Salamandra se detuvo cuando el pequeño y destartalado torreón se hizo visible ante sus ojos. Era una construcción bastante curiosa, una casa baja rematada por una torrecilla retorcida a un lado, por cuya chimenea salía un humo blanco que se elevaba en volutas hacia el cielo rojizo del atardecer. Un torreón olvidado entre rocas agrestes y matas espinosas.
El hogar de Conrado.
Hacía varios años que Conrado había abandonado la Torre, pero Salamandra no había olvidado al tímido y trabajador muchacho que escondía más de una sorpresa en su interior. Sonriendo sin poder evitarlo, la maga se aproximó hasta la puerta. Antes de que llegase a llamar, sin embargo, esta se abrió de par en par.
«Bienvenida», oyó una voz telepática. «Sube, estoy arriba».
Sorprendida a su pesar, Salamandra subió por la pequeña escalera de caracol, retorcida y empinada, hasta la habitación que coronaba el torreón.
También aquella puerta estaba abierta. Salamandra se asomó con cierta timidez a un cuarto bastante grande en el que ardía un alegre fuego. Las paredes estaban forradas de estanterías en las cuales se apilaban libros y hojas sueltas que parecían organizadas en algún tipo de extraño orden que, probablemente, solo entendía su propietario. Al fondo se abría una pequeña ventana que dejaba pasar los últimos rayos del atardecer.
En el centro de la estancia, revolviendo entre los papeles que se amontonaban sobre una vieja mesa de roble, se hallaba Conrado.
—Un momento, enseguida estoy contigo —murmuró.
Salamandra simplemente esperó mientras observaba a su amigo con atención y cierta curiosidad.
Conrado no había cambiado mucho desde los tiempos en que estudiaban juntos. Igual que ella y que Jonás, había trocado su túnica de aprendiz por una de color rojo en cuanto superó la Prueba del Fuego. Los últimos rasgos infantiles habían desaparecido de su rostro definitivamente, pero seguía siendo delgado y desgarbado, con aquel aire de despistado que no hacía sospechar lo que ocultaba en su interior: una mente privilegiada para los estudios, un alma en completa sintonía con los misterios más ignotos de la magia.
Por fin, Conrado encontró lo que buscaba: un arrugado pergamino que extrajo de algún lugar entre los pesados y polvorientos volúmenes.
—Ah, aquí está —dijo, muy ufano—. Temía haberlo perdido, y no me queda mucho tiempo, ¿sabes? Has venido en el momento apropiado. ¿Tienes idea de lo que está a punto de suceder? ¡La dimensión de los muertos estará más próxima a nosotros de lo que nunca…!
—Lo sé —cortó Salamandra—. Por eso he venido a hablar contigo.
Conrado la miró y vio su expresión seria. Dejó a un lado el pergamino, aun a riesgo de volver a perderlo, se sentó e indicó a Salamandra que hiciera lo mismo. —Cuéntame —dijo.
Fenris se inclinó junto al manantial con gesto irritado.
—Maldita sea —gruñó—. Hemos vuelto a llegar tarde. ¿Cómo es posible?
Kai miraba a su alrededor batiendo ligeramente las alas con nerviosismo.
—Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí —suspiró—. ¿Qué hacemos ahora?
Fenris alzó la cabeza, arrugó la nariz y husmeó en el aire.
—Hace horas que se ha marchado —dijo—. ¡Y ese olor a fantasma…!
—No sabía que los fantasmas oliesen a algo —comentó Kai, algo molesto.
—Es más que un olor. Es… no sé. Digamos que cualquier espíritu deja una especie de rastro tras de sí, solamente perceptible por criaturas con los sentidos muy agudizados. De todas formas, es algo muy leve. Por eso me sorprende tanto captarlo con tanta claridad. No recuerdo haber sentido nada parecido desde… —miró a Kai, frunciendo el ceño—, desde que tú rondabas por la Torre como espíritu, pegado a los talones de Dana.
Kai le devolvió una mirada perpleja.
—¿De veras podías percibirme? Nunca dijiste nada.
—En realidad no, dado que entonces solo me transformaba en lobo las noches de luna llena. Bajo mi forma élfica, mis sentidos no eran nada comparados con lo que son ahora, después de haber pasado tanto tiempo metamorfoseado en lobo. Pero hubo una vez que sí percibí tu presencia… una noche, en el bosque, bajo la luna llena, cuando buscábamos al unicornio…
—No sigas —se estremeció Kai—. Lo recuerdo.
—No he olvidado esa sensación, ese… llamémoslo «olor». El olor de un espíritu que ha cruzado la barrera del mundo de los muertos.
—Eso solo puede significar que Dana ha realizado un conjuro de vinculación con un espíritu y lo ha traído a este plano —murmuró Kai—. Pero ¿de quién se trata? ¿Y por qué lo haría?
—Solo hay una manera de averiguarlo, Kai. Pero, lamentablemente, no tengo ni la más remota idea de dónde puede haber ido Dana ahora. No sé qué conjuro piensa utilizar para devolverte tu cuerpo.
—Antes has dicho que, fuera el que fuese, necesitaría tres cosas por encima de todo —recordó Kai—: restos de mi cuerpo, agua de vida y… sangre de fénix.
—Sí, bien, pero ni siquiera yo sabría dónde encontrar sangre de fénix si la necesitase. Es una sustancia muy preciada y escasa. Por no hablar del hecho de que pocos magos tendrían agallas para matar a un ave fénix. Son criaturas maravillosas, hechas de fuego y luz.
—Bien, bien, entonces parece que estamos en una encrucijada. ¿Adónde vamos ahora?
De nuevo, Fenris husmeó en el aire.
—Puedo seguir su rastro si se ha ido andando, o a caballo. Pero lo dudo. El Momento se acerca, y ella tiene prisa. Habrá empleado medios mágicos y… ¡espera!
Se levantó de un salto y rebuscó en sus saquillos. Cuando encontró lo que buscaba se plantó junto al manantial y cerró los ojos para concentrarse. Lentamente, alzó las manos frente a él, llenas de una extraña sustancia brillante. Comenzó entonces a murmurar las palabras de un hechizo, mientras dejaba caer poco a poco entre sus dedos aquel polvo reluciente.
Cuando terminó, nada parecía haber cambiado, salvo el hecho de que había un pequeño montón de polvo brillante a los pies del mago elfo.
—¿Qué estás tramando? —preguntó Kai, frunciendo el ceño.
—Ssshhh… ¡mira!
El dragón miró, y vio enseguida lo que Fenris le señalaba: del pequeño montículo de polvo mágico salía una larga hilera brillante que iba derecha hacia al bosque y se perdía en la espesura.
—Rastro mágico —anunció el elfo, satisfecho—. Nos llevará hasta Dana por el camino más corto.
Kai no respondió. Bajó un ala para que Fenris trepase por ella hasta su lomo. Momentos después, ambos se elevaban en el aire. A sus pies, en tierra, un largo camino luminoso centelleaba en la semioscuridad.
La nieve caía mansamente sobre el Valle de los Lobos. Anochecía ya cuando una figura cubierta con una capa de suave piel blanca apareció ante la Torre. Aguardó apenas un instante, porque casi inmediatamente la verja de hierro se abrió con un chirrido. Entró sin dudarlo y cruzó el jardín hasta la puerta.
Allí aguardaba Jonás, pálido, ojeroso y visiblemente agitado.
—Te dije que era peligroso venir —dijo él a modo de saludo.
—No he tenido otra alternativa —respondió ella suavemente. Su voz era dulce y melodiosa, y hablaba con un fuerte acento élfico.
—Deberías marcharte.
—Pero no puedo hacerlo. Dime, ¿qué pasa? Parece que hay problemas.
Jonás la miró, dubitativo.
—Está bien, entra —accedió.
Entonces ella se retiró la capucha. La luz que procedía del interior de la Torre iluminó los rasgos de la joven reina Nawin.
En el laboratorio de Conrado reinaba un silencio pesado y lleno de preguntas sin formular.
Fue Salamandra quien habló por fin.
—Entonces, ¿crees que podrías abrir la Puerta?
—Por supuesto que podría —replicó Conrado, algo ofendido—. Y por supuesto que no voy a hacerlo. No pensaba hacerlo, de todas formas, pero gracias por advertirme.
—Eso me tranquiliza —murmuró Salamandra.
—Pero hay otra cosa que me preocupa, y es esa última parte de la profecía.
—«Para que el último de ellos cruce la Puerta y se haga inmortal». No hemos podido averiguar de quién se trata.
Conrado vaciló.
—Yo tengo una idea al respecto.
Salamandra lo miró, sorprendida.
—¿De veras?
—Sí. ¿Te acuerdas de Morderek?
El gesto de Salamandra se torció en una mueca de desagrado.
—¿Ese chico que solo se preocupaba por sí mismo? Sí, lo recuerdo. Nosotros fuimos a rescatar a Dana al Laberinto de las Sombras y él huyó como un cobarde, con el rabo entre las piernas. No lo volvimos a ver.
—Yo ya estaba en la Torre cuando él llegó la primera vez. Dana le preguntó qué esperaba él de la magia. Y Morderek, que aún era casi un niño y vestía todavía la túnica blanca, respondió sin dudar: «Que me haga inmortal».
—Bueno, eso es lo que pensamos todos cuando llegamos —objetó Salamandra—. Creemos que seremos capaces de obrar grandes milagros. Y la verdad es que hacemos prodigios, pero no milagros. No podemos devolver la vida a los muertos ni podemos hacernos inmortales. Eso lo descubrimos a lo largo de nuestro aprendizaje.
—¿Nunca te has preguntado por qué se fue tan de repente?
—Porque le entró miedo, ya te lo he dicho. Los lobos asediaron la Torre aquella noche. Él sabía mejor que nadie que buscaban venganza. Ahora vive retirado igual que tú, lejos del mundo.
—¿Cómo lo sabes?
—Hugo… quiero decir, un amigo… me lo dijo. Se encontró con él alguna vez.
—¿En serio? Quizá sería mejor preguntarle.
—¿Crees de verdad que él está mezclado en todo esto?
Conrado tardó un poco en contestar, pero, cuando lo hizo, su voz sonó firme y segura:
—Sí, lo creo. Y es más: estoy seguro de que no se fue por cobardía. Tú no llegaste a conocerle como yo. Era una persona muy, muy ambiciosa. Si se marchó de la Torre fue porque pensó que encontraría en otra parte el poder que buscaba.
—Pero si no era más que un estudiante de tercer grado…
—Hazme caso, Salamandra. Busca a ese Hugo e id los dos al encuentro de Morderek. Tal vez podáis distraerlo hasta que pase el Momento.
—Pan comido —dijo ella, sacudiendo sus rizos pelirrojos.
Pero Conrado le dirigió una mirada severa:
—No lo subestimes. Estoy convencido de que no se habrá conformado con el tercer grado, Salamandra. Ha tenido tiempo de sobra para encontrar lo que andaba buscando.
»Además… —añadió—, hay otra cosa que me preocupa. Dudo que Morderek esté solo.
—¿Qué quieres decir?
—Quizá reciba ayuda del Otro Lado… y se me ocurre una persona que puede estar muy interesada en que se unan ambas dimensiones, alguien que tiene una cuenta pendiente en el mundo de los vivos y está deseando regresar…
—El Maestro —murmuró Salamandra—. Sí, Fenris y Kai llegaron a la misma conclusión. Muy bien, entonces iré a buscar a Morderek. ¿Y tú qué vas a hacer?
Conrado se puso en pie. Sus ojos brillaban llenos de determinación.
—Yo voy a volver a la Torre.
—¿Qué? —saltó Salamandra—. ¡Estás loco! La profecía…
—La profecía no se cumplirá si alguien destruye esa Puerta, Salamandra. Y creo que yo puedo hacerlo.
Saevin estaba a solas en su habitación. Las voces de Nawin y Jonás le llegaban en un suave murmullo apagado desde el piso de arriba.
Saevin no habría podido salir de su cuarto, aunque lo hubiese querido. Después de lo sucedido con Iris, Jonás se había enfurecido con él y lo había hecho responsable de todo.
—Si estás de nuestra parte, ¿por qué no me dijiste que Iris estaba aquí? ¿Te das cuenta de lo que le ha pasado, en parte por tu culpa?
Saevin no había respondido. Entonces Jonás había pronunciado un hechizo de encarcelamiento sobre su habitación, y ahora el muchacho estaba encerrado allí. Si trataba de salir, una fuerza mágica se lo impedía. Y, pese a que sabía que tenía mucho poder, este solo se manifestaba cuando se hallaba bajo una gran tensión o un gran peligro. Entonces brotaba de él espontáneamente. Sin embargo, ahora se encontraba atrapado en una prisión mágica y no conocía el contrahechizo. Al fin y al cabo, solo era un estudiante de primer grado.
Estaba pasando las hojas del Libro de la Tierra, leyendo algún hechizo por encima sin demasiado interés, cuando oyó su llamada.
«Va a llegar el Momento, Saevin».
—Lo sé —dijo él a media voz, sin sorprenderse ni asustarse.
«Hace tiempo te pregunté si estarías dispuesto a ser mi nuevo aprendiz. No dudo que recuerdas lo que me contestaste entonces. Bien, ahora te necesito. ¿Acudirás a mí?».
—Estoy encerrado.
La voz rió suavemente.
«Eso no es problema para alguien como yo».
Saevin vaciló. Sabía que aquello sucedería tarde o temprano. Había tratado de prepararse, pero en el último momento le asaltaron las dudas.
«En el fondo no quiero hacerlo», se dijo.
«Es una lástima», replicó la voz. «Porque yo sí quiero hacerlo. Si vienes conmigo tendrás poder y gloria. De lo contrario…».
Saevin cerró los ojos un momento. Podría decirle que no le temía, lo cual era verdad, hasta cierto punto. «No debo dudar», se dijo.
La voz rió por segunda vez.
«Así me gusta. Prepárate. No tardaré en venir a buscarte».
La comunicación se cortó, y Saevin se quedó solo de nuevo.
Ya era noche cerrada, pero el rastro mágico brillaba en la oscuridad como una relumbrante cadena de fuego. Las alas de Kai batían poderosamente el aire, impulsando con fuerza al dragón hacia su objetivo: Dana.
Tanto él como Fenris, que montaba sobre su lomo, mantenían la vista fija en el brillante camino que más abajo, en tierra, les indicaba la dirección que debían seguir.
—¡Eh! —exclamó de pronto Kai—. ¿Qué es eso? ¡El rastro se interrumpe!
Pero fueron los agudos ojos de elfo de Fenris, capaces de ver en la más profunda oscuridad, los que apreciaron la figura vestida de blanco que los aguardaba en el lugar donde el rastro se acababa.
—Hemos encontrado a Dana, Kai —murmuró.
Kai descendió hasta posarse en tierra frente a ella. La Archimaga estaba de pie, aparentemente sola, mirándolos en silencio. El dragón inclinó la cabeza para mirar a Dana. Fenris saltó del lomo de Kai y avanzó unos pasos. Ninguno de los dos supo qué decir al principio.
—¿Creíais que no me daría cuenta de que me estabais siguiendo? —preguntó ella suavemente.
Por fin Kai recuperó el habla.
—Dana, no debes seguir adelante. Es peligroso para mucha gente.
—¿Eso crees? —Dana sonrió—. Mira, me has traído a Fenris. Con mi huida he hecho que ambos os alejéis de la Torre. Ya no corréis peligro.
—Pero…
—Kai, no insistas. Voy a hacer esto, necesito hacer esto. Han pasado muchos años desde que nos conocimos. Si dejo pasar esta oportunidad, la única que ha habido desde entonces, no volverá a presentarse.
—Dana… —intervino Fenris con voz ronca.
Ella los miró con cariño.
—Fenris, Kai… mis mejores amigos. No dudaba de que vendríais a buscarme. Siento haberte provocado un sueño mágico, Kai, pero debía hacerlo. Por ti, por nosotros.
—¿Quién está contigo, Dana? —preguntó él súbitamente.
La Archimaga vaciló un breve instante.
—¿Qué quieres decir?
—Sabes lo que quiero decir. ¿A quién has vinculado a ti? ¿Quién te está hablando desde el mundo de los muertos?
—Kai, sé que ahora tienes dudas. Pero estoy segura de que todo saldrá bien. Mira.
Ella murmuró unas palabras mágicas, y Kai sintió que su alma salía de su cuerpo. No era la primera vez que aquello sucedía. Se volvió hacia atrás y vio su cuerpo de dragón dormido. Se miró a sí mismo y vio manos humanas, translúcidas, incorpóreas.
Dana lo había vuelto a hacer, había evocado su imagen humana para verle como había sido antes, cuando era el fantasma de un chico humano fallecido tiempo atrás.
—Dana…
Vio también que Fenris los miraba sin moverse, y se sintió inquieto.
—¿Por qué lo has paralizado?
—Porque quiero enseñarte una cosa.
La Archimaga dio media vuelta y se internó en la espesura. Kai la siguió, intranquilo.
La perdió de vista. Miró hacia todos lados y vio un leve resplandor un poco más allá. Avanzó hasta allí. Se trataba de un pequeño claro en el bosque. En él estaba…
—¡Dana!
Era ella, pero había rejuvenecido y mostraba el aspecto que debía de tener con quince años, cuando apenas era una estudiante de cuarto grado que buscaba desvelar los secretos del unicornio. La túnica violeta, el cabello negro corto, los ojos azules brillando intensamente… Kai la miró, profundamente conmovido, sacudido por los recuerdos. Habían vivido tanto juntos…
Iba a avanzar hacia ella cuando un movimiento en la espesura atrajo su atención. Vio entonces cómo un muchacho rubio acudía hasta la Dana adolescente, y tardó un poco en reconocerse a sí mismo. Parpadeó, confuso. ¿Qué estaba pasando?
Fue testigo del encuentro de los dos jóvenes, Dana y Kai, vio cómo se miraban con un amor infinito reflejado en sus ojos, vio cómo se abrazaban… por fin.
Kai jadeó. Reprimió el impulso de correr hasta ellos, de ocupar el lugar de su doble y abrazar a Dana con todas sus fuerzas, como aquella vez, como aquella única vez…
La voz de ella en su oído lo sobresaltó:
—¿Comprendes ahora?
Era una voz de mujer adulta. Kai se volvió y vio a la verdadera Dana, la Archimaga, una mujer madura que, sin embargo, jamás había conocido un amor de verdad. Kai se sintió pequeño e insignificante junto a ella. Por más que Dana mejorase su técnica mágica, solo lograría evocar la imagen de un chico de dieciséis años, porque Kai no había vivido más tiempo como ser humano, porque había fallecido a esa edad. Sintió que se les agotaba el tiempo a los dos, y deseó ardientemente que todo pudiera cambiar, aunque solo fuera por un momento.
—Solo tenemos una vida para vivir —susurró ella, adivinando sus pensamientos—. Y no habrá más oportunidades, Kai. Puedo resucitar tu cuerpo y puedo rejuvenecer el mío. Puedo hacerlo cuando llegue el Momento. Después, siempre será imposible.
Kai no supo qué decir. La quería, siempre la había querido. ¿Cómo decirle que él no deseaba que estuviesen juntos? No podía, porque no era cierto.
Dana lo miró con ternura.
—Se acaba el tiempo, Kai —le recordó.
Dio media vuelta y se alejó de él. Kai corrió tras ella y tropezó con algo que tiró de él. Sintió que su cuerpo succionaba su espíritu, cerró los ojos… y cuando los abrió se vio de nuevo como dragón dorado, tendido sobre la hierba.
Alzó su largo cuello escamoso y miró a su alrededor. Vio a Fenris, que se movía tratando de desentumecerse, y miraba hacia todos los lados, desconcertado.
—No debéis preocuparos por mí —se oyó de pronto la voz de Dana—. No me sigáis; yo te encontraré, Kai, cuando llegue el Momento y todo esté listo…
—¡Dana…!
La hechicera había desaparecido sin dejar ni rastro.
—Dana… —musitó Kai, desolado.
Fenris cayó de rodillas sobre el suelo y hundió los dedos en lo que había sido el rastro mágico.
Ahora no era más que un montón de vulgar arena.
Jonás, pálido y ojeroso, abrió la puerta tras la que se hallaba Iris. Conrado entró tras él. Acababa de llegar a la Torre, y Jonás no había tenido fuerzas para pedirle que se marchara, por su propia seguridad. Estaba demasiado preocupado por lo que le había sucedido a Iris.
—No he podido lograr que despertara —explicó, mientras Conrado se acercaba para examinar a la niña.
El mago recién llegado tocó la frente de Iris. Estaba fría como el mármol.
—Está viva —dijo Jonás—, pero es como… no sé, como si no estuviese aquí.
—¿Qué le ha pasado?
—No estoy muy seguro —Jonás frunció el ceño—. Ni siquiera sabía que no se había ido con los demás. De repente la he oído gritar y he venido corriendo… La he encontrado en la habitación cerrada de lo alto de la Torre, caída en el suelo…
—¿Frente a un espejo? —cortó Conrado. Jonás vaciló. —Bueno… sí.
—Maldita sea —murmuró Conrado—. La profecía ha empezado a cumplirse.
La ciudad estaba tranquila. Hacía rato que había anochecido y todos habían vuelto a sus casas para descansar hasta el día siguiente.
Sin embargo, y como en todas las ciudades, había lugares que no dormían.
Uno de ellos era la fonda Los Tres Jabalíes, que bullía de agitación. El cantinero servía más y más jarras de cerveza mientras los parroquianos bebían y vociferaban canciones de taberna. Evidentemente, los hombres que debían trabajar al día siguiente no se hallaban allí. Por tanto, la taberna estaba repleta de rufianes, truhanes, gente sin ocupación clara y aventureros de todas las calañas.
Ninguno de ellos vio a la joven vestida de rojo que se materializó frente a la puerta como surgida de la nada. Ella sonrió un momento, se atusó el pelo y entró, sin reparos.
Algunos se volvieron para mirarla, pero inmediatamente desviaron la vista hacia otra parte. La sonrisa de ella se ensanchó. Por muy duros que se creyesen, la mayoría de aquellos hombres sentían terror ante las túnicas rojas de los magos.
—¡Salamandra! —oyó una voz desde el fondo de la sala.
Se volvió hacia allí. Vio a Hugo; estaba bebiendo cerveza y jugando a los dados con un par de tipos de mala catadura. Se acercó a él, sin amilanarse lo más mínimo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él—. ¿Cómo me has encontrado?
—Supuse que no te habrías quedado en el bosque, y vine a mirar en la taberna más cercana. Como ves, no me equivoqué. ¿Y los demás?
—Durmiendo, ¡angelitos…! —dijo Hugo con una sonrisa burlona.
Sus compañeros de mesa parecían incómodos ante la presencia de la hechicera. Esto, lejos de molestarla, divertía a Salamandra. Pero en aquella ocasión no tenía tiempo de jugar.
—Vamos a un lugar más tranquilo, Hugo. He de hablar contigo.
Hugo aceptó, algo reacio a abandonar la partida, sin embargo. Momentos después estaban ambos sentados en un rincón apartado.
—No puedo explicártelo ahora porque es muy largo —empezó ella—, pero el caso es que hay algunos amigos míos que podrían estar en peligro dentro de poco. Y quiero evitar eso, ¿entiendes?
—Más o menos. ¿Y qué tengo que ver yo con eso?
—Una vez me dijiste que conocías a un mago que se hacía llamar Morderek.
—Sí, menudo nombrecito, ¿no crees?
—¿Podrías llevarme hasta él?
Los ojos de Hugo brillaron de una manera extraña.
—Vive lejos…
—No me importa. Si es un lugar que he visto antes podré teletransportarme hasta allí. Y si no, de todos modos tengo medios mágicos a mi alcance para viajar más deprisa.
Hugo se acarició la barbilla, pensativo.
—Muy bien —dijo; sus labios se curvaron en una leve sonrisa—. ¿Cuándo quieres partir?
—Ahora mismo. Despertaré a los demás y…
—No es necesario. Iremos tú y yo solos.
Salamandra tenía prisa, y no puso objeciones.
No tardaron en salir los dos de Los Tres Jabalíes, de nuevo hacia la aventura.
Iris seguía inconsciente en un extraño trance, entre la vida y la muerte; respiraba, y su corazón aún latía débilmente, pero no se movía ni reaccionaba a nada. Nawin la cubrió con la manta para que no cogiera frío. Sus ojos almendrados miraban a la muchacha con una mezcla de miedo y compasión.
—Tú no lo recuerdas porque no estabas allí —estaba diciendo Conrado—. Cuando Shi-Mae vino a la Torre, se trajo un espejo consigo. Ese espejo no era lo que parecía: se trataba de un vínculo con el Más Allá. A través de él, Shi-Mae podía hablar con los espíritus de los muertos.
—Sí, Salamandra me contó algo de eso —asintió Jonás.
—Por ese motivo, Shi-Mae escondió el espejo en una habitación en la que nunca entraba nadie. Pero Salamandra y yo lo encontramos, con la ayuda de Kai. De hecho, yo conseguí abrir el acceso para que Kai hiciese una pequeña expedición al mundo de los muertos.
»Todos sabemos que Shi-Mae se fue poco más tarde y nunca regresó.
Nawin se estremeció al recordar el final de la que había sido su Maestra.
—Supongo que el espejo se quedó aquí —concluyó Conrado—. Con todo lo que pasó después, nos olvidamos de él. Además, la Torre está llena de trastos que nadie sabe para qué sirven. A nadie le llamaría la atención un espejo más.
»El caso es que me temo que, ahora que se acerca el Momento, los espíritus del Otro Lado han elegido el espejo como vía de acceso al mundo de los vivos.
—¿Qué tiene eso que ver con Iris? —preguntó Nawin.
—Necesitan un enlace con el mundo de los vivos, como un puente tendido entre ambas dimensiones para ir aproximándolas poco a poco. Además necesitan la fuerza vital de alguien para atravesar la Puerta de manera definitiva.
—¡La fuerza vital…! —repitió Jonás, consternado.
—Una vez que han atravesado la barrera al mundo de los muertos, los espíritus no pueden volver aquí y quedarse. Necesitan vincularse a alguien, a algo o a algún lugar, ya lo sabéis… Cuando llegue el Momento sí podrán hacerlo, pero en ese primer instante necesitarán un ser vivo al cual aferrarse para cruzar la Puerta. Ahora están sorbiendo su vitalidad poco a poco, empapándose de su esencia. Es una manera de vincularse a ella… todos a la vez.
Jonás se levantó de un salto.
—¡Destruyamos el espejo, pues! Has dicho que podías, ¿no?
Pero Conrado negó con la cabeza.
—No, esto lo cambia todo. Veréis, el alma de Iris está ahora mismo vagando por el mundo de los muertos, unida a su cuerpo por un delgado hilo. Si destruimos la Puerta, ese hilo se romperá, e Iris morirá.
Nawin había palidecido. Jonás se dejó caer sobre una silla, abrumado.
—No puede ser —susurró—. ¿Por qué ella? No es más que una niña…
—Por eso precisamente; tiene más vida por delante y, por tanto, más fuerza vital. Ahora está envejeciendo poco a poco. El proceso se acelerará a medida que se acerque el Momento.
—Pero tiene que haber algo que podamos hacer…
Conrado miró a sus compañeros, indeciso.
—Hay algo, pero no es una salida fácil.
—¿Qué es?
—Seguir las instrucciones de la profecía: yo abriré la Puerta y la mantendré abierta mientras otro pasa al Otro Lado para rescatar el espíritu de Iris.
—¡«Otro partirá en un peligroso viaje, tal vez sin retorno»! —recordó Nawin, aterrada.
Jonás se estremeció, pero no dijo nada. Se acercó al lecho donde yacía Iris, inerte, caminando en la frontera entre la vida y la muerte.
—No tengas miedo, pequeña —le dijo—. Todo se arreglará.
Se volvió hacia Conrado.
—Está bien. ¿Qué he de hacer?
Él lo miró fijamente.
—¿Te das cuenta de lo que te digo? Si abrimos la Puerta, la profecía se estará cumpliendo. Esa profecía también anunciaba la muerte de Fenris y Salamandra.
Jonás se estremeció.
—Quizá deberíamos pensarlo un poco más —dijo Nawin.
—No tenemos tiempo —replicó Jonás, angustiado, y echó una breve mirada a Iris, que seguía yerta sobre el lecho, sumida en la oscuridad.
«Ha llegado la hora»…
La voz sonaba con fuerza y no admitía réplica. A Saevin lo sobresaltó. Alzó la cabeza como movido por un resorte.
«Pero si todavía no es el Momento…», pensó, algo aturdido.
«Pero es necesario que preparemos algunas cosas. Ella no tardará en llegar».
Saevin se puso en pie, vacilante.
«No irás a echarte atrás ahora…».
Saevin respiró profundamente. Había mucho en juego. Sabía que aquel era el momento más importante de su vida. Sabía que, si seguía a aquel que lo estaba llamando, nada volvería a ser igual.
Pero debía hacerlo.
—No —respondió finalmente, alzando la cabeza con valentía—. No voy a echarme atrás.
La voz calló. De pronto algo sucedió. Frente a Saevin, en el centro de la habitación, apareció algo parecido a una enorme ventana que se abría a… una habitación oscura, apenas iluminada por un fuego en alguna parte. Había algo al fondo, bultos junto a la pared, pero el extraño vaho que flotaba en la estancia impedía verlos con claridad.
—Ven —se oyó la voz con claridad, al otro lado de la ventana mágica; era una voz suave y taimada—. Ven a mí, aprendiz.
—Voy —dijo Saevin.
Dio un paso al frente. Vaciló. Miró un momento hacia atrás y murmuró:
—Adiós, Iris. Nunca te olvidaré.
Avanzó entonces sin dudarlo, hasta que la ventana mágica se lo tragó.
Después desapareció, y tras él solo quedó una habitación vacía, silenciosa, fría.