de la Casa de las Brumas—, os agradezco la fe que deposita vuestro pueblo en mí.
El elfo se inclinó ante ella.
—Señora… —murmuró—. En nombre de los Elfos de las Brumas os pedimos humildemente perdón por las atrocidades que trataron de cometer contra vuestra persona algunos renegados de, me apena decirlo, nuestra propia raza. En el futuro os garantizamos que acudiremos a defenderos y a luchar por vos cuando sea necesario.
Nawin volvió a quedarse sin habla.
—Por nuestra parte —dijo el Archimago—, tenemos la satisfacción de informaros de que en la Escuela del Bosque Dorado parecen haberse disipado los rumores que os relacionaban directamente con la misteriosa desaparición de la Archimaga Shi-Mae. Vuestra versión de los hechos goza cada vez de mayor popularidad, especialmente entre los más jóvenes, y los que dirigimos la escuela hemos acordado por unanimidad que seréis bien recibida en ella si deseáis continuar allí vuestros estudios… siempre que vuestras reales obligaciones os lo permitan, por supuesto.
—No puedo creerlo —murmuró Nawin—. Todo esto es…
—Debemos volver al Reino de los Elfos, majestad —apremió el Gran Duque—. Vuestro pueblo os espera.
Pero la joven reina elfa miró al techo, pensativa. Varios pisos por encima de ellos, en la cúspide de la Torre, Jonás estaba tratando de averiguar qué le había sucedido a Conrado, si él había abierto la Puerta y por qué había decidido cruzar el Umbral por su cuenta.
—No puedo marcharme ahora —dijo suavemente—. Me necesitan aquí.
El Archimago palideció.
—Vos no lo sabéis, pero esta noche sucederá algo…
—El Momento en que la dimensión de los muertos podrá confundirse con el mundo de los vivos —cortó Nawin—. Sí, lo sé. Es por eso por lo que debo quedarme hasta que todo haya pasado.
—Pero, majestad… Consultamos al Oráculo y, aunque no logramos descifrar sus oscuras palabras, sí averiguamos que la Torre…
—Lo sé —cortó Nawin—. Pero no debéis temer por mí. Marchad al Reino de los Elfos y preparad mi retorno. Dentro de un par de días estaré allí de vuelta, con mi pueblo.
El Gran Duque abrió la boca para protestar, pero la mirada de Nawin no admitía réplica.
El fénix miraba a Dana con gesto sereno. Ella tenía el cuchillo ritual en una mano y el cáliz que debía recoger su sangre en la otra. Morderek la había dejado a solas para que realizase el sacrificio, pero Dana aún tenía dudas.
—Lo hago por Kai —se recordó a sí misma—. Por Kai y por mí. Por nosotros.
No había reproche en la mirada del fénix pero, aun así, Dana se estremeció.
—Lo siento —murmuró—. Pero no puede ser de otra manera.
Alzó el puñal sobre la mágica criatura.
—Espera —dijo de pronto una voz.
Dana se volvió rápidamente. El fantasma de Shi-Mae estaba junto a ella, con los brazos cruzados y los ojos relampagueantes.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó Dana, contrariada.
—Yo ya he hecho cuanto tenía que hacer aquí —Dana la miró intrigada, pero ella no dio más detalles—. Ahora he de volver al mundo de los muertos. Ha llegado la hora de desvincularme de ti.
—Será un placer —replicó Dana, cada vez más molesta.
No tardó en liberar a Shi-Mae del lazo que la unía a ella.
—He de confesarte una cosa, Kin-Shannay —dijo Shi-Mae; su figura se iba haciendo cada vez más incorpórea—. No tengo el menor interés en que realices el conjuro. Solo pretendía que me trajeses hasta Morderek, porque teníamos una cuenta pendiente.
Dana la miró, expectante.
—Es tu decisión —prosiguió ella—, pero creo que debes saber que ese mago negro también tiene intereses en todo esto.
—¿Qué…?
Pero Shi-Mae ya había desaparecido.
Conrado se detuvo junto al espíritu de Aonia y miró en la dirección que ella le señalaba. Vio una especie de banco de niebla brillante de color azulado, muy espeso, que cubría todo el horizonte.
«¿Qué es eso?», preguntó, fascinado, y estremeciéndose sin saber por qué.
«Son los espectros», respondió ella.
«¿Espectros?».
«Fantasmas vengativos, coléricos, violentos o desesperados», sintetizó ella. «Se están agrupando. Están acudiendo a la llamada del Momento».
Conrado se sintió absolutamente horrorizado.
«¿Estará aquí el Maestro?», se preguntó, sobrecogido.
«¿El Maestro?», repitió Aonia con un extraño timbre en su voz. «Por supuesto que no. Su espíritu desapareció en el Laberinto de las Sombras. Ahora ya no existe, ni como ser vivo ni como fantasma».
Conrado la miró, incrédulo.
«Pero la profecía decía…».
«No importa lo que dijera la profecía, sino cómo la habéis interpretado vosotros».
Conrado meditó sus palabras mientras volvía la mirada de nuevo hacia los espectros.
«¿Qué es lo que quieren?», preguntó, con un nuevo escalofrío.
«Odian a los vivos. Quieren destruir vuestro mundo, Conrado. Se acerca el Momento, y ellos acudirán a la Puerta en masa…».
«Pe… pero… yo creía que querían volver a la vida…».
«Eso es lo que desean muchos fantasmas, sí, pero no los espectros. Si se abre la Puerta, Conrado, no solo tratarán de cruzarla todos aquellos que quieren volver a vivir, sino también el ejército de los espectros…».
«¿Y qué podemos hacer? La profecía…».
«Luchar», interrumpió Aonia. «Luchar por la vida. Si no lo hacéis los vivos, ¿quién lo hará?».
De pronto desapareció, y Conrado se volvió hacia todos lados, desconcertado. La distinguió un poco más lejos, entre la niebla. La siguió. Fue entonces cuando se dio cuenta de que las distancias eran engañosas en el Más Allá porque, cuando la alcanzó, se dio cuenta de que ambos estaban ahora justo al pie de la enorme masa espectral.
Conrado ahogó un grito. La niebla cambiante estaba formada por rostros feroces cuyas miradas oscuras relucían llenas de odio. Producían un horrible sonido, una mezcla de lamentos y aullidos de furia, que sonaba como una escalofriante melodía chirriante.
Conrado retrocedió, absolutamente aterrado.
«Corres un gran riesgo aquí», dijo Aonia. «A mí no pueden hacerme daño… pero tú estás vivo…».
«¿Por qué me has traído, entonces?», exigió saber Conrado, aún temblando.
«Era necesario que vieras… y comprendieras…».
Conrado iba a replicar cuando, de pronto, varios de los espectros se percataron de su presencia.
«¡¡UN VIVO!!», aullaron las voces de los espectros, rechinantes, rezumando odio.
Y miles de pares de ojos sin vida se volvieron hacia ellos.
Jonás había estado sentado frente al espejo, abatido, culpándose a sí mismo por haber fallado a la Señora de la Torre y preguntándose qué podía hacer para arreglarlo y para rescatar a Conrado.
Alzó la cabeza y miró fijamente al espejo, que le devolvió su imagen.
—No puedo quedarme parado —se dijo a sí mismo—. No me importa el riesgo, he de abrir esa condenada Puerta y sacar a Conrado de ahí.
Nawin no había subido aún; Jonás suponía que seguía hablando con la delegación de elfos que había venido a buscarla. Pero Jonás no podía esperar. Se levantó de un salto.
Sus ojos recorrieron la estancia, una habitación destrozada por la batalla de magia que había tenido lugar allí veinte años atrás, aquella en la cual Dana y Fenris, sin olvidar a Maritta, habían derrotado a su malvado Maestro. Ahora, solo dos cosas parecían estar fuera de toda aquella desolación: el soberbio espejo de Shi-Mae y el rostro de porcelana de Iris, que aún caminaba entre la vida y la muerte.
Sin embargo, sobre una mesita baja, Jonás descubrió algo más: unos arrugados pergaminos en los cuales alguien había garrapateado apresuradamente una serie de notas. El mago sonrió.
—Sigues siendo tan olvidadizo como siempre —susurró.
Cogió los pergaminos, sabiendo de antemano qué era lo que iba a encontrar en ellos.
Las instrucciones para abrir la Puerta, que Conrado había tenido la precaución de anotar antes de acudir a la Torre.
Conrado trató de gritar, pero no pudo.
«¡Huye!», gritó Aonia.
Conrado deseó huir. Sintió que su cuerpo se movía muy lentamente, sintió el aliento de los espectros en la nuca, supo que lo atraparían. «¿Cómo mueve uno un cuerpo en un mundo en el que no hay cuerpos?», se preguntó su mente lógica, aterrorizada.
Tropezó con sus propios pies y cayó al suelo. La enorme masa espectral, de un color azul eléctrico, se abalanzó sobre él…
«No me importan las razones de Morderek», se dijo Dana. «Solo Kai es importante. Solo nuestro futuro juntos».
Sentía la mirada cristalina del fénix clavada en su alma.
«Entonces, ¿por qué es tan difícil?», pensaba la Señora de la Torre. «Estoy persiguiendo la realización de un sueño. ¿Cómo puede estar mal esto que estoy haciendo?».
No tenía respuesta para aquellas preguntas. Quizá las formulaba al ave fénix que iba a ser sacrificada para que Kai volviese a ser humano. La criatura parecía tener todas las respuestas, pero Dana sabía que no iba a contestarle.
—Señora de la Torre —intervino Morderek—. Se acerca el Momento.
Había entrado sigilosamente y se había colocado tras ella. Dana se volvió hacia él y lo miró fijamente, tratando de leer en el interior de su alma.
Jonás se había situado ante el espejo, con las manos en alto, concentrándose en la Puerta y respirando lenta y pesadamente, acumulando magia antes de comenzar a pronunciar las palabras mágicas. Sabía que para hacer aquello que estaba a punto de hacer era necesario poseer mucho poder, como Dana, o un gran dominio sobre la técnica de la magia, como Conrado, que había estudiado mucho más que cualquier mago de su edad.
Jonás no tenía ni lo uno ni lo otro. Pero tenía fe y valor, y estaba dispuesto a correr el riesgo. No le importaba no haber sido un estudiante brillante, no le importaba saber que nunca llegaría a ser Archimago. Confiaba en su fuerza de voluntad más que en su magia.
Iris y Conrado estaban atrapados en el Más Allá. Y él no podía fallarles.
Lentamente, comenzó a pronunciar las palabras que abrirían la Puerta.
Conrado abrió los ojos lentamente y se atrevió a mirar. Lo que vio lo llenó de alivio y extrañeza.
«¿Se van?».
«Parece ser que algo ha atraído su atención», dijo la voz sin voz de Aonia, muy cerca de él.
Conrado se puso en pie torpemente, aún temblando.
«Debes volver a tu mundo, deprisa», lo apremió Aonia.
Conrado vaciló un momento.
«Antes… debo preguntarte algo. ¿Podrías ayudarme a buscar el alma de una niña que está aquí atrapada?».
Aonia sonrió y lo tomó de la mano. No fue un contacto material, pero Conrado, de alguna manera, lo sintió, y le pareció cálido en comparación con el frío que reinaba en el mundo de los muertos.
De pronto, todo comenzó a girar… y cuando las cosas volvieron a la normalidad, ellos dos se hallaban en otro lugar. El ejército de espectros no se veía por ninguna parte.
«¿Está Iris aquí?».
«Está aquí».
«Qué extraño… yo pensaba que los espectros la tendrían secuestrada, o algo así».
Aonia rió con voz suave y cantarina.
«¿Por qué iban a hacer eso?».
«¿Por qué si no la atrajeron hasta la Puerta? Necesitaban un puente y una fuente de vida…».
«Sí, necesitaban un puente, y por eso la llamaron a través del espejo, y ella los oyó, debido a la proximidad del Momento. Pero la fuerza vital de Iris no basta para saciar las necesidades de los fantasmas. Están usando a Iris para aproximar ambas dimensiones, como si este mundo fuese un barco que se acercase a puerto, e Iris un cabo que les lanzaran desde tierra. Pero han de buscar vida en otra parte. Si sorbiesen la fuerza vital de esa niña, la matarían enseguida, y el vínculo se rompería antes de que llegase el Momento».
«Pero entonces, ¿quién…?», empezó Conrado, pero se interrumpió al ver algo un poco más allá.
Iris.
La muchacha estaba acurrucada en un rincón, encogida sobre sí misma, con los ojos cerrados. Su imagen era tan incorpórea como la de Aonia. Conrado se inclinó junto a ella y trató de rozarla, pero su mano pasó a través de la figura de la niña. Ella, sin embargo, sí sintió el contacto, porque despertó y le miró, un poco perdida.
«Llévatela, marchaos antes de que sea demasiado tarde», dijo el fantasma de la hechicera.
«¿Demasiado tarde…?».
«¿Sabes lo que ha hecho reagruparse a los espectros?, replicó ella. «Alguien está abriendo la Puerta».
Kai sobrevolaba la Cordillera de la Niebla. Sus movimientos eran cada vez más lentos y pesados, y aunque él quería atribuirlo al hecho de que llevaba a tres personas sobre su lomo, lo cierto era que temía encontrar a Dana… y detenerla.
«¿Quién ha dicho que yo no quiero volver a ser humano?», se preguntaba a sí mismo. Lo que Dana le había mostrado con su magia era también su más anhelado sueño. Tener un cuerpo humano y poder abrazarla al fin…
—Debe de estar por aquí cerca —dijo entonces Salamandra—, si este patán no nos ha mentido.
Y al decir esto último propinó una patada a Hugo, que montaba delante de ella; pero, debido a la forzada posición que tuvo que adoptar para ello, su puntapié no causó apenas daño al mercenario.
Hugo les había confesado que Morderek le había dicho que le pagaría una sustanciosa suma si guiaba a Salamandra ante él cuando ella se lo pidiera; pero solo debía hacerlo si ella acudía sola. Por este motivo, al enterarse de que Fenris y Kai acudirían al encuentro de Salamandra, había avisado a Morderek, y él había salido a buscar a la joven maga para enfrentarse a ella antes de que llegasen sus amigos.
Al escuchar la historia del mercenario, Salamandra no había dudado en registrar sus bolsillos, descubriendo en uno de ellos la pequeña bola de cristal que Hugo había usado para comunicarle a Morderek el cambio de planes de la joven maga. Fenris no había permitido que Salamandra emplease la bola de cristal para ponerse en contacto con Morderek y decirle que seguía viva y dispuesta a hacérselo pagar; era mejor coger al mago negro por sorpresa.
De modo que Salamandra se veía obligada a contener su impaciencia y desahogarse con Hugo, por el momento, todo lo que le permitía su postura a lomos de Kai.
Fenris, por su parte, escudriñaba el horizonte con su aguda visión élfica.
—¿Ves algo, Kai? —le preguntó al dragón.
—¿Eh…? No, no, nada todavía.
—Me pregunto… —murmuró Fenris para sí mismo, mirando pensativo a Kai; pero no llegó a terminar la frase.
El mago elfo era el único del grupo que había notado el gesto serio y la mirada entristecida del mejor amigo de Dana.
La Señora de la Torre percibió algo turbio en el fondo de la mirada de Morderek, pero se volvió hacia el fénix, aún con el puñal en la mano. La imagen de Kai, Kai humano, Kai, aquel muchacho rubio cuyos ojos brillaban con ternura cuando le sonreía, le quemaba el corazón.
—Lo siento —susurró—. Te quiero con toda mi alma, pero… no puedo hacerlo.
Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo. La daga ritual resbaló entre sus dedos y rebotó contra las baldosas del suelo.
Kai sintió que algo le traspasaba el alma. Por un momento pareció perder las fuerzas y cayó unos metros, pero enseguida remontó el vuelo.
—¡Eh! —exclamó Salamandra—. ¡Ten cuidado, me has dado un susto de muerte!
Kai no respondió. Estaba tan unido a Dana que, aun en la distancia, había percibido claramente su dolor. Y supo que su amiga había tomado una decisión, y que no había elegido el camino más fácil.
«Oh, Dana…», suspiró. «Habría sido bonito, habría sido perfecto… de otra manera. La vida y la muerte nos han enseñado que lo nuestro no puede ser. Te comprendo, cuesta tanto aceptarlo…».
Cerró los ojos para contener las lágrimas. Sintió la mano de Fenris oprimiéndole el nacimiento del ala de-recha, en señal de consuelo, y supo que el perspicaz elfo había intuido el dilema que había estado devorando su alma.
Dana pronunció, con suavidad, una breve palabra mágica, y la cadena que retenía al ave fénix se desvaneció como si jamás hubiese existido. El mágico pájaro lanzó un grito de triunfo, abrió las alas y alzó el vuelo…
En apenas unos segundos, había escapado por la ventana abierta, hacia la libertad.
Morderek se había quedado mudo de sorpresa.
—Pero… ¿qué has hecho?
La Señora de la Torre se volvió hacia el que había sido su alumno años atrás.
—Lo siento, era necesario. Y siento haberte molestado; ha sido un error venir aquí.
El mago negro temblaba de rabia.
—¡Lo has estropeado todo! —chilló—. La profecía no se cumplirá si Kai no recupera su verdadero cuerpo.
Dana lo miró con cierto estupor, comprendiendo de pronto las palabras de Shi-Mae.
—¿Conocías la profecía? Según eso, ¿esperabas mi llegada? ¿Me has… estado engañando?
—No te valdrá de nada saberlo, Señora de la Torre —replicó Morderek; sus ojos relampagueaban de furia—, porque vas a morir.
Alzó la mano, y un objeto se materializó en ella, acudiendo a su silenciosa llamada. Dana lo reconoció casi inmediatamente.
—¡El bastón de Shi-Mae! —exclamó—. Ahora empiezo a entenderlo todo.
Se puso en guardia. Si Morderek había logrado controlar el bastón de la poderosa Archimaga elfa, y parecía que lo había hecho, aquella no iba a ser una batalla sencilla. A pesar de su juventud, Morderek podía llegar a igualarla en magia.
El mago negro alzó el bastón y sonrió levemente.
—Hasta nunca, Señora de la Torre.