El lobo alzó la cabeza hacia el cielo estrellado y clavó su mirada en la luna. Husmeó en el aire y aulló.
Como si se tratara de una respuesta a su llamada, algo parecido a una llama surcó el firmamento.
El lobo aulló de nuevo. Se quedó un momento mirando aquello que sobrevolaba el bosque y, con un leve gruñido de asentimiento, descendió de lo alto del cerro y volvió a internarse en la espesura.
Salamandra y los suyos también lo habían visto.
—¡Diantre! —exclamó Fabius—. ¿Qué era eso?
La maga se había levantado de un salto y se había alejado un poco de la hoguera para poder observar mejor el extraño rayo dorado que cruzaba el cielo.
—Bueno, tú que sabes tantas cosas —oyó la voz de Hugo tras ella—, dinos, ¿de qué se trata?
Salamandra tardó un poco en contestar. La llama voladora se alejaba, y ella permanecía allí, indecisa, tratando de adivinar qué significaba su presencia en aquel lugar.
—¿Salamandra…?
Ella volvió a la realidad, pero no se giró para mirar a Hugo.
—Es un dragón —dijo a media voz.
—¿Un dragón? —resopló Hugo—. Pues parecía hecho de oro puro. ¡Eh, compañeros! —llamó—. ¿Venís con Salamandra y conmigo?
—¿Adónde?
—¡A la caza del mayor botín que haya pasado ante nuestras narices! Cada escama de esa bestia debe de valer una fort…
—¡Silencio! —estalló Salamandra—. Nadie tocará a ese dragón.
—Pero ¿por qué no? ¿Qué tripa se te ha roto esta vez?
Ella respiró hondo.
—Porque lo conozco —calló un momento antes de añadir—. Es amigo mío.
Hugo resopló por lo bajo.
—Tienes amigos muy extraños, Salamandra, ¿lo sabías?
—Es una condenada túnica roja —murmuró Eric—. No podía ser de otra manera.
—Está bien, os hablaré en un lenguaje que podáis comprender —dijo Salamandra, un poco harta—: ese es Kai, el dragón de la Señora de la Torre, una de las más poderosas Archimagas de los siete reinos. Estoy segura de que ella no vería con buenos ojos que una piojosa pandilla de mercenarios fuese a pincharle con sus espadas, ¿me explico?
Hugo abrió la boca para replicar, pero no llegó a decir nada.
—Así me gusta —asintió Salamandra—. Bueno, yo he de ir a resolver un asunto urgente. Podéis largaros o podéis esperarme, me da igual. En cualquier caso, que la suerte os sonría.
Hugo reaccionó.
—¡Espera, Salamandra…!
Se detuvo, disgustado.
La maga había desaparecido. Se había esfumado en el aire.
—¡Maldita túnica roja…! —murmuró el aventurero.
Kai seguía volando siempre hacia el norte, pero estaba demasiado agotado como para fijarse en el pequeño campamento que acababa de sobrevolar. Llevaba un día y una noche viajando, y en realidad no tenía demasiado claro cuándo debía parar. De noche, todo el bosque parecía igual.
Resopló suavemente y se esforzó por mantenerse despierto. No se había detenido ni un solo momento y había forzado sus alas al máximo para cruzar el mar en el menor tiempo posible.
Por eso, cuando vio el destello de luz un poco más allá, le costó un poco darse cuenta de lo que estaba pasando.
Frente a él, suspendida en el cielo nocturno, flotaba la brillante imagen de un lobo.
Kai reprimió un bostezo y sonrió.
Halló cerca de allí una gran explanada, y no dudó en descender y posarse en tierra por fin. Cuando replegó las alas, todo su cuerpo se lo agradeció. Sin embargo, no se dejó vencer por el cansancio. Miró a su alrededor en busca de la persona que le había dejado aquella brillante señal en el cielo.
Por fin, bajo la luz de la luna y las estrellas, pudo distinguir una figura alta y esbelta, que caminaba hacia él un poco encorvada, envuelta en una túnica roja.
—Hola, Kai —saludó una voz que antaño fue melodiosa y musical, pero que ahora sonaba grave y algo áspera—. ¿Qué te trae por aquí?
—¿Fenris? Caramba, apestas a lobo.
—No me daré por ofendido —repuso el mago.
Pronunció una palabra mágica. Se oyó un chasquido y, de pronto, una pequeña bola de fuego iluminó el claro, quedando suspendida en el aire sobre sus cabezas.
Ambos se examinaron mutuamente.
—Te veo algo cambiado —comentó el dragón.
—Te lo contaré en otro momento; es una larga historia. Supongo que traes noticias, ¿no?
—Exacto —frunció el ceño y husmeó en el aire—. Dime, ¿quién está contigo?
Fenris se volvió rápidamente. Justo entonces, ambos distinguieron otra figura vestida de color rojo que avanzaba hacia ellos en la oscuridad.
—¿Salamandra? —preguntó Kai, inseguro.
—¡Salamandra! —exclamó Fenris, con un gruñido.
—Saludos, chicos —dijo ella en tono festivo.
Dana se volvió solo un momento sobre la grupa de su caballo para ver la granja por última vez antes de marcharse.
Era todavía de noche. No le gustaba partir en la oscuridad sin despedirse de nadie, pero el tiempo apremiaba, y no podía esperar al amanecer.
Solo una persona sabía que se marchaba, y había acudido a despedirla a la puerta de la granja.
—Hasta siempre, madre —murmuró la Señora de la Torre.
Clavó los talones en los flancos de su caballo, y la oscuridad de la noche se la tragó.
—Creo que empiezo a entender algo de todo esto —murmuró Fenris.
Los tres se habían reunido en torno a una hoguera alimentada con la magia ígnea de Salamandra.
—Alguien será traicionado… todo parece apuntar a Nawin, ¿no? Alguien será tentado por el mal…
—Puede que Saevin —apuntó Kai—. Me da mala espina. Tiene mucho poder… pero es muy joven, y necesita un mentor. Habría que ver entonces a quién elige.
—Otro partirá en peligroso viaje… me temo que no sé qué significa. Otro se consumirá en su propio fuego… —evitó mirar a Salamandra, pero ella se sintió aludida de todas formas.
—Vale, sí, ya lo sé. ¿Qué más?
—Otro escuchará la llamada de los muertos —prosiguió Kai—. Es obvio que se refiere a Dana.
—Evidente, sí —coincidió Fenris—. Y ahora llegamos a lo que nos interesa: otro abrirá la Puerta.
—¿A qué Puerta se refiere? —preguntó Salamandra.
—A la Puerta entre el mundo de los vivos y el de los muertos, por supuesto —dijo Kai—. Pero ¿quién podría hacer eso?
Salamandra vaciló un momento antes de decir en voz baja:
—¿Os acordáis de Conrado?
—¿Conrado? —murmuró Fenris, entornando los ojos—. ¿Aquel chico tan estudioso que estaba con vosotros cuando…?
—Sí, era de nuestro grupo. Él estuvo a punto de abrir la puerta al Laberinto de las Sombras, ¿recuerdas? El abrió la Puerta que guardaba Shi-Mae, para que Kai…
—Para que yo pudiese atravesarla y hablar con los espíritus —concluyó el dragón—. Sí, lo recuerdo. ¿Qué fue de Conrado, entonces?
—Bueno, ya por aquellos días le interesaba el tema de las puertas y agujeros interdimensionales. Él era el mayor de todos nosotros, si exceptuamos a Nawin, claro. Fue el primero en superar la Prueba del Fuego. Después se fue de la Torre y, por lo que sé, vive encerrado en su casa, solo, estudiando.
Fenris no pudo reprimir una sonrisa.
—Típico de él.
—Estoy segura de que no hay nadie que sepa más de Puertas que él. Yo… —vaciló de nuevo—. Sé dónde vive. Podríamos ir a consultarle…
—Y le daríamos una razón para regresar a la Torre cuando llegase el Momento —concluyó Fenris, severo—. No me parece tan buena idea. ¿No recuerdas qué más cosas dice la profecía?
—El más joven entregará su aliento vital, o algo así. ¿Quién es «el más joven»?
—La más joven de la Torre es una niña llamada Iris —dijo Kai—. Creo que no tiene más de doce años. Pero Jonás la envió a otra Escuela, junto con el resto de aprendices.
—Hum —murmuró Fenris—. Puede que sí se pueda evitar la profecía, al fin y al cabo. Veamos… otro recuperará su verdadero cuerpo…
Ninguno de los dos miró a Kai. El dragón respiró hondo.
—Por eso se ha ido Dana —dijo en un susurro.
—Pero ¿puede hacer eso? —preguntó Salamandra—. ¿Puede hacer que recuperes tu cuerpo?
Kai miró a Fenris, que tardó un rato en contestar.
—Tal vez —dijo finalmente—. Cuando estudiamos el caso llegamos a la conclusión de que existen medios para resucitar a los muertos… Pero quedan convertidos en criaturas bastante desagradables… zombies, se llaman. Sin embargo, si uno de esos conjuros se realizase en ese Momento en que la frontera entre la vida y la muerte se hace más difusa… podría funcionar.
—¿«Podría»?
—No, maldita sea, estoy seguro de que funcionaría —gruñó Fenris—. Dana solo necesita una parte del verdadero cuerpo de Kai…
Salamandra miró a Kai, interrogante. El dragón frunció el ceño.
—Mi cuerpo está enterrado en la granja donde nació Dana —dijo—. ¿Creéis que se ha ido hasta allí?
—Casi con toda seguridad —dijo Fenris, mirándole con seriedad—. ¿Tú sabrías volver allí?
—Sí —desplegó las alas con impaciencia—. ¿Cuándo nos vamos?
—Espera un momento —interrumpió Salamandra—. Quiero seguir desentrañando la profecía. Otro verá cumplida su venganza… ¿quién quiere vengarse?
—El Maestro, sin duda —respondieron Fenris y Kai a dúo.
—¿El Maestro, otra vez? —Salamandra frunció el ceño; Fenris y Dana se habían rebelado contra su Maestro mucho tiempo atrás, y las leyes de la magia decían que, en aquellos casos, él tenía derecho a vengarse de ellos, incluso después de muerto—. Pero ya lo derrotamos, ¿no?
—Un par de veces —respondió Fenris, mohíno—. Pero está claro que no se puede matar a quien ya está muerto, ¿no? Y Kai se ha encargado de enseñarnos que los habitantes del Otro Lado son tan reales como tú y como yo.
—De todas formas, si quisiera vengarse, lo tendría fácil cuando llegue el Momento —reflexionó Salamandra—. Veamos, si no he entendido mal, hay quien está muy interesado en abrir esa Puerta cuando llegue el Momento. Pero no lo entiendo. Shi-Mae tenía una Puerta. Conrado la abrió sin problemas…
—No exactamente —replicó Fenris—. Verás, esa Puerta permitía a Shi-Mae comunicarse con el Otro Lado. Podríamos decir que, más que una Puerta, era una Ventana. Sin embargo, cuando llegue el Momento, sería relativamente fácil abrirla del todo y permitir el paso de un lugar a otro… El paso de mucha gente a la vez, incluso.
Salamandra se estremeció.
—En momentos como este desearía no tener tanta imaginación —murmuró—. Porque supongo que te refieres a todo un ejército de criaturas del Otro Lado atravesando la Puerta en masa…
—Exacto —susurró Kai—. Yo he estado allí, sé lo que sienten todos. Podríamos ser felices al Otro Lado si no fuera porque la vida nos llama y nos atrae como un imán. Los más sabios saben que la vida y la muerte no son dos estados contrarios, sino complementarios. Sin embargo, mucha gente lo olvida, a ambos lados de la frontera. Los muertos desean volver a la vida, y los vivos buscan la inmortalidad.
—… Para que el último de ellos cruce la Puerta y se haga inmortal —recordó Salamandra—. ¿Quién querría hacerse inmortal? ¿Quién nos falta en la ecuación de la profecía?
Fenris sacudió la cabeza.
—Podría ser cualquiera. Muchos han pasado por la Torre en los últimos tiempos, Salamandra. No podemos saberlo.
Hubo un breve silencio. Salamandra había evitado voluntariamente la parte de la profecía que se refería a aquel que iba a morir entre horribles sufrimientos, y ni Kai ni Fenris parecían dispuestos a recordarla.
Fue el dragón quien rompió el silencio.
—Yo pienso ir a buscar a Dana a la granja —declaró—. ¿Quién me acompaña?
Fenris y Salamandra cruzaron una mirada.
—Yo lo haré —gruñó el mago—. Si puedes evitarlo, Salamandra, mantente alejada de todo esto.
—¿Bromeas? No temo a las profecías. Creo en mi poder para cambiar mi destino.
—Sabía que dirías eso. ¿Qué piensas hacer?
—Sé que no te parece bien, Fenris, pero creo que deberíamos consultar a Conrado. Sin duda ya sabe lo del Momento. Quizá deberíamos asegurarnos de que no vaya a abrir la Puerta por error.
Fenris consideró aquella nueva perspectiva.
—Tienes razón, aunque no me gusta nada todo esto. Ya es bastante preocupante la idea de que Dana esté trabajando para que se cumpla la profecía… y lo siento mucho, Kai, pero no pienso ayudarla.
—Estoy de acuerdo contigo —asintió él.
—Bueno, ya sabéis que yo no creo en el destino —dijo Salamandra—. Tal vez la profecía no sea más que una serie de advertencias acerca de lo que podría suceder. Podemos intentar que se cumplan las cosas buenas y tratar de evitar las malas.
—Sí, sospecho que eso es lo que cree Dana también —suspiró Fenris—. El problema está, Salamandra, en que no sabemos cuánta influencia podemos tener en todo este asunto.
—En cualquier caso —intervino Kai, fijando en ellos sus ojos verdes—, el tiempo apremia.
Dana se arrodilló con cuidado junto al manantial e introdujo la redoma en el agua. El líquido, de una pureza sin igual, llenó enseguida el recipiente. La Archimaga lo sacó y lo estudió a la luz del amanecer.
—Agua de vida —susurró.
Suspiró, agotada. No había sido sencillo acceder al mítico manantial del agua de vida. Estaba custodiado por los más salvajes espíritus del bosque profundo. Dana y Shi-Mae habían tardado toda la noche en atravesar la espesura, y la poderosa hechicera había estado a punto de ser tragada por ella en alguna ocasión.
Sin embargo, ahí tenía su premio, en aquel pequeño, frasco de cristal.
Se volvió hacia Shi-Mae. El fantasma de la Archimaga elfa aguardaba junto a ella, en silencio.
—¿Qué es lo siguiente?
—Lo sabes muy bien —respondió Shi-Mae—: sangre de fénix.
Dana se estremeció involuntariamente.
—Sangre de fénix para volver a la vida —susurró.
—No es algo que cualquier mago pueda tener en su laboratorio, Señora de la Torre. La sangre de fénix pierde sus propiedades si no se usa en menos de siete horas…
Dana suspiró. Shi-Mae se encogió de hombros.
—Nadie dijo que fuera fácil.
Dana alzó la cabeza para mirar la cascada del manantial, envuelta en un arco iris.
—En tal caso, démonos prisa —dijo—. Quiero regresar a la Torre con tiempo, antes de que llegue el Momento. No puedo olvidar que he dejado solos a Kai y a Saevin… Dime, Shi-Mae… ¿Dónde puedo encontrar un fénix?
Los ojos de Shi-Mae parecieron relampaguear un breve instante.
—Hay un mago que vive en los confines de este continente, al oeste, en la Cordillera de la Niebla —susurró—. Él tiene un ave fénix.
Dana se volvió hacia ella, suspicaz.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Y tú sabes que no te miento.
—Es cierto, no me mientes, lo veo en tu aura. Pero tampoco me estás diciendo toda la verdad. ¿Quién es ese mago?
—Es… —Shi-Mae vaciló un breve instante—. Es un mago negro, Señora de la Torre.
Dana asintió, pensativa. Los magos negros eran aquellos que habían obtenido un gran poder por medios poco convencionales. El Consejo de Magos no los admitía oficialmente como hechiceros, y sin embargo, algunos eran más poderosos que los mismos Archimagos.
—Ya veo. Por alguna razón, tú quieres llegar hasta él. Por eso me pediste que te vinculase a mí, ¿no es verdad? Porque sabías que, si yo accedía a llevar a cabo el conjuro, tendría que ir a verle tarde o temprano…
—No lo niego, Dana. Pero mis motivos son personales y no tienen nada que ver contigo, ni con tu amigo elfo. Y puedes ver que sigo sin mentirte.
—Está bien —suspiró ella—. ¿Accedería tu mago negro a entregarnos su ave fénix?
—No se pierde nada por probar.
La Señora de la Torre no replicó. Guardó la redoma en su saquillo, junto con la caja que contenía los restos de Kai, y se volvió de nuevo hacia Shi-Mae.
—¿La Cordillera de la Niebla, has dicho?
«¿Por qué no vienes a vernos, Iris?».
«Deberías hacerlo. Estamos deseando que alguien nos haga una visita».
«Además, tú también estás sola, ¿no?».
«Sal de ahí, pequeña. Sube las escaleras…».
Iris gimió y se encogió sobre sí misma. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar, escuchando aquellas voces siniestras y oscuras…
De pronto, oyó pasos en el pasillo, y supo que se trataba de Jonás, porque Saevin no solía hacer ruido al caminar. Contuvo la respiración.
«Eso es, pequeña, silencio…».
«No digas nada…».
Iris reprimió un gemido.
Jonás se detuvo en el pasillo, de pronto. Le había parecido oír algo. Se volvió hacia todos lados, nervioso y suspicaz, preguntándose si Saevin no lo habría seguido desde el comedor donde ambos acababan de desayunar. No parecía posible, sin embargo. Estaba seguro de que se había quedado en la biblioteca. Suspiró y se frotó un ojo con cansancio. Los nervios estaban haciendo mella en él. Todo aquel asunto de Saevin y la profecía, su encuentro con Salamandra, la súbita partida de Dana…
«Lo estamos haciendo bien», se dijo a sí mismo por enésima vez. «El Momento llegará pronto, tal vez mañana mismo, y aquí solo estamos dos…».
Se alejó pasillo abajo, sumido en sus pensamientos.
Kai estaba tendido sobre la hierba al pie de las montañas, dormitando. Estaba casi seguro de que se había ocultado bien, pero, por si acaso, mantenía despierto su sexto sentido. Fue este el que le avisó de la llegada de Fenris.
El dragón abrió un ojo perezosamente. Un enorme lobo de color castaño cobrizo se acercaba a él, saltando de roca en roca.
—¿Y bien? —preguntó Kai.
—Me he acercado a la granja —gruñó el lobo—. He sentido el olor de Dana, pero muy débil. Ella ya no se encuentra aquí.
Kai cerró los ojos un breve instante.
—Lo suponía —dijo solamente.
—Hay más. También he percibido un olor que me ha resultado familiar… Creo que ella no está sola, Kai.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién la acompaña?
—No lo sé, pero sí estoy seguro de que no es de este mundo.
Kai no respondió enseguida. Dejó vagar su mirada por las montañas y por la región que se adivinaba más allá.
—Yo nací y crecí aquí, Fenris —susurró—. Y también fallecí aquí, en algún lugar de estas montañas. A los dieciséis años.
—Lo sé —dijo el lobo.
—También fue aquí donde regresé a este mundo en forma de espíritu para cuidar de Dana. La vi nacer, crecer, la he visto vivir la vida que me fue arrebatada a mí. Me cuesta creer que ahora huya de mí.
—Irónicamente, lo hace por ti, Kai.
—Lo sé. Pero no estoy seguro de que sea una buena idea —se volvió hacia su amigo con una chispa de resolución en sus ojos verdes—. Transfórmate; debemos encontrarla cuanto antes.
Kai aguardó mientras el cuerpo de lobo de Fenris volvía a metamorfosearse en la elegante figura de un joven hechicero elfo.
—Espero que la alcancemos en el manantial del agua de vida —dijo el mago—. De lo contrario…
No terminó la frase. No era necesario.
Iris no lo soportaba más. Debía subir, debía seguir aquellas voces y averiguar de una vez qué era lo que querían.
Tenía que hacerlo, o pronto se volvería loca.
Lentamente, con cautela, salió de la habitación y se asomó al pasillo. No vio a nadie, ni a Jonás ni a Saevin. Se deslizó hasta la escalera de caracol…
«Eso es, pequeña…».
«Sube…».
…y comenzó a subir los escalones, uno tras otro.
En aquel preciso instante, en una de las salas más recónditas del palacio de la Reina de los Elfos, dos personajes mantenían una reunión secreta. Uno de ellos era el Gran Duque, mano derecha de la reina Nawin; el otro, un representante de la facción más misteriosa y desconocida de la nobleza élfica, la Casa de los Elfos de las Brumas, a los que se les atribuían misteriosos poderes, a la par que una fiereza y frialdad sin límites.
El grupo de asesinos contratados para matar a la reina tiempo atrás había estado compuesto, en su mayoría, por elfos de las brumas.
—¿Habéis traído la información? —susurró el Gran Duque.
—Sí —respondió el otro en el mismo tono—. Hemos contactado con los señores de la Casa del Río, la Casa del Valle y la Casa del Bosque Profundo. Todos han acordado unirse a nosotros.
El Gran Duque asintió.
—Magnífico. Con esto ya somos mayoría en la nobleza élfica y ya podemos poner cada cosa en su lugar. Por fin acabaremos con toda esta farsa y los días inciertos habrán terminado.
Su interlocutor inclinó la cabeza.
—Señor, han llegado rumores de que la reina sospecha algo…
El Gran Duque lanzó miradas nerviosas a su alrededor.
—Puede ser. Ella es una gran maga, y, como dicen los humanos, las paredes tienen oídos. Sin embargo, esto no debe detenernos. Llevamos ya tiempo fraguando este plan. Nada debe fallar ahora que todo está preparado.
Los dos personajes salieron de la habitación con sigilo y cautela.
Tras ellos quedó una estancia aparentemente vacía…
Momentos después, un trozo de pared que presentaba una textura inusual se separó del resto y adoptó, poco a poco, la figura de la joven reina Nawin. Había aprendido el hechizo de mimetismo en el Libro de la Tierra muchos años atrás; un hechizo al que casi nadie solía prestar atención, pero que la reina encontraba vital para su subsistencia en una corte llena de intrigas. Ninguno de los dos conspiradores se había percatado en ningún momento de su presencia en la habitación.
Nawin se mordió el labio inferior, angustiada y pensativa. Había confiado en el Gran Duque todo lo que su situación le permitía.
Ahora comprobaba lo que ya hacía tiempo que sospechaba: incluso él la había traicionado.
Estaba sola.
Recordó la visita de Jonás apenas un par de días atrás; recordó sus advertencias sobre la profecía del Oráculo. Pero no tenía alternativa. Planeaban atentar contra su vida, y solo había un lugar en el cual ella podría considerarse segura.
Con un suspiro, respiró hondo y volvió a mimetizarse con la pared. Su figura, apenas perceptible, se deslizó fuera de la habitación, pegada al muro de piedra.
Iris llegó a la cúspide de la Torre guiada por las voces. Allí había cuatro puertas, eso lo sabía; pero le sorprendió ver que la cuarta puerta, que siempre estaba cerrada, se encontraba ahora abierta de par en par («No lo dudes, entra», decían las voces).
Atraída por ellas, Iris entró en la habitación. No se paró a mirar a su alrededor; sus ojos fueron directamente a un bulto plano, alto y ovalado, que descansaba al fondo de la estancia, un bulto cubierto por un paño de terciopelo azul («Acércate, vamos»).
Iris no lo dudó. Avanzó hasta el fondo de la habitación («Ven, pequeña, ven») y retiró el paño con un gesto rápido y brusco.
El objeto que ocultaba era un espejo.
Jonás estaba en su estudio, pero oyó claramente el chillido de la niña procedente de la parte alta de la Torre.