Dana se detuvo en un recodo del camino, y su caballo relinchó con impaciencia. La Señora de la Torre echó de menos, una vez más, a Lunaestrella, su fiel yegua, que había muerto dos años atrás. Calmó al animal y paseó su mirada por la campiña.
Se hallaba en una comarca de suaves colinas y verdes valles, salpicados de granjas y peinados por campos de cultivo y caminos para carros.
Hacía veinticinco años que no pasaba por allí, pero nada parecía haber cambiado.
Nada, salvo ella misma.
La última vez que pasara por aquel camino era una niña de diez años que trataba de mantenerse erguida sobre su nuevo caballo, tras el hombre que la llevaría lejos de su hogar hasta un remoto valle perdido entre montañas.
Ahora era una mujer madura, una poderosa Archimaga, la Señora de la Torre.
«¿Por qué no regresé nunca?», se preguntó entonces, mientras espoleaba de nuevo a su caballo. «¿Qué me lo impedía?».
Cuando detuvo su caballo frente a la valla de una granja de tejados rojos, entre el bosque y la explanada, todavía no había encontrado la respuesta a aquellas preguntas.
Un hombre acudió a recibirla.
—¿Puedo ayudaros, señora? —pregunto.
Dana lo miró con atención y sonrió.
—Me gustaría ver a los dueños de la granja, si es posible —dijo suavemente.
El hombre negó con la cabeza.
—Mi padre ha ido al pueblo. Si puedo hacer alguna cosa por vos…
Dana bajó del caballo ágilmente y se quedó mirándole un momento. Él le devolvió una mirada inquieta.
—¿Señora…?
—Oh, deja de llamarme así. Cuando éramos niños me tirabas de las trenzas. ¿Tanto he cambiado?
El granjero la miro con algo más de atención, frunciendo el ceño. De pronto, pareció reconocerla.
—Tu…
—¿Qué es lo que pasa?
Los dos se volvieron hacia la persona que acababa de hablar, una mujer pequeña de cabello cano y gesto enérgico. Dana avanzo hacia ella, algo vacilante, y la miro a los ojos.
La mujer la reconoció al punto, pero la sorpresa le impidió hablar durante un momento.
La Señora de la Torre tuvo que tragar saliva antes de poder decir, en un susurro:
—Madre.
Hugo se sintió considerablemente aliviado cuando vió regresar a Salamandra, saltando de roca en roca. La joven presentaba un gesto bastante adusto, pero el aventurero no lo consideró una gran novedad.
—Nos vamos —dijo ella en cuanto llegó junto a sus compañeros.
Hugo no resistió la tentación de hacerse el valiente.
—Lástima de pieles —suspiró, echando un vistazo resignado a los lobos que los rodeaban—. Habríamos sacado mucho por ellas.
Salamandra lo miró casi con odio.
—Cierra la boca. Ya te dije que no íbamos de caza.
Hugo se encogió de hombros en un gesto burlón, pero nadie más dijo nada. Aunque no se atrevieron a confesarlo, ninguno de ellos respiró tranquilo hasta que dejaron muy atrás la hondonada donde se habían encontrado con aquellos extraordinarios lobos.
Salamandra tampoco pronunció palabra durante el viaje de regreso. Parecía sumida en sus propios pensamientos, y no respondió a ninguna de las bromas de sus compañeros.
En realidad, estaba pensando en su próximo movimiento.
Fenris había abandonado la Torre apenas un par de meses antes de que ella se presentase a la Prueba del Fuego. Desde aquel momento, Salamandra solo había tenido un único pensamiento: superar la prueba para ser reconocida como maga de primer nivel y poder abandonar la Torre para ir en su busca.
Habían pasado tres años desde entonces, tres años a lo largo de los cuales Salamandra había vivido muchas aventuras, pero jamás había olvidado su objetivo de encontrar a Fenris.
Ahora que lo había logrado y que el encuentro no había resultado como ella habría deseado, se sentía desorientada y, sobre todo, vacía. Muy vacía.
Mientras Hugo proponía entusiasmado abandonar el Reino de los Elfos y buscar aventuras en las agrestes tierras del sur, Salamandra se preguntaba si iría con ellos una vez más o, por el contrario, había llegado el momento de buscar su propio camino y seguir adelante… sola.
Iris volvía a su cuarto silenciosamente, deslizándose por los rincones en sombras. Estaba preocupada. Saevin le había contado que Dana y Kai se habían marchado, y que Jonás había quedado como responsable de la Torre. Aunque Jonás le infundía confianza, Iris sospechaba que la súbita partida de la Señora de la Torre era un indicio de que algo muy grave estaba ocurriendo. Ya no sabía si había hecho bien en quedarse allí. Algo le decía que debía hablar con Jonás y decirle que había desobedecido y se había escondido para no tener que abandonar la Torre con los demás, pero sabía que, en cuanto lo hiciera, el mago la enviaría a reunirse con ellos. Y eso también la asustaba.
«Mira, es ella…».
Iris se detuvo de pronto en el pasillo. Estaba segura de haber oído una voz.
«¿Qué estará haciendo aquí?».
Iris dio un respingo y comenzó a temblar.
—Na… nada —susurró—. Yo…
«Debería esconderse, ¿verdad?».
«Oh, sí, debería hacerlo. Los magos tienen mil ojos».
Iris se volvió hacia todos lados, con los ojos desorbitados de terror.
—¿Qui… quién es? ¿Quién habla?
Escuchó atentamente, con el corazón latiéndole con fuerza, pero no oyó nada más. Muy asustada, se deslizó escaleras arriba, todavía temblando.
No vio la sombra de Saevin que la observaba desde un rincón, con un brillo calculador en sus impasibles ojos azules.
Anochecía ya cuando Dana entró en el granero de la granja. Había pasado la tarde hablando con su familia, aunque solo su madre parecía alegrarse de veras de su regreso. Para su padre y todos sus hermanos y hermanas era ya una extraña. Habían transcurrido veinticinco años. La vida en la comarca había continuado sin ella. Sus hermanos mayores tenían ya hijos adolescentes, y sus hermanos pequeños no la recordaban.
Pese a todo, la habían invitado a cenar con cariño y cortesía. Sobre todo los más jóvenes ansiaban escuchar historias de lugares lejanos, aunque Dana poco podía contarles. Todos ellos sabían que se había ido lejos, "a estudiar", pero desconocían la naturaleza de tales estudios. Dana no se lo explicó. Había pasado mucho tiempo, y ella no era capaz de recordar qué actitud tenían hacia la magia los habitantes de la comarca. Pero por experiencia sabía que la gente sencilla temía a los hechiceros y no confiaba en ellos.
—¿Qué haces ahora, Dana? —había preguntado su madre.
—Dirijo una escuela —simplificó ella.
—¡Una escuela! —exclamó una de las niñas, una sobrina a la que Dana acababa de conocer—. A mí me gustaría aprender en tu escuela.
Dana sonrió, pero una de sus hermanas, la madre de la pequeña, replicó:
—Tú tendrás que trabajar en la granja como todos tus hermanos.
La Señora de la Torre pensó que, veinticinco años atrás, había creído que aquel era también el destino reservado para ella. Después se sintió muy afortunada de poder estudiar hechicería en la Torre, pero ahora miraba a su familia y no estaba tan segura. Vio rostros cansados, curtidos, manos encallecidas de trabajar, pero miradas limpias, tranquilas y felices. Adivinó que la cosecha había sido buena.
Se preguntó cuándo había tenido ella un buen año.
—Parece que los niños te dan muchas preocupaciones —dijo su madre, casi como si adivinase sus pensamientos.
—También muchas alegrías —replicó ella.
Habían seguido hablando hasta después de la cena. Sus hermanos querían saber dónde vivía ella ahora, sus hermanas le preguntaban por qué no se había casado todavía.
—Parece que fue ayer cuando te escondías en el granero, debajo de esa vieja manta.
El corazón de la Señora de la Torre empezó a latir con fuerza.
—Me gustaría recordar viejos tiempos —dijo sencillamente—. Me gustaría que me permitieseis dormir allí esta noche.
Su madre le dirigió una extraña mirada, pero no dijo nada.
Ahora estaba allí, sola, de pie en el granero, sosteniendo un farol en alto.
—Todos se han acostado ya —susurró la voz de Shi-Mae en su oído—. ¿Estás segura de que sabes dónde buscar?
Dana evocó unas lejanas palabras: «Si algún día vuelves a casa…».
—Señora de la Torre, no tenemos todo el día.
—Está bien, está bien.
Dana colgó el farol de un gancho y susurró unas palabras mágicas. Después, contuvo el aliento.
No tuvo que aguardar mucho. Enseguida, media docena de pequeñas siluetas corrieron hasta ella desde los rincones más ocultos del granero. Eran hombrecillos no más altos que la palma de su mano y vestidos con colores oscuros. Arrastraban pequeños picos y palas tras de sí.
—¿Nos has llamado, Señora de la Torre? —dijo uno de ellos con voz chillona.
—Necesito vuestra ayuda —susurró ella.
El hombrecillo hizo una reverencia.
—Los duendes cavadores siempre estamos a tu servicio. ¿Qué hemos de hacer?
«Si algún día vuelves a casa y excavas en la pared oeste del granero, bajo la ventana…».
Dana se estremeció. Los recuerdos acudían a ella como un torrente de aguas desbordadas, y le resultaba difícil mantenerse en el presente.
Les indicó el lugar.
—Con mucho cuidado, por favor —suplicó.
Los hombrecillos parecieron ofendidos.
—Los duendes cavadores siempre tenemos cuidado.
Dana no discutió y les dejó hacer.
Mientras los duendes cavaban donde ella les había indicado a una velocidad de vértigo, Dana recorrió aquel rincón perdido en sus recuerdos de infancia.
No había cambiado mucho. La madera parecía más vieja y habían construido un pequeño armario para guardar los aperos de labranza, pero, por lo demás, seguía estando igual. Rozó con los dedos la vieja escalera que llevaba a la parte alta y que tantas veces había subido de niña, y sintió un ramalazo de nostalgia.
En todos aquellos recuerdos seguía estando él.
Kai.
Todos los rincones del granero le devolvían la imagen de un chiquillo rubio, delgado y algo mal vestido, pero animoso y vivaz, siempre dispuesto a emprender nuevas aventuras, siempre con una sonrisa en los labios y con un brillo travieso en la mirada.
Habían crecido juntos, y en muchas ocasiones, Dana había llegado a olvidar que ella era la única capaz de verle, y que nunca había tocado otra cosa que aire cuando trataba de rozar su piel.
—Estoy haciendo esto por ti, amigo mío —susurró.
—¡Señora de la Torre! —la llamaron súbitamente los duendes cavadores.
Dana se apresuró a acudir junto a ellos. En apenas unos minutos, las seis mágicas criaturas habían abierto una fosa de considerable tamaño y profundidad, y mostraban orgullosos lo que habían hallado en su fondo.
La Señora de la Torre sintió que el dolor la golpeaba como una maza; le temblaron las piernas y tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse.
Sabía lo que iba a encontrar, y había creído estar preparada… pero en aquel mismo momento descubrió que no lo estaba, ni lo estaría nunca.
La voz de Kai, perdida en el recuerdo, seguía resonando en su mente: «Si algún día vuelves a casa y excavas en la pared oeste del granero, bajo la ventana-seguramente encontrarás mis huesos, si es que los perros no los han desenterrado ya».
En el fondo del foso había un esqueleto de huesos pálidos y quebrados.
Fenris gruñó algo y se envolvió aún más en el manto. Las llamas de la hoguera iluminaban su rostro de elfo, enmarcado por enmarañados mechones de cabello cobrizo. Sus ojos ambarinos aún no habían perdido el brillo salvaje del lobo.
Abrió con cuidado el saquillo que traía consigo y arrojó su contenido, unos polvos de color dorado, sobre la hoguera, cuyas llamas se elevaron más todavía hacia el cielo sin luna. Fenris retrocedió un poco y observó el fuego.
—Señora de la Torre —gruñó más que dijo.
Las llamas no le devolvieron la imagen que él esperaba. Sin dudarlo, el elfo introdujo la mano en el fuego para remover los troncos. Las llamas no quemaron su piel.
—Me da escalofríos verte hacer eso —dijo tras él una voz femenina, pero profunda y ligeramente enronquecida.
Tras él apareció el rostro élfico de Gaya.
—Soy un mago —repuso Fenris.
—El único mago que hay entre nosotros —dijo ella—. Nunca te lo he preguntado, pero supongo que tu poder te permitió aprender a controlar tus cambios con mayor facilidad que el resto de nosotros.
—Supones mal —replicó él en voz baja—. Fue duro de todos modos.
Su mano se crispó en un gesto de impotencia.
—Maldita sea —gruñó—. No logro comunicarme con Dana. Algo va mal.
Sintió que Gaya lo miraba fijamente, y se volvió hacia ella.
—¿Vas a marcharte? —le preguntó sin rodeos.
Fenris vaciló.
—Vas a marcharte —dijo ella en voz baja, comprendiendo.
—Aún no sé qué voy a hacer. Llevo ya tiempo viviendo como un lobo. No me atrae la idea de volver junto a los seres humanos, ni junto a los elfos, a pesar de que, gracias a la reina Nawin, ya no soy un proscrito en mi tierra. Sin embargo, ya te he hablado de Dana. Ella y yo somos amigos. Ella me ayudó cuando más perdido y solo estaba. Si me necesita ahora, no puedo fallarle.
—Lo sé —asintió Gaya; calló un momento antes de añadir—. Otros se marcharon antes que tú; ninguno regresó.
—Yo lo haré.
—Eso dicen todos, muchacho.
Fenris y Gaya alzaron la cabeza y vieron a un elfo de aspecto tan salvaje como cualquiera de ellos dos, de cabello cano y ojos oscuros y penetrantes.
—Zor —murmuró Fenris, sorprendido—. ¿Qué te ha hecho cambiar de forma?
—Tú, Fenris —su voz seguía sonando como un gruñido—. Recuerdo la primera vez que te vi, hace cinco años. Había oído hablar de ti a los vientos. Las hojas de los árboles susurraban que al otro lado del mar había alguien como nosotros, alguien que, además, poseía el don de la magia. Por eso abandoné mi forma de lobo y traté de parecer un elfo más o menos respetable. Así, crucé el mar y recorrí el continente que se extendía al otro lado, buscándote.
»Y por fin te encontré.
Fenris entornó los ojos. Recordaba perfectamente el momento de su primer encuentro. Una jauría de lobos había atacado a los aprendices de la Torre: Jonás, Salamandra, Nawin y Conrado, que habían cometido la imprudencia de escapar al bosque en momentos inciertos. El propio Fenris había acudido al rescate, transformado en lobo.
Zor lo había rescatado a él.
Después se había marchado tan silenciosa y misteriosamente como había llegado, sin que Fenris pudiera preguntarle…
Pero nunca había olvidado a aquel enorme lobo blanco ni el convencimiento de que, por primera vez en su vida, había encontrado a alguien como él.
—¿Dices que cruzaste el mar a propósito para venir a buscarme? No puedo creerlo. ¿Por qué te fuiste entonces sin decir nada?
—Porque ya te había encontrado —Zor le dirigió una mirada inescrutable—. El resto del camino debías recorrerlo tú solo. Y yo sabía que tarde o temprano llegarías hasta nosotros.
Fenris no dijo nada.
—Y lo hiciste, Fenris —prosiguió el elfo-lobo—. Porque todos los que son como nosotros nos encuentran, antes o después.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—Nosotros somos elfos-lobo; apenas una docena en todo el vasto Reino de los Elfos. Pero nuestra peculiaridad es menos rara en tierras humanas. Allí pude encontrar hasta tres grupos distintos de hombres-lobo. Aun así, allí también los temen y los odian, igual que a los elfos-lobo, porque es difícil aprender a controlar los cambios del plenilunio, aprender a transformarse a voluntad, como lo hacemos nosotros. Para cuando logramos llegar a este nivel, nuestra fama de bestias asesinas nos ha apartado del resto del mundo. Por eso huimos y nos reunimos en grupos, en lugares que nadie ha pisado jamás.
»Pero tú eres diferente, Fenris.
—¿Qué quieres decir?
—Tú has encontrado un lugar entre los hombres. Tú tienes amigos fuera de nuestro grupo.
Fenris iba a responder algo, pero finalmente calló y sacudió la cabeza.
—He visto a esa joven humana que ha venido a buscarte hoy. No solo te ofrecía su amistad, sino también su amor.
Fenris evitó mirar a Gaya.
—No sé si eso se debe a que has vivido entre magos, acostumbrados a lo extraordinario.
—Puede ser —murmuró Fenris—. También los magos son odiados y temidos en muchos lugares del mundo. Pero eso no significa que yo sea como ellos.
—Tú eres uno de ellos, Fenris —gruñó Zor—, lo quieras o no. Pero también eres uno de nosotros. Por eso aceptaremos tu partida.
Fenris dirigió a los elfos-lobo una mirada interrogante.
—¿Cuándo vas a marcharte? —preguntó Gaya.
El mago se levantó trabajosamente y tuvo que quedarse quieto un momento para acostumbrarse a caminar de nuevo sobre dos piernas. Después miró a su compañera, y no vio dolor reflejado en sus ojos, sino serenidad y estoicismo.
—Volveré, Gaya.
—¿Cuándo vas a marcharte? —repitió ella.
—En cuanto esté preparado.
Ella no respondió. Dio media vuelta y se internó en la espesura. Fenris se la quedó mirando y, tras un breve momento de vacilación, la siguió.
—De modo que eso es todo lo que queda del cuerpo de Kai —dijo la voz de Shi-Mae en su oído.
Dana la ignoró y se concentró en el sencillo hechizo reductor que estaba aplicando al esqueleto. Éste empequeñecía por momentos. Cuando no fue más grande que la osamenta de un ratón, Dana pronunció una breve orden mágica y el proceso se detuvo. La Archimaga extrajo entonces una pequeña caja de su túnica y la abrió. Con una nueva palabra mágica hizo que los restos de Kai levitasen lentamente en el aire hasta introducirse en la caja, sin mezclarse ni desordenarse. Cuando los huesos estuvieron guardados, Dana cerró la caja y se la guardó con un estremecimiento.
—Señora de la Torre, viene alguien —avisó Shi-Mae.
Dana ya se había percatado de que una débil luz había invadido el granero. Se volvió y vio la figura encorvada de su madre, que entraba con un candil en la mano.
—¿Qué sucede, Dana? —preguntó ella.
La Señora de la Torre echó un vistazo a la fosa. Los duendes cavadores habían desaparecido, pero el agujero seguía allí.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, hija?
—Lo arreglaré —respondió ella con suavidad.
Se sintió extraña. No había pensado en su madre desde hacía años. Resultaba raro pensar que los orígenes de la poderosa Archimaga que era la Señora de la Torre estaban en aquella humilde granja.
En aquella mujer, pequeña y enjuta, de pelo canoso y mirada resuelta.
La granjera se acercó a ella y la miró con gesto serio. Por un momento le recordó a Maritta, la cocinera enana de la Torre, que había sido su mejor amiga, y que había muerto años atrás.
—Parece que fue ayer cuando ese hombre vino… —suspiró la mujer.
Dana se estremeció involuntariamente. Su madre se refería al Maestro, el hombre que la había separado de su familia para llevarla a la Torre y enseñarle a conocer y emplear la magia.
—Nos dijo que te daría una educación, que sería mejor para ti —prosiguió ella—. Aceptamos. Aún recuerdo cuando te marchaste, niña mía, tan pequeña sobre ese caballo tan grande. Desde entonces me he preguntado muchas veces si hice lo correcto…
Dana sonrió levemente, emocionada por el cariño que emanaba de la voz de su madre, y pensó qué respuesta debía darle. El Maestro no había sido un hombre bueno; había tratado de utilizar el poder de Dana para sus propios fines, había estado a punto de matarla.
Pero le había enseñado el camino de la magia.
—Hiciste bien —le dijo a su madre—. Por fin encontré mi lugar en el mundo.
Ella sonrió, y su rostro se llenó de arrugas. De pronto, sus ojos se detuvieron en algo que descansaba sobre el pecho de Dana. Se trataba de un colgante de plata que representaba una luna que sostenía una estrella entre sus cuernos.
Un colgante que la granjera había entregado a su hija el día de su partida, veinticinco años atrás.
—Ah, esto —murmuró la hechicera, siguiendo la dirección de su mirada—. Siempre lo llevo conmigo, madre. Es mi talismán.
—No es mágico, hija —dijo ella, mirándola a los ojos.
Dana se estremeció involuntariamente. «Lo sabe», pensó. «Lo sabe, y no le importa, no me teme, no me rechaza».
—Para mí vale más que todas las joyas mágicas del mundo —susurró.
Las miradas de ambas se cruzaron.
Veinticinco años después, madre e hija volvieron a fundirse en un cálido abrazo.
Iris seguía temblando en su refugio, intentando convencerse a sí misma de que las misteriosas voces que había escuchado habían sido un producto de su imaginación. Sin embargo, las había oído con demasiada claridad como para ignorarlas.
Las voces decían…
«Puedes esconderte de ella, pero no de nosotros».
«Ven, te necesitamos».
«Sube, te esperamos».
«Escucha…».
Iris gimió y se tapó los oídos con las manos, pero las voces seguían sonando en su interior, muy hondo…