Jonás abrió de golpe la puerta del cuarto de Saevin y descubrió que él ya no estaba allí.
—Se ha marchado —murmuró—. Maldita sea, se ha marchado. ¿Cómo demonios lo habrá hecho?
Nawin y él habían bajado rápidamente tras sentir una poderosa manifestación de magia en aquel lugar. Sin embargo, tras examinar la estancia, Jonás no vio nada que le llamase la atención. Excepto el hecho de que, inexplicablemente, Saevin había escapado de su prisión mágica.
—No ha podido haberse ido así como así. Tiene que haber algo…
—Si has aplicado a la habitación el hechizo que creo que has aplicado —dijo Nawin—, solo puede haber escapado con ayuda de otra persona, alguien de fuera, que abriese una brecha entre este lugar y cualquier otro.
Jonás se volvió hacia ella.
—Nadie que ayudase a escapar a Saevin sin decirnos nada podía traer buenas intenciones. Parece que otra pieza del rompecabezas encaja en su sitio.
—«Otro será tentado por el mal» —recordó Nawin, pálida—. ¿Qué vas a hacer?
Jonás titubeó.
—No lo sé —dijo por fin—. Si trato de salvar la vida de Iris pondré en peligro las de Fenris y Salamandra —Nawin apreció que no hablaba para nada del riesgo que correría él mismo—. Esa idea me pone los pelos de punta. Pero, por otro lado… no puedo quedarme quieto, viendo cómo Iris se nos muere…
Sus palabras acabaron en un susurro.
Saevin había aparecido en la habitación que había visto a través del corredor mágico. Ahora que se hallaba allí pudo ver que los bultos que había apreciado junto a la pared no eran otra cosa que jaulas que encerraban todo tipo de animales extraños.
—Bonita colección, ¿verdad? —se oyó una voz tras él.
Saevin se volvió. De entre las sombras surgió un mago joven, vestido con una túnica negra. Llevaba el cabello castaño recogido por una tira de cuero sobre la nuca, y sus ojos, de color verde pálido, mostraban una mirada fría e insensible. Por alguna razón, llevaba la mano derecha, que sostenía un pesado bastón, cubierta por un largo guante de cuero negro.
El mago observaba a Saevin con una sonrisa taimada.
—Pero esto no es nada comparado con lo que va a pasar mañana por la noche —dijo—. Tenemos poco tiempo, aprendiz. Hemos de asegurarnos de que te aprendes tu papel para la función…
Saevin no dijo nada. Solo miró al mago con un brillo de fría determinación en sus ojos azules.
—¿No puedes rastrearla con tu magia? —preguntó Kai—. Quiero decir, evocar su imagen en una bola de cristal o algo parecido…
—Si pudiese hacer eso, lo habría hecho ya. No se puede espiar a un mago que no quiere dejarse espiar. Hay contrahechizos, ¿sabes?
Kai cerró los ojos; parecía algo aturdido y muy cansado. El mago lo miró de reojo.
—¿Qué diablos te ha dicho? Estás muy raro desde que has hablado con ella.
—No importa lo que me haya dicho, y no hurgues más en la herida, ¿quieres? Todo esto es muy difícil para los dos.
—Comprendo —asintió Fenris, pensativo—. Si por lo menos hubieses visto al fantasma que está con ella…
—No, no lo he visto.
«Estaba más preocupado por otras cosas», tuvo que reconocer para sí mismo.
—¿Por qué no intentas ponerte en contacto con Salamandra? —sugirió—. Tal vez ella haya descubierto algo…
—Buena idea —aprobó el mago.
Observó con aire crítico la hoguera que habían encendido para calentarse.
—Sí, creo que servirá —dijo.
Salamandra tiró de las riendas de su caballo y se detuvo, perpleja.
—¿Qué pasa? —preguntó Hugo, frunciendo el ceño y llevándose la mano al cinto, por si acaso—. ¿Has oído algo?
—Alguien está intentando comunicarse conmigo.
Sin esperar réplica, bajó del caballo y se inclinó sobre el suelo pedregoso del camino. Alzó la mano, y de ella brotaron llamas instantáneamente. Salamandra las moldeó hasta formar una hoguera que ardía sobre las piedras sin necesidad de leña alguna.
—Estoy aquí —susurró—. ¿Quién me llama?
Enseguida se vislumbró entre las llamas un rostro de rasgos élficos que ella conocía muy bien.
—¡Fenris! —murmuró—. ¿Dónde estás?
—No estoy muy seguro —la voz de Fenris sonaba como el crepitar de mil llamas—. Escucha, Salamandra, le hemos perdido la pista a Dana. ¿Dónde estás tú?
Ella le puso rápidamente al corriente de las novedades. Fenris asentía, pensativo.
—Bien; si no se nos ocurre nada mejor, iremos a tu encuentro y te acompañaremos a ver a Morderek. La corazonada de Conrado me parece muy acertada. Ojalá haya logrado destruir la Puerta…
—Seguro que sí. Probablemente a estas alturas el peligro haya pasado y estemos preocupándonos por nada…
—Me gustaría tener tu entusiasmo, Salamandra.
Ella lo miró con cariño.
—Saldrá bien —dijo—. Tiene que salir bien.
Salamandra apagó la hoguera, y la imagen de Fenris se extinguió con ella. Se puso en pie. Tras ella, Hugo la aguardaba con el ceño fruncido.
—Ya podemos irnos —dijo la maga.
—Aún no —repuso él, y se dio la vuelta para internarse en el bosque; Salamandra oyó su voz desde la espesura—. No tardaré.
—Qué oportuno —suspiró ella, con resignación.
—¿Qué pasa? —replicó Hugo—. ¿Los magos no tenéis necesidades?
El mago negro volvió a entrar en la sala donde aguardaba Saevin; parecía ligeramente molesto.
—Vaya, parece que las cosas se están torciendo un poco —Fijó su mirada en su aprendiz—. ¿Cómo va eso, muchacho?
Saevin, siguiendo sus instrucciones, se había sentado frente a una mesa sobre la cual había un libro abierto, y estaba estudiando las palabras que había escritas allí.
—Bien —dijo con seriedad—. Estoy seguro de que podré aprenderme a tiempo el conjuro.
—Magnífico —aprobó su tutor—. Uno abrirá la Puerta para que el último de ellos la cruce y se haga inmortal, dijo el Oráculo. Y esos somos tú y yo, Saevin. Aunque no lo sepas, tú tienes mucho más poder que ese papanatas de Conrado. Solo tú podrías mantener la Puerta abierta y contener a los fantasmas al mismo tiempo… para que yo cruce el Umbral y me haga inmortal.
Se volvió de nuevo hacia la puerta de la estancia.
—He de salir un momento, aprendiz. Quédate aquí y no toques nada, porque si lo haces, yo me enteraré de todas formas.
Saevin no respondió. Volvió a centrarse en el conjuro de su libro mientras el mago negro salía de la habitación, dejándolo a solas.
Jonás se puso en pie.
—He tomado una decisión —les dijo a sus amigos—, y no me ha resultado nada fácil. Pero quisiera consultarla con vosotros, para saber si estáis o no de acuerdo conmigo.
Ni Nawin ni Conrado dijeron nada, pero lo animaron con la mirada para que siguiese hablando.
—He pensado —prosiguió Jonás— que Fenris y Salamandra son dos magos poderosos y tendrán la oportunidad de defenderse si se viesen en peligro. En cambio, Iris está completamente desvalida ahora. Si no la ayudamos nosotros, morirá.
»También he pensado que el peligro que corren Fenris y Salamandra es hipotético. Pero el trance de Iris es real. El mundo de los muertos está sorbiendo su esencia vital, y eso está pasando ahora, no es una predicción futura.
»Por tanto, he decidido que debemos abrir la Puerta y rescatar su espíritu antes de que sea demasiado tarde para ella.
Jonás había pronunciado estas palabras con esfuerzo, y sus dos amigos sabían muy bien por qué. Debía elegir entre la vida de Iris y la de Fenris y Salamandra, y no había sido sencillo.
Pero había tomado una decisión, y ambos sabían que debían apoyarlo.
—De acuerdo —asintió Conrado—. Subamos a ver ese espejo.
Salamandra sonreía mientras sentía su larga y roja cabellera ondeando tras ella y el mundo pasando a su lado a una velocidad de vértigo. Aunque no podía igualar a los mágicos corceles élficos de Nawin, su caballo era ahora mucho más rápido que antes, y a Salamandra le gustaba aquella sensación. Apenas prestaba atención a Hugo, cuyo caballo la seguía de cerca. Al mercenario no le estaba sentando muy bien la salvaje carrera, pero Salamandra había insistido en aplicar a los caballos un encantamiento de velocidad, porque el tiempo se acababa.
Aquel amanecer era el último antes de la llegada del Momento.
De pronto, algo frenó bruscamente a Salamandra. El caballo se detuvo como si lo hubiesen clavado en el suelo, y Salamandra fue lanzada hacia adelante…
Dio con sus huesos en el suelo, y al principio sintió que se desvanecía, pero se esforzó por no perder la consciencia. Abrió los ojos con precaución y trató de incorporarse lentamente. Estaba dolorida y sangraba. Con un soberano esfuerzo, levantó la cabeza y miró al frente.
Lo primero que vio fue una difusa forma negra. Parpadeó y miró mejor, y se quedó helada.
Era un joven vestido con una túnica negra.
—Tú… —murmuró Salamandra.
Conrado examinó el espejo, alto, ovalado, con un marco dorado en el cual había una serie de inscripciones en élfico.
—Volvemos a vernos —murmuró, con una sonrisa.
—¿Podrás abrirlo? —preguntó Jonás, inquieto.
—«Pregunta y te contestarán» —tradujo Conrado por toda respuesta, señalando la inscripción—. Este espejo servía para hacer consultas al Más Allá. En principio no fue concebido para servir de Puerta. Una vez lo empleamos para que Kai pudiese regresar a su mundo, pero él era un espíritu, no un ser vivo. Sin embargo, ahora que se acerca el Momento cualquiera podría cruzar…
Nawin se estremeció.
—Jonás, ¿estás seguro de que quieres hacerlo?
El mago miró a Nawin y después a Iris, a quien habían instalado en un lecho improvisado cerca del espejo, para que, en el caso de que Jonás tuviese éxito, su espíritu lograse hallar su cuerpo con facilidad cuando regresase a través de la Puerta. La muchacha seguía pálida como el marfil, completamente quieta; su pecho apenas se movía.
—Debo hacerlo —dijo Jonás solamente.
Conrado lo miró, pero no dijo nada. Se volvió hacia el espejo y se plantó ante él. El objeto le devolvió su imagen.
—Pronto veremos qué más puedes mostrar —murmuró el joven.
Lentamente, comenzó a pronunciar las palabras que abrirían la Puerta al mundo de los muertos.
Salamandra se había levantado de un salto y trataba de mantenerse en pie a duras penas. Miró a su alrededor por el rabillo del ojo, pero no vio ni rastro de Hugo. Seguramente lo había dejado atrás.
—Volvemos a vernos, mi encantadora dama —dijo el mago negro.
—Cierra la boca —replicó ella, de mal humor—. Sabíamos que tú tenías que estar detrás de todo esto, no podía ser otro. ¿Qué es lo que quieres, Morderek?
—¿Que qué es lo que quiero? —el mago negro sonrió; sus ojos verdes centellearon—. Lo mismo que tu Maestra, supongo: que se cumpla la profecía que tan amablemente ha predicho mi inminente gloria.
—Estás loco —replicó Salamandra—. ¿Cómo sabes que esa parte de la profecía se refiere a ti?
—¿Ya quién si no? Pero yo, igual que Dana, he llegado a la conclusión de que las cosas hemos de provocarlas para que sucedan. Al igual que ella ha partido en busca de un método que le permita recuperar el cuerpo humano de Kai, yo sé que debo poner algo de mi parte para que se cumpla una profecía que tan beneficiosa puede resultar para mi salud futura…
—Hablas demasiado —gruñó Salamandra—. Y, como de costumbre, no dices más que tonterías.
A Morderek se le borró la sonrisa.
—¿Eso crees? ¿Todavía no lo has entendido?
—¿Qué hay que entender?
—Que es preciso que mueras, Salamandra.
El mago negro alzó su pesado bastón y gritó unas palabras mágicas. Salamandra alzó inmediatamente una barrera mágica defensiva.
El rayo descendió desde lo alto del cielo directo hacia el cuerpo de la joven. Sin embargo rebotó en la barrera mágica y se deshizo sobre ella.
Salamandra se irguió. El ataque de Morderek había logrado encolerizarla.
—¿Cómo te atreves? —exclamó—. ¡No conoces el poder de la Bailarina del Fuego!
Clavó los pies en tierra, abrió los brazos y echó la cabeza hacia atrás, todo a la vez, e instantáneamente sintió que el poder del fuego respondía a su llamada. Pronto sus manos se inflamaron, y su roja cabellera se alborotó a su alrededor como una corona ardiente. Fijó en Morderek una mirada que echaba chispas.
—Bravo —dijo el mago negro—. Por fin parece que he encontrado un adversario de mi talla.
Dana se detuvo al pie de un enorme pico truncado.
—Este es el volcán de la Cordillera de la Niebla —anunció Shi-Mae.
—¿Y dices que tu mago negro vive en el interior del cráter? —dijo la Señora de la Torre—. Cuesta trabajo creerlo.
—El volcán lleva milenios inactivo —explicó Shi-Mae—. En su interior se ha desarrollado toda una selva llena de criaturas extrañas que han evolucionado de espaldas al mundo. Es un lugar de difícil acceso.
—Ya veo. Bueno, yo subiré a pesar de todo.
—Y yo contigo —susurró Shi-Mae—. Alégrate, Señora de la Torre. Pronto las palabras del Oráculo se verán cumplidas.
Conrado pronunciaba suavemente las palabras mágicas, acariciándolas, dándoles forma poco a poco, desde la garganta hasta los labios. Había entrecerrado los ojos y alzado las manos hacia el espejo, pidiéndole, en lenguaje arcano, que se abriera ante ellos y les mostrase sus secretos. Había hecho aquello mismo en otra ocasión, cinco años atrás; pero entonces no era más que un aprendiz de cuarto grado, y ahora era ya un mago consagrado.
Entonces se había limitado a repetir las palabras mágicas con fe y ardor.
Ahora sabía.
Sabía la importancia que tenía aquella Puerta, sabía la enormidad de lo que se ocultaba detrás, sabía que iba a desvelar algo que debía permanecer oculto a los vivos.
Y pese a ello, o quizá precisamente por ello, quería hacerlo.
Quería abrir la Puerta de nuevo.
Sonrió para sí mismo. Al principio no estaba seguro de estar haciendo lo adecuado, pero ahora sentía que no había otra manera. Debían salvar a Iris. Y si tenían que abrir la Puerta, era mejor hacerlo antes de que llegase el Momento. Así, tal vez estuvieran a tiempo de destruir el espejo una vez que el espíritu de Iris se encontrase a salvo.
Conrado suspiró casi imperceptiblemente. Era una lástima destruir aquel objeto mágico tan hermoso y tan especial… Pero debían hacerlo, por el bien de todos.
La Puerta se estaba abriendo.
Tras él, Nawin lo contemplaba en silencio, y Jonás aguardaba, dispuesto a emprender un peligroso viaje del cual tal vez no hubiese retorno, un arriesgado viaje al mundo de los muertos…
Salamandra gritó de nuevo y lanzó otra bola de fuego. Morderek la desvió con su bastón y ambos se detuvieron, jadeantes, y se miraron el uno al otro, con los ojos rebosantes de desafío, estudiándose con cautela.
El claro del bosque en el que se hallaban estaba calcinado, y las túnicas de ambos presentaban ya diversas quemaduras y desgarrones. Se habían atacado con todas sus fuerzas y, por el momento, ninguno de los dos aparecía claramente como vencedor.
—¿De dónde… has sacado… tanto poder? —jadeó Salamandra.
—Eso no te importa —replicó Morderek—. Vas a morir de todas formas, lo sepas o no.
Salamandra rugió y volvió a invocar al fuego. Este acudió a su llamada, fiel como siempre. Ningún otro mago podía conjurarlo y moldearlo con tanta facilidad como la Bailarina del Fuego. Hasta aquel mismo momento, con la fuerza del ígneo elemento de su parte, Salamandra había sido prácticamente invencible.
Morderek no pareció inmutarse. Miró al cielo un breve instante y murmuró.
—Vaya, parece que ya es la hora.
Volvió entonces la mirada a Salamandra.
—Lo siento, bella dama —dijo—. Ha sido muy interesante, pero ahora he de marcharme.
Salamandra no lo escuchaba. Estaba concentrando toda su magia en crear un enorme demonio de fuego que se alzaba rugiente sobre el claro.
Morderek no parecía impresionado.
—¡Ah, casi lo olvidaba! La profecía… —murmuró.
Salamandra lanzó el demonio contra el mago negro. Este aferró su bastón con las dos manos, lo enarboló balanceándolo hacia un lado y, cuando la criatura de fuego llego hasta él, la golpeó con todas sus fuerzas.
El demonio chocó con increíble violencia contra el bastón de Morderek y rebotó hacia Salamandra convertido en una masa ardiente.
Ella no tenía por qué temer aquel ígneo proyectil pero, por alguna razón, se sintió vulnerable y trató de levantar una barrera defensiva.
El fuego la golpeó de lleno y la envolvió. Salamandra chilló, sintiendo algo que no había sentido en años al contacto con las llamas.
Dolor.
Se estaba quemando.
—Hasta otra, mi dama —se despidió Morderek, guasón—. Bueno, en realidad, hasta nunca, dado que tú vas a morir y yo seré inmortal… Me encantaría quedarme a ver cómo te abrasas en tu propio fuego, pero tengo una cita con la Señora de la Torre.
Salamandra se dejó caer y se revolcó por el suelo, pero el fuego había prendido su túnica, y en aquel momento ella no parecía más que una simple muchacha humana, sin poderes, sin nada que le hiciese merecer el nombre de Bailarina del Fuego.
Con una sonrisa socarrona, Morderek desapareció del claro, dejando a la joven hechicera abandonada a su suerte, gritando de dolor entre las llamas.